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CINEMA DE PERRA GORDA

LONG LOST FATHER (1934, Ernest B. Schoedsack) [El padre perdido]

Es curiosa la aportación cinematográfica del norteamericano Ernest B. Schoedsack (1893-1979). Iniciada en una apenas conocida andadura como documentalista, os obvio señalar que una filmografía que apena supera la quincena de largometrajes, queda recordada en nuestros días con dos cimas del cine en las décadas de los años treinta, ambas ligadas en el ámbito del fantastique y lo bizarro. Y ambas, curiosamente, codirigidas con otros realizadores. La primera de ellas, firmada al alimón con el también actor Irving Pichel, será la magnífica adaptación de la novela de Richard Conell THE MOST DANGEROUS GAME (El malvado Zaroff, 1932). Apenas un año después, el nombre de Schoedsack pasaría a la mítica de la historia del cine, al firmar junto a Merian C. Cooper la inolvidable KING KONG (King Kong, 1933). Antes, entremedias y después de la misma, la trayectoria de Schoedsack quedará ligada a la RKO, con hasta un par de secuelas en torno a la criatura que le permitió la inmortalidad cinematográfica, sin llegar nunca ni a atisbar la magia e inspiración del referente señalado.

¿Y qué sucede con el resto de su filmografía? Más allá de simpáticas y estimables -no más- propuestas como DR. CYCLOPS (1940), su cine queda definido por una extraña pátina de apelmazamiento narrativo, más allá del hecho de que parte de sus realizaciones no se encuentren disponibles. De alguna manera, ese rasgo era el que me hacía temer, y mucho, el visionado de LONG LOST FATHER (1934), rodada tras la citada KING KONG y producida por el citado Cooper, imponía no pocas reticencias previas. Por fortuna, y sin encontrarnos ante un resultado especialmente brillante, esta adaptación de la novela de G. B. Stern, a cargo Dwight Taylor, no solo destaca en un cierto grado de ligereza y dinamismo cinematográfico, si no que lo hace integrando su resultado dentro del estilo de melodrama -ligero, dominado por una cierta frescura, ajeno al moralismo- que definió la producción del género en esa primera mitad de la década de los años treinta -en cuyo marco se impuso el restrictivo código Hays-, y que permitió atractivas obras firmadas por nombres como John Cromwell, un principiante George Cukor, el esporádico Lowell Sherman, o el muy fugaz Philip Moeller.

Pese a las reticencias iniciales que albergaba, Schoedsack acierta muy pronto al describir los mundos contrapuestos que representan a la joven Lindsay Lane (una Helen Chandler dominada por su frescura). La película se iniciará al presentárnosla junto a su prometido, el apacible médico Bill Strong (Donald Cook). Ya en esta conversación inicial, podremos apercibirnos del nulo apego que la joven mantiene con un padre que se ha mantenido al margen de ella desde que fuera bien pequeña. Será la eficaz manera con la que se nos introducirá al entorno de este, Carl Bellairs (John Barrymore), quien ejerce como administrador de un lujoso restaurante que comanda Sir Tony Gelding (Alan Mombray). Bellairs atesora un oscuro pasado en Australia dentro del mundo de las apuestas con la ayuda de un viejo amigo -Spot Hawkins (E. E. Clive)-, que ha salido de la cárcel, y a quien empleará como camarero en el establecimiento. Dos circunstancias permitirán elñ reencuentro entre padre e hija. El primero, la inesperada -y pírrica- herencia que les deja un familiar, algo que Schoedsack reflejará mediante el ingenioso encadenado que proporciona la citación que se les envía a ambos. Será, inicialmente, un contacto, en el que los dos desconocen su parentesco, al tiempo que revelará la fuerte personalidad de la hija. La discusión que mantendrá Lindsay con su progenitor una vez concluya la cita con el abogado, de alguna manera será el acicate para que acepte la invitación de Gelding y ser contratada como cantante en el club.

A partir de ese momento, todo se dirimirá por un lado en la inclusión de la muchacha dentro un mundo frívolo de clases altas, que pondrá en aviso a un padre cada vez más preocupado por la deriva de su hija, incluso viendo como ello va a perjudicar la relación sentimental que mantiene con Bill, a quien ha conocido y ha demostrado una inesperada simpatía. Pero otro frente se plantea sobre el ingenioso, elegante y locuaz protagonista, ya que la reiterada visita del inspector Townsley (Claude King), pondrá el foco tanto en su pasado como el de Spot en Australia. Todo ello conformará un punto de inflexión en la inesperada desaparición de 1200 libras que atesoraba Gelding, acusando -injustamente- a la hija de Carl del supuesto robo. Será el instante en el que el lado paternal del protagonista resucite, aunque para ello tenga que retornar a sus antiguas argucias como estafador junto a su eterno compinche.

Puesta al servicio del singular y divertido histrionismo de John Barrymore, y retomando de alguna manera del previo A BILL OF DIVORCEMENT (Doble sacrificio, 1932), que supusiera el debut de Katharine Hepburn, de las manos de George Cukor, también con protagonismo de Barrymore, nos encontramos ante una comedia dramática, que cabe destacar por la ligereza de su trazado. Un relato que combina el elemento de alta comedia proporcionado por su protagonista, la mirada distanciada de la frivolidad de las clases altas del momento, y también esa capacidad para penetrar en esa aura invisible que ligará a un padre con su hija, pese a la casi infranqueable distancia que los separa, especialmente por el justificado resentimiento de la descendiente. Todo ello quedará plasmado en esta película de poco más de una hora de duración, en la que Schoedsack acierta al describir una narrativa ligera y dotada de una cierta frescura. En ella brillará tanto el recurso a sobreimpresiones y elipsis, como en su capacidad con la dirección de actores, que se mostrará pertinente tanto para trazar la coralidad de esas clases mundanas acomodadas o la tipología de característicos -el viejo amigo del protagonista, amparado por este; la vieja que ocasionará el auténtico problema de la hija, al huir llevándose el dinero que guardaba Gelding en sus pantalones-. En todo caso, esa capacidad para el intimismo y la precisión en el uso de la planificación y los primeros planos, se centrará de manera especial en la relación entre padre e hija -algunos de los momentos más valiosos de la película, se manifestarán al expresar la vulnerabilidad de la muchacha al verse sometida a una situación que le sobrepasa, y serán momentos donde Carl revelará esa vertiente paternal hasta entonces oculta ante ella-, y también en la confluencia de ambos con el bondadoso prometido de la muchacha, que el padre siempre ha visto de buen grado.

Así pues, LONG LOST FATHER se erige como una pequeña pero estimable parábola en torno a la fuerza de la paternidad, y también en torno al peso atávico del pasado que, contra toda prevención, se mantiene en un más que aceptable grado de frescura, quizá debido a su propia modestia.

Calificación: 2’5

IT SHOULD HAPPEN TO YOU! (1954, George Cukor) La rubia fenómeno

Resulta evidente que en la sucesión de comedias firmada por George Cukor durante la primera mitad de los cincuenta se observa una clara evolución, que no siempre va aparejada por el mayor o menor grado de interés de las mismas -partiendo de la base del atractivo existente en todas ellas-. IT SHOULD HAPPEN TO YOU! (La rubia fenómeno, 1954) lo ratifica de nuevo. Se trata de la última de las cuatro películas en que el cineasta contó con Judy Holliday en su reparto, tres de ellas como protagonista. Y, una vez más, contando con la base argumental y el propio guion del experto comediógrafo Garson Kanin. En esta ocasión, no encontramos la entraña dramática que oscurece el devenir del matrimonio protagonista de la previa THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952). Sin embargo, no es menos cierto que bajo su apariencia inofensiva e incluso festiva, esconde más cargas de profundidad de las que pudiera contemplarse a primera vista, y además -y esto es especialmente relevante- a través de unas formas visuales hasta cierto punto novedosas en el cineasta.

Se trata de algo que podemos advertir en esta propuesta a casi desde el primer momento. En primer lugar, mediante el uso de una pantalla que permite a Cukor una puesta en escena más dinámica, en la que las angulaciones de su planificación o esa cierta presencia de planos medios o primeros planos, rompen de alguna manera con los -por otro lado, magníficos- modos visuales articulados por el realizador hasta entonces, ayudados por la nitidez y los contrastes que le brinda la magnífica iluminación en b/n de Charles Lang. Y, junto a ello, en el relato se percibe una clara voluntad por exteriorizar su engranaje, hasta el punto de poder considerar que uno de los principales personajes de la película es la propia ciudad de Nueva York. Pero además se introduce el personaje del documentalista cinematográfico Pete Sheppard (Jack Lemmon, en su primer papel como coprotagonista). La circunstancia de encontrarnos ante un joven hombre de cine, contribuye no poco a insuflar al argumento de una cierta aura de modernidad fílmica, incluso adelantándose de manera inesperada a las corrientes que poco tiempo después, puede decirse que renovarían las estructuras del arte cinematográfico.

Todo ello va a ir discurriendo en torno a Gladys Glover (Judy Hollyday), una joven que acaba de ser despedida de su trabajo de modelo, y que se encontrará con Sheppard en pleno Central Park. Será el momento de presentar a ambos personajes, con el ingenioso detalle de mostrárnosla descalza, en lo que supondrá toda una metáfora reiterada a lo largo de la película. Muy pronto descubriremos que la muchacha anhela emerger como alguien en el conjunto de la sociedad, viendo para ello una insólita oportunidad en un enorme espacio publicitario ubicado en un lugar de privilegio. Utilizando buena parte de los ahorros que atesoraba, alquilará el mismo durante tres meses, pudiendo disfrutar de su extraña notoriedad mediática. Curiosamente, ese espacio lo anhelan igualmente los componentes de una firma de jabón que encabeza el joven ejecutivo Evan Adams III (Peter Lawford), quienes intentarán que la joven les ceda el espacio. La contumacia de Gladys en negarse le permitirá diversificar su presencia en diversos rincones de la urbe, y de manera inesperada irá creciendo su fama, llevándola a televisión y espacios publicitarios. Paralelamente, Pete se mudará a vivir al edificio de apartamento en donde reside la protagonista, ya que pese a su timidez se encuentra enamorado de ella. Sin embargo, las circunstancias hacen parecer que Gladys ha caído ante las dotes de seducción de Adams, lo que provocará la desolación de un Pete, decidido en renunciar en su amor -jamás declarado- hacia ella.

Lo señalaba con anterioridad. IT SHOULD HAPPEN TO YOU! parte del seguidismo a la personalidad cinematográfica de la Holliday, en su enésimo rol de muchacha simple e inocente, pero dotada de un creciente sentido de la lógica y la lucidez. Pero lo hace también con el aditamento de todos estos rasgos que en, en líneas generales, aparecen como cualidades que ayudan a proporcionar al conjunto de una notable frescura, al tiempo que dotarlo de personalidad propia dentro de la aportación al género de nuestro realizador. Todo ello le permitirá articular su estructura habitual dando el principal protagonismo a la fuerza de la escena. Sin embargo, en esta ocasión, esta apuesta dramática goza de una diversidad más habitual de lo acostumbrado en Cukor, sin duda inserto en un ámbito temporal más proclive a ello. Es decir, podemos ya resaltar la frescura de esa secuencia inicial en el conocido parque, pero en su desarrollo hay algo que resalta de manera vigorosa, a partir de esa diversidad formal que dinamiza su conjunto. Me refiero al hecho de considerar esta película como una especie de avanzadilla a los diferentes ámbitos de comedia, que florecerían con inusual fuerza muy poco tiempo después. Así pues, esa sátira del mundo televisivo -el primer contacto de la protagonista en un show, llevada de la mano de su representantes -Brod Clinton (Michael O’Shea)- no solo nos acerca al mundo satírico de Frank Tashlin -también preludiado en todos aquellos instantes relativos al gigantesco anuncio publicitario, que en ocasiones cobra vida propia-, sino incluso avanza la cruel sátira que al año siguiente brindarían Stanley Donen y Gene Kelly en la excelente y poco apreciada  IT’S ALWAYS FAIR WEATHER (Siempre hace buen tiempo, 1955). El ya citado preludio tashliniano podría tener otro brillantísimo ejemplo con la impagable secuencia desarrollada en los grandes almacenes, donde empleados y público reconocerán a esa joven que se anuncia por toda la ciudad, demandándole anuncios. Es más, poco antes de ese momento, el paseo que Gladys y Pete realizan por las calles newyorkinas adquiere una encantadora frescura, adelantando de manera quizá menos glamourosa los paseos entre Audrey Hepburn y George Peppard que aparecían en algunos de los momentos más inolvidables de la muy posterior BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961. Blake Edwards). Ello sin olvidar cierto matiz satírico que bien poco después caracterizaría la valiosa aportación en el género de Billy Wilder.

Y es curioso señalarlo, la relación entre los dos protagonistas, dentro de ese avejentado edificio de apartamento, no deja de avanzarnos otro de las relaciones amorosas más inolvidables de la comedia romántica de aquel periodo, surgida años después. Me refiero a la protagonizada por Jack Lemmon y Shirley MacLaine en THE APARTMENT (El apartamento, 1960), una vez más, tomando como base la obra posterior de Wilder. Fruto de esa querencia por la melancolía, aparece el episodio más brillante e inesperado de la película, la declaración de amor/despedida que Pete brindará a Gladys a través de un pequeño cortometraje, incapaz de hacerlo en persona ante ella, pero capaz con la fuerza de la imagen, de conmover a una joven que, hasta entonces, ha sido incapaz de valorarlo como merece. Una vez más, nos encontramos una propuesta de Columbia, destinada al lucimiento de su principal estrella cómica, una de las actrices más singulares en la historia del género. Y alguien que, de manera casi inmediata, sería dirigida por el otro gran exponente del estudio, como fue Richard Quine. De hecho, no dejan de aparecer ciertas influencias de esta comedia tanto en su primer título protagonizado por la actriz THE SOLID GOLD CADILLAC (Un Cadillac de oro macizo, 1956) como en el previo y casi inmediato MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena, 1955) sin su presencia, aunque sí asumiendo esa frescura al firmar en exteriores newyorkinos, e incluso las semejanzas que nos brindan la configuración de los personajes encarnados por Peter Lawford en el título que comentamos y el propio Jack Lemmon en el de Quine.

Calificación: 3

TOMORROW AT TEN (1962, Lance Comfort) [Mañana a las diez]

No haría falta más que destacar las excelencias de TOMORROW AT TEN (1962), para tomarlas como reiterada base de cara a la reivindicación de la figura del británico Lance Comfort, extendida en cerca de cuarenta largometrajes. Delimitada en un ajustadísimo diseño de serie B, con una duración que no alcanza los ochenta minutos, sin grandes estrellas en su reparto –lo que no impide que todo su cast aparezca perfecto, incluyendo en el mismo a un ya veterano John Gregson y un Robert Shaw, poco antes de consolidar su fama como villano de la serie Bond-, proporciona al espectador, no solo una de las muestras más destacadas del cine policíaco británico sino, lo que es más importante, la plena demostración del engrase de dicha corriente como una de las principales vetas que el drama psicológico asumió, plena expresión de las contradicciones y lucha de clases, inherentes en su sociedad. Fue algo que se aplaudió con justeza en cuantas propuestas acometió Joseph Losey en dicho ámbito, pero que lamentablemente, apenas se apreció en títulos quizá más modestos, quizá también menos discursivos, que elevaban el alcance de dicha corriente, por encima incluso de lo expresado por el ya señalado Losey. Ese fue el caso de esta magnífica película, que circunscrita dentro del ámbito de su país, justo es reconocer que ha generado un merecido culto, aunque fuera del mismo apenas sea conocida –en España no registró estreno comercial-.

TOMORROW AT TEN se inicia con extrañeza. Un individuo del que no conocemos nada –George Marlow (Robert Shaw)- se introduce en una típica vivienda de tres plantas, ubicada en el exterior de Londres. Nada permite intuir que nos adentramos en un ámbito siniestro, máxime cuando nuestro hombre se adentra portando comida. Sin embargo, comprobar como el interior de la edificación se encuentra deshabitado, descuidado y lleno de telarañas, introduce en el relato un matiz bizarro, que se acrecentará al contemplar como introduce y activa una bomba, dentro de un muñeco de trapo que encarna a un negro. Todo ello aparecerá en un elegante y siniestro plano general, sobre el que se insertarán casi ceremonialmente los títulos de crédito. De inmediato nos trasladaremos a la mansión del veterano y acaudalado Anthony Chester (Alec Clunes), que se dispone a despedir a su pequeño hijo antes de que lo lleven en coche al colegio. Intuimos su viudedad, que traslada al cariño que mantiene por el niño, al que cuida una nurse, contemplando de inmediato que Marlow sustituye al chofer habitual, haciéndose responsable del traslado, con la intención de secuestrarlo. Con enorme frialdad llevará al pequeño hasta la vivienda que hemos contemplado en el pregenérico, y dejará al niño encerrado con el muñeco y la bomba activada, retornando en persona a la residencia de Chester, donde reclamará cincuenta mil libras si desea que libere al niño. El ama de llaves llamará a la policía en un descuido, introduciendo en la película al inspector Parnell (John Gregosn) de Scotland Yard. En apenas unos segundos, describiendo la habilidad de sus procedimientos, para lograr que confiese un detenido, nos apercibiremos que se trata de un hombre de notable capacidad de penetración psicológica, ganada a lo largo de toda una entregada a una profesión, ante todo por la asumida convicción de respetar la Ley. Parnell es un hombre casado y de modesta extracción social, que permanece enfrentado al arribismo que representa Bewley (Alan Wheatley), y que se opondrá a las intenciones de este, de atender a la reclamación del padre del niño, de entregar al secuestrador su dinero y lograr con ello su inmediata liberación, tras la huida de este a Río de Janeiro. Por el contrato, el veterano investigador apuesta por retener al secuestrador, aplicando sus métodos dialécticos, en la convicción de lograr en un momento u otro, la ‘rendición’ psicológica de Marlow. Tras un duro enfrentamiento con Bewley intentará aplicar sus métodos, encontrando con cierta rapidez un resquicio psicológico en el secuestrador, apelando a la figura de su madre. Sin embargo, una inoportuna entrada del padre del niño abortará dicho sendero, que se opondrá a un dramático enfrentamiento entre este y el secuestrador, que terminará con una lesión en la cabeza en el segundo. A partir de ese momento, el dramatismo de TOMORROW AT TEN penderá de un hilo, el hilo que se ha roto con la irreversible lesión del secuestrador, que impide cualquier pista o indicio donde encontrar el pequeño, mientras las horas se acercan, hasta llegar a esas diez de la mañana, en donde la bomba elaborada explotará, matando al secuestrado.

De entrada, hay que destacar que la base dramática del film de Comfort es una pequeña pieza de orfebrería. Bajo su apariencia de crónica inmediata de un suceso de raíz policial, el guion de Peter Miller y James Kelly logra imbricar en su descripción, no solo una meridiana parábola sobre la lucha de clases, sino sobre todo una radiografía de esa Gran Bretaña que se debatía entre el pasado y el futuro, sin atreverse a enfrentarse con sus propios demonios. Es por ello que Comfort se entrega hasta el límite en la precisión de un relato que funciona como un mecanismo de relojería, pero al mismo tiempo respira humanidad y cercanía en su discurrir, en cualquiera de sus matices y vertientes. La película destaca por el aprovechamiento de sus sugerencias, dentro de una estructura dramática revestida de sobriedad y, al mismo tiempo, de absoluta densidad, en el que incluso se pueden detectar ecos de ascendencia loseiana –la utilización escénica de la mansión de Chester-, sin por ello incurrir en ese esteticismo que, con mayor o menor pertinencia, caracterizaba al realizador de la admirable THE SERVANT (El sirviente, 1963). Por el contrario, el gran acierto de TOMORROW AT TEN proviene de la absoluta precisión de una puesta en escena, que por un lado aprovecha certeramente sus posibilidades dramáticas, procurando al mismo tiempo frustrar las expectativas del espectador, con una serie de giros dramáticos y narrativos que, por otra parte, sirven para acrecentar la entraña y mecánica de su suspense. Y ello, en todo momento, ligado a ese aspecto de meridiana metáfora en torno a la lucha de clases inherente a la sociedad británica, expresado por un lado en el enfrentamiento marcado entre el atildado e hipócrita Bewley –solo pendiente de todo aquello que beneficie su promoción dentro del estamento policial-, y también entre Parnell y el secuestrador. Buena prueba de ello lo proporciona el fascinante episodio en el que ambos se establecen en un debate dialéctico, favorecido por el inspector, al objeto de lograr penetrar en su coraza psicológica. Pero no será, sin duda, el único aspecto memorable, de una película pródiga en ellos. El dinamismo narrativo que frecuenta un montaje admirable, descrito a través de constantes llamadas telefónicas que marcan sucesivos cambios de marcos, y un constante nerviosismo a su discurrir. La aterradora secuencia en la que el niño encerrado, muestra temor ante la llegada de la noche, y se abraza en la cama con el muñeco que porta la bomba. El demoledor fragmento de la visita del inspector y su ayudante, el sargento Grey (Kenneth Cope), al club que regentan los padres del secuestrador, describiendo un ambiente sórdido, en donde se encontrará al mismo tiempo la clave de la querencia de este por los muñecos de negritos –admirable el montaje que inserta la presencia de estos, mientras la madre habla con Parnell-, con ese plano cuando estos se han marchado, que muestra a un músico negro, en que quizá se encuentre el origen de dicha preferencia. La singularidad con la que se plantea la resolución del suspense, aunando cotidianeidad y máxima tensión con elementos de extrema sencillez –la manera con la que se evita la explosión de la bomba-. O, en definitiva, la desoladora sensación que los dos oficiales mantienen cuando han resuelto el caso, de no suponer más que una pieza en un engranaje, en el que la fuerza del individuo quedará ahogada por la maquina represiva de las instituciones.

TOMORROW AT TEN es, en definitiva, una muestra más del admirable interés de una cinematografía, que incluso en un ámbito de producción –que no creativo- en apariencia secundario, lograba ofrecer muestras de una vitalidad extraordinaria.

Calificación: 4

Stanley Donen, en el número 565 de la revista Dirigido por...

Stanley Donen, en el número 565 de la revista Dirigido por...

Antes incluso del inicio del mes, se encuentra ya en los kioskos del país, el número 565 de la revista DIRIGIDO POR..., correspondiente al presente octubre de 2025. Como está estipulado en su estructura, se encuentran presentes todas sus secciones habituales. Junto a ello, destaca su crónica del pasado Festival de Venecia.

Sin embargo, lo esencial de esta revista reside en la inclusión de un esperado y merecido 'dossier', que recoge al completo la obra de mi admirado Stanley Donen, algo que, sinceramente, me llena de alegría.

Mi aporte en este número, se centra en el comentario de tres de los títulos que conforman la obra de Donen. A saber, la excelente comedia dramática BÉSALAS POR MI (1957), la deliciosa comedia de salón VOLVERÁS A MI (1960), y la caustica y desmitificadora BEDAZZLED (1967) 

THE GUNS OF FORT PETTICOAT (1957, George Marshall) [Brigada de mujeres]

Siempre he pensado que, a la hora de una mirada global en torno a las estrellas generadas por el western, resultado obligado insertar un capítulo más o menos relevante, en torno al singular Audie Murphy. Conocido esencialmente por haber sido el soldado más condecorado del ejército americano tras la II Guerra Mundial, en Murphy hay que destacar e incluso reconocer su larga vinculación al género, desde el momento en que se inició su carrera cinematográfica. Es más, si bien a lo largo de la misma no se pueden encontrar logros rotundos en su devenir, sí cabe caracterizar el interesante nivel general de su aportación, al tiempo que la inserción en ella de títulos tan insólitos, atractivos y apenas reivindicados, como puede suponer DUEL AT SILVER CREEK (1952, Don Siegel), el oscuro NO NAME IN THE BULLET (1959, Jack Arnold), o la magnífica parábola bíblica POSSE FROM HELL (1961, Herbert Coleman). En cualquier caso, lo cierto es que, a través de su amplia aportación al cine del Oeste, Murphy logró configurar las aristas de un personaje eternamente atormentado y traumatizado, enriqueciendo su imagen inicialmente juvenil, y trasladándola a una veteranía encubierta desde un aspecto eternamente aniñado que, en buena medida, aparecía como trasunto a una personalidad real, dominada por desequilibrios psicológicos.

Dentro de este contexto, no puede decirse que THE GUNS OF FORT PETTICOAT (1957) resulte uno de sus títulos más perdurables. Sin embargo, no deja de suponer una de las propuestas -en la que igualmente ejerció como coproductor-, donde aún intentaba combinar la aportación con dicho género, pero insertándolo dentro de los márgenes de un cine familiar, destinado a todos los públicos, y en donde no faltaran oportunos toques de comedia. No olvidemos, a este respecto, que nos encontramos ante un nuevo encuentro con este tan destajista como en no pocas ocasiones interesante artesano, como fue George Marshall, uno de los realizadores que mejor manejó en su larga andadura la vertiente de comedia del western. Un aspecto que ya sirvió para que Murphy protagonizara tres años antes, dirigido por Marshall, la atractiva DESTRY (1954), remake de DESTRY RIDES AGAIN (Arizona, 1939), firmada por el mismo director, y a la que bajo mi modesta opinión supera, brindando a nuestro actor uno de sus mejores roles, ya abiertamente dentro del ámbito de la comedia.

En este sentido, el título que comentamos se inicia dentro de unos tintes dramáticos, habituales para cualquier muestra del western. Nos encontramos en las postrimerías de la Guerra Civil norteamericana. En ella, la acción pronto se detiene en el teniente tejano Frank Hewitt (Murphy). Este se encuentra ante los miembros de una pacífica tribu india que se ha salido de la reserva a la que ha sido confinada. Informado de la novedad su superior en el cuartel, este reaccionará con un cruel y sangriento enfrentamiento contra una de dichas tribus, lo que provocará la hostilidad de estas, que se pondrán en pie de guerra. Consciente del creciente riesgo, Hewitt, que en realidad es un desplazado, ya que sus orígenes son sudistas, desertará del cuartel para dirigirse al que fuera su entorno, al objeto de avisar sobre todo a mujeres y niños -apenas quedan hombres en el territorio, al estar movilizados en su mayor parte-, para prevenirles sobre una posible ofensiva india. Sin embargo, no dejará de ser recibido con hostilidad, e incluso ser considerado un traidor. Es más, se reencontrará con su antigua prometida, a la que dejó en puertas del altar, teniendo que intentar convencer a todas estas mujeres, con la muestra del cadáver de una mujer asesinada por los indios, de la veracidad de su alarma. Finalmente les hará entrar en razón, y las trasladará a una abandonada misión, al objeto de adiestrarlas y prepararlas para combatir la ofensiva india. Allí se reunirán mujeres de toda edad y condición, destacando la personalidad exuberante de Hannah Lacey (Hope Emersen), e iniciando nuestro protagonista una inesperada -e inicialmente hasta violenta- relación con la joven e inestable Anna Martin (Kathryn Grant).

Realmente, los primeros minutos del film de Marshall, y más allá del brillante cromatismo proporcionado por la iluminación en color de Ray Rennahan -ayudado por el técnico de color de la Columbia, Henri Haffa-, nos encontramos con unos pasajes tan eficaces como convencionales, que en ningún momento nos abren a la comprensión del gran drama que atenaza al aún joven protagonista; su condición de ser alguien en tierra de nadie, y en todo momento cuestionado por los dos bandos de la guerra. Un auténtico mcguffin dramático que, a la postre, supone la gran laguna de la película.

¿Es quizá esta, la circunstancia, por la que el teniente yanki decide abandonar su puesto y ayudar a un puñado de mujeres del que fue su entorno original? El guion de Walter Doniger, basado en una historia de C. William Harrison, no nos lo deja nada claro. En cualquier caso, sí que supone el punto de partida de lo más atractivo de esta modesta -poco más de 80 minutos de duración- y estimable película. Hablamos de la traslación cinematográfica, por un lado, del contraste de mundos, el militar que representa Hewitt, y por otro, la amplia y variada galería femenina que se entrenará -muy a pesar suyo- bajo su disciplina. Y, por otro, y a mi modo de ver, ahí se encuentran las mejores cualidades del relato, la armoniosa mixtura de western y comedia que se establece en sus imágenes, en la que la inclinación por uno u otro género nunca chirría, incluso en aquellos momentos donde la violencia domina el relato. Hablo, por ejemplo, de la tensa secuencia en la que el cabeza de los tres bandidos asesina al ya reducido e igualmente nada recomendable Emmett Kettle (Sean McClory), culpable de las difíciles situaciones vividas por las recluidas en la misión. O las del asedio de las tribus indias, y la difícil misión del protagonista de capturar y eliminar al hechicero para, con ello, poder detener in extremix dicho asedio. Lo cierto es que lo más atractivo de THE GUNS OF FORT PETTICOAT reside en la plasmación de la cotidianeidad de la convivencia de esas mujeres de diferente clase y condición -resulta muy acertada la coralidad social plasmada en la misma-. En ella, podemos ver a esa fanática religiosa que, poco a poco, irá dejando de lado el seguimiento perenne de la biblia, para adquirir una creciente humanidad. El enfrentamiento soterrado de las dos mujeres que sienten atracción por el teniente. La vigorosa personalidad que asume el personaje encarnado por la Emerson. O la evolución que despliega esa mujer ya veterana que mantiene a una criada negra -es impagable ver como dispara ordenándole a esta que lo haga-, transformando su inicialmente altanera educación.

Todo ello, confluye en una propuesta que asume algunos ecos de la previa y reivindicable WESTWARD THE WOMEN (Caravana de mujeres, 1951. William A. Wellman), pero también del aura claustrofóbica que domina la estupenda y apenas referenciada APACHE DRUMS (1951, Hugo Fregonese). En todo caso, lo más importante de esta simpática comedia -destaca en ella la mezcla de tensión y comedia que revisten las secuencias de los asedios indios a las mujeres allí recluidas, o el uso de los interiores y el espacio escénico que refiere; los pasadizos subterráneos-, reside en esa manera de integrar con cierta entidad la presencia de colectivos femeninos, dentro del ámbito de la comedia más o menos cotidiana. Es una tendencia, que se extendería al año siguiente en el ámbito del cine de submarinos, con la estupenda OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959. Blake Edwards)

Calificación: 2’5

HOUSEBOAT (1959, Melville Shavelson) Cintia

No es la primera vez que lo señalo. Junto a los grandes cineastas que cimentaron el último gran periodo de la comedia americana -Donen, Edwards, Quine, Tashlin, Lewis, Minnelli, Wilder…- se aglutinaron las aportaciones, en ocasiones incluso llenas de brillantez, de otros artesanos del género como George Marshall, David Swift, Melvin Frank, Norman Panama o Melville Shavelson. Profesionales que en buena medida se pusieron al servicio de diversas y populares estrellas de la comedia y que, in situarse a la altura de los referentes antes citados, sí que brindaron en más de una ocasión títulos más que perdurables. El caso de Shavelson quizá estuvo destinado a un determinado ámbito de comedia familiar, en el que se encuadró buena parte de su no demasiado extensa filmografía, y de las que me gustaría destacar la apreciable y agridulce THE WAR BETWEEN MEN AND WOMEN (Guerra entre hombres y mujeres, 19729 y, sobre todo, su debut en la dirección cinematográfica en la estupenda comedia musical THE SEVEN LITTLE FOYS (1955) -biopic de la estrella de vaudeville Eddie Foy-. Y es curioso señalarlo, ya que las mejores virtudes de esta primera película, podemos trasladarlas a HOUSEBOAT (Cintia, 1959), que le supuso un enorme éxito comercial y de crítica, contando con el inigualable atractivo de la pareja protagonista, unos Cary Grant y Sophia Loren, cuya química se extiende a todos los fotogramas de la función. Sin embargo, al citar las virtudes que se disfrutan en esta película, me refiero sobre todo a la pericia en el tratamiento de actores y personajes infantiles -un terreno absolutamente temible-. Y, sobre todo, al dar vida una comedia que bordea lo romántico e incluso lo puramente melodramático, y hacerlo en todo momento con un pudor emocional y un intimismo cinematográfico realmente sorprendente, aunque en buena medida aparezca como una sabia inspiración, de referentes existentes en el cine de aquel tiempo, por medio de cineastas mayores como Leo McCarey -AN AFFAIR TO REMEMBER (Tú y yo, 1957)- o incluso Frank Tashlin -THE GEISHA BOY (Tu, Kiki y yo, 1957)-. De estas y otras referencias, Shavelson acierta a plasmar este guion articulado por él mismo junto al experto Jack Ross -aquí también productor-, a la hora de dar vida un argumento que, de entrada, podía resultar indigesto. Sin embargo, muy pronto percibimos el encontrarnos ante una deliciosa combinación de comedia romántica y familiar, en la que no faltan constantes elementos cómicos, e incluso algunos de ellos ligados al slapstick.

Tom Winter (Cary Grant) es un alto funcionario que ha quedado viudo de una esposa con la que no mantenía una especial buena relación, quedando a su cargo tres niños -dos varones y una pequeña- a los que apenas ha atendido en su crianza. Con ánimo de asumir su potestad los llevará al apartamento que mantiene en Washington, donde muy pronto se evidenciarán tanto sus carencias, como el casi nulo apego que le brindan los niños. Por ello se impondrá la captación de una niñera que, de manera inesperada, facilitará el más pequeño y distante de los niños -Robert (Charles Herbert)-. Este, tras encontrarse incómodo en un concierto huirá, hasta ser rescatado por Cintia Zaccardi (Sophia Loren). Se trata de una italiana en constante rebelión con su padre -el director del concierto-, para quien el encuentro con el niño supondrá la puerta de entrada a un nuevo mundo, independiente e inesperado. Winter pronto verá la oportunidad de encargarle la responsabilidad de los niños, e incluso retornar al entorno rural donde se encuentra su cuñada. Dicha decisión no será más que el inicio de una serie de penalidades, que llevarán al inesperado quinteto a residir en una vetusta casa flotante ubicada junto al río. Lo harán inicialmente para una sola noche, pero poco a poco el recinto se hará habitual y plácido para sus nuevos moradores, y a partir de ahí se irán estrechando -no sin conflictos- las relaciones entre todos ellos. Y es que, si el acercamiento de los tres niños con su padre se irá fraguando, de manera paralela lo hará el estrechamiento en las mantenidas entre Tom y Cintia. Entre ambos, se superpondrá la alargada y elegante sombra de Carolyn (Martha Hyer), la cuñada de este, siempre secretamente enamorada de él. En cualquier caso, la complejidad en la consolidación de los afectos, llegará incluso a entrelazarse entre las de sus hijos a su padre, y la de esa sirvienta que ejerce casi como de madre para ellos, pero que en un momento dado los propios pequeños encontrarán como inconveniente para el acercamiento hacia sus padres.

Desde sus primeros instantes, HOUSEBOAT deja bien clara la limpieza y elegancia de su planteamiento. El hermoso score de George Duning, ayudado por la belleza que le proporciona el Vistavision de Paramount, la iluminación en color de Ray June, potenciada por el imprescindible consultor de color del estudio, Richard Mueller, en muy pocos planos acierta a describirnos, con inusual pudor, la distancia existente entre ese padre viudo que retorna con unos hijos que apenas sienten nada por él. Casi de inmediato, los sorprendentes y modernísimos títulos de crédito de la película, articulado con el fondo de una alfombra a modo de diana, perfecta metáfora de ese anhelo de aciertos en los sentimientos que articulará el relato. Un anticipo que nos introduce a una comedia que alberga numerosas cualidades, la menor de las cuales no es, por supuesto, la capacidad que alberga en todo su metraje de alternar, sin estridencias, las diversas vertientes de comedia y melodrama que se alternan en su seno. Todo ello, en una tendencia ya consolidada en los nuevos modos de la comedia por numerosos de sus más célebres representantes, y que aquí Shavelson acierta a plasmar con considerable convicción.

Esa capacidad para penetrar con especial intimismo en las tribulaciones emocionales de sus cinco personajes principales, se expresa por medio de una cámara elegante, discreta y siempre pudorosa, pendiente del respeto en torno al drama interior de cada uno de ellos, por lo general sin forzar la planificación, utilizando con especial significación el esmerado diseño de producción y la escenografía. Y también, y como no podría ser de otra manera, en una película protagonizada por Cary Grant en su mejor momento de madurez, imbricándose en ese ámbito de comedia tan elegante como por momentos absurdo -cercano al slapstick silente-, que tiene su focalización en torno a las desventuras vividas por su personaje, acometidas con esa eterna impasibilidad que, a mi modo de ver, le acerca tanto a los modos cómicos de Oliver Hardy, y que tendría un discípulo tardío en el igualmente inigualable Walter Matthaw. Esa capacidad de asumir con estoicismo cualquier contratiempo -la rebelión de sus hijos en el apartamento de Washington; las enormes torpezas sufridas en la vieja barcaza donde residirán; ese impertérrito hundimiento en las aguas tras partirse la pasarela hacia la barcaza, que nos recuerda un gag similar de la mítica BRINGING UP BABY (La fiera de mi niña, 1938. Howard Hawks), y que tendría una nueva prolongación en la casi inmediata THE GRASS IS GREENER (Página en blanco, 1950. Stanley Donen)-. Esa diversidad de líneas se encuentra entrelazada con sorprendente serenidad por un realizador que sabe en todo momento de dotar a cada secuencia o giro argumental del adecuado grado de sensibilidad. De la sonrisa hasta casi la lágrima. Desde el absurdo cómico hasta la profunda emoción. Desde el estallido emocional hasta el gesto casi imperceptible. Todo tiene la justa medida en una propuesta que podría incurrir en los excesos más temibles, pero que, por el contrario, adquiere bajo nuestros días una frescura y una sinceridad emocional y cinematográfica sorprendente. Es más, este argumento que habla de la necesidad del amor y la comprensión, a diferentes escalas, y que en no pocos momentos aparece como un nada velado precedente de la espléndida THE COURTSHIP OF THE EDDIE’S FATHER (El noviazgo del padre de Eddie, 1963. Vincente Minnelli), se encuentra trufado de momentos de notable brillantez fílmica.

De entre ellos, no puede dejar de destacar dos de sus secuencias. Una de ellas, es sin duda la desarrollada en la fiesta de sociedad, en la que, tras haberse comprometido Tom con la eternamente postulante Carolyn, sin solución de continuidad este bailará con Cintia, en unos instantes provistos de una enorme sensualidad -la química entre ambos en esos momentos, resulta asombrosa-. Todo ello, en unos instantes que, en ciertos momentos, nos evocan la secuencia similar de PICNIC (Picnic, 1955), el debut de otro de los más grandes cineastas románticos de aquel tiempo; Joshua Logan. Sin embargo, y con anterioridad, nos encontraremos con pasmoso episodio, trufado de sensibilidad, en el que el padre intenta acercase a su hijo mayor, el conflictivo David (Paul Petersen). Para ello, decidirá ponerse a pescar junto a él desde la barcaza, estableciéndose entre ambos una conversación dotada de tal sinceridad, que sin duda podría situarse entre los mejores pasajes del melodrama de su tiempo.

Calificación: 3

PERSONAL AFFAIR (1953, Anthony Pelissier) Escándalo en Rudford

Dentro de una cinematografía como la británica, de por sí tan necesitada de una mirada global lo suficientemente profunda, para hacer valer su enorme caudal de cualidades, aún hoy ocultas, es cierto que en ellas se arrincona la aportación de nombres que dejan entrever verdadero talento entre la parte de su obra que hemos podido atisbar. Hablamos de nombres como el reconocido actor, pero apenas reseñado director que fue Peter Ustinov. De figuras tan extrañas, y necesitadas de revisionismo como Henry Cass, Wolf Rilla, Thorold Dickinson, la reivindicada Muriel Box, quizá por su condición de mujer, ese Lance Comfort que unos pocos intentamos llevar al sitio que creemos merece… o Anthony Pelissier.

Al detenernos en este último, hablamos de alguien polifacético, también escritor y productor, depositario de una andadura que combinó la escena, la gran pantalla, el cortometraje e incluso el medio televisivo Sea como fuere, entre 1949 y 1953 rodaría un total de siete largometrajes, de los cuales hasta el momento, tan solo había podido disfrutar de su segundo film, la deliciosa fábula infantil y fantastique THE ROCKING HORSE WINNER (1949), que ya me dejaba entrever la singularidad y sensibilidad de este hombre de cine. Tan solo quedaba ratificar si ese talento era ocasional, o provenía de alguien del que se podía intuir un cierto grado de inspiración generalizado. Por fortuna, PERSONAL AFFAIR (Escándalo en Rudford, 1953), lamentablemente su penúltima realización, no solo me ratifica en esa necesaria mirada sobre su figura, sino que, pese a ciertos comentarios recelosos de su resultado que he podido leer, me aparece como una de esas joyas que atesoró el cine británico de la primera mitad de los cincuenta.

De entrada, partimos de un relato inserto por derecho propio, en una de las parcelas donde considero que la producción inglesa alcanzó una primacía dentro de las cinematografías mundiales; el drama psicológico. Es curioso señalarlo, ya que para no pocos comentaristas, parece que esa especialización solo nació con las obras más populares llevadas a cabo por Joseph Losey -que justo es reconocer atesoran alguna de las cimas de esta vertiente-, pero que ha sido una especialización habitual en el cine de las islas desde los años cuarenta, con admirables exponentes, firmados por cineastas tan ligados a su país como Basil Dearden o, más adelante, Bryan Forbes, sin ocultar la importancia que albergó el Free Cinema para actualizar dicha corriente. Valga este preámbulo, a la hora de poner en valor la precisión, el rigor analítico, la destreza dramática y, porque no decirlo, la perfección cinematográfica de esta adaptación cinematográfica -a cargo del propio autor- de la obra teatral de Lesley Storm. Una película que se dirime en un progresivo estado de angustia, delimitada en un radio de acción de poco más de tres días, y centrada en el caso de una desaparición, que pondrá en jaque a la hasta entonces aparentemente tranquila población de Rudford.

En ella, ejerce como profesor de su viejo instituto de secundaria el amable Stephen Barlow (una precisa y conmovedora creación de Leo Genn. Tal vez la más valiosa de toda su carrera cinematográfica). Se ocupa de dar clases de latín ante un joven y desprejuiciado auditorio, entre el que destaca una joven de especial sensibilidad. Se trata de Bárbara Vining (una espléndida Glynis Johns, encarnando con convicción a una joven de diecisiete años, cuando tenía treinta en el momento del rodaje). Varios detalles nos inducen a pensar que se encuentra secretamente enamorada del profesor -lo sigue a distancia desde la salida de las clases-. Por su parte, Barlow se encuentra casado con la posesiva y americana Kay -Gene Tierney, remedando un poco su célebre rol en la mítica LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945. John M. Stahl)-. Muy pronto, con una precisión encomiable a partir de una planificación precisa, se nos introduce en un contexto en apariencia idílico. También en la oculta pasión de la muchacha. Y, por supuesto, en el carácter posesivo que muestra la esposa en torno al profesor, que tendrá su punto de estallido -un ominoso primer plano sobre Kay- al manifestar esta a la adolescente sin el menor miramiento, que sabe que está enamorada de su marido. Pero ya antes, habremos tenido las primeras impresiones del hogar de los Vining, encabezado por Henry (magnífico Walter Fitzgerald), director del rotativo local, su esposa, la meliflua Vi (Megs Jenkins), y la insidiosa hermana de esta, la solterona Evelyn (Pamela Brown, iniciando su estela de roles estridentes), en todo momento recelosa, a causa de una vieja y frustrada relación amorosa, que sentenció el gris devenir de su existencia.

Estos serán los mimbres en apariencia estables que saltarán por los aires cuando la muchacha desaparezca, tras haber salido huyendo después de la provocación de Jay, y una conversación nocturna mantenida con el profesor y favorecida por este, al objeto de atenuar el trauma que intuye le ha provocado la situación. La ausencia de Bárbara irá provocando toda una creciente montaña de murmuraciones y frustraciones, que asumirá Barlow con tanta nobleza como estoicismo. Será despedido de su trabajo, objeto de maledicencias, e incluso de presiones por parte de su esposa. Pese a la relativa comprensión recibida en un momento dado por el padre de la desaparecida, llegará a ser interceptado por agentes de una policía por presiones, y pese a no encontrar indicios relevantes -tan solo aparecerá la gorra de la muchacha en el rio-. También se efectuarán operaciones de rastreo en las aguas, sin resultado en un sentido u otro. Una auténtica olla a presión, en la que se revelará el verdadero rostro de una colectividad sometida a una situación extrema, por más que la misma se encuentre inserta dentro de la clásica personalidad inglesa.

Antes lo señaba, PERSONAL AFFAIR resalta por suponer un imponente ejemplo del mejor drama psicológico cinematográfico, tanto por la intensidad del material que le sirve de base, como en su contundente e inspirada plasmación cinematográfica, dentro de una serie de giros que llegan a atesorar una atmósfera casi aterradora, para devenir en último término como una propuesta que habla de imposibilidad de conciliar los sentimientos y, al mismo tiempo, de la propia imposibilidad de reprimirlos. En torno a ese eje central se dirime la galería de personajes que verán alteradas sus vidas, en una película que destaca por el acierto en la apuesta por el detalle -ese pañuelo mojado por lágrimas que Evelyn esconde cuando acude a la habitación de su sobrina en búsqueda de pistas; la preferencia de Kay por el café, en un entorno donde el te es una seña de identidad; la apuesta por los espejos en algunas secuencias de especial significación del relato-, pero que al mismo tiempo en todo momento se atiene a la humanización de sus personajes, por más que en ocasiones sus comportamientos o reacciones sean censurables -el director del colegio, encarnado por Michael Hordern, al cesar al profesor; la propia personalidad posesiva de su esposa-. Con toda esta amalgama, Pelissier va perfilando la afilada tela de araña de un relato que irá discurriendo hacia un cenit que, en última instancia, jamás llegará. Lo hará con la ayuda de la oscura y penetrante iluminación en B/N de Reginald Wyer que, por momentos, parece albergar la atmósfera de un confesionario. También, con la banda sonora de William Alwyn que, en algunos instantes, llega a erigirse como un personaje más -sonará durante la conversación entre el protagonista y la adolescente, antes de que esta salga de escena, en medio del imponente azud de agua que se sitúa ante ellos-. Más allá incluso de estos dos elementos, el director contará como especial aliado con el admirable montaje brindado por Frederick Wilson, propicio en afortunadas e incluso audaces transiciones -una de ellas llegará a mostrar, en primer plano, el rostro de la muchacha en negativo-.

Con todo ello, con la anuencia de un reparto en estado de gracia -se percibe que Pelissier tuvo muy presente la entrega de todos sus intérpretes-, se asiste a un auténtico calvario personal en torno al apacible y culto profesor, en un relato que opta por discurrir en voz callada, siempre con susurros, en el que los gestos tienen capital importancia, y en donde todo queda más bien sugerido aunque, en su conjunto, revele las costuras arrancadas de la falsa convivencia de una sociedad llena de agujeros. Ese descenso a los infiernos de un hombre sensible, está articulado con el escalpelo de un realizador que conoce el alma humana. Y además se inserta en unos postulados cinematográficos que, por momentos, parecen acercarnos incluso al cine de terror -el uso de sombras y claroscuros no será ajeno a dicha percepción-. Es más, en ocasiones, uno tiene la extraña sensación de encontrarse -con todas las distancias temáticas que se le puedan formular- ante un procedente de propuestas tan brillantes y, al mismo tiempo, de reconocimiento tan opuesto, como pueden ser EL CEBO (El cebo, 1958. Ladislao Vajda), NEVER TAKE SWEETS FROM A STRANGER (1960, Cyril Frankel) o, incluso BUNNY LAKE IS MISSING (El rapto de Bunny Lake, 1965. Ottto Preminger). PERSONAL AFFAIR va bullendo como un volcán a punto de erupción, sobre todo en secuencias de interiores donde la reflexión, intimismo, desnudez dramática e creciente intensidad, dejan paso a momentos en los que la verdad aparece. Lo hace en esos instantes que revelan la eterna y dañina frustración de la resentida solterona. O en la secuencia confesional plasmada entre el hundido profesor y el padre de la muchacha -admirables los dos intérpretes-. O, sobre todo, en el ese intenso y casi abrasador primer plano sobre la adolescente Bárbara, consciente que su sueño de amor imposible, ha supuesto finalmente el primer dolor de su existencia. Una vez más, el inagotable baúl del cine británico me ha brindado otro de sus tesoros ocultos.

Calificación: 4

THE MARRYING KIND (1952, George Cukor) Chica para matrimonio

Hay películas, no demasiadas, que son recordadas por una secuencia o episodio concreto, que les ha permitido quedar en la memoria. Por lo general, se suelen situar como cierre de las mismas. Sin embargo, en algunas otras ocasiones, dicha singularidad se incluye en el devenir de su argumento, logrando eso sí que su presencia sirva como catarsis o catalizador de su posterior desenlace. Es lo que sucede, punto por punto, en THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952), con la que con bastante probabilidad suponga la mejor escena jamás rodada por George Cukor. Me estoy refiriendo a aquella que describe la inesperada y trágica muerte del hijo del matrimonio protagonista, formado por Florry (Judy Holliday) y Chet Keefer (Aldo Ray, en su debut cinematográfico, una circunstancia señalada al culminar la película). Lo inesperado de la misma, la originalidad y el pudor de su plasmación cinematográfica, en medio de una celebración campestre, y la congoja que suscita en sus padres la evocación de la tragedia, transmite al espectador una inesperada ráfaga de dolor, poco habitual en el cine de aquel tiempo.

THE MARRYING KIND, escrita exprofeso por el tándem formado por Garson Kanin y Ruth Gordon al servicio de su protagonista femenina, en buena medida prosigue, y crece, en ese terreno de experimentación que Cukor irá poniendo en práctica en sus diferentes aportaciones en la comedia durante este periodo. En este caso, ya en los primeros instantes podemos comprobar esa mixtura de tonalidades, que van desde la festiva sintonía con la que se envuelven sus sobrios títulos de crédito, abriéndose la narración con una tan escueta como caricaturesca plasmación de los enfrentamientos que se producen en las puertas de un juzgado de paz. Sin embargo, ya desde el principio observaremos ese tono fotográfico cotidiano e incluso en ocasiones sombrío, que nos brinda la iluminación en blanco y negro de Joseph Walker. Y esa búsqueda de un matiz realista se consolidará cuando se muestren los primeros instantes de la vista que protagonizan los Keefer, destinada a consolidar su divorcio, y que se extenderá de manera mucho más intimista, cuando ambos se encierren con la juez Carroll (una extraordinaria, por lo sobria, Madge Kennedy). Será esta la confluencia que servirá para que el matrimonio en crisis pueda establecer una mirada reflexiva, intentando evocar la evidencia de sus contradicciones -algo que expresará mediante un acelerado recorrido de imágenes de sus actividades, que entrarán en rápida colisión con las evocaciones que ambos esposos ofrecen de sus respectivas vivencias en común, en donde se apostará por unos modos de comedia quizá un tanto caricaturescos, aunque es indudable que supone el oportuno preludio para esa crónica agridulce y, en última instancia, tragicómica, de un joven matrimonio obrero, que desea unir sus destinos, establecer una familia, e incluso en un momento dado, lograr dar ese salto en el destino, que en ocasiones se encuentra presente en todo ser humano. Esos diez segundos de gloria que implora el impulsivo Chet, y que le vendrán sobrevenidos tras una pesadilla de alcance cómico, y que por su propia configuración visual alcanzará tintes surrealistas. Será el contexto en que creará unos patines articulados por pequeñas bolitas metálicas, con la que el matrimonio por un momento creerá haber logrado una casi inmediata fortuna económica, pero que solo servirá para que el cuñado de ambos sufra un accidente doméstico.

Los cierto es que THE MARRYING KIND alberga no pocas influencias de la lejana y sublime THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928. King Vidor), sustituyendo aquel voluntarioso matrimonio Sims de la Nueva York en los instantes previos de la Gran Depresión, por un equivalente inserto en la sociedad del ‘gran sueño americano’. No son pocas las semejanzas marcadas entre ambos relatos, que van desde el acierto descriptivo que se ofrece de sus respectivos marcos sociales urbanos, los ritos de una ciudadanía dominada por la alienación colectiva y, también, esa alternancia entre pequeños instantes de felicidad y otros dominados por la tragedia -en ambos títulos, representado por la trágica muerte de sus hijos-. Pero también podemos emparentar esta magnífica obra de Cukor, con otra comedia romántica como la excelente y tristemente olvidada PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1941. George Stevens). En cualquier caso, lo cierto es que nos encontramos ante de las primeras miradas que Hollywood articuló en torno a la crisis de las relaciones de pareja, adelantándose a exponentes más explícitos -y más rotundos, a todos los niveles- como los planteados por Stanley Donen en TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967) y Richard Brooks con THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969).

Más allá de este alcance discursivo, resalta en THE MARRYING KIND esa voluntad verista. Esa capacidad de observación, que fue una de las mejores armas de su cineasta. Su acierto al penetrar en la letra pequeña de las relaciones. De establecer pequeñas secuencias y momentos intimistas que, en su sucesión, van formando el corpus de una relación en la que la lucha, la esperanza, la aceptación, la frustración, el desgaste e incluso el drama, se van dando la mano de manera tan invisible como inapelable. De todo ello podemos dar buena cuenta en este relato, En él podremos sensibilizarnos con la delicadeza con la que Cukor muestra ese primer amanecer para retornar a trabajar por parte del esposo, mientras que Florry se resiste a despertarse casi como una niña pequeña. También divertirnos con el relato de ambos de la fiesta ofrecida por la hermana y marido de ella, donde los celos de nuestra esposa se verán justificados ante los ridículos intentos de baile de una rumba por parte de una fugaz conquista de este. O incluso sentir casi en carne propia, la casi insoportable tensión sostenida por los dos esposos, discutiendo acaloradamente durante la noche por la diferente percepción de la inesperada herencia recibida por el antiguo jefe de ella, que solo podrá interrumpir la inesperada queja de la hija cuando se levante de la cama. Incluso, fuera del alcance directo de nuestros dos protagonistas, será especialmente reveladora la confesión que le brindará un amigo carnicero a Chet, evidenciando en su breve testimonio un plácido conformismo existencial que, en su sencillez, no deja de suponer más que un cercano precedente del Ernest Borgnine de MARTY (Marty, Delbert Mann. 1955). Esa alternancia entre el drama y la comedia, nos permitirá, dentro de las enormes consecuencias que la muerte del hijo provocará el matrimonio -esos instantes en que ambos lloran desconsoladamente ante la jueza al evocar la tragedia, ciertamente noquean al espectador por su sinceridad-, nos permitirá un doloroso instante posterior, cuando el padre -en estado casi catatónico- compre entre la multitud un juguete a su hijo fallecido, en un estadio de absoluta soledad entre la multitud, que culminará en su atropellamiento.

Lo admirable en esta comedia que abre nuevos senderos, tanto en la mirada sobre el desgaste de las relaciones de pareja, como en las aristas de esa nueva Norteamérica urbana deviene, una vez más, en la capacidad de su cineasta para aplicar no solo en ella una serie de diversidades tonalidades incluso experimentales en su trazado. Lo importante reside, una vez más en Cukor, en la sabiduría a la hora de establecer una puesta en escena casi invisible, dominada por planos largos y reencuadres casi imperceptibles, encaminada en buscar un creciente rasgo de sinceridad en sus criaturas, para lo cual la entrega en la dirección de actores se centra en esta ocasión en una tan insospechada como valiosa química entre sus dos espléndidos protagonistas.

Al final, la entraña de THE MARRYING KIND se encuentra vehiculada a través de la mirada y la apuesta de una jueza abierta y costumbrista que, a través de su mirada en apariencia neutral, ha descubierto desde el primer momento, que ese matrimonio en crisis alberga la posibilidad de una nueva oportunidad y que, quizá solo logrando una definitiva catarsis, mutando por unas horas en inesperada psicóloga, consiga hacer realidad aquello que intuyó desde el primer momento.

THE MARRYING KIND no es una obra redonda -hay elementos que se encuentran presentes con cierta ausencia de sutileza-. Sin embargo, considero que se trata de una magnífica obra. Una de las comedias dramáticas más brillantes legadas por George Cukor.

Calificación: 3’5