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CINEMA DE PERRA GORDA

Clarence Brown

THE SIGNAL TOWER (1924, Clarence Brown) La torre de señales

THE SIGNAL TOWER (1924, Clarence Brown) La torre de señales

THE SIGNAL TOWER (La torre de señales, 1924) es el sexto de los más de medio centenar de largometrajes que componen la fascinante y aun escasamente explorada filmografía de Clarence Brown. Hasta el momento he podido contemplar la mitad aproximada de la misma, lo que me ha permitido ratificar mi consideración como uno de los grandes cineastas aún ignorados del Hollywood clásico. En ella, uno puede percibir rasgos que acompañarían su cine desde el inicio de su larga trayectoria. Por un lado el predominio de conflictos humanos y por otro, de manera esencial, su querencia por el rodaje en exteriores naturales, una de sus marcas de fábrica, heredada de su aprendizaje junto al francés Maurice Tourneur, al que por otro lado muy pronto superará en cualidades. De hecho, esos exteriores boscosos y, sobre todo, la permanente presencia de secuencias con destacada presencia de ferrocarriles, aparecen como caracteres principales de lo que, en última instancia, se erige como un atractivo melodrama triangular caracterizado por pocos, pero bien trabados personajes, y en los que Brown se inclinará por el género que forjará buena parte de su obra; el Americana.

Descrita en el entorno de la línea de ferrocarril California Western Railroad, la película se rueda en el condado californiano de Mendocino, salvo algunas secuencias de interiores plasmadas en estudio. Y es que, en realidad, tres serán los escenarios principales de la película. De una parte, los ya mencionados exteriores boscosos. De otra el entorno de la caseta de señales y, finalmente, los pasajes descritos en el interior de la vivienda del matrimonio protagonista, que fueron ejecutados en estudio. La película, tras un breve preámbulo explicativo, nos trasladará al entorno plácido y solitario del matrimonio Taylor. El marido Dave Taylor (Rockliffe Fellowes) ejerce como abnegado profesional de la línea de ferrocarril, empleado en turnos de doce horas a la hora de dirigir el pase de los trenes. Su esposa es la abnegada Sally (Virginia Valli) siendo padres ambos del pequeño Sonny (encarnado por la posterior estrella juvenil Frankie Darro). Junto a Dave, el veterano Old Bill (James O. Barrows) alterna con él los turnos de trabajo viviendo con ellos en su cercana casa de campo, y al que los Taylor consideran como un padre. Su avanzada edad le harán retirarse de la profesión, y en su lugar será sustituido por el atildado y arrogante Joe Standwich (un espléndido Wallace Beery, de sorprendente parecido con el ex ministro Ábalos). A partir de ese momento se irá fraguando una creciente atracción del recién llegado hacia Sally, apenas tamizada mientras Gertie, la prima de esta, se incline hacia Joe de manera desconsiderada, sin encontrar en él más que un comodín en su táctica de acercamiento a la dueña de la casa. Todo ello configurará una espiral de relaciones psicológicas que culminarán en el enfrentamiento de Dave contra Joe, al ver que este se ha excedido en su oculta atracción a su esposa, y la vivencia en medio de una tormenta nocturna del accidente que se producirá en un tren, que a punto se encontrará de estrellarse contra otro ferrocarril repleto de viajeros ajenos a la tragedia que les espera.

Lo primero que llama la atención en THE SIGNAL TOWER -más allá de esa agradecida querencia por la presencia de exteriores naturales, o la brillante presencia de secuencias llenas de veracidad protagonizadas por la presencia en aquel contexto de ferrocarriles que discurren por peligrosas rutas- es comprobar su brillante y dinámica planificación, centrada en una sucesión de planos fijos dominados por un brillante montaje. A lo largo de la película apenas percibí algún leve reencuadre y, sobre todo, un intenso travelling frontal en primer plano sobre el rostro de Sally, cuando es acosada de manera directa en su casa por Joe. Junto a ello, desde el primer momento destacará en sus imágenes la destreza de Brown a la hora de trazar la psicología de sus personajes. Existe una singular hondura en la manera con la que nuestro cineasta apela a la verdad de los mismos. Y es algo que tendrá una particular significación a la hora de introducir en el relato la figura de Joe, al describir Brown sendos insertos al hacerlo aparecer subiendo por la trampilla de la cabaña/oficina de señales, y detallando su presencia con esos ostentosamente brillantes zapatos de charol. Será la primera señal para describir a un hombre aún apuesto, aunque dominado por una arrogancia que ratificará cuando acceda a casa de los Taylor. Allí se paseará para comprobar si puede hospedarse, y se topará con Gertie, a la que observará -un plano de detalle lo revelará- desaprobando esa media desgastada en su talón. Solo contemplar por vez primera a Sally ratificará su intención inicial de asumir una habitación en la holgada vivienda.

A partir de ese momento, el entramado psicológico y argumental de THE SIGNAL TOWER discurrirá con precisión y mano segura. Con tanta solvencia y serenidad como carencia de sorpresas, iremos observando por un lado las sospechas de Sally del supuesto acercamiento de Joe hacia su prima. Los intentos casi ridículos de esta para acercarse a él, y también las añagazas del recién llegado para seducir a una Sally que será incapaz de observar en primera instancia dichas intenciones, y que, al sospechar ese falso acercamiento con su prima forzará que esta abandone la casa, sin ser consciente que ello facilitará las intenciones del inquilino.

Todo ello propiciará un relato revestido de fluidez y solvencia en su capacidad para el matiz, aunque uno quizá eche de menos cierta mayor capacidad de arrojo. De entronque en definitiva con las muestras más extremas del melodrama que se producirían en las postrimerías del periodo silente -pienso en el ejemplo extremo de la posterior THE WIND (El viento, 1928. Victor Sjöstrom), ante cuya fuerza palidece la catarsis final del film de Brown-. Por ello, quiero pensar que nuestro realizador optó de manera deliberada por un retrato de caracteres revestido de la serenidad y el optimismo habitual en su obra posterior, al objeto de justificar por un lado esa matización en el devenir de su reducida y bien trazada galería de personales. Todo ello contrastará con ese episodio final, que quedará ligado al enfrentamiento de Dave y Joe, y a la inesperada circunstancia de la ruptura de vagones de un tren en medio de una terrible tormenta que coincidirá con ese último acoso del poco recomendable Joe, en una griffitiana alternancia de dos historias paralelas, y teniendo especial importancia en esta última el detalle de la pistola que el pequeño Sonny trasladará a su casa desde la caseta en la que trabaja su padre.

Todo ello conformará un bloque indudablemente atractivo, pero contra lo que cabría esperar alcanza mucho más interés todo aquello que refleja el creciente terror de ese choque de trenes casi inevitable, que todo lo relativo al acoso final de Standwick a Sally. Por ello, que irá relacionado con esta plasmación del episodio de ‘salvación en el último minuto’, tan popular en el cine de aquel tiempo y heredado de la narrativa de Griffith, adquirirá en esta película, merced a la selección de planos elegida, y su combinación mediante un extraordinario montaje, una tensión realmente escalofriante. Será una sensación que se acentuará en esos instantes en los que Dave, ya casi al borde de la extenuación, intentará desviar la vía para hacer descarrilar esos vagones sin personal y absolutamente descontrolados, que se encuentran al límite de chocar contra ese tren de viajeros. En su oposición, todo lo relativo al acoso de Sally, que por momentos podría alcanzar tintes casi terroríficos, con resultar atractivo, en modo alguno contrasta en garra dramática con el drama vivido por el esposo, quizá tan solo para poner en valor la responsabilidad profesional de este, y aunque la película proponga un extraño y cercano flashback revelando la lucha de Sally en defensa del acoso de Joe, a quien finalmente contemplaremos con alivio que solo ha quedado herido en la mano del disparo de esta.

Calificación: 3

THE TRAIL OF ’98 (1928, Clarence Brown) La senda del 98

THE TRAIL OF ’98 (1928, Clarence Brown) La senda del 98

Nos encontramos en 1928, año de extraordinaria importancia en el arte cinematográfico, ya que la aparición del sonoro, transformará por completo -y no para bien, precisamente-, su propia existencia. Al mismo tiempo, casi como si fuera un cénit del periodo silente, ese mismo año se estrenaron, algunas de las cimas de dicho ciclo, varias de las cuales siguen emergiendo, como vértices absolutos del arte cinematográfico. Como se puede deducir, las circunstancias favorecieron la intención del rodaje de grandes títulos, algunos de los cuales, sin embargo, el paso del tiempo ocultó, quizá porque las ambiciones no se correspondieron con sus resultados -sean estos críticos o comerciales-. Pero sucede que lo que hace más de nueve décadas, se observó o se recibió de una manera, en nuestros días se puede valorar de otra completamente opuesta.

Es el ejemplo que proporciona, bajo mi punto de vista, THE TRAIL OF ’98 (La senda del 98, 1928), ambiciosa producción de Clarence Brown, situada ésta en el periodo de mayor fulgor de su carrera. Una película rodada de nuevo en el estudio que describió el conjunto de su obra -la Metro Goldwyn Mayer-, con la que deseaba plasmar la odisea existente, por un grupo numeroso de esperanzados ciudadanos de diversos estados norteamericanos, a la hora de acudir a la llamada del oro, entre los años 1897 / 98. Una aventura, centrada en la zona del Klondike en el Yukón. Será esta una sencilla premisa -el anuncio de la aparición de oro en aquella inhóspita zona-, a partir de la cual Brown nos irá presentando a una galería de seres, decididos en sublimar las limitaciones de sus vidas y, por ello, animados en embarcarse en esta apuesta tan peligrosa, como para ellos ilusionante.

Desde el primer momento, y aún con ello a costa de renunciar por completo a un estudio de personajes, esta película se dirime en una decidida apuesta por la descripción del proceso de llegada de esta masa de seres, a su deseado objetivo. Ya de entrada, unos breves flashes irán definiendo el marco de donde proceden los expedicionarios, trasladándose casi de inmediato, al buque que los traslada, desde San Francisco, al puerto de donde partirá la verdadera odisea de todos los decididos en la misma. Durante ese traslado, la cámara apenas se detendrá con un cierto desarrollo, en la joven pareja formada por Berna (Dolores del Río), que acude acompañada por su tío invidente, y el polizón Larry (el apergaminado Ralph Forbes). En el camarote de esta y su tío, se iniciará el romance entre ambos, que se prolongará cuando todos los pasajeros se dirijan al puerto de llegada, desde donde, en realidad, se iniciará la penosa expedición de todos los embarcados, teniendo que padecer largas distancias, pasando por  ríos y aguas situadas en los pies de valles, a la tremenda violencia de los aluds de nieve, la plaga de los mosquitos o, finalmente, la violencia de los rápidos del rio tras el deshielo.

Sin embargo, cuando todo parece que se ha resuelto para sus supervivientes, la llegada al Klondike no supondrá más que el inicio de una generalizada decepción, ya que, durante varios meses, se ha constatado la ausencia de oro, iniciándose poco a poco un éxodo en sus moradores. Pese a ello, los recién llegados perseverarán en sus cometidos, centrándose la acción en la interacción de la pareja protagonista, y la influencia negativa que en dicho contexto, ofrecerá el arrogante Locasto (que permite al gran Harry Carey, una inusual performance de villano), y que se centrará en su pugna, para conseguir poseer y dominar a Berna. Será algo que conseguirá en la ausencia de Larry, pero que al regreso de este -por fin convertido en enriquecido buscador de oro-, revertirá en un violento enfrentamiento entre ambos.

Es bastante perceptible que una limitación de THE TRAIL OF ’98, lo supone el escaso apego suscitado por Brown hacia sus personajes, que apenas poseen una mínima entidad, en el caso de la pareja de jóvenes, y el trío de buscadores, comandado por un tosco y grandullón hombre, al cual engaña con facilidad uno de sus dos socios. Aunque la crítica del momento ya reseñara dicha circunstancia, ante la fría acogida recibida en el momento de su estreno, lo cierto es que hay que tener en cuenta que la copia que hoy día podemos contemplar -sin posibilidad de poder ser visionada, de todos modos, durante décadas-, es la que optó la Metro para ser exhibida, incorporando elementos sonoros, y reduciendo su duración original de 127 minutos, a 87. Es más que probable que, dada dicha amputación, se quedara en la mesa de montaje, no pocas de las situaciones generadas por diversos de sus personajes. Y es que conviene señalarlo, tal y como nos narra la historiadora Carmen Guiralt, en el estupendo estudio monográfico sobre la obra de Brown editado en España -el único existente-, la película registró un rodaje muy accidentado, registrándose varios muertos durante dicho proceso, y quedando finalmente como el mayor desastre financiero del estudio, al perder 756.000 dólares, de aquellos lejanos tiempos.

Es cierto que, desde el momento de su estreno, THE TRAIL OF ’98 ha sufrido críticas desfavorables. Es más, la ya citada Carmen Guiralt, no dudaba en sumarse a dicha corriente. Por el contrario, y pese a dicha tendencia -me gustaría conocer la opinión de más analistas en la actualidad-, he de decir que me parece un título espléndido, por encima de esa señalada circunstancia, debida a la amputación de casi 40 minutos de su metraje. Su trazado, asume una circunstancia común al mejor cine silente; la capacidad que las películas de ese periodo mantenían, para sostener en un solo plano, la quintaesencia del conjunto del relato. Es decir, que soportaron mejor que en periodos posteriores, la amputación de partes de su metraje. Por eso, la estructura de la película, queda adornada de la mayor cualidad del cine mudo; su fisicidad, y la capacidad que alberga, con un siempre plano, de expresar el máximo de emociones.

De tal forma, Clarence Brown concibió esta epopeya, como un relato revestido de dureza, en el que más que el trazado de personajes, queda en primer plano ese esfuerzo colectivo. Esa lucha contra la adversidad, que definirá la aventura de estos seres, parte de los cuales perecerán por el camino. No se trata, por otra parte, de nada nuevo a este respecto, dentro del cine USA. Es más, en ello, uno no dejó de detectar cierta herencia del cine de Griffith -las concomitancias con el clímax de ORPHANS OF THE STORM (Las dos huerfanitas, 1921) aparece bastante clara-. Y la fuerza que proviene de esta película, reside en la intensidad y autenticidad con las que son descritas las penalidades sufridas por la numerosa expedición, sin faltar en ellas el toque de comedia -centrada esencialmente, en las andanzas y picarescas del trío de socios-, que aparecerán como subtrama en sus episodios. Es por ello, que el espectador sigue sintiendo, contemplando como los exhaustos peregrinos del oro, apenas puedes trasladarse por esos ríos y pantanos que aparecen como un auténtico suplicio. Nueve décadas después de su rodaje, uno aún se asombra de la veracidad que preside la secuencia del alud, todo un portento de puesta en escena, que a punto estuvo de costar varias vidas, o la dureza que desprende ese ascenso por una imponente montaña nevada. A ello le sucederá la fuerza que revisten los planos, que describen el deambular de las pobres balsas, por los veloces y peligrosos rápidos, del río que recoge el fruto del deshielo -apenas detecté un momento rodado con transparencias-.

Esa apuesta por la autenticidad en la plasmación de la fisicidad del relato, se prolongará una vez llegados al Klondike, especialmente durante los últimos minutos del relato. En ese tramo final, lo cierto es que contemplaremos pasajes deslumbrantes. Como el más bruto de los expedicionarios, destrozará literalmente, con una fuerza casi inhumana, la oficina de legalización de minas, para protestar contra los turbios manejos de Locasto. Este protagonizará, asimismo, un momento escalofriante, en su encuentro con Berna, decidiéndose a violarla, mientras la cámara efectúa un travelling frontal sobre la asustada muchacha, fundiendo en negro. Sin embargo, THE TRAIL OF ’98 asumirá una doble catarsis. La primera de ellas, asistir al tenso episodio, en el que el socio del yacimiento, huirá en plena tempestad, dejando a Larry enfermo en la tienda de campaña, en medio de la tempestad. Sin embargo, inadvertidamente, se habrá dejado esos 8 fósforos que le permitirían encender un fuego, comprobando con horror el hecho de morir en medio de la helada. La tensión del episodio aún irá en aumento, al caer el árbol en que se refugia y, aunque se resguarde en él, el plano general nos mostrará cómo se acercan peligrosos animales, dispuestos a devorarlo. Brown culminará la aterradora secuencia, con un primer plano de este sobrepasado, mientras se sobreimpresionan sus lejanos recuerdos a su familia, en los que le prometía volver con riqueza de estas tierras. La película de Clarence Brown, aún mostrará su definitivo climax, en esa brutal pelea, mantenida entre Locasto y Larry, dominada por un pasmoso sentido de la inmediatez, que culminará con el incendio de la edificación donde ambos se enfrentaron, casi como definitiva metáfora, de la imposibilidad de mantener un mundo, basado en la avaricia y la codicia.

Han pasado muchos años desde su rodaje. Por fortuna, THE TRAIL OF ’98 aparece llena de frescura y sinceridad, revelando por enésima ocasión, que en la figura de Clarence Brown, se encontró uno de los grandes de Hollywood. Hora es, de reconocerlo de manera reivindicativa y gozosa.

Calificación: 3’5

A 26 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XI) DIRECTED BY... Clarence Brown

A 26 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XI) DIRECTED BY... Clarence Brown

Foto: Clarence Brown, junto a Greta Garbo, en el rodaje de ANNA CHRISTIE (Idem, 1930).

 

CLARENCE BROWN... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(14 títulos comentados)

COME LIVE WITH ME (1941, Clarence Brown) No puedo vivir sin ti

COME LIVE WITH ME (1941, Clarence Brown) No puedo vivir sin ti

Dos son los elementos primordiales, que vienen a la mente, tras contemplar COME LIVE WITH ME (No puedo vivir sin ti, 1941). En primer lugar, ratificar la versatilidad de su director, el magnífico Clarence Brown, que sabe incardinarse en el terreno de la Screewall Comedy, aportando en su propuesta la serenidad de su estilo contemplativo. Por otro lado, es de especial interés insertar esta comedia romántica, dentro del giro que el genero vendría asumiendo con la llegada de la década de los cuarenta, tamizando en cierto modo el rasgo Screewall, y proponiendo en su lugar un cierto predominio romántico, hasta cierto punto elegíaco, que podríamos vislumbrar en la obra de George Cukor y, sobre todo, el cada día más legitimado Mitchell Leisen. A partir de estas premisas, aparece esta extraña producción de Metro Goldwyn Mayer –estudio en el que Brown fue uno de sus hombres más respetados. Una comedia que plantea sus instantes más ligeros en el inicio de la película, describiendo la singular situación de ese matrimonio de relación abierta que representan Barton (Ian Hunter) y Diana Kendrick (Verree Deasdale). El primero es un editor que encuentra siempre en su mujer el consejo oportuno, a la hora de decidir que publicaciones auspiciar y, en líneas generales, asumir cualquier decisión vital. Pero lo que muy pronto sabremos, es que Diana tiene un amante, que cuenta con el beneplácito de su marido. Pero lo que ella no sabe… es que su esposo vive la misma situación, representado en la inmigrante austriaca Johnny (Heddy Lamarr), que se ha convertido en su apoyo sentimental. Todo este ámbito descriptivo de situaciones, será establecido por Brown con un notable dinamismo, utilizando para ello un fondo sonoro que acentúa su elemento de comedia, y acercándonos por la franqueza con la que es descrito, al periodo Precode, en títulos tan inolvidables para el género, como DESIGN FOR LIVING (Una mujer para dos, 1933. Ernst Lubitsch). Será el mismo tiempo, el preludio a un inesperado giro argumental y, con él, a una variación en su tonalidad, al aparecer Johhny, en una delicada secuencia en la que Burton le regalará la pequeña muñeca de una bailarina que funciona a cuerda, sirviendo la misma para introducir a su personaje –oportunamente realzado y aparecido en escena-. El interludio romántico, aportará un matiz dramático, al descubrir su condición de inmigrante ilegítima, brindándole al amable agente que va en su busca, el plazo de una semana para que intente buscar soluciones, siendo la principal de ellas poder casarse con algún ciudadano americano. Una solución que no podrá encontrar en su amante, quedando para ella un incierto futuro. De nuevo, en esta película dominada por sus giros y por la delicadeza de su tono, se describirá de manera magnífica, por medio de ese plano de los pies de Johnny caminando por la calle en la noche, y topándose con los extendidos del que pronto descubriremos es Bill Smith (James Stewart). Es decir, la estructura narrativa de COME LIVE WITH SE ME traslada a otros dos personajes diferentes a los que la han iniciado. Será sin duda un oportuno planteamiento, e inusual en el cine de su tiempo.

Sin embargo, lo más valioso, lo más perdurable del film de Brown –como no podía ser de otra manera, viniendo de un cineasta por lo general dominado por la sutileza de su pintura de caracteres-, será la manera con la que este insuflará a sus criaturas, de una extraña humanidad. Y ello es, a mi modo de ver, la verdadera esencia de esta brillantez comedia romántica, en la que sus cuatro principales personajes se dirimen en sentimientos compartidos. Por un lado, el veterano Barton se debatirá entre el profundo conocimiento que se establece con su esposa, una mujer mundana con la que mantiene una estrecha confianza. Por parte de Johnny inicialmente se planteará el deseo de sellar su cariño con su amante, mientras que utilizará a Smith, al que muy pronto descubrirá en su casi total ausencia de recursos, casándose con él. Mientras tanto, este último muy pronto caerá rendido ante ella, superando su condición de escritor sin fortuna, haciendo valer su extremo sentido de dignidad –le devolverá a Johnny el escaso dinero que le ha ido entregando semanalmente-, e intentará revertir el deseo de esta de divorciarse de él, cuando Barton se decida a pedir el divorcio a su esposa.

Toda una conjunción de elementos de enredo, una mirada bastante adulta en tono a las relaciones humanas y, ante todo, un profundo conocimiento de la personalidad humana, con la que Clarence Brown sabrá trascender el brillante guión de Patterson McNutt, desarrollando la historia inicial de Virginia Van Upp. Y lo hará sobre todo apostando por secuencias de marcado alcance intimista. Secuencias que se establecerán ya en la inicial, que nos describe la relación del matrimonio Kendrick. El episodio en el que un mendigo –el en esta ocasión estupendo Donald Meek-, servirá en cierto modo de enlace entre Johnny y Bill. En todas las secuencias que se describirán en los que muy pronto se convertirán en esposos. O en episodios tan divertidos como el que se desarrolla en el despacho del editor, teniendo delante de sí a Bill, que le ha enviado la novela en la que se relata la circunstancia de su relación oculta, delante de su esposa, que ha sido realmente quien ha destacado el original enviado por Bill. Será esta una secuencia modélica, en la que la planificación, la dirección de actores y el juego con el doble sentido, la acercará a los mejores modelos establecidos por el género, permitiendo que Diana intuya y perciba la realidad de la relación oculta que este le ha mantenido hasta entonces. COME LIVE WITH ME se enriquecerá con el gusto por el detalle propuesto por Brown –esa querencia por los espejos como elemento confesional-, que incluso servirá para poner en primer plano fugas cómicas, centradas sobre todo en el reflejo caricaturesco que se brinda de la imagen de Bill.

Potenciada por una excelente dirección de actores, que subraya la ingenuidad de Hunter, la sutileza de la Deasdale, y la química que se ofrece entre una bellísima Heddy Lamarr y un encantador James Stewart, COMO LIVE WITH ME adquiere una tonalidad más romántica e íntima, a partir de la llegada de la pareja, a la casa rural en la que vive con tranquilidad la abuela de Bill –será una condición impuesta por este a Johnny, para acceder a la petición de divorcio que ella le plantea-. La veterana pariente, exteriorizará con placidez una mirada reflexiva en torno a la propia existencia, que se extiende a las paredes por medio de esos refranes erigidos como apólogos morales, que la anciana cuelga a modo de cuadros. No me cabe la menor duda, que los responsables de la película, tomaron nota del espléndido resultado que Mitchell Leisen había demostrado en REMEMBER THE NIGHT (Recuerdo de una noche, 1940), con la que mantiene esa ruptura en el tono de comedia, para introducirse en un ámbito melodramático. Será una parte final, en la que Brown acertará al jugar con la propia disposición de esos refranes enmarcados, con la propia disposición del interior de la vivienda –especialmente las dos habitaciones separadas en las que dormirán Lamarr y Stewart-, utilizando de nuevo la fuerza dramática del espejo, o la presencia de una linterna como elemento dinamizador. Es probable que la película concluya quizá de manera apresurada –aunque no por ello deje de resultar ingeniosa, incorporando de nuevo uno de los refranes, para que la pareja definitivamente reconciliada-, opte por dejar de lado la ficción que representa. Una agudeza final, dentro de una obra regocijante en sus mejores momentos, que ratifica el talento, de uno de los grandes realizadores ocultos de Hollywood; Clarence Brown.

Calificación: 3

CHAINED (1934, Clarence Brown) Encadenada

CHAINED (1934, Clarence Brown) Encadenada

Pocas propuestas del periodo precode, puede presumir de plasmar con mayor comprensión y serenidad el adulterio como CHAINED (Encadenada, 1934), mostrando al mismo tiempo la versatilidad de ese enorme cineasta que fue Clarence Brown. Tras esos primeros planos que nos describen a la perfección la fuerza que irradia en la joven Diane Lovering (Joan Crawford), navegando por el puerto de Nueva York, esta repentinamente retorna a lo que pronto advertiremos es su puesto de trabajo, recibiendo el cariño del maduro Richard I. Field (Otto Kruger). El fluir del reencuentro nos revelará que ambos son amantes, retornando la mujer de Richard de manera repentina junto a su marido. Contra lo que podríamos imaginar, Field decide que su amada esté presente, para plantear a su esposa la petición de divorcio. Lo que acontecerá será una de las miradas más duras en torno al convencionalismo de las clases altas de la época, mostrando a una esposa egoísta, que no dudará en negar el divorcio a su marido, siendo consciente de que no le ama, solo por el hecho de mantener un estatus social en el que se siente cómoda.

Será un estupendo inicio para un relato que proseguirá casi como un referente de cara a las posteriores HISTORY IS MADE AT NIGHT (Cena de medianoche, 1937) de Frank Borzage o LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939) de Leo McCarey, curiosamente, dos realizadores en los que encuentro notables semejanzas con los modos de Brown. Diane viajará en crucero hasta Buenos Aires, recomendada por su fiel protector, con la sincera intención de relajarse hasta aclarar sus ideas y retornar con él. Sin embargo, muy pronto se introducirá en su seno una nueva mirada en torno a un sentimiento amoroso hasta entonces ausente en ella. Se lo brindará el joven, arrollador y descarado Mike Bradley (Clark Gable), propietario de una granja de caballos, con el que sin pretenderlo se verá inmersa en un romance, que se irá consolidando una vez se produzca la llegada de ambos a la capital argentina. Con Bradley a su lado, Diane verá otro nuevo mundo, sin duda más acorde a su auténtica personalidad, y que quizá había escondido, estando al amparo de un hombre tan cariñoso aunque alejado a ella como Field. Una vez que sus sentimientos hacia Mike estallen, en medio de una secuencia llena de sensualidad, enmarcada en el fragor de la campiña, nuestra protagonista regresará hasta Nueva York, dispuesta a comentar al fiel Richard la nueva situación vivida, intentando con ello no herir sus sentimientos. Sin embargo, un nuevo elemento enturbiará sus deseos. Este le comunicará emocionado que ha logrado obtener el divorcio de su mujer. Es más, Diane al escuchar los enormes sacrificios que su hasta entonces amante le irá comunicando –renunciar a la custodia de sus hijos e incluso renunciar a buena parte de su fortuna-, quedará conmovida hasta estallar en llanto, en una de las secuencias más intensas del film, planificada en torno a esa inclinación por la fuerza en la interpretación de sus actores, puesta de manifiesto en planos fijos de larga duración.

Rodeada en la contradicción de decidir su libertad emocional, o acceder a unirse por agradecimiento a quien tanto ha sacrificado por ella, Diane decidirá lo segundo. Clarence Brown ni siquiera mostrará la ceremonia. Tan solo el envío de un sucinto escrito de disculpa a Mike, y una sucesión de breves secuencias -la película no llega a alcanzar los ochenta minutos de duración-, nos apercibiremos de la insatisfacción de la ya convertida esposa de Richard I. Field. Los veremos en diferentes actos sociales, donde nuestra protagonista no podrá evitar mostrar su inadecuación a formar parte a un mundo de convenciones que en el fondo detesta. Será algo que su esposo quizá intuya en esa miradas que de manera sutil le formula –algo a lo que el registro siempre ambivalente del estupendo Otto Kruger contribuye a enriquecer- cuando se encuentra compartiendo con ella dichos actos. Ha transcurrido un año desde su enlace, y el destino querrá que Diane se reencuentre casualmente con ese Mike que decidió perder, pero que aún alberga en su corazón.

Notable combinación de comedia y drama, CHAINED sabe alternar episodios de magnífica expresión visual, como el que se describe en la amplia piscina del crucero, albergando en su modélica planificación la rápida evolución de ese inicial rechazo de Diane hacia Rick, hasta un rápido acercamiento a este. O esa magnífica sucesión de travellings de retroceso, describiendo ese rápido caminar de la pareja por la cubierta del barco, exteriorizando ese latente sentimiento de alegría compartida, que culminará con un hilarante apunte de comedia –las estratagemas para desembarazarse de dos molestas mujeres que les persiguen-, que nos permitirá comprobar la olvidada dotación para la comedia de un Clark Gable que acaba de salir del rodaje de la canónica IT HAPPENED ONE NIGHT (Sucedió una noche, 1935) de Frank Capra. Clarence Brown demostrará su maestría a la hora de plasmar su capacidad para extraer el máximo rendimiento de una planificación que potenciará el plano fijo y la intensidad de la interpretación de actores, evocándonos la maestría con la que plasmó su dotación romántica en títulos silentes como FLESH AND THE DEVIL (El demonio y la carne, 1926). El realizador sabe ser diestro en el apunte y en la fuerza de sus momentos más emotivos. Es algo que, en definitiva, se plasmarán en los últimos minutos del relato, con la despedida de Crawford y Gable, al describirle Diane su incapacidad para provocar el menor sufrimiento a una persona que lo ha dado todo por ella, o en ese doble episodio final, que por derecho propio, debería figurar entre lo mejor legado por el melodrama en aquellos años.

Será un fragmento que se iniciará con la inesperada llegada de Rick a la cabaña en la que se encuentran Richard y Diane iniciando unas breves vacaciones de invierno. Este simula ser un viejo amigo de esta que desea encontrarse con el esposo para entablar contactos de negocios. Sin embargo, una sensación incómoda será planteada de manera ejemplar por el realizador, teniendo como epicentro la protagonista, que no desea que este revele a Richard la relación que les ha unido. Las miradas entre ambos, reflejarán nerviosismo, complicidad y, finalmente, agradecimiento, ya que en último término Bradley desistirá de llevar a término sus intenciones iniciales. Sin embargo, contra todo pronóstico, y cuando el espectador prevé que el futuro de su esposa está condenada a la rutina y la resignación, Richard hará gala de una extraordinaria lucidez y generosidad, señalando a su esposa en un último gesto de entrega, que había intuido el amor que le unió a Mike, y dejándola libre en su futuro. Llegará a señalarle en un instante de supremo sacrificio, que en un solo año con ella a su lado, ha sido más feliz que en el resto de su vida. Hermosa y reveladora conclusión para una película avanzada en su concepción de las relaciones humanas, portadora de un retrato femenino aún hoy día revestido de modernidad y, sobre todo, reveladora del talento de un director en plenas facultades, e incluso de una Metro Goldwyn Mayer aún no enconsertada en su casi inmediato conservadurismo.

Calificación: 3

SADIE McKEE (1934, Clarence Brown) Así ama la mujer

SADIE McKEE (1934, Clarence Brown) Así ama la mujer

Película a película, poder ir accediendo a la obra de Clarence Brown me permite mantener mi impresión de ubicarme ante un gran cineasta. Un realizador merecedor de una completa retrospectiva de su obra y, sobre todo, el reconocimiento como una de las principales figuras emanadas del seno de la muy conservadora Metro Goldwyn Mayer. Lo es por la vigencia de su cine, la singularidad de sus elementos de estilo, y también, por la versatilidad que demostró a lo largo de una obra que se extiende a medio centenar de títulos.

SADIE McKEE (Así ama la mujer, 1934) ofrece otra muestra más de dicho enunciado en todas sus vertientes, desarrollando una propuesta de la siempre interesante Viña Delmar combinado en una atractivo enfoque de comedia dramática de índole social, que pese a estar desarrollada dentro del ámbito del recién implantado “Codigo Hays”, mantiene la herencia del precode, a la hora de perfilar como personaje central del relato al retrato de una mujer de origen obrero, característico de los primeros años treinta. Encarnado por una dinámica Joan Crawford en un rol que al parecer conserva varias concomitancias con los reales orígenes de la actriz, Sadie será la hija de unos padres criados, ejerciendo también de doncella de una adinerada familia –los Alderson-, en una localidad estadounidense. La película se iniciará con una notable secuencia de comedia, en la que además de describirse a la perfección el carácter individualista de la joven, destaca por su inventiva en el uso de la cámara, al margen de que, por momentos, podría servir a la perfección como referente de la muy posterior –y celebrada- escena de la cena de THE PARTY (El guateque, 1968. Blake Edwards). En la misma, con una cámara que sigue los movimientos de la protagonista sirviendo la mesa de los propietarios, Sadie irá creciendo en ira al contemplar los comentarios despectivos pronunciados por el hijo de los propietarios –Michael (Franchot Tone)-, en torno al joven y diletante Tommy (Gene Raymond), del que la joven sirvienta se siente atraído. Será el inicio de su rebelión como tal súbdita, huyendo con Tommy hasta Nueva York para intentar sobrellevar juntos su vida. Para ello, Brown articulará una interesante solución al mostrar como Sadie decida en el último momento subir al tren al que ha despedido a Tommy, mientras este se disponía a iniciar una existencia en solitario buscándose allí el futuro profesional. Con gran sentido de la ligereza, el director nos adentrará a la cotidiana vida urbana de un Nueva York que es mostrado despojado de todo tipo de glamour.

Muy pronto las ilusiones de Sadie se transformarán en decepción, cuando compruebe que Tommy la abandona al disponerse a casar con ella, yéndose de acompañante con una cantante a la que servirá como oponente. A partir de una tesitura en la que la joven se ve abocada a la miseria, se empleará como cantante, ligándose muy pronto a la figura de un adinerado y bonachón hombre dado a la bebida –Jack Brennan (el siempre excelente Edward Arnold)-, que de la noche a la mañana la convertirá en su esposa, con lo que comportará para Sadie convertirse en una mujer adinerada y respetada, copropietaria de una gran fortuna. Todo ello provocará la irritación de Michael –componente del equipo de confianza de Brennan-, quien despechado por el rechazo que esta le proporcionó –con la que mantenía una amistad desde pequeña-, piensa que la boda ha supuesto una decisión tomada por el interés.

Nada más lejos de la realidad, para una mujer que sin pretenderlo se ha establecido como una rebelde contra todo tipo de convencionalismo, en un relato que se caracteriza por los modos de la comedia social, prolongando esa capacidad para la desdramatización que caracterizó el cine de Clarence Brown, un encomiable sentido del ritmo, de las elipsis y los espacios vacíos, la modernidad en la dirección de actores, el uso de la escenografía, o un sentido de la progresión que aún sorprende por su vigencia. Todos estos elementos se encuentran plenamente insertos en esta atractiva propuesta que sabe caminar por diferentes escenarios y ámbitos y que se degusta con notable placer. Con delicadeza incluso –todo lo que conlleva la relación mantenida con Brennan, en donde Sadie exteriorizará su agradecimiento- a un hombre al que no ama pero del que se siente plenamente agradecido, salvándole de una muerte cercana al lograr aislarlo de su inveterada adicción a la bebida. Será todo ello un bloque caracterizado por la diversidad de tono, en donde el elemento de comedia quedará contrastado con el apunte dramático casi de un instante a otro, brindando uno de los instantes más conmovedores del film. Me refiero a ese plano medio en el que la protagonista, que instantes antes ha despedido al mayordomo –Phelps (un eminente Leo G. Carroll, en cuyo rol quizá se inspiró Dirk Bogarde para encargar al protagonista de THE SERVANT (El sirviente, 1963. Joseph Losey))-, implorará a este su colaboración para salvarlo de una muerte segura.

Solo habrá otro instante con mayor calado emocional, en una película provista de numerosos aspectos de interés, y que se cierra de manera ambivalente, con un posible –más abierto- retorno a la relación de la protagonista con Michael. Me refiero al encuentro postrero con Tommy, que se encuentra agonizando en un hospital, enfermo de tuberculosis. La secuencia –digna del mejor Frank Borzage-, está plasmada con un asombroso sentido del pudor emocional, teniendo como fondo tras las enormes e irreales cristaleras, una nieve que acrecentará su fuerza una vez este el díscolo amante de Sadie exhale su último suspiro.

Calificación: 3

EDISON, THE MAN (1940, Clarence Brown) Edison, el hombre

EDISON, THE MAN (1940, Clarence Brown) Edison, el hombre

Para valorar el caudal de virtudes que emana de EDISON, THE MAN (Edison, el hombre, 1940), solo hay que pensar lo que este biopic dedicado a la figura del inventor Thomas Alva Edison, podría dar de sí, de haber sido trasladado a la pantalla por un realizador proclive a los convencionalismos. Por el contrario, esta producción de la Metro Goldwyn Mayer –estudio que de entrada podría hacer pensar lo peor al respecto, personalmente no sirve sino para confirmar que Clarence Brown puede situarse en uno de los cinco ángulos que formarían los, para mi, grandes humanistas del cine norteamericano. Decir que los otros cuatro fueron John Ford, Frank Borzage, Leo McCarey y Henry King, quizá de entrada puede resultar excesivo a la hora de valorizar la aportación de un cineasta por lo general ninguenado. Sin embargo, y más allá de poder matizar esta aseveración, la película que comentamos es una perfecta –y valiosa- nuestra de esa mirada, siempre revestida de optimismo y confianza en las virtudes de la condición humana, centrada ante todo en la singladura del pasado de la vida norteamericana.

Dentro de dichas coordenadas, EDISON, THE MAN no supone una excepción. La película se inicia en el New York de 1929, ciudad en la que nuestro protagonista, encarnado por un espléndido Spencer Tracy, va a recibir un homenaje extendido a las fuerzas vivas de la ciudad. Edison ya es un anciano de ochenta y dos años de edad, aunque conserve sus costumbres; antes de retrasarse al evento, no dejará de consumir ese vaso de leche y un pedazo de tarta que posteriormente comprobaremos ha sido una de sus ritos alimentarios, revelándonos las verdaderas intenciones del film. Su discurrir nos  ofrecerá un relato en voz baja de la andadura creadora de esta figura en el campo de la invención, siempre puesta la misma bajo el tamiz de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos y, al mismo tiempo, ofrecer otra nueva muestra de ese esfuerzo arquetípico del pueblo norteamericano. En definitiva, pese a tratarse de un relato que se aborda a partir de la segunda mitad del siglo XIX, es evidente que Brown derivó el mismo hacia la vertiente Americana en la que tan a gusto se sintió a lo largo de su carrera como realizador. La película, tras la presentación del homenajeado, y  antes de que este vaya a tomar la palabra, de manera ingeniosa se trasladará en flash-back a seis décadas atrás en el pasado, mediante ese puro que el viejo Edison encenderá, y que fundirá con la imagen de este, mucho más joven, encendiendo otro, gracias a un operario de farolas del New York en el tiempo en que el joven protagonista ha llegado a la ciudad, tras haber ejercido como telegrafista, para establecerse como inventor. En realidad no tiene en mente ningún objetivo concreto. Por el contrario, lo que desea es desarrollar esas inquietudes de las que está seguro va a obtener resultados positivos, convencido como está de sus capacidades.

Hasta aquí, poco podría señalarnos que el film de Brown destaque sobre cualquier otro biopic que evoquemos. Sin embargo, al igual que sucediera con exponentes tan dispares y, en el fondo, similares como WILSON (1944) en la obra de Henry King, o DR. EHRLICH’S MAGIC BULLET (1940) en la de William Dieterle, EDISON, THE MAN pronto va emergiendo como un relato que discurrirá en voz callada, evitando generalmente un tratamiento altisonante de su discurrir, que siempre se insertará en el terreno de lo intimista. Es más, incluso en los momentos más dramáticos, la película nunca dejará de mostrar un semblante optimista y esperanzador, narrándonos el devenir y profesional personal del protagonista. En este último término, siempre quedará en un segundo término la relación mantenida con la que se convertirá en su esposa –Mary Stilwell (Rita Johnson)-, aunque ello ni nos evite comprobar la sinceridad que emana de la relación que mantendrá con ella, ni la importancia que su apoyo revestirá en el devenir de su andadura como inventor, incluso en sus momentos más complejos y difíciles. Por el contrario, y con un admirable uso de la elipsis, su casi apasionante metraje incidirá en la descripción de esa lucha que mantendrá a la hora de llevar a la práctica esa capacidad creadora en beneficio de la comunidad. Pero, al contrario de lo que podría realizar un Frank Carpa, Clarence Brown casi nunca alza el tono de su relato. Incluso en sus momentos más difíciles –con la lucha por mantener su laboratorio en Menlo Park-, no dejaremos de contemplar la relajación –en ocasiones casi cómica- de nuestro protagonista, que no dudará en retirarse a un pequeño cuchitril escondido en un rincón del mismo, buscando con ello esa necesaria paz interior que le permita perseverar en sus intuiciones investigadoras. A través de diversos episodios, y ayudado por un espléndido cast –en el que no dudo en destacar a Charles Coburn y, sobre todo, a un Félix Bressart en estado de gracia-, en realidad la película nos cuenta la historia de una lucha, el devenir de una convicción, sobreponiéndose a las convenciones de la época en que se desarrolló la andadura vital de nuestro inventor. Este contraste tendrá quizá su elemento vector en la personalidad del general Powell (Coburn) y el avieso Taggart (Gene Lockart). Aunque ambos sean socios de la misma compañía, su visón será completamente opuesta por lo que, tras el fallecimiento del primero –resuelta en la pantalla con un último y emotivo encuentro por parte de Edison con este en el que será su inesperado lecho de muerte, certificándose la misma una vez más con el recurso de la elipsis-.

Sin embargo, lo más apasionante de EDISON, THE MAN, reside en la hondura y el mismo tiempo el oscilante vitalismo con que se describen las progresiones, frustraciones, logros, incidencias y, ante todo, la relación humana, establecida por el protagonista con su grupo de operarios. Unos seres con los que confiará en el momento en el que logre una importante cantidad de dinero con la patente de un telégrafo, y que devolverán dicha confianza en un momento crítico de las experimentaciones, cuando Edison se encuentre sin poder pagarles, no teniendo otra opción que despedirlos. De forma inesperada, al día siguiente este comprobará estupefacto que sus trabajadores siguen en sus puestos, sin que cobren por ello, adoptando una actitud revestida de dignidad a la hora de proseguir sus investigaciones. Esa misma dignidad que irá acompañada a la hora de no plegarse a los designios de Taggart, quien una vez el inventor logre su anhelado invento; la obtención de la bombilla –descrito de forma admirable mediante un episodio donde las elipsis y un ritmo en el que lo sincopado y los instantes relajados alcanzan una efectividad asombrosa-, no ceje en sus intentos por evitar que el mismo pueda implantarse en determinadas zonas de New York, como primer paso para sustituir el uso del gas por el de la electricidad. Para ello, se concederán seis meses a nuestro protagonista, teniendo una vez más que luchar contra el tiempo y las adversidades –incluso horas antes de la apertura de dicha iluminación, se cebará sobre los operarios un inesperado accidente de las turbinas-. Sin embargo, el fruto del esfuerzo se comprobará por una ciudadanía que asistirá entusiasmada a la llegada de la iluminación en las calles. Sin embargo, ese momento cumbre será plasmado de forma sencilla y emotiva, con un plano general de Edison y su mujer asomados a la ventana, sobre la que se contemplará el encendido –un instante casi conmovedor en la emotividad y al mismo tiempo serenidad con el que es mostrado-.

Personalmente, creo que a EDISON, THE MAN le sobran esos minutos finales, en donde se enumeran las invenciones posteriores que prolongaron la andadura de auténtico benefactor de la humanidad, o incluso la intervención que dirigirá a las personas que le homenajean, una vez el flash-back retoma la acción a 1929. Sin embargo, uno no puede sustraerse a aspectos tan conmovedores, y al mismo tiempo, revestido de esa serenidad característica al estilo de Brown, representada en el joven Jimmy (Gene Reynolds), un muchacho que ha decidido incorporarse al equipo de Edison, al que tiene prácticamente mitificado. La delicadeza con la que es tratado el personaje del pequeño aprendiz, la manera con la que se insertan los primeros planos que describen las emociones, frustraciones y alegrías de un muchacho que ha decidido seguir los pasos de una persona que para él se convertirá en un auténtico referente vital. En aspectos como este no solo se encuentra la mejor de un título magnífico como el que comentamos sino, en definitiva, la esencia de ese gran cineasta que fue Clarence Brown.

Calificación: 3’5

LETTY LYNTON (1932, Clarence Brown)

LETTY LYNTON (1932, Clarence Brown)

Antes de consolidarse como un primerísimo cineasta dentro de una manera de entender su producción cinematográfica dentro de los parámetros de un melodrama relajado e intimista –por más que sus historias narraran incluso hechos históricos-, la filmografía de Clarence Brown vive un interesante y aún no demasiado explorado periodo silente –en el que se encuentran exponentes dirigidos al servicio de estrellas como Rodolfo Valentino e incluso Greta Garbo-, a la que incluso llegó a auspiciar en títulos sonoros. Pero unido a ello, y antes de enclavarse en esa admirable capacitación para el drama, Brown no dudó en ponerse al servicio de diversas comedias filmadas en el periodo pre code, que no deberíamos dejar de tener en cuenta, a la hora de establecer los primeros pasos de lo que años después se establecería como la screewall comedy, aunque en este caso el porcentaje de comedia se entremezclara con el melodramático e incluso con el drama puro y duro, con una extraña pertinencia, revelando ante todo que ya en aquellos primeros años treinta, Brown había logrado sobresalir con facilidad de la producción talkie que inundó Hollywood con la llegada del sonoro y, por el contrario, ofrecía unos estilemas de puesta en escena, en algunos momentos casi sorprendentes. Digamos que el cineasta que había filmado el intenso melodrama que es THE FLESH AND THE DEVIL (El demonio y la carne, 1927), o incluso la agradable mezcla de aventura y comedia que protagonizó Valentino en THE EAGLE (El águila negra, 1925), demostraba de nuevo en esta ocasión encontrarse en plena forma, ofreciendo además un retrato femenino revestido de una enorme modernidad. Un perfil que muy poco tiempo después sería eliminada en las pantallas de Hollywood, al llegar esas normas que Will Hays impuso, derogando todo aquello que podía aparecer como frívolo o inmoral y, con ello, dejando de lado el retrato de mujeres de moderna personalidad, en la que la iniciativa sobre el dominio del macho ya se había puesto de manifiesto ante la pantalla.

LETTY LYNTON (1932) relata en realidad a una de esas mujeres. Una joven abierta al amor y a un vitalismo casi contagioso –aspecto al que contribuye la labor de una jovencísima Joan Crawford-, poseedora de una sólida posición social, pero a la que siempre le ha faltado el amor de su madre –su padre falleció y esa ausencia se hará notar en determinados momentos de su modo de actuar-. Letty se encuentra viviendo una temporada de vacaciones –desde el primer momento percibiremos que se trata de una mujer mundana- en Montevideo, en donde tiene un romance con el libertino Emile Renaul (Nils Asther). Allí demostrará desde el primer momento estar hastiada de dicho romance y no duda en señalar a este que lo mejor para ambos es romperlo, pero Renaul no cede en su empeño y se niega en devolverle sus cartas de amor, quizá pensando en la fortuna que Lynton pueda albergar. Sin embargo, en un arrebato de lucidez, y ayudado por su fiel sirviente Miranda (Louise Closser Hale), dará el deseado paso adelante, llegando hasta un buque que la trasladará en unas semanas hasta New York. Lo que no imaginará nuestro protagonista, es que en el traslado encuentre a un joven que transformará por completo todo aquello que hasta entonces había forjado su vida, encontrando en él la serenidad, el amor verdadero, y la posibilidad de una segunda oportunidad para la misma. Ello se planteará con el joven Hale Darrow (Robert Montgomery) –al que la Metro Goldwyn Mayer lanzó como galán del estudio, cuando William Haynes renunció a ello por no huir abiertamente de su condición de gay-, heredero de una importante familia, y al que el destino situará en el camarote que se sitúa enfrente mismo del de Letty. Entre ellos se establecerá una relación desde el primer momento –Brown utilizará para ello la presencia de puertas abiertas y el reflejo en los espejos-, en un brillante juego de comedia en donde ambos jugarán con el atractivo que mutuamente se han suscitado, indagando entre los responsables de la tripulación para poder tener un primer contacto en una cena juntos. La velada revelará la sintonía entre Letty y Hale, quienes poco a poco quedarán seducidos el uno por el otro. Y será en el momento de la celebración de la navidad entre ambos –tras comprobar los dos como no reciben ninguna carta del avión de correo que sobrevuela; reveladores de sus respectivas soledades-, cuando la película se invada de una extraña sensación de felicidad entre los dos protagonistas, que será compartida por el espectador, mediante la sensibilidad que ya entonces sabía poner en práctica el magnífico cineasta. El recorrido de los dos juguetones enamorados por la cubierta del barco, recibiendo el casi insoportable seguimiento de las mangueras de los encargados de mantenimiento, tendrán su colofón cuando estos se decidan a introducirse finalmente en los pasillos, e ir tocando a todos los camarotes, deseando feliz navidad a sus tripulantes y, fundamentalmente, exteriorizar en todos ellos la felicidad que se alberga en su interior –sin duda un episodio magnífico, de los mejores del film-. Será ese momento cuando Letty se rinda a la sombra que aún ejerce sobre ella Renaul, y acceda a la petición de casarse con él, sin tener el valor suficiente de relatarle lo licencioso de su pasado –un aspecto que ciertamente hoy día puede parecer trasnochado, pero que entonces se planteaba como una auténtica audacia-. Y será especialmente el respeto con el que le ha tratado Darrow, el que llevará a Letty a sentir por él aquello que nunca ha sentido por otro hombre

Una vez llegue la pareja de novios a la ciudad de la gran manzana, los flashes de los periodistas –no olvidemos la alta posición de él-, no impedirán comprobar a la protagonista que Emile se encuentra en tierra –ha llegado hasta allí en vuelo-, teniendo que utilizar una argucia para evitar que su novio se entere de esa antigua aventura amorosa que, de todos modos, había dado por finalizada. Era mucho pedir que en los primeros años treinta, y aunque se nos ofrezca el retrato de una mujer con iniciativa, esta tenga la valentía suficiente para relatar al que va a ser su esposo el pasado de su vida. Pero aún para ella se establecerá un doloroso encuentro; el que mantendrá con su madre –May Robson-, una mujer huraña, que no deja lugar para los sentimientos en su corazón, y que es mostrada en la penumbra de su mansión, sin demostrar el más mínimo afecto por su hija, e incluso recriminándole que se encamine a ese matrimonio, conociendo como conoce su pasado. Y ese pasado se plantará en la propia mansión de los Lynton, con la llegada de un Emile amenazante, quien obligará a Letty a que acuda a la habitación de su hotel, bajo el chantaje que revelar el contenido de las cartas que guarda de ella –la planificación, nos mostrará como la madre de esta escuchará dichas amenazas-. Letty sentirá deseos de poner fin a una vida en la que no hay lugar para una segunda oportunidad, y se llevará hasta el hotel veneno, con la posibilidad de utilizarlo en su persona, si en esa visita que no puede evitar, no logra disuadir al diletante Renaul de sus intenciones. Vano será el intento, reincidiendo este en prolongar una relación que no tiene base alguna, por lo que la joven vaciará el contenido del veneno en una copa, dispuesta a suicidarse, aunque el destino haga –después de recibir golpes por parte de este-, que sea Emile el que beba el contenido del mismo y muera. Nuestra protagonista intentará evitar toda prueba y huirá, marchando la mañana siguiente a casa de los padres de Darrow, donde encontrará una placidez y sensibilidad quizá ausente hasta ese momento en su vida –Brown lo transmitirá magníficamente por medio de la dirección de actores, dentro de unos modos que podrían preceder al Leo McCarey de pocos años después. En medio de dicho contexto, la llegada de un detective trasladará a Letty hasta el fiscal, donde una serie de pruebas poco a poco la inculparán en el envenenamiento de Renaul. Sin embargo, cuando esta se encuentra a punto de reconocer la situación vivida, la intervención de Darrow y, sobre todo, la de su madre, plantearán una falsa coartada, que incluso evitará tener a esta que explicar sus reales intenciones y, con ello, introduciendo en los instantes finales del relato un aspecto trasgresor que sorprende a ocho décadas vista, como es el reconocimiento por todos cuantos le rodean –incluso su propia madre y la persona con quien se va a casar-, que se trata de una mujer que ha matado a un hombre. La inesperada aparición de un toque de comedia a cargo de Miranda –quien con su tarareo anunciará las campanas de boda-, no evitan la extraña y valiente conclusión de la película, máxime cuando el espectador sabe que ella no ha sido realmente la causante del envenenamiento –fue una consecuencia del destino, ya que lo que ella propugnaba era su propio suicidio-. Sin duda, una extraña y subversiva conclusión, como sí implícitamente el entorno que rodeara a Letty le otorgara una oportunidad para la redención, así como una nueva demostración del talento de este gran y, también versátil cineasta, que título tras título no deja de sorprenderme en su valía.

Calificación: 3