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CINEMA DE PERRA GORDA

Harold Becker

THE ONION FIELD (1979, Harold Becker) El campo de cebollas

THE ONION FIELD (1979, Harold Becker) El campo de cebollas

THE ONION FIELD (El campo de cebollas, 1979) sigue acogiendo un cierto culto, y no cabe duda que aparece como una extraña -y estimulante- rareza dentro del cine norteamericano de finales de los setenta, además de revelar a un interesante realizador como fue Harold Becker. Alguien que ofreció títulos más o menos apreciables dentro de la industria y que, por razones que desconozco, desapareció de la actividad cinematográfica a principios del nuevo siglo. Basada en un libro de Joseph Wambaugh -especialista en describir dramas surgidos en el entorno del estamento policial; de una obra suya surgió THE NEW CENTURIONS (los nuevos centuriones, 1972. Richard Fleischer)- lo singular de THE ONION FIELD es la manera con la que ofrece numerosos giros en su base argumental, al narrar una historia real iniciada en 1963. Al mismo tiempo, esos insospechados giros irán imbricados en una puesta en escena neutra, que girará ante todo en poner en primer término la densidad de sus personajes y los sorprendentes bandazos que el destino propondrá sobre ellos, hasta el punto de ofrecerse, en última instancia, como una dolorosa trompe l’oeil, reveladora de los convulsos tiempos -¿Cuando no lo han sido?- vividos en aquellos años por la sociedad norteamericana.

La película ofrece unos títulos de crédito planteados sobre un largo travelling lateral que muestra una acomodada urbanización americana. Lo hará con un hermoso y melódico tema musical -obra de Eumir Deodato- que, por momentos, parecen introducirnos en un telefilm de sobremesa de su tiempo. No obstante, la presencia de un titular de prensa nos retrotraerá a un extenso flashback, hasta el ya señalado 1963, momento en el que veremos el primer contacto entre dos oficiales de policía de Los Ángeles. En concreto vislumbrará la llegada del joven Karl Hettinger (John Savage, en pleno auge de su efímera popularidad, a partir de THE DEER HUNTER (El cazador, 1978. Michael Cimino)), a la comisaría en la que quedará unido a Ian Campbell (Ted Danson, en su primer rol cinematográfico de relieve), de ascendencia escocesa -de ahí la importancia que revelará ese tema inicial que hemos escuchado-. Al mismo tiempo, Becker mostrará de forma paralela los otros dos nuevos personajes que supondrán el contrapunto del relato. Algo que definirá el delincuente de baja estofa Gregory Powell (James Woods, en uno de los primeros roles que revelaron su talento), al que se sumará un joven expresidiario -Jimmy Smith (Franklyn Seales)-. Este último será literalmente adoptado por el primero, hasta el punto de vivir en la modesta casa del primero, e incluso insinuándose la esposa de este al segundo, y llegando ambos a tener sexo.

Esa división en la vida cotidiana de policías y delincuentes pronto se incardinará una noche, cuando los primeros observen una falta leve de tráfico nocturna de los segundos en su coche. Sucederá en una situación en apariencia inofensiva, a modo de triste giro del destino, que casi de inmediato se convertirá en una amenaza hacia los dos agentes, a quienes Powell desarmará y logrará secuestrar, haciendo que Campbell conduzca y lleve al vehículo policial hasta un alejado campo de cebollas, donde este será finalmente liquidado. Hettinger podrá huir aterrorizado y librándose de su segura ejecución. Con rapidez los dos delincuentes serán atrapados y se iniciará sobre ellos una vista que a primera instancia se revelará de sencilla resolución, contando por un lado con el testimonio del agente superviviente, y de otro las contradicciones de los dos acusados. Sin embargo, esta segunda circunstancia -que imposibilita cerciorar si realmente ambos podrían considerarse autores de la muerte de Campbell- permitirá que utilizando un vacío legal, los dos acusados encarcelados no solo puedan sortear la pena de muerte a la que iban a ser condenados, sino que con el paso de los años vayan planteando constantes recursos, incluso actuando ellos mismos como sus propios representantes legales, hasta el punto que ante su futuro más o menos cercano se pueda plantear una libertad condicional. Por el contrario, la débil personalidad de Karl se irá abriendo en sus costuras. Abandonará la policía, donde llegará a ser cuestionado por sus compañeros, y trabajará como guardia de seguridad en unos grandes almacenes, en cuyas dependencias sus pequeños trastornos mentales le hará cometer pequeños robos, siendo despedido por ello. De manera gradual se irá confinando en torno al pequeño negocio de jardinería de su esposa, mientras acusa la carencia de recursos económicos, y no deja de ser solicitado para testificar en nuevas revisiones del caso, en donde de manera creciente exteriorizará su alarmante crisis psicológica.

Adscrita en un inicial tono de crónica verista, una de las grandes virtudes de THE ONION FIELD reside en su capacidad para ir bandeando sus giros argumentales, para lograr reconducir en ellos esa mirada tan distanciada como compasiva, en torno a la relatividad de cualquier hecho que, sin apenas modificar la faz urbana de un entorno, puede condenar el futuro de sus protagonistas, en muchas ocasiones sin que ellos hayan buscado dicha circunstancia. Becker no moraliza. Por el contrario, se establece como un testigo distante pero respetuoso, capaz de cribar con acierto el modo de acercarse a ese drama inesperado y doloroso, que costará la vida a un joven y prometedor agente -del que no se omitirá su dependencia a su madre altiva y que salvaguarda los orígenes escoceses de la familia- y condenará a otro a un infierno personal, en el que tan solo su simple y comprensiva esposa será capaz de ayudarle. En realidad, será este último el gran protagonista de la película, puesto que en su oposición los dos delincuentes dejarán a un lado su inicial pugna a la hora de no ser condenados a muerte, para aliarse y revertir ese oscuro futuro para ellos. Y es a partir de dicha extraña mirada, donde Harold Becker logra trasladar un drama que es cierto que alberga cierta herencia de los modos con que en aquellos tiempos el cine USA venía afianzando el thriller, pero que en esta ocasión irá dominado por una mirada que oscilará entre lo infernal -las pesadillas del joven policía, la deplorable situación a la que comparecerá como testigo en una de tantas vistas revisionistas del caso, el intento de suicidio que realizará un joven negro cortándose las venas para intentar que alarguen la resolución de su inminente pena de muerte-, lo crítico -el desprecio que sus compañeros brindarán a Karl al acusarlo implícitamente de cobarde, tan solo atenuado por un veterano agente que será comprensivo con su cercana vivencia-, hasta alcanzar casi lo kafkiano, al describir como ese recoveco judicial en torno a los acusados ha puesto en jaque el sistema judicial americano.

Sin embargo, uno destacaría THE ONION FIELD por la perfecta ambientación de época recreada, que nos hace sentir en esos años 60/70 como si se plasmara un documental de la vida urbana de aquel tiempo. Y destacaría secuencias revestidas por una casi incómoda intensidad. Como la que brindará el recorrido nocturno del coche conducido por el agente Campbell, advirtiéndose en su perfil la terrible cercanía de la muerte -la desolación que transmite el rostro de Ted Danson en esos minutos resulta escalofriante-. En la fría mirada de la madre del asesinado hacia el que fuera su compañero en plenos funerales de este. O en el que puede considerarse la otra secuencia de especial dramatismo, como será el frustrado intento de suicidio de Karl, superado por sentirse absolutamente fuera del mundo. El pasaje será descrito por Becker con tanta sensibilidad como contundencia, sabiendo planificar atendiendo la densidad ambiental de ese funcional salón oscurecido, atendiendo a la creciente desesperación de un padre de familia que se encuentra al margen de toda racionalidad, a punto de matar a ese bebé que no deja de atormentarle con sus llantos, y desistiendo finalmente de levantarse la tapa de los sesos, precisamente por la inesperada presencia de su hija mayor.

Atendiendo a lo sucedido en la realidad, aunque pueda parecer que la explosiva olla hirviendo que se ha tendido en torno al superado ex policía, THE ONION FIELD culmina casi en el olvido. De forma paralela, aquellos dos impulsivos y torpes asesinos se encontrarán en puertas de alcanzar la libertad condicional, mientras que nuestro protagonista parecer haber dejado de lado su tormento interior viviendo una nueva oportunidad con un trabajo digno y con futuro. Incluso el recuerdo del agente asesinado se encontrará presente de manera inesperada cuando un muchacho toque en gaita la pieza fúnebre tan amada por el desaparecido y su envejecida madre vea en él el recuerdo a su ausencia. Siempre en voz baja, dejando miradas, pero no buscando respuesta, quizá a la propuesta de Harold Becker le falte algo más de arrojo, pero no cabe duda que nos encontramos ante una película que articula en sus aparentemente desprejuiciadas imágenes, el dolor, la ausencia y el olvido.

Calificación: 3

MERCURY RISING (1998, Harold Becker) Al rojo vivo

MERCURY RISING (1998, Harold Becker) Al rojo vivo

Es muy probable que a más de una década vista, nadie se acuerde ya de MERCURY RISING (Al rojo vivo, 1998. Harold Becker). No sería nada reprobable, en la medida que su presencia no deja de ofrecer una propuesta más de “cine de palomitas”. Es decir, una película destinada al afianzamiento de Bruce Willis dentro del cine de acción, combinando en su trazado argumental diversas tendencias de cercano éxito en aquellos años –referencias que van desde WARGAMES (Juegos de guerra, 1983. John Badham),  FORREST GUMP (1994, Robert Zemeckis) hasta WITNESS (ÚNICO TESTIGO, 1985. Peter Weir), sin dejar por alto DIE HARD (La jungla de cristal, 1988. John McTiernan)-. Negar estas evidencias sería cuanto menos estúpido. Pero del mismo modo, contemplar con una cierta distancia este producto del competente artesano que siempre ha sido Harold Becker, nos permite valorar lo que su resultado ofrece de efectividad narrativa. Es posible que esta relativa simpatía que brinda la película, provenga de forma fundamental por la degeneración que el género de acción ha venido sufriendo en los últimos años. Quizá para los que contemplamos películas un poco “chapados a la antigua”, y que aborrecemos de esa planificación basada en la acumulación indiscriminada de planos cortos, en un montaje que encubre una absoluta ausencia de puesta en escena –algo que afecta incluso a las tan reconocidas como por mi nada apreciadas secuelas de la serie Bourne-, encontrarnos con un relato con el que se propone en esta ocasión, nos permite cierta simpatía a la hora de su valoración. Se trata de una producción quizá no caracterizada por su originalidad, pero si provista de una factura adecuada, un ritmo sostenido, y una manera cuanto menos honesta de saber encajar el cúmulo de convenciones que brinda su relato.

Art Jeffries (Bruce Willis) es un reconocido agente del FBI, que ha quedado traumatizado por vivir un atraco como infiltrado. Fue un asalto en donde sus compañeros asesinaron sin ningún tipo de consideración a un muchacho adolescente, que se encontraba entre los delincuentes casi forzado por su entorno familiar. Entrado en desgracia por su peculiar personalidad, será destinado a cometidos indignos de su eficacia, hasta que de forma inesperada sea destinado a la recuperación de un niño autista que ha desaparecido de un hogar familiar en el que –en apariencia- el padre se ha suicidado antes de matar a su esposa. La realidad tendrá otro cariz, ya que el pequeño –Simon (Miko Lynch)-, posee dentro de su anomalía, un cerebro de prodigiosas posibilidades que le ha permitido descubrir la clave de un complejo plan informático desarrollado por un equipo de la defensa de los Estados Unidos, comandado por el arrogante Nick Kudrow (Alec Baldwin). A partir de esta doble circunstancia, la acción se centrará por parte de Art –que ha sido de alguna manera demonizado por sus compañeros por su tendencia a articular paranoias en sus casos- en proteger al muchacho, mientras que la decisión de Kudrow será la de liquidar al único obstáculo que de forma inesperada se ha planteado por el camino, para que el plan de seguridad que ha implantado –de un altísimo coste económico-, pueda ejercer sus funciones sin ningún tipo de cortapisas.

Ni que decir tiene, que si alguien quiere atisbar un cierto grado de originalidad en MERCURY RISING, mejor será que se abstenga de su visionado. Sin embargo, a todos aquellos que tengan la intención de pasar cien minutos entretenidos y, sobre todo ajenos a esa atomización que ha sufrido el cine de acción en los últimos años, sí que me permito recomendar moderadamente, una película que –como podría suponer años antes un título como NARROW MARGIN (Testigo accidental, 1990. Peter Hyams); remake de THE NARROW MARGIN (1952, Richard Fleischer)-, posee la virtud de ofrecer al espectador un relato trazado con tanto convencionalismo como eficacia y, sobre todo, narrado con un sentido del clasicismo que, a unos años vista, permite que su resultado sea contemplado con moderado agrado. Hay en la película –justo es reconocerlo- una sensación de deja vu que, por fortuna, deja paso al seguimiento de una propuesta previsible en sus giros argumentales, pero efectiva en la manera con la que estos son plasmados. Es algo que ya se establecerá en la secuencia de apertura –de la que se realizarán innecesarias referencias durante el resto del film-, y que nos permitirá justificar la singular personalidad de Art, al tiempo que servirá como base para entender su caída en desgracia dentro del FBI –enfrentarse a los métodos de sus superiores-. De forma paralela, Becker nos plasma la cotidianeidad de la vida del pequeño e involuntario protagonista de la función –un aspecto de suficiente interés-. Una cotidianeidad que es rota de manera abrupta –en el momento sin duda más escalofriante del film-, cuando sus padres son asesinados de forma inesperada y con una frialdad absoluta por parte de un asesino profesional. A partir de la confluencia de los dos frentes, el film de Becker se inserta en esa espiral de acumulación de referencias apropiadas de títulos precedentes –en ocasiones superando estas referencias, en otras situándose por debajo de las mismas-, pero a fuer de ser sinceros, prevalece en su conjunto la sensación de asistir a un cocinado de ciertas recetas, que en su combinación adquieren una profesionalidad a prueba de bomba. Cierto es que se puede objetar el maniqueísmo que adquiere el personaje encarnado con poca garra por Alec Baldwin, o ciertos elementos que en buena medida carecen de la suficiente credibilidad en la pantalla. Pero al mismo tiempo la película adquiere una competente planificación de ecos clásicos, se sigue con interés en su discurrir, huye del grado de sentimentalismo que podría proporcionar una historia con niño, y en algunos momentos –los asesinatos que se plasman de los jóvenes expertos informáticos, al denunciar a Art la situación en la que se han visto implicados de forma casual-, adquiere una tensión de notable nivel.

Es, en teoría, el triunfo del artesano competente; el de saber ofrecer un producto tan digno como discreto, y hacerlo con cierta nobleza. Cierto es que en su tramo final asistiremos a una secuencia heredada de la ya citada DIE HARD. Pero al mismo tiempo, MERCURY RISING ofrece lo mejor de sí mismo en esos dos planos finales que valen por toda la película, y que dan la medida del grado de densidad que hubiera podido ofrecer su resultado, en caso de haber atendido en un grado superior la psicología de sus personajes. En cualquier caso, y pese a sus carencias, el film de Harold Becker aparece hoy con un determinado grado de interés, e incluso uno añora que en estos tiempos posteriores, el cine de acción se remita a las fórmulas más mesuradas planteadas en sus imágenes. Es decir, que entre lo que nos ofrece Bcker y lo planteado por Michael Bay o John Woo brinda casi un abismo de perversidad narrativa.

Calificación: 2