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CINEMA DE PERRA GORDA

THE KEYS OF THE KINGDOM (1944, John M. Stahl) Las llaves del reino

THE KEYS OF THE KINGDOM (1944, John M. Stahl) Las llaves del reino

Creo que el paso del tiempo ha permitido disipar en una relativa medida la miopía que se cernía a la hora de valorar uno de los subgéneros que prodigó el cine norteamericano en la década de los cuarenta. Me estoy refiriendo a aquellas películas que tomaban en su argumento temáticas religiosas o “de curas”. No dudo que en ese contexto aparecieran gran número de exponentes desprovistos de interés, e inclinados a las más sermoneadoras de las causas. Pero entre la producción generada, la corriente denostadora de tal conjunto, se llevó en su fuerza centrífuga productos tan admirables como el díptico de McCarey formado por GOING MY WAY (Siguiendo mi camino, 1944) y THE BELLS OF ST. MARY’S (Las campanas de Santa María, 1945), o la previa THE SONG OF BERNADETTE (La canción de Bernadette, 1943) de Henry King. Parecía, a este respecto, que en un contexto de aparente “piedad cristiana”, no podía obtenerse el fruto de títulos magníficamente resueltos, y que a partir de un contexto más o menos revestido de credibilidad, pudieran confluir en resultados a menudo conmovedores. En este sentido, creo que sería más o menos procedente incluir en dicha relación de logros THE KEYS OF THE KINGDOM (Las llaves del reino, 1944. John M. Stahl), aunque de entrada señalaré que su resultado no pueda equipararse en bondades al de los referentes antes citados. Sin embargo, creo que nos encontramos con una buena película, en la cual podemos detectar irregularidades y servilismos, e incluso se aprecia el conflicto que se establece en el intento del realizador por conservar sus rasgos de estilo, al entrar en colisión en el contexto de una “gran producción” de la 20th Century Fox. En cualquier caso, pese a esos desequilibrios y a las convenciones que, de forma intermitente, se pueden detectar en su conjunto, nos encontramos ante una nueva demostración de la capacidad narrativa de Stahl, de su sentido del ritmo, demostrando de manera constante su facultad de hacer progresar una historia discurriendo por los meandros de lo que habitualmente se podía establecer en el cine de Hollywood. Es más, creo que pese a ese aparente canto a la piedad al que podrían inducir sus imágenes –algunas secuencias incidirán en ello, especialmente las de la despedida del protagonista de su destino en china durante tantos años-, nos encontramos por momentos con un auténtico canto a la libertad del individuo en torno a su encuentro ante el hecho religioso o puramente espiritual.

 

Es evidente que si tuviéramos que atenernos a las sugerencias que emana del argumento sacado de la novela de A. J. Cronin –transformado en guión de la mano de Joseph L. Mankiewicz-, la película encierra no pocas concesiones difícilmente digeribles en nuestros días. Desde la manera que se plantea una “vida ejemplar”, hasta como se describe el entorno de esa China rural a la que acude el joven padre Francis Chisholm (un estupendo Gregory Peck, en el papel que le llevó a la fama cinematográfica), podemos señalar que no nos ahorramos ningún lugar común ni, por supuesto, una mirada lo suficientemente digna que mitigara esa sensación de asistir a la enésima y arrogante visión occidental de un entorno y unas gentes que consideran inferiores. Pero incluso más allá de ese resabio en todo momento permanente, podemos detectar en la película ese ya señalado desequilibrio entre las maneras habituales en el cine del realizador, contrastando con una serie de peripecias –insertadas en sus minutos iniciales, tras la presencia de ese flash-back que nos relata la vida del protagonista desde su infancia- la presencia de un exceso melodramático inhabitual en Stahl. Tal vez en ello influyera el hecho de encontrarnos ante una producción que el director acometió sin haber participado en su gestación, pero lo cierto es que esa circunstancia manifiesta una extraña contradicción con las maneras serenas, meditadas y suaves generalmente empleadas en su cine.

 

Afortunadamente, la fuerza de su personalidad cinematográfica de forma paulatina se va integrando en el relato, adquiriendo sus secuencias de manera progresiva unos tintes más relajados, y poniendo de manifiesto una vez más las facultades del director para la introducción de sutiles elementos de comedia. Esos matices irán conformando un relato pausado pero jamás carente de ritmo –personalmente creo que sus cerca de ciento cuarenta minutos de duración jamás se hacen pesados-,  y en donde también de manera sutil se ofrece un retrato del personaje protagonista que muy pronto permanecerá como una rara avis, definido como una persona para la cual el hecho de captar un nuevo converso jamás irá aparejada de una búsqueda desusada, sin despreciar en ningún momento los otros posibles caminos o senderos por los que cualquier persona puede intentar acercarse a Dios. Es más, la película conserva la figura de Willie Tulloch (Thomas Mitchell), un médico ateo del que no se mostrará matiz negativo alguno, y de quien incluso en su lecho de muerte Chisholm respetará en su negación del hecho religioso. Yendo aún más lejos en ese enunciado, THE KEYS… no caerá en la tentación de evitar describir personajes ligados al poder eclesiástico, anclados en una visión materialista y convencional de entender el aspecto religioso como un modo de poder –en ello incide la descripción que se establece del obispo que encarna Vincent Price en una breve pero reveladora aparición-. Es decir, que el aparente cántico que en teoría planteaba la película, en realidad brinda una serie de matices y recovecos –seguramente planteados por el cartesiano Mankiewicz-, dignos de ser resaltados.

 

Pero más allá de dichas puntualizaciones, la película alcanza un punto de inflexión a partir de la llegada del trío de monjas que acuden para sobrellevar labores humanitarias. Un reducido colectivo que encabeza la madre María Verónica (magnífica Rosa Stradner), y desde donde su superiora en todo momento tendrá en Chisholm no un enemigo, pero sí al menos una persona a la que abiertamente desprecia… aunque el desarrollo de esta extraña y en apariencia desagradable desafección, en el fondo podría entenderse como la imposibilidad de ambos de poder establecerse como pareja –es algo que dejan intuir algunos detalles filmados entre los dos personajes-. Y ya, con el paso de los años, esta represión se transformará en una sincera amistad, que tendrá como manifestación última en esa casi dolorosa confesión de María Verónica, sollozando tras convivir juntos varios años, cuando Chisholm está a punto de abandonar su destino de tantos y tantos años. Todo ello en una secuencia casi de plano fijo, absolutamente conmovedora, que nos trae los ecos más maravillosos del cine de McCarey o Borzage. Es en esos momentos definidos por el intimismo y la sinceridad, donde realmente una película que muchos rechazan por lo que puede esbozar su carpintería más externa, demuestra hasta que punto la sensibilidad y entrega de un realizador -por más que este se enfrentara con la tarea cuando el proyecto había sido delimitado-, logra traspasar de manera absoluta la frontera de la convención y lo hagiográfico, hasta alcanzar el umbral pleno de la autenticidad o el de unos sentimientos no por escondidos menos evidentes.

 

Calificación: 3

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