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CINEMA DE PERRA GORDA

BAKUSHÛ (1951, Yasujiro Ozu) [Principios de verano]

BAKUSHÛ (1951, Yasujiro Ozu) [Principios de verano]

No voy a descubrir nada al afirmar que BAKUSHÛ (1951) –editada en DVD con el título PRINCIPIOS DE VERANO- anticipa la centralidad que en la obra de Yasujiro Ozu adquiría la crónica revestida de nostalgia y al mismo tiempo de serenidad, supondría la descomposición del concepto familiar en el Japón contemporáneo. Se trata de un tema que Ozu plasmaría –con mayor intensidad- muy poco tiempo después en la que probablemente sea su obra cumbre, la excepcional TOKIO MONOGATARI (Cuentos de Tokio, 1953). Pero de forma paralela podríamos decir que el título que nos ocupa, no solo adelanta ese eje vector del último tramo de la obra de Ozu, sino que adelanta igualmente una serie de elementos que aparecerán con progresiva nitidez y creciente protagonismo en el periodo de mayor madurez de su cine. Así pues, podremos observar en las imágenes de BAKUSHÛ los detalles que marcan el progreso en la sociedad urbana de Tokio. En los ya tradicionales –y siempre bellísimos- pillow-shots que sirven de engarce en todas sus secuencias, el gran maestro japonés no solo apostará por la presencia de detalles inherentes a la naturaleza o a la simplicidad del discurrir de las vidas que acompaña a todo ser humano. Al mismo tiempo y de modo progresivo, esta apuesta visual irá intercalando visiones y conceptos en los que se atisba ya la modernidad de ese Tokio totalmente emergido del trauma de la II Guerra Mundial. Esos planos de edificios de moderna construcción, la presencia de automóviles, las multitudes que se desplazan en los transportes públicos, son detalles que Ozu logra integrar con verdadera pertinencia y al mismo tiempo con un cierto grado de naturalidad. Sin duda alguna, sabía que esa nueva cotidianeidad urbana era algo que pertenecía a una nueva sociedad, contrastando con los modos y sentires de las miles y miles de familias que habían vivido en carne propia esa transición entre lo tradicional y lo contemporáneo, en muchos casos traumática.

 

No se puede decir, sin embargo, que la descripción de ese contexto urbano, industrial y ejecutivo, en el que además participan de modo profesional algunos de los protagonistas del film de Ozu, ejerza como tema vector del mismo. Y es que BAKUSHÛ no deja de integrar su relajado discurrir, por momentos incluso ligado a los tintes de comedia cotidiana –representada en las trastadas que efectúan los pequeños que viven en la morada familiar de los Mamiya, o incluso en la visita del amigo mayor de los patriarcas de la familia-, aunque, en realidad, y con tanta sutileza como aparente despreocupación, la película mostrará en la coralidad de su propuesta, ese contraste inevitable de las diferentes generaciones que hasta entonces han compartido la vivienda familiar. Un contexto quizá no todo lo lujoso y confortable que sus protagonistas desearan, pero que al mismo tiempo –y como ellos mismos indicarán en algún momento- por encima de la media del contexto vecinal que les rodea. Será una familia en la que vivirán juntos los dos patriarcas, su hija Noriku (Setsuo Hara, maravillosa como siempre) y su hermano, casado y con dos niños. En un momento determinado, todos sus componentes advertirán que Noriku se encuentra soltera y es el momento de buscarle un marido para que prolongue su existencia con el hombre elegido. Su propio jefe llegará a acercarle a un acaudalado cuarentón para que contraiga matrimonio, propuesta esta que su familia verá de buen grado –probablemente por la seguridad económica que ello proporcionaría a la familia- aunque la propia interesada lo contemple con reservas. La novedosa situación marcara un conjunto de pequeñas incidencias, a mi modo de ver interesantes pero un tanto livianas, en la que se ausenta la densidad habitual en el cine de Ozu, impidiendo que pueda considerar el título que nos ocupa a la altura de los mejores exponentes de su cine, sin dejar de reconocer que nos encontramos ante un título espléndido. Episodios definitorios de la cotidianeidad de la vida familiar, las travesuras de los niños, la presencia de situaciones, conversaciones y momentos más o menos irrelevantes en apariencia, justo es reconocer que servirán para delimitar los perfiles del relato coral que se dispone, y al mismo tiempo introducirnos al tercio final del film, en el que realmente este adquirirá un alcance mucho más intenso, sombrío y doloroso. Lo que hasta entonces se erigía en una crónica cotidiana, serena e incluso vista con un sentido del humor revestido de jovialidad, modificará su tinte, apareciendo el reconocimiento de lo inevitable que va a resultar la descomposición de una familia, precisamente a partir del momento en que Noriko –al que todos sus familiares han intentado buscar marido-, encuentra a la persona con la que va a compartir su futuro, precisamente en la persona de un vecino bondadoso y amigo de ella, viudo y con una hija, que de forma repentina ha de abandonar Tokio para dirigir un pequeño hospital en una alejada población japonesa. Será una noticia que contrariará a sus familiares, pero poco a poco en ellos se integrará un sentimiento compartido de aceptación, reconociendo todos ellos el derecho que esta tiene a asumir un modo de vida propio, aunque ello le fuerce a separarse de lo que hasta entonces ha sido su marco vital.

 

Bajo mi punto de vista, es en este tercio final donde la película logra alcanzar una densidad y emotividad admirable. Se trata de una tendencia que expresarán secuencias como la conversación entre Noriko y la madre de Yabe, en la que esta logra abrir los ojos a la muchacha, planteando a este como su posible esposo. Ante la aceptación de la protagonista, esta romperá a sollozar de felicidad. Momentos como la reflexión que a través de una mirada al cielo, vivirá el padre de Noriko cuando se espera para proseguir por un camino al que ha detenido el paso del tren o, en definitiva, el sollozo inconsolable que la muchacha exteriorizará en la intimidad su habitación, poco antes de marcharse y comprobar que con su decisión de alguna manera ha roto la unidad de la familia. Me atrevería a señalar que ese sollozo –interpretado con tanta hondura por la inconmensurable Hara-, alberga una dualidad que asiba la imposibilidad de la felicidad de la muchacha, ya que si renunciara a ese matrimonio, su futuro le ligaría para siempre a un entorno familiar que, en el fondo, desea superar y si, como está previsto, va a iniciar su vida con Yabe, desaparecerá para ella el mundo que hasta entonces ha definido su vida. Justo es reconocer que pocas veces se ha visto en la pantalla plasmada de forma más conmovedora esa llegada de un momento decisivo, ante el cual la elección que se produzca, en modo alguno va a colmar la felicidad de quien decida su destino. Pero si esos instantes devienen emocionantes, más lo serán la posterior y en apariencia relajada secuencia en la que los Mamiya deciden hacerse una fotografía de familia. En esos momentos la modulación del plano, la expresión de los actores y la propia sensación de tiempo ya perdido, atraviesa la sensibilidad del espectador, que es consciente de asistir a la última reunión de unos seres que más que amarse, no pueden entenderse sin unidad. La delicadeza del momento –al que se une el detalle de que los propios hijos pidan que se hagan sus padres una foto única de ellos dos-, permiten al espectador una extraña sensación de inevitable congoja, de intimidad compartida ante la definitiva disolución de la familia.

 

Yasujiro Ozu evitará en los escasos minutos que restan del film, mostrarnos imagen alguna del desenvolvimiento de la unión de Noriko y Yabe. En su lugar nos trasladará a cierto tiempo después, en el que los patriarcas de la familia han decidido vivir en el campo sus últimos años de vida, junto a aquel amigo al que invitaron a sus casa tiempo atrás. Mirando al jardín contemplan un cortejo de boda que emerge en medio de un trigal. La belleza de la imagen no oculta la triste evocación de lo que para los dos ancianos plantea esa estampa. Es la inevitable constatación del paso del tiempo, del discurrir del círculo de la vida, de la serenidad con la que se han de vivir y disfrutar las pequeñas cosas y, en definitiva, reconocer que los seres humanos somos peatones o pasajeros de la vida. Eran todos ellos aspectos que Yasujiro Ozu logró trasladar en el conjunto de su cine, en la medida que eran parte de su visión de la existencia. En esta ocasión, justo es reconocerlo, esa presencia tendrá una especial significación en ese tercio final absolutamente arrebatador. El hecho de que la primera mitad del relato –con ser brillante- no alcance la misma dolorosa serenidad, es lo que a mi juicio impide que esta pueda ser considerada como uno de los logros absolutos de su cine. En cualquier caso, la delicadeza y elegancia con la que Ozu introduce los escasísimos movimientos de cámara –travellings laterales y frontales que se insertan en la película-, tendrán quizá su expresión más rotunda con el magnífico movimiento de grúa –inusual en su cine-, que muestra a Noriko y a su cuñada Fumiko proyectadas en el horizontes en un plano liberador que expresa la comprensión que la segunda asume de la actitud valiente de su cuñada soltera. Serán todo ellos momentos extraordinarios, como lo ejemplificará igualmente el sutil y admirable episodio de la visita al Buda del viejo invitado, acompañado por los más pequeños de la familia. Un breve fragmento que aúna tradición y modernidad, al amparo de la majestuosidad del símbolo religioso, y que de alguna manera simboliza la esencia de este espléndido film.

 

Calificación: 3’5

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