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CINEMA DE PERRA GORDA

Louis Malle

LE FEU FOLLET (1963, Louis Malle) El fuego fatuo

LE FEU FOLLET (1963, Louis Malle) El fuego fatuo

Han transcurrido ya seis décadas, y la valoración de los nuevos cines europeos ha ido oscilando. Entre ellas, la generada por la Nouvelle Vague francesa. Sin embargo, contra toda fluctuación de modas y estéticas, determinados títulos no solo han sobrevivido al discurrir del tiempo, sino que encima lo hacen, erigiéndose en verdaderas singularidades. En auténticos puntos sin retorno, películas que supieron desafiar toda convención, demostrando que el hecho cinematográfico, está abierto a miradas personales y contrapuestas. LE FEU FOLLET (El fuego fatuo, 1963) es, sin duda, uno de dichos ejemplos, apareciendo, además, como el título quizá más prestigioso, de un realizador tan ecléctico e inclasificable, como fue Louis Malle.

En esta ocasión, en pleno contexto de la ya señalada Nouvelle Vague, Malle optó por dar vida un relato minimalista, actualizando y adaptando -sin acreditar-, el mundo sombrío y torturado, emanado de la novela del controvertido Pierre Drieu La Rochelle. Una novela escrita en 1931, pocos años antes de su filiación fascista, tomando como base la figura de un amigo suyo, el poeta Jacques Rigaud. Ello da pie a un relato triste, dominado por la fuerte y al mismo tiempo melancólica personalidad, que le brinda la iluminación en blanco y negro de Ghislain Cloquet, y la circunstancia de estar delimitada su leve base argumental, en el radio de acción de apenas 24 horas. En realidad, la película se centra en la mirada, la descripción, y las leves pero reveladoras vivencias, protagonizadas por Alain Leroy (un Maurice Ronet, en el papel de su vida), un hombre aún joven, que se encuentra en su último día de existencia, tras unos meses ingresado en una residencia, ubicada en Versalles, al objeto de poder dejar atrás su dependencia del alcohol. Con celeridad, en los primeros instantes -en los que Leroy hace el amor de manera casi catatónica, con una joven amante-, iremos vislumbrando el hieratismo que preside, en apariencia, la personalidad y el comportamiento de nuestro protagonista. Con una puesta en escena, dominada por su atonalidad, por su desdramatización, plasmando casi en una idea cada plano, o en la precisión de los diálogos, descubriremos que Alain se encuentra casado, aunque está separado de su mujer, que reside en Nueva York. Con la precisión de la cámara de Malle, bien ayudado por el montaje de Suzanne Baron, uno de los grandes aciertos de LE FEU FOLLET, reside en esa cadencia. En esa capacidad de hacer transmitir al espectador, ese torturado mundo interior de su protagonista. Alguien aún revestido de enrome encanto, pero del que todos los que lo contemplan, no dejarán de subrayar su decadencia.

Así pues, la película discurre con tanta serenidad como precisión. A modo de pequeños meandros. De constantes pinceladas, que ayudan por un lado a crear esa buscada temperatura triste y desesperanzada, pero al mismo tiempo, a través de sencillos y cotidianos episodios, en los cuales, de manera creciente, se irá vislumbrando esa condición de muerto en vida, que representa su protagonista. Es cierto que, en aquellos años, esas crónicas existenciales, tuvieron una notable expresión en los cines de la época, pero no es menor perceptible, que el film de Malle adquiere en este contexto, una personalidad propia. Lo hará desde su primer tramo, descrito en el interior de esa un tanto anticuada y sombría residencia. También, tras ese inicio, en el que la figura catatónica de Leroy, hará el amor por última vez con una amante, que le intentará aconsejar sobre su futuro, al tiempo que saldará con él una antigua deuda de juego. Así pues, las secuencias descritas en dicha residencia, irán proporcionando al espectador las suficientes pistas, en torno a las intenciones del protagonista. Esos recortes de prensa en torno a crímenes y accidentes -uno de ellos, destacando la figura de la suicida Marilyn Monroe-. Los leves comentarios del propio comentarista –“la vida pasa demasiado lenta para mí”, llegará a afirmar-, sus gestos, sus miradas, la aparición de esa pistola que guarda en su maletín, la inutilidad del contacto con el doctor de la residencia, hasta que llegue el comentario que anunciará -para sí mismo- su definitiva intención; “Mañana me voy a matar”.

En una película que va ‘de dentro a afuera’, LE FEU FOLLET cobra otro aire, cuando su protagonista abandone por un día esas opresivas instalaciones, y se traslade hasta Paris. Será la oportunidad para acercarse a una serie de amigos, de los cuales ha carecido de contacto durante cierto tiempo. Ello supondrá exteriorizar la película y hacerlo, además, sin dejar de plasmar dicho reencuentro, desde el prisma de Leroy. Ello permitirá un hecho a mi juicio especialmente remarcable en esta película, como es articular ciertos postulados estéticos de la Nouvelle Vague, al servicio de esa mirada personal y desencantada. Es por ello, que los exteriores urbanos del film de Malle, aparezcan revestidos de una extraña pátina de alienación. La plasmación de rituales y acciones cotidianas -el circular de los coches, las evoluciones de los peatones, el rito del aperitivo en las terrazas, la temperatura humana de los mercados-, adquieren en esta ocasión un protagonismo propio, casi revulsivo, al estar mediatizados por la mirada de ese hombre, que lleva ya la cercanía de su casi inminente muerte, marcada en su rostro. Esa visita a la capital, servirá para reencontrarse con viejos amigos, recalando en un hotel que frecuentó en el pasado, donde conversará con un barman, que tentará involuntariamente a nuestro protagonista, al ofrecerle el coctel habitual que le preparara durante reiteradas ocasiones en el pasado, y que Leroy declinará tomar.

En su reencuentro con antiguos compañeros, destacará el intento de hacerle desistir de su decisión de abandonar el mundo, por parte de un escritor de temas egipcios, ante quien finalmente nuestro protagonista revelará la inutilidad de sus razones, en unos instantes descritos en un paseo por exteriores parisinos, revestidos de una infrecuente sinceridad. Más breve será su encuentro con dos antiguos camaradas, enfrascados aún en una lucha comunista, que Alain les hará ver, resulta ya del todo inútil. También se reencontrará con una pintora arruinada, vieja amiga suya -encarnada por Jeanne Moreau-, a la que la sinceridad de su trazado, y su interacción con Leroy, acabará por deslizarse en la única secuencia del relato, que a mi modo de ver incurre en una molesta aura discursiva, describiendo una serie de artistas de ridículas ínfulas, que se encuentran reunidos en la desvencijada vivienda de esta. Será un riesgo -el de recaer en matices retóricos-, del que se librará la última visita del protagonista, tras sufrir las consecuencias de su primer trago -un fuerte dolor en el estómago-, y la inclemencia de una lluvia. Alain será recibido y ayudado en la mansión de un matrimonio de sinceros amigos suyos, el formado por Cyril (Jacques Sereys) y Solange (la fascinante Alexandra Stewart). Una pareja acaudalada, que vivirá una cena al más alto nivel, en la que Leroy será invitado. Allí no dejará de enfrentarse hacia un exhibicionista intelectual, con el que Solange no deja de coquetear, abandonando finalmente la mansión para retornar a su habitación en la residencia de Versalles.

Serán estos últimos minutos, el inicio de un auténtico ritual para el casi inminente suicida. Pagará a la enfermera para que le dejen tranquilo unas horas, recogiendo con parsimonia los elementos, fotografías, enseres, que hasta entonces ha ido desperdigando por las estancias. Como si se produjera una voluntaria retirada de cualquiera de los vestigios que podrían definir su carácter. Hay mucho de ritual. De destino internamente buscado. De liberación de un ser sensible, que no ha logrado su acomodo en el mundo que le rodeaba pese a, en apariencia, poseer todo aquello que le hubiera proporcionado, de manera superficial, éxito y placer en la misma. En una película, abrumadoramente dominada por la presencia, el trasluz y el sentimiento íntimo de su protagonista -apenas detecté dos pequeñas secuencias, en las que no se encuentra presente en su discurrir-. Un hombre que no supo detectar el afecto ni darlo. Que comprobó en todo momento, como esa existencia que todos lo han dicho que era maravillosa, para él ha discurrido, como si fuera algo ajeno. Algo imperceptible, como fuente de sentimientos y emociones. Ello le hará ver que no hay lugar para él en el día a día. Nada bueno ni nada malo. En definitiva, la completa ausencia de esas enormes contradicciones, que proporcionan el contraste de la realidad. Y en mitad de los años sesenta, cuando aún florecía en la sociedad europea de su tiempo, un fuerte rasgo de optimismo, apareció esta obra sombría y a contracorriente, que además de su dolorosa efectividad, avanzaba oscuros senderos en torno a la evolución inmediata de la sociedad occidental. Lo hizo de manera intimista, delicada. Acertando al seguir un sendero personal, utilizando y desmarcándose al mismo tiempo, de los rasgos y estilemas del cine de su tiempo.

Calificación: 3’5

BLACK MOON (1975, Louis Malle)

BLACK MOON (1975, Louis Malle)

No creo descubrir nada a la hora de definir al francés Louis Malle como un realizador más cercano al ámbito del artesanado, pendiente de modas y fluctuaciones inherentes al cine que le ha venido rodeando, antes que erigirse como un auténtico firme valor de la Nouvelle Vague francesa. No debe tomarse esto como motivo de menosprecio a la filmografía del autor de la estupenda LE FEU FOLLET (Fuego fatuo, 1963), pero sí atenderlo como una piedra de toque a la hora de poner en tela de juicio lo que supuso uno de los más lamentables episodios de fagocitación de toda una generación de cineastas galos precedentes, a la hora de insertarse aquellos que procedían de la generación auspiciada por la revista Cahiers du Cinema. Dentro de dicho ámbito, es donde Malle ha tenido quizá más fluctuaciones, desplegando una filmografía en no pocos momentos desconcertante, a la hora de demostrar tanta versatilidad como auténtica carencia de personalidad propia o concesiones a la comercialidad más clara.

Por ello sorprende, y gratamente, la existencia de BLACK MOON (1975) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país-, por un lado para demostrar la capacidad que albergaba Malle para manifestar no pocas influencias en su cine, y al mismo tiempo canalizarlas para transmitir a través de las mismas un insólito resultado, que puede erigirse como una de las propuestas más extrañas y estimulantes formuladas por el fantastique europeo de su tiempo. Asumiendo referencias que van desde la de Tarkovski, Bergman, Buñuel e incluso el británico Peter Watkins, Malle establece una singular, atrevida y cruel revisión del universo de Lewis Carroll en “Alicia en el país de las maravillas”. Ayudado desde sus instantes iniciales por la húmeda fotografía que establece el sueco Sven Nykvist –que siempre se mostró especialmente orgulloso de su aportación en este film-, Malle establece el recorrido de una joven –Lily (Cathryn Harrison, la nieta del gran Rex Harrison, asumiendo con sensibilidad e inocencia el rol principal del relato), de la que no sabemos ni su origen ni sus intenciones, pero que se verá imbricada en una sucesión de situaciones, a cual más absurda y kafkiana, centradas todas ellas en una guerra apocalíptica que se desarrolla entre un ejército masculino y otro femenino, precisamente en un contexto dominado por la fuerza de la naturaleza. Siendo sometida a persecución e incluso disparada por representantes del ejército masculino, se enfrentará a una huída que le llevará a una mansión cuya dueña es una anciana (Therese Giehse) de extraña presencia y comportamiento, que vive recostada en la cama, teniendo como jóvenes operarios a dos hermanos, caracterizados por su extraño comportamiento –ella (la singular Alexandra Stewart) da de mamar a la anciana, mientras que él (Joe Dallesandro) es mudo y se define en su enigmática personalidad.

A partir de dichas premisas, lo cierto es que nos encontramos ante una propuesta caracterizada por su alcance transgresor, en la que desde el principio –el instante en el que el coche de Lily chafa a un puercoespín que discurre por la carretera-, hasta el congelado de imagen en el plano final sobre su rostro con el que concluye la misma, de antemano hay que dejar de lado cualquier apelación a la lógica. Una elección en la que se transitará en todo momento por senderos ligados al fantastique, donde la presencia de los diálogos será escasa en grado sumo, la acción de sus menguados personajes en ningún momento apelará a la lógica, pero que sin embargo trasladará a aquel espectador que haya quedado atrapado desde los primeros instantes del film, esa extraña aura que irá acompañada en todo momento por un notable sentido de la progresión. Todo ello, en una serie de incidencias que en muchos momentos quedarán definidas por su alcance surreal, invadiendo la pantalla de una extraña y absorbente atmósfera –esa oruga que se pasea cerca del rostro de nuestra protagonista, conformando una imagen de extraña textura-. Es algo que define muy claramente el fragmento inicial de la película, en el que hasta la llegada de Lily a la mansión donde se desarrollará el resto del relato asistimos a una ejemplar sucesión de situaciones, a cual más chocante e increíble, pero al mismo tiempo fascinante –por ejemplo, el intento de esta de avanzar con su coche levantando una serie de piedras, de las que emergerán unas serpientes-.

En realidad, y ya lo señalaba previamente, Malle asume en BLACK MOON referencias de los cineastas antes citados, pero ello no impide que asistamos a una función que goza de no pocos instantes provistos de una extraña magia. Un hechizo para el que habrá que dejar de lado cualquier apelación a la lógica, adquiriendo en algunos casos un carácter casi hipnótico. La presencia ocasional de niños desnudos acompañando a un cerdo, los gritos de dolor de unas margaritas cuando son pisadas por Lily, el extraño idioma expresado por la anciana, que se encuentra ligada por unos extraños aparatos que supuestamente la mantienen conectada con el exterior… Por su recargada habitación recorrerán pequeños animales, tales como una nueva serpiente que emergerá por un cajón que abrirá Lily cuando se encuentre con ella, e incluso en dicho recinto se realizará una extraña reunión de los dos jóvenes hermanos, los niños y la anciana, celebrando una representación a los sones de “Tristan e Isolda”.

Todo un cúmulo de situaciones e imágenes visuales, que en ningún momento parecen atender a lo convencional, pero que se encuentran dispuestos con un extraño sentido de la fascinación. En su conjunto, configurará una propuesta quizá no abierta a todos los paladares, quizá tampoco revestida de una especial perfección, pero que personalmente no dejo de considerar no solo atractiva, sino por encima de todo, provista de un notable sentido del riesgo y, ante todo, caracterizada por una prestancia visual que, en última instancia, es la que le concede no solo la singularidad de su resultado sino, ante todo, la fuerza y capacidad de sugerencia que emana de sus fotogramas.

Calificación: 3

LE FEU FOLLET (1963, Louis Malle) Fuego fatuo

LE FEU FOLLET (1963, Louis Malle) Fuego fatuo

Al igual que sucediera con otros cineastas –en este caso emergidos tiempo atrás, como René Clément o Jacques Becker- el nombre de Louis Malle siempre ha estado rondando su posible inclusión dentro de la nómina de la denominada Nouvelle Vague, sin que hasta la fecha dicha incógnita haya quedado resuelta ¿Importa eso ahora demasiado? A mi modo de ver no. La obra ya conclusa del desaparecido director francés (1932 – 1995) ofrece algo más de una veintena de largometrajes, complementada con no pocos documentales y trabajos televisivos. Una filmografía de desigual alcance, en la que no se ausentan títulos atractivos, algunos de ellos incluso inmersos dentro de las coordenadas que desprendió la denominada “nueva ola” de su país, pero de la que muy pronto se despegó –como también lo hicieron otros directores como Truffautt, al que sin embargo nadie le ha negado ese hipotético “trono”. En todo caso, y aún partiendo de antemano del hecho de no haber sido un especial seguidor de una obra heterogénea tanto en los temas y estilos elegidos, como en los resultados obtenidos, creo que no hace falta tener demasiada intuición para atisbar en LE FEU FOLLET (Fuego fatuo, 1963) la que quizá destaque como mejor obra de su desigual filmografía. Retomando la atmósfera que ya se detectaba en su debut en el largometraje con ASCENSEUR POUR L’ÉCHAFAUD (Ascensor para el cadalso, 1958), Malle camina mucho más lejos –tanto temática como estilísticamente-, a la hora de abordar la traslación de la compleja historia del escritor colaboracionista nazi Pierre Drieu La Rochelle, introduciendo en la pantalla una temática poco habitual, como es la del suicidio –tan sólo unos quince años después, el este sí gran realizador francés Robert Bresson planteó tal cuestión como casi única salida a la crisis de valores en su excelente LE DIABLE PROBABLEMENT (El diablo, probablemente, 1977)-.

En cualquier caso, son muy grandes las diferencias que se plantean entre uno y otro film –aunque uno quepa elegir la propuesta de Bresson-, optando prácticamente en esta magnífica película de Malle por la compleja elección del monólogo interior. En realidad, LE FEU FOLLET relata las últimas horas en la vida de un hombre de mediana edad y aún atractivo aspecto –Alain LeRoy (un Maurice Ronet en el papel de su vida), casado con una estadounidense de la que se mantiene alejado, y que se encuentra internado en una clínica de Versailles con la pretensión de curar su alcoholismo. Será una batalla que de cara al espectador –y al propio personaje- se antojará ya perdida. Los primeros instantes del film ya revelan en las actitudes, el rostro, los matices y el desencanto que se desprende de nuestro protagonista, que este se encuentra ausente de un mundo que se le antoja casi doloroso ante el mero hecho de convivir con él. Un mundo del que muy pronto atisbaremos se encuentra casi de prestado, y para cuya plasmación se ayudó de manera muy especial por una fotografía en blanco y negro para la que Ghislain Cloquet logró con todas sus fuerzas mostrar un entorno alienado y carente del menor aliciente –en sus dos primeros días de rodaje, la producción se rodó en color, desterrándose muy pronto tal elección formal-. En realidad, el en ocasiones doloroso metraje del film de Malle supone una auténtica sinfonía del desencanto, del desaliento, de la renuncia en definitiva a vivir una existencia a la que el protagonista no está dispuesto a seguir perteneciendo. Y para esa despedida, nuestro protagonista tiene apuntada en un espejo la cercana fecha del 23 de julio, siendo el desarrollo del relato la ejecución de un ritual a ratos hermoso en su melancolía, en otros insoportable en su dureza, en todo momento desolador en la capacidad para plasmar la alienación de una sociedad que es descrita a través de la mirada de un disidente. Es probable que la gran pantalla haya proporcionado pocos personajes de características similares. Solo recuerdo dos de ellos; el Alain Cuny que protagoniza el momento más memorable de la magistral y previa LA DOLCE VITA (1960. Federico Fellini), y años después el Albert Finney de la no menos memorable -aunque eternamente desconocida- CHARLIE BUBBLES (1968), su única película como realizador. Son dos registros diferentes, en cualquier caso, al que plantea este breve y melancólico recorrido revestido de dureza, que durante un día escenificará LeRoy con las ideas firmemente presentes en su mente, de poner fin a su vida. Para ello, para despedirse y al mismo tiempo asumir interiormente la decisión que toma es la correcta, el espectador contemplará junto con su protagonista, la fauna humana que –bien sea de manera episódica, o a partir de los amigos y personas que han formado su círculo afectivo-, no suponen más que la ratificación de los deseos que emanan de una mente inconformista con lo que ha rodeado su paso por la vida. Una existencia en la que se entremezcla el rechazo al conformismo burgués, su imposibilidad de amar y ser amado, o quizá la ausencia de la necesaria sensibilidad –o capacidad de convencionalismos- para poder disfrutar de la sencillez de las cosas cotidianas de la existencia –que van discurriendo, como intromisiones, por los diferentes recovecos del film-.

Lo realmente admirable de LE FEU FOLLET reside en la precisión con la que se logra expresar esa mirada, la creciente capacidad del realizador para cerrar el círculo descrito por el protagonista. Esa especie de última vuelta al ruedo que, por si a alguien le podía permitir un gramo de esperanza, solo le servirá para asentar un deseo que ha venido acariciando, y al cual el alejamiento del alcohol, que quizá solo le había servido para amortiguar un sentimiento tan acusado, tan solo le brindará la oportunidad de llevarlo a cabo –es significativo a este respecto como se expresa su reencuentro con el mismo, que prácticamente le lleva a la antesala del vómito-. Los fotogramas de nuestra película servirán para que nos acerquemos a antiguos compañeros de Alain, al que contemplarán con una mal disimulada lástima, viendo por su parte él en ellos la representación de seres acomodados, frustrados, mediocres, de los que huye, incluso cuando en ocasiones se destilen antiguas relaciones amorosas –en las que no se ausentará cierto apunte homosexual-. Poco a poco, según se va cerrando dicho círculo de amigos y conocidos a los que va contemplando el protagonista por última vez –algunos de ellos seres por completo mezquinos, mientras que en otros sí se atisbará una humanidad o sensibilidad que él será incapaz de apreciar y valorar-, el espectador irá sintiendo una especie de ahogo emocional, de manera inversamente proporcional a la liberación que este recorrido final supone para ese hombre que decidirá, de manera metódica, cometer el que quizá haya sido el único acto libre por completo en su vida; renunciar a la misma. Algo que es mostrado con rotundidad, con una breves frases de despedida, en las que se resume esta bella y terrible, al tiempo que sencilla, culminación de una odisea existencial, al tiempo que un producto fílmico magnífico, y al que poco le falta para erigirse como un logro casi rotundo.

Calificación: 3’5