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CINEMA DE PERRA GORDA

Herbert Wilcox

YELLOW CANARY (1943, Herbert Wilcox) [El canario amarillo]

YELLOW CANARY (1943, Herbert Wilcox) [El canario amarillo]

Aunando esfuerzos entre la RKO y notables elementos de producción del cine británico, YELLOW CANARY (1943, Herbert Wilcox) queda enmarcada a partes iguales –y es ahí donde cabe recabar los desequilibrios que limitan su alcance-, dentro del cine de intriga consolidado por Alfred Hitchcock en la década precedente –del cual THE LADY VANISHES (Alarma en el expreso, 1938) podría erigirse como un referente canónico- y el conjunto del cine antinazi ya habitual en Hollywood, aunque justo es señalar que la industria inglesa ya había marcado un título de notable alcance, como fue el estupendo 49th PARALLEL (Los invasores, 1941, Michael Powell). Una propuesta con la que de alguna manera cabe emparentar el exponente que nos ocupa, puesto que ambos se basan en esencia de la misma premisa, la invasión nazi del continente americano a través de Canadá  -hay que señalar que en el seno de la Warner ya se había abordado en 1941 una digresión de dicho enunciado en clave de cine policíaco y de comedia, con la notable ALL THROUGH THE NIGHT (Vincent Sherman), protagonizada por Humphrey Bogart-.

En esta ocasión, el film del británico Herbert Wilcox –protagonizado una vez más por su esposa, la sugestiva Anna Neagle-, se presta como una extraña combinación de ironía inglesa y elementos del noir e incluso el suspense norteamericano, en una extraña, a momentos muy atractiva, en otros algo chirriante combinación, que sin embargo con el paso del tiempo se conserva con cierto grado de interés. Ese alcance como exponente de suspense se manifiesta ya en los propios títulos de crédito, expresados en silencio, y con el extraño tañir de unas campanas en medio de la noche londinense –inquietante premisa-, que preceden a la descripción de un bombardeo nazi sobre el palacio de Buckingham. La acción nos evoca un sabotaje o chivatazo por parte de algún simpatizante nazi, contemplando el supuesto suicidio de quien será acusado oficialmente como culpable, aunque la cámara nos muestre a Sally Maitland (Anna Neagle), quien muy pronto descubriremos se trata de una simpatizante nazi de buena familia, especialmente conocida y detestada en Inglaterra, que tendrá que partir de Londres con rumbo a Canadá. Iniciará un viaje en barco, donde trabará contacto con un capitán polaco de aparente tendencia antinazi –Jan Orlock (Albert Lieven)-, y de forma más áspera, no dejará de mantener contacto con el teniente británico Jim Garrick (Richard Greene). Una vez en tierras canadienses, su acercamiento hacia el entorno de Orlock, le llevará a conocer a su anciana madre -encarada por Lucie Mannheim-, conocida por mantener posiciones anti totalitarias que le llevaron al exilio. Sin embargo, en un momento determinado se podrá comprobar que nada es como parece en el contexto de la película,, y que la en apariencia pronazi Sally, en realidad ha logrado trasladar dicha impresión, aunque esconde una activa agente británica, infiltrada al objeto de poder conocer el alcance de la ofensiva alemana en Canadá, y que en un momento dado –en pleno viaje en barco-, revelará al espectador su contacto con Garrick.

Estructurada en dos partes, la primera de ellas se centrará en el largo viaje del barco desde Inglaterra a Canadá. Será un fragmento en donde destacará la combinación de aspectos ligados al típico humor inglés, con las servidumbres al cine bélico –el avistamiento por parte de un buque alemán, que interceptará a uno de los pasajeros, y agredirá a Orlock-. Es en este largo fragmento, donde se encuentra a mi modo de ver lo más irregular de la película, basada en un predominio de la querencia británica. Algo que se manifestará en la presencia de personajes estereotipados del humor inglés, como el encarnado por Margaret Rutherford, y que choca con no demasiada sutileza con el planteamiento general del conjunto. Sin embargo, en ese bloque no dejarán de ofrecerse buenos momentos, como ese largo y complejo movimiento de grúa que enlazará los comentarios que van realizando en el exterior del barco diversos personajes a modo de chismorreo, que se irá silenciado con el oportuno ruido de la sirena del buque la conclusión de cada uno de ellos.

Una vez ya en tierras canadienses, el relato se hace más tenso, a partir de la llegada de Sally aun hotel en donde residirá, y el posterior encuentro en la mansión de Madame Orlock, dentro de unas secuencias que se erigen con diferencia como lo mejor de la función. Preludiadas con la descripción exterior de la mansión de la anciana –entre nieblas, y con una ambientación tenebrosa dominada por las sombras-, esa atmósfera exterior aparece casi como una influencia del episodio inicial en la célebre CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1942. Orson Welles) –uno de los buques estrella del estudio en aquellos tiempos-, mientras que la descripción de la agrupación nazi que en realidad se encuentra dirigida por la Sra. Orlock –de menor edad que la que manifiesta en su primera aparición- reviste tintes siniestros incluso ligados al cine de terror, que ese mismo año se manifestarían en otra propuesta de cine anti nazi emanada por la propia RKO, esta vez desde su división americana. Me refiero a la muy interesante THE FALLEN SPARROW (1943, Richard Wallace), en aquella ocasión tomando como base una estancia del protagonista en el bando franquista en España. En ambos exponentes asistimos a la personificación de seres siniestros, transformando la propia configuración en alusión al carácter invasor del III Reich, para dotarlos de un aura diabólica, uniendo su representación como el Mal, descrito este con tintes absolutos. Sin lugar a dudas, en el film de Wilcox ello permite un fragmento dotado de notable espesura dramática, de tintes expresionistas, en el que el uso de los claroscuros fotográficos, la presencia de la niebla, lo siniestro de la reunión de los componentes del grupo nazi infiltrado en la población, y la cadencia en la dicción y la propia fisionomía de los roles descritos, adquiere una perversa configuración. Lástima que todo ello no tenga el debido aprovechamiento a la hora de concluir el relato, asumiendo este un cierto apresuramiento y apego a convencionalismos, aunque en ello confluya una ironía final en torno a la lucha contra el nazismo; será esa pitillera que le entregara Orlock a Sally –en la que figurará la esvástica nazi-, la que permita de manera un tanto pillada por los pelos a la joven, salvar en el último momento su vida.

Calificación: 2’5

TRENT’S LAST CASE (1952, Herbert Wilcox) El enigma de Manderson

TRENT’S LAST CASE (1952, Herbert Wilcox) El enigma de Manderson

Todos los que en un momento u otro han leído alguna de mis opiniones, conocerán mi abierto aprecio sobre el conjunto de la cinematografía británica. Una opción incómoda sin duda, dentro de un sentir mayoritario que sigue manteniendo aquellas desafortunadas diatribas de François Truffaut, absolutamente denigratorias contra el cine de las islas. Dicho esto, siempre habrá ejemplos y tendencias que pudieran avalar ese mencionado desprecio, y hete aquí que de manera casual me he encontrado con uno de ellos, representativo además de una de las vertientes más populares en la pantalla inglesa; el cine de misterio.

 

TRENT’S LAST CASE (El enigma de Manderson, 1952. Herbert Wilcox) supone la tercera adaptación cinematográfica de la novela policíaca de E. C. Wentley –las dos anteriores f silentes, y la última de ellas dirigida por un primerizo Howard Hawks-, integrándose de lleno en el terreno de drama policiaco y de suspense. Como antes señalaba, fue una faceta muy popular para el público británico -aspecto en el que es obligado destacar la adscripción que desde finales del sonoro acogió Alfred Hitchcock en su valiosa y hoy día poco recordada etapa inglesa- y que en esta ocasión representa de manera bastante tangible, una serie de  senderos habituales en el género en la primera mitad de la década de los cincuenta. Pero si en aquellos años se podría destacar otra aportación del mencionado Hitchcock –me refiero a la estupenda STAGE FRIGHT (Pánico en la escena, 1950), un título por lo general injustamente menospreciado, que comparte con el que nos ocupa la presencia en el reparto de Michael Wilding- para evocar las características y elementos de interés de dicha vertiente, lo cierto es que el film de Wilcox escapa a cualquiera de dicha cualidades. En su oposición queda como un producto aséptico, incluso aburrido en algunos momentos, carente de todo sentido de la progresión a través de una intriga inane y, lo que es peor, con una galería de personajes desprovista de todo matiz que les proporcione el más mínimo atisbo de humanidad.

 

Sigsbee Manderson (Orson Welles), un conocido y temido financiero, aparece muerto de un disparo en su propia mansión. Aunque la muerte se lleva a juicio, el fallo del jurado finalmente avalará la teoría del suicidio. Pese a esta sentencia, algo oscuro flota en el entorno que rodeó la vida del fallecido, en especial en su esposa Margaret (Margaret Lockwood, también intérprete hitchcockiana en la lejana y magnífica THE LADY VANISHES (Alarma en el expreso, 1938)- y en quien fue fiel secretario de Manderson –John Marlowe (John McCallum)-. Será esta una extraña intuición que de inmediato detectará el tan astuto como relajado Philip Trent (Michael Wilding), un joven y al mismo tiempo experimentado detective, que acudirá en representación de un periódico tanto al juicio como a la propia mansión Manderson. Como una auténtica y más relajada y coloquial actualización de Sherlock Holmes, muy pronto los indicios observados le llevarán a la convicción de que Manderson –un hombre detestado de forma unánime por cuantos le rodeaban- ha sido en realidad asesinado.

 

Como se puede deducir de esta sucinta referencia argumental, nos encontramos ante un prototípico relato policiaco destinado a buscar en el espectador una serie de pistas falsas a la hora de descubrir quien finalmente mató al magnate, un poco en la línea de los relatos escritos por Ágata Christie. Lo malo de TRENT’S LAST CASE proviene de la casi insustancial entidad cinematográfica del relato. Bien sea por lo convencional de sus pretendidos personajes, su escaso sentido de la progresión, lo previsible de su trazado o, en definitiva, por que finalmente el espectador jamás se interesa sobre una película en la que sus responsables no les han propuesto ningún asidero para ello. Y es que en el film de Wilcox jamás se aprecia tensión alguna, la resolución de su argumento deviene absolutamente convencional y, en el fondo, no nos importa en absoluto si alguien mató a Manderson o no. Esta carencia de densidad dramática es un lastre prácticamente difícil de solventar, al que cabría unir el apagado oficio de que hace gala el director británico, que quizá solo tenga una breve excepción en la secuencia inicial que servirá para describir el descubrimiento del cadáver del magnate. Ello aunque a continuación nos remita a una pobrísima sucesión de titulares periodísticos, que en modo alguno contribuirán a dotar de credibilidad la pretendida importancia social del fallecido –que, por otro lado, apenas quedará esbozada durante el resto del metraje-.

 

Pero es que, además, TRENT’S LAST... despliega finalmente el elemento que, a fin de cuentas, se erige como auténtico eje de existencia. Este no es otro que la oportunidad de proporcionar a Orson Welles de uno de sus arquetípicos –y a mi modo de ver más molestos- personajes de malvado depravado. Una secuencias que se subordinan a filmar su aviesa caracterización, proporcionandole diálogos pretendidamente revestidos de malsana inteligencia –en este caso extraídos de las obras de Shakespeare, y seguramente propuestos por el propio Welles-, y en los que tiene un importante papel una caracterización que de tan chirriante deviene caricaturesca. Es preciso reconocer que estas colaboraciones –en realidad, la presencia de Welles se limita a unos pocos minutos en pantalla-, sirvieron para que el conocido actor y director pudiera extender una andadura como intérprete en realidad bastante cómoda, y de la que solo en algunas ocasiones se logró extraer de su reiteración de estilo resultados óptimos –MOBY DICK (1956, John  Huston), o COMPULSION (Impulso criminal, 195 9. Richard Fleischer)-.

 

Más allá de ese pretendido y chirriante “plato fuerte”, personalmente solo podría reseñar hasta cierto punto la personalidad que define las actuaciones del prudente, observador e irónico detective protagonista. Un hombre aún joven pero ya de vuelta de todo, y que precisamente desde ese distanciamiento contemplará las pasiones y debilidades humanas con mayor objetividad y lucidez. Es algo a lo que contribuye la personalidad de su intérprete, Michael Wilding, sin duda un actor de conocidas limitaciones, pero cuya relativa blandura y amable estoicismo encaja como un guante en su encarnación del detective Trent. Pese a ello, es sin duda un magro balance para un título británico auspiciado por la norteamericana Republic, que se contempla con tanta inanidad con la que rápidamente se olvida, no sin antes haber soltado algún que otro bostezo.

 

Calificación: 1