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CINEMA DE PERRA GORDA

CAN-CAN (1960, Walter Lang) Can-Can

Creo que resulta pertinente señalar, que CAN-CAN (Can-Can, 1960. Walter Lang) aparece en un lugar merecidamente secundario, dentro los últimos gritos agónicos de un género como el musical, que al año siguiente iba a dar una relativa apuesta de renovación, con la para mi tan sobrevalorada WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961. Robert Wise & Jerome Robbins). En cualquier caso, esta producción de 20th Century Fox, adaptación del musical de Broadway escrito por el experto Abe Burrows, albergó no pocas dificultades y modificaciones a la hora de ser trasladado a la gran pantalla, teniendo que utilizar la profesionalidad de Dorothy Kingsley y, posteriormente, Charles Lederer, para consolidar el libreto. Entre uno y otro se eliminaron y modificaron canciones y personajes, introduciendo el del pícaro abogado François Durnais encarnado por Frank Sinatra, y teniendo finalmente que incorporar algunos éxitos pasados de Cole Porter, artífice de todas cuantas canciones se escuchan en la película.

De entrada, y más allá del discreto bagaje que atesora, CAN-CAN emerge prácticamente como una obra puente, en la que detectamos una clara herencia del magnífico GIGI (Gigi, 1958. Vicente Minnelli) -la ambientación francesa de época, la presencia de Chevalier y Jourdan entre la cabecera de reparto-, mientras que no me cabe duda que tras la entrega en su personaje, Shirley MacLaine aparecería desde esta película lanzada a su protagónico en la admirable e infravalorada IRMA LA DOCUCE (Irma la dulce, 1963. Billy Wilder) que, no olvidemos, pasó de ser un musical en los escenarios newyorkinos, a convertirse en una admirable comedia cinematográfica sin canciones.

El film de Walter Lang, dividido con las acostumbradas oberturas e intermedio, se inicia de manera prometedora, con esos grabados evocadores de Toulouse Lautrec -de quien se ofrece una divertida alusión en el relato, reveladora de la escasa fortuna que albergó en vida- describiendo sus títulos de crédito. Muy pronto, con una cierta elegancia en el uso de la grúa, se nos traslada al contexto de ese París de 1896. Una estupenda ambientación de época, y la canción ‘Montmatre’, cantada por Maurice Chevalier y Sinatra al alimón, nos presenta el juez Paul Berriere (Chevalier) y al citado Durnais, amigos y colegas, dispuestos a acudir al salón en donde su dueña, Simone Pistache (MacLaine), desafía las restrictivas normas de la época, que prohíben la representación del can-can al considerarlo blasfemo e irreverente. Ya nos hemos introducido en el tono alegre y festivo que se extenderá al conjunto de su metraje. La actuación de las chicas de Simone provoca una redada, descubriendo el espectador la profesión de los dos personajes masculinos, y presentando al joven y atildado juez Philippe Forrestier (Louis Jourdan), empeñado en mantener la moralidad de su cometido, y alejado por completo del mundo hedonista que hemos contemplado. En medio de una situación casi absurda, la vista que se iba a proceder tras la redada quedará en una simple intentona, por lo que Forrestier intentará una añagaza, acudiendo al recinto simulando otra identidad y buscando que se escenifique el baile y, con ello, el cierre del recinto y el encausamiento de su propietaria. Sin embargo, con lo que no contará es que, muy a pesar suyo, caerá muy pronto hechizado ante la ingenuidad e inocencia de la muchacha. Una atracción que se elevará incluso sobre los equívocos y diferencias sociales existentes entre ambos, y que encontrará la oposición, cada vez menos argumentada, del hasta ahora amante de Simone, un Durnais siempre inclinado hacia el disfrute de la existencia sin compromisos, y hasta entonces renuente a casarse con la protagonista.

Rodada en Todd-AO, el espectacular formato panorámico que albergaría otras propuestas del musical, como el vibrante e infravalorado SOUTH PACIFIC (Al sur del Pacífico, 1958. Joshua Logan), lo cierto es que la película adquiere sus mejores momentos, al dejarse envolver por un lado en el intenso cromatismo -a tono con la ambientación de época. que le brinda William Daniels- y, por otro lado, la melancolía ofrecida en instantes más confesionales a través de la banda sonora de Nelson Riddle. Son ambas, características muy definitorias de esos nuevos modos ya consolidados para la comedia americana, y que, en esta ocasión, de manera sorprendente, se centra en todas aquellas secuencias intimistas y/o confesionales, que toman como base al personaje encarnado con gran elegancia por Louis Jourdan, bien sea junto al personaje encarnado por Chevalier o, de manera muy especial, aquellas que protagoniza junto a la MacLaine, provistas de una extraña química en su contraposición de estilos interpretativos. Es en esos instantes, donde la cámara del modesto Walter Lang parece adquirir una cierta sensibilidad, desgraciadamente carente a lo largo de buena parte del metraje,

Y es que en más ocasiones de lo deseable CAN-CAN se ve invadida por una arquetípica teatralidad. Por un abuso del plano general y/o americano, apenas acompañado por la querencia por el plano/contraplano. En no pocos instantes casi se tiene el deseo de gritar al director, para insuflar a sus imágenes de una mayor entraña dramática -la manera con la que se resuelve el desencanto final de Forrestier, en la vista final donde Simone expresa su irrenunciable amor por François; la ausencia de chispa con la que la puritana asume finalmente la autorización del baile hasta entonces prohibido-. Sin embargo, además de las secuencias antes señaladas, hay momentos en donde sí se percibe una cierta sensibilidad cinematográfica. Por ejemplo, lo expresa esa grúa ascendente que se va alejando del truhan encarnado por Sinatra al abandonar a la protagonista dentro del salón, antes de procederse el interludio de la película. O, dentro del terreno de la comedia, ese triple ascenso por escaleras de Philippe, en una deriva casi humillante para alguien hasta entonces dominado por su frialdad, al objeto de buscar que ella acepte su invitación a cenar. O incluso esos instantes en los que este se encuentra absorto ante la ventana, mientras Berriere descubre el amor que siente por la joven.

Junto a ello, en un musical dominado por numerosas canciones, todas ellas compuestas por Cole Porter, y buena parte de ellas ya absolutas referentes de la cultura popular americana, hay que destacar la presencia del prestigioso Hermes Pan como coreógrafo. Y ello tiene su oportuna presencia en la película, más allá de las previsibles exhibiciones del popular baile francés. A este respecto, cabe destacar tres magníficos números, donde hay que reconocer que la película respira bastante, y da la medida de lo que hubiera podido ser con mayor inventiva. El primero de ellos es el de carácter porteño, donde la MacLaine actúa en su salón delante de Jourdan, siendo seducida por diversos y variados pretendientes, y en donde durante unos instantes, su figura será humorísticamente sustituida por una muñeca. El segundo, la actuación de Susane ante la alta sociedad amiga de Philippe, en la fiesta que este ha organizado para presentarla dentro de un buque, donde nuestra protagonista se desinhibe por completo. Y, por último, el número musical sin duda más brillante de la función, en el que se apuesta de manera deliberada por el anacronismo y por su abandono deliberado de la cuarta pared. Me refiero a esa actualización musical de las figuras de Adán, Eva y la tentación de la serpiente, que, al estar insertados en los minutos finales de la función, contribuyen a elevar su nivel, por más que la última vista judicial que le sucede, el relato decrezca y aparezca desprovisto de su necesaria emocionalidad.

Calificación: 2

OPERATION DIPLOMAT (1953, John Guillermin)

Resulta siempre saludable, intentar bucear en los primeros pasos de realizadores a los que el paso de los años ha otorgado una cierta aura de respetabilidad, como es el caso del británico John Guillermin. Tras diversos y modestos títulos prácticamente desconocidos en nuestros días, caracterizados por estar claramente escorados bajo los parámetros de la serie B británica, se suele señalar el igualmente poco conocido y modesto OPERATION DIPLOMAT (1953) como su octava realización, y la primera muestra de su talento como director. Adaptada de una historia surgida de uno de los episodios de una popular serie televisiva de la BBC de 1952, elaborada por el escritor policiaco Francis Durbridge, nos encontramos ante un pequeño relato dotado de gran ritmo, combinación de peripecia policiaca, suspense y comedia, que, personalmente, proporciona en su argumento, referencias a mi juicio muy claras, de títulos muy admirados por mí, como podrían ser CHARADE (Charada, 1963) y ARABESQUE (Arabesco, 1996), firmados ambos por Stanley Donen. Ni que decir tiene que nos encontramos en un ámbito donde las propuestas de Alfred Hitchcock quedan como auténticas referencias. Pero no conviene olvidar como esa vertiente de comedia de suspense, surge en el cine de las islas fundamentalmente a partir de la fórmula consolidada por el tándem formado por Sidney Guilliat y Frank Launder, ambos en calidad de argumentistas, brindarían un ejemplo acabado de su estilo, en la magnífica THE LADY VANISHES (1938, Alarma en el expreso. Alfred Hitchcock).

OPERATION DIPLOMAT  narra las crecientes tribulaciones vividas por Mark Fenton (un sorprendentemente adecuado Guy Rolfe). Se trata de un reputado cirujano, que es reclamado e incluso secuestrado, para que realice una operación a vida o muerte a una enigmática autoridad que mantienen custodiada entre las sombras de una ostentosa mansión -pronto sabremos que se trata de Sir Oliver Peters (James Raglan), presidente del comité de defensa-. Este accederá a llevarla a cabo, entre otras cosas al ver junto al enfermo a Schroeder (Anton Griffith), que fuera compañero de vocación médica en el pasado. Muy pronto, Fenton será devuelvo a la vida cotidiana. Sin embargo, casi de inmediato, su supuesto retorno a la vida cotidiana no será más que la prolongación de una casi interminable y cada vez más peligrosa peripecia personal. Un recorrido envuelto en altibajos y situaciones extremas. Incluso con la presencia de crímenes. Y en donde hasta personajes y situaciones cercanas a su universo profesional -alguna de sus pacientes-, revelarán una nueva vertiente, por lo general inquietante.

El film de Guillermin se inicia con un enorme sentido de la síntesis, integrándonos en muy pocos instantes en el forzoso e inesperado encargo protagonizado por Fenton. Serán unos primeros minutos caracterizados por su concisión o en el retrato de personajes -los captores del cirujano-, así como la tensión vivida en el interior de esa mansión aislada, donde una muy ajustada planificación y montaje, envuelta en un brillante juego de sombras, nos acerca a la operación demandada y la posterior anestesia aplicada al galeno, para retornarlo a la cotidianeidad… dejándolo durmiendo en el banco de un parque.

A partir de ese momento, OPERATION DIPLOMAT se dirime en una agradable y al mismo tiempo inofensiva mixtura de film policiaco y suspense, incorporando en él no pocos elementos de comedia. Todo ello, tendrá su epicentro en torno a la figura de su protagonista, ese cirujano de supuesta vida ordenada y rutinaria que, sin pretenderlo, se ha convertido de inmediato no solo en un improvisado detective, sino, por encima de todo, en alguien destinado a vivir inciertas y peligrosas aventuras. Y, sobre todo, cuando su propia estabilidad incluso física, se encuentra entremedias de esos extraños seres que tienen oculto a la autoridad que él ha operado, dejando en su discurrir algunos crímenes. Por otro lado, se sentirá seguido por los estamentos policiales, que no terminan de creer su propia historia, por considerarla tan fantasiosa como carente de pistas -apenas la reiterada presencia de una poco conocida marca de cigarrillos-.

Todo ello conformará un relato dominado por un ritmo trepidante -de destacar es el montaje que le brinda Joseph Sterling-, o la gravedad que desprende la fotografía en blanco y negro de Gerald Gibbs, sin obviar la puntuar presencia de esos planos inclinados -tan habituales en el cine inglés durante varias décadas-, centrados en subrayar algunas de las secuencias más percutantes. En realidad, el pequeño pero dinámico film de Guillermin, se convierte en una tan liviana como por momentos tensa, y en otros incluso divertida peripecia. Y en esta última vertiente, no puedo por menos que destacar la irónica relación que se establece entre Fenton y el inspector Austin, de Scotland Yard (un estupendo Ballard Berkeley). Fruto de ello aparecerá ese episodio tan divertido en su contención, en el que este, con la valiosa ayuda del protagonista, logrará acercarse al lugar donde se encontraba la misteriosa casa donde operó a aquella autoridad en el inicio del metraje. Una vez allí, junto a esas comprobaciones que se revelarán acertadas, en base a los ruidos y señalas que retuvieron en el camino, pronto se sucederá esa mezcla de condescendencia del inspector hacia Fenton, sobre todo cuando este muestra su hilarante sucesión de tropezones mientras se acercan a la misteriosa pensión que finalmente han localizado. Esa condescendencia se prolongará una vez se encuentren la vivienda vacía y prácticamente ausente de indicios o pistas, cuando los agentes no duden en dejar al cirujano solo a su suerte, y se dirigen al seguimiento de posteriores pistas.

No se ausentan tampoco en OPERATION DIPLOMAT el apoyo de personajes femeninos de cierta significación. Uno de ellos lo ofrece la abnegada ayudante del cirujano, la hermana Rogers (Patricia Daintopn). El segundo, de mayor enjundia dramática, lo proporcionará la sufrida Lisa Durant (Lisa Daniely) joven cuidadora de una de las veteranas pacientes del protagonista, y a quien este reconocerá tras verla en su forzada operación cubierta con una mascarilla. Precisamente en torno a su personaje se suscitará el episodio más impactante de la película. Me refiero, por supuesto, a la sucesión de disparos que Lisa irá recibiendo mientras huye descendiendo de la terraza de un edificio, mientras es sucesivamente disparada desde arriba. Una vez hospitalizada, antes de ser finalmente asesinada, no dejará de proporcionar una incomprensible pista, que finalmente se revelará de tan inesperada como precisa pertinencia. Todo sucederá en los minutos de conclusión del relato, ubicados en la nocturnidad de una zona portuaria, donde esa figura que tirios y troyanos han intentado buscar, en última instancia ya desde instancia diplomáticas, se encuentra no solo localizable sino, sobre todo, en un peligro casi de vida o muerte.

Es cierto que el film de Guillermin se caracteriza con una base argumental proclive a ditirambos casi inmensos en la prestidigitación dramática. Que aparecen y desaparecen personajes y giros que, por momentos, ponen en tela de juicio nuestra credibilidad. Sin embargo, en última instancia, no podemos más que degustar con cierta benevolencia un relato tan juguetón como dominado por la agilidad, que se paladea con la misma celeridad con la que pronto se olvida.

Calificación: 2’5

LES MAGICIENNES (1960, Serge Friedman)

Al igual que sucediera en el conjunto de las cinematografías mundiales, también en el ámbito del cine francés, junto a los primeros exponentes de la Nouvelle Vague, aparecían propuestas menores, curiosidades aleatorias, que pronto fueron fagocitados por la febrilidad creativa de aquel momento. Una de ellas lo ofrece la irregular pero apreciable LES MAGICIENNES (1960), primero de los escasos largometrajes filmados por un hoy olvidadísimo Serge Friedman, más caracterizado en su impronta televisiva. Nos encontramos ante un drama psicológico, que destaca por la insólita impronta de desarrollarse en el ámbito del mundo del espectáculo y la magia. Y es que, en realidad, nos encontramos en medio de una de las populares tramas enrevesadas, surgidas de la pluma del tándem de escritores formado por Pierre Bolleau y Thomas Narcejac, de cuya novela surge esta adaptación articulada por el propio realizador, junto a François Boyer y Bernard Revon.

Conocidas por los aficionados son célebres y previas adaptaciones cinematográficas de novelas de Bolleau y Narcejac, como LES DIABOLIQUES (Las diabólicas, 1955. Henri-George Clouzot), la inolvidable VERTIGO (Vértigo / De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock) o la coetánea y admirable LES YEUX SANS VISAGE (Ojos sin rostro, 1960. George Franjú), La película que nos ocupa, traslada lo más superficial del universo de ambos escritores. Es decir, historias dominadas por la ambivalencia y atmósferas turbias, y encabezadas por personajes dominados por sus contradicciones internas, y también por los enfrentamientos externos dirimidos entre ellos.

En buena medida, LES MAGICIENNES participa de este enunciado. Tras unos títulos de crédito dirimidos sobre fondo negro y la articulación de diversos trucos de magia efectuados por una mano de la que no adivinamos su dueño, conoceremos al protagonista masculino del relato. Se trata del joven y hosco Peter (un áspero Jacques Riberolles), quien viaja hasta Munich para asistir al funeral de su padre, un conocido mago llamado Alberto. Tras mostrar su reprobación a la extrañeza de un funeral revestido de la presencia y la actuación de compañeros de profesión, comentará a su madre -Odette (Ginette Leclerc)- que su intención es marcharse y retornar a un examen de piano que tenía pendiente. Sin embargo, hay algo que pronto pondrá en tela de juicio su intención inicial; conocer a Greta (Alice Kessler) la joven rubia que ejerce como estrella del espectáculo de magia. Con ella mantendrá un primer contacto, entre sentimental y sencillamente lúdico. Pese a activar un viaje en tren para marcharse, al final Peter aceptará comendar la compañía de espectáculo, tal y como su madre imploraba casi de manera angustiosa. La inesperada y casi fantasmagórica presencia de una de ellas, cuando se ha despedido en la estación de Greta, desconcertará al joven, quien finalmente retornará al espectáculo que tiene que sobrellevar su madre, para responsabilizarse del mismo. Sin embargo, lo que aparece como un nuevo punto de partida, no dejará de albergar un tinte cada vez más inquietante, puesto que, en realidad, junto a Greta actúa secretamente su hermana gemela Hildegarde (Ellen Kessler), en una dualidad que han mantenido todos los responsables del espectáculo, ya que en ella se articula el brillo de sus números de magia. Más allá de la sorpresa inicial, pronto las dos gemelas se enamorarán de Peter de manera caprichosa, llegando a sobrepasar a este, quien incluso llegará a separarse de ambas, aturdido por tal circunstancia y el constante equívoco que sobre él se establece.

El ambiente de tensión tendrá una trágica inflexión al producirse la muerte accidental de Hildegarde en una de las caravanas, teniendo todos los componentes del grupo que ocultar su cuerpo, dada la situación irregular en que se encontraban las gemelas, lo que permitiría al mismo tiempo descubrir lo que suponía el gran secreto del espectáculo. En apariencia, la muerte de Hildegarde debería tranquilizar a Peter, puesto que le sobrevive Greta, quien fue siempre su objetivo sentimental. Sin embargo, una nueva inquietud llegará en torno suyo, hasta el punto que en más de una ocasión tendrá la impresión de que la fallecida, en realidad, vive y se esconde de manera misteriosa. Una intuición que se irá extendiendo en la trastienda de los componentes del espectáculo, hasta que este quede desquiciado en los minutos finales, en donde realidad, deseo, sospecha e incluso cierta aura fantastique, en una conclusión donde, una vez más, la realidad criminal quede entremezclada con un cierto apunte mágico.

Atractiva e irregular, con momentos inquietantes junto a otros decididamente desaprovechados, LES MAGICIENNES atesora de entrada la singularidad de su propuesta, al tiempo que diversos giros y extrañas situaciones nos permiten concluir en un conjunto apreciable, por más que en numerosos momentos uno eche de menos la presencia de cineastas de superior fuste -Fellini, de nuevo Clouzot, o incluso evocar las manos de un Cavalcanti- que hubiera permitido alcanzar con similar base argumental, sin duda un resultado mucho más considerable. Pero, si más no, Friedman hinca su habilidad narrativa a la hora de configurar un relato dominado en su mayor parte por un tono sombrío, en donde aquí y allá no dejan de aparecer instantes ligados a un mundo mágico y feérico que, en última instancia, son los que proporcionan mayor atractivo a la película.

Momentos insólitos como la presencia del cadáver del padre, ataviado con su exótico traje de mago, velado en el interior de su caravana. La singularidad de su funeral, de ascendencia tan posteriormente felliniana. La fascinación que sobre Peter ejercerá contemplar los casi imposibles trucos en escena de la joven estrella. La extraña sensación que le producirá descubrir que en realidad estos se producen con la presencia de dos gemelas. Las cintas que le legó su padre, invitándole a que le suceda en la práctica de la magia. El inesperado encuentro de la que cree es Greta en el tren donde se marcha en tren, provocando una repentina sensación de hechizo. O, que duda cabe, esos inquietantes momentos en donde poco a poco se va percibiendo la inquietante evidencia de la posibilidad de que esa gemela muerta accidentalmente, en realidad se encuentre con vida… o quizá esté presente de manera espectral.

Por desgracia, no todo en LES MAGICIENNES adquiere el mismo interés. Más allá de esa permanente sensación de que en manos de otro realizador más arrojado e imaginativo, la película hubiera alcanzado un nivel más elevado, es bastante perceptible la falta de credibilidad que expresa la circunstancia, e incluso la plasmación, de la muerte de Hildegarde. También cierto desaprovechamiento de roles secundarios -ese eterno ayuda de Odette-. Y, en líneas generales, esa incapacidad de adentrarse en un ámbito más dominado por la transgresión de la realidad que propiciaba la magia, y que incluso el gesto desafiante de su protagonista, invocando a la libertad ante un destino tan sombrío, no termina de redondear.

Calificación: 2’5

STATE'S ATTORNEY (1932, George Archainbaud) La última acusación

Cuando se ha tenido la oportunidad de contemplar varios de los títulos que protagonizó John Barrymore en los primeros años del sonoro, se puede percibir con claridad que conforman un inusual ciclo, de similares características. Todos se conformaban como melodramas rodados en ámbitos más o menos elegantes o de clase alta. En ellos, el personaje encarnado por Barrymore, por lo general se trataba de alguien adinerado y cínico -algo ideal para explotar sus características como intérprete-, inserto en un ámbito que sobrepasa el ámbito de lo moral. Una circunstancia, que, en líneas generales, se someterá a un punto de inflexión, con la presencia de un personaje que introducirá un inesperado escenario. Será un nuevo marco que, indefectiblemente, va a favorecer una catarsis, que concluya en la redención final del protagonista.

Punto por punto, todo ello se cumple en esta sencilla y apreciable STATE’S ATTORNEY (La última acusación, 1932) una de las numerosas aportaciones del realizador parisino George Archainbaud en el seno de la RKO en aquellos primeros años treinta. En ella, Barrymore encarna al abogado criminalista -escorado al alcoholismo- Tom Cardigan. Este se dedica, casi en exclusividad, como defensor del poco recomendable empresario de la noche Vanny Powers (William Boyd), a quien le une una relación de amistad que se remonta a la infancia de ambos, hasta el punto que los dos fueron detenidos en su adolescencia -algo que Cardigan mantendrá en secreto-. Los primeros minutos de la película serán, a este respecto, de especial importancia. Más allá de presentar la relación que une al reputado abogado con el empresario, lo realmente significativo será la descripción de la vista que se celebrará contra una joven prostituta -June Perry (Helen Twelvetrees)-, que ha sido detenida al protagonizar un incidente en el entorno de Powers. Será una tarea a la que inicialmente se niega el protagonista, pero el destino le va a ligar a dicha defensa, ya que tendrá que acudir al juzgado para solventar la libertad de una serie de clientes que han sido detenidos en una redada al establecimiento de Powers, quien antes le ha brindado cinco mil dólares por lograr el sobreseimiento de June.

En estos instantes dentro de la magistratura, pronto percibiremos el dominio que ejerce dentro de su profesión. Desde la capacidad para fascinar a la jueza, hasta la manera con la que introduce un anillo de casada a la acusada para sustentar, con ello, su defensa. Esta circunstancia supondrá el inicio de su relación con la muchacha, a la que acogerá como amante en su lujoso domicilio. Lo que supone inicialmente una relación casi de lástima, poco a poco se va a ir convirtiendo en una profunda amistad que, secretamente, se transformará por parte de la muchacha en sincero amor. Y es que June, en todo momento, irá exteriorizando en torno al exitoso abogado una serie de consejos, basando todos ellos en la adscripción de un cierto sentido de la ética. Ello mientras asume la defensa de un caso de asesinato por parte de una mujer contra su marido, en cuya vista Cardigan va a lograr que esta confiese, y acoge el apoyo brindado por Vanny -a cambio de que este le ayude con posterioridad en sus negocios-, para que pueda acceder al cargo de fiscal general. Eso sí, el candidato al cargo le advertirá a su viejo amigo, que en el momento en que fuera elegido, siempre se encontraría enfrente a él. Ya con su nuevo cargo a cuestas, y sin apenas disimular su querencia con la bebida, Tom va a coquetear ante la posibilidad de acceder al cargo de gobernador del estado, lo que le va a llevar a alternar con influyentes hombres del mismo, como un influyente político, cuya hija Lilian (Jill Esmond), se ha visto atraída por él. En ese coqueteo, tras una velada con alcohol por medio, ambos se casarán, lo que forzará al protagonista a revelar a June lo sucedido. Ella, tan herida como revestida de dignidad, lo abandonará, aunque muy pronto el recién casado reconozca su error, algo que va a intentar solucionar al existir otro pretendiente para su fugaz esposa. Sin embargo, la mujer que no sabía que amaba, ha desaparecido, ligándose de nuevo al entorno de Powers, e incluso siendo inesperadamente testigo de un asesinato cometido por este. Una vez detenido el acusado, y mientras Vanny presiona a Cardigan en que intente la absolución, bajo el chantaje de revelar los orígenes delictivos comunes de ambos. Sin embargo, el inesperado reencuentro del protagonista con la mujer a la que amó sin saberlo, supondrá un punto de inflexión en una andadura hasta ese momento dominada por la ambición personal y profesional, buscando su redención personal como ser humano.

Pecado – expiación – redención. Como señalaba al inicio de estas líneas, este fue el esquema de esos melodramas, entre elegantes, sombríos e incluso divertidos, que jalonaron buena parte de la andadura de John Barrymore en los primeros años del sonoro -donde de manera paradójica, era habitual la presencia de alusiones al alcoholismo, síntoma asumido por el intérprete en su vida real-. Todo ello, punto por punto, se da cita en esta apreciable muestra de drama precode -la condición de prostituta de la protagonista y el concubinato de esta y el jurista-, en donde podemos destacar la presencia de nombres ilustres en su apartado técnico -David O’Selznick como productor asociado, Leo Tover como operador de fotografía, Max Steiner en su discreto fondo sonoro, el futuro montador y director Gene Fowler como guionista, compartiendo dicho crédito con el también efímero y brillante realizador Roland Brown-.

Todo ello confluye en un conjunto que irá oscilando con pertinencia desde un inicio donde prima el aura de comedia brillante e incluso satírica -la manera con la que se facilita a Cardigan su huida del recinto de la redada; los trucos de este como abogado para liberar a June de su acusación; la secuencia en la sauna en donde se explica la complicidad del protagonista con el poco recomendable Vanny-. Poco a poco, la película irá insertándose por senderos entre románticos y ejemplarizantes, centrado en el papel demiurgo que ejercerá en la sombra esa muchacha a la que Cardigan ha liberado, y que le proporcionará en todo momento una mirada revestida de dignidad cara a su destino. Es por ello que, tras un matrimonio tan tonto como, en última instancia, efímero, la película ofrecerá sus instantes más perdurables, en la secuencia en que el protagonista intenta revelar a esa mujer que en todo momento lo ha protegido amorosamente, su inesperada y frívola boda con Lilian. En esos momentos, la cámara de Archainbaud adquirirá un inesperado y hermoso intimismo, donde a la elección de los marcos donde se revelará la separación de ambos -esa escalera-, se aunará un brillante uso de luces y sombras, una deliberada mezcla de sinceridad emocional y abierta desdramatización, que podrían con facilidad incorporar estos pocos minutos, entre lo más logrado del melodrama de su tiempo, y en donde la química entre Barrymore y la Twelvetrees adquirirá en algunos instantes, resonancias incluso cercanas el cine de Frank Borzage. Algo de ello percibiremos en los instantes finales, en esa vista donde el fiscal con proyección a gobernador se sincere y renuncie a sus pretensiones, buscando la verdad en su propia dignidad personal, sabiendo que, en el fondo, June se encuentra esperándole en una nueva oportunidad para su vida.

Calificación: 2’5

QUE LA BÈTE MEURE (1969, Claude Chabrol) Accidente sin huella

Al inicio, en un plano en teleobjetivo de retroceso, vemos a un niño jugar en el mar. Como conclusión, otro enorme plano general encuadrando la inmensidad del mar, nos muestra como su padre abandona la existencia. Así comienza y culmina QUE LA BÈTE MEURE (Accidente sin huella, 1969), generalmente considerada como una de las mejores películas del francés Claude Chabrol, inserta además en el periodo más reconocido de su obra. Un contexto en el surgieron una serie de títulos que acertaban al describir un determinado grado de crisis social, inserto en el ámbito de clases burguesas. Estamos hablando de un contexto en el que, junto a otros títulos menores, podemos citar obras como LE BOUCHER (El carnicero, 1970) o JUSTE AVANT LA NUIT (Al anochecer, 1971). Algunas desarrolladas en ámbitos rurales -como es esta película-. Otras en entornos urbanos. Pero todas ellas, proponiendo esa mirada fría y analítica, en la que los comportamientos de dominio y sumisión, apenas dejan lugar en sus rendijas para los sentimientos. En el título que nos ocupa, basado en una novela del escritor inglés Cecil Day-Lewis (en la película bajo su pseudónimo habitual de Nicholas Blake, y padre del reconocido actor Daniel) y guion del propio realizador junto a Paul Gegauff, se narra la historia de una muerte en vida. De un ser consumido por su propia sed de venganza.

Se trata del amable y pacífico escritor Charles Thénier (un espléndido Michael Dussausoy). Alguien del que la película señala muy sutilmente que se encuentra viudo, y que de la noche a la mañana vive la tragedia de la muerte de su hijo -al que parecía querer mucho-. El pequeño -al que contemplamos en los primeros instantes de la película-, ha sido atropellado por un coche, cuyo conductor -que hemos visto muy fugazmente, con acompañante femenina- no ha tenido el mínimo gesto de detenerse para auxiliarlo. Una vez el escritor se ha recuperado mínimamente del schock, en su mente solo se albergará una idea; la de matar a la bestia que asesinó a su hijo -magníficos los escasos momentos que compartirá con su sirvienta, o esa conmovedora secuencia en la que se encierra para contemplar una filmación casera protagonizada por su esposa y su hijo fallecido-. Abrirá un pequeño cuaderno, en el que anotará -brindando al espectador con sus reflexiones en off- todas las impresiones y avances alcanzados en el proceso casi obsesivo de encontrar al autor de la muerte del pequeño.

Será una búsqueda desesperanzada. Charles incluso debatirá con la policía los escasos avances y las posibilidades existentes. “Es como encontrar una aguja en un pajar”, señalará el inspector. Sin embargo, esa casualidad a la que apela el incansable perseguidor, le vendrá de cara una tarde de lluvia inclemente, acercándose a una familia campesina que le proporcionará esas deseadas pistas. Estas le acercarán a una modesta actriz -Hélène Lanson (estupenda Caroline Cellier)-. El protagonista se acercará a ella con la excusa de brindarle la posibilidad de un futuro guion. Sin embargo, de manera inesperada se irá forjando una relación entre ambos, a la que el escritor se resistirá, aunque la joven la acerque a su entorno familiar y, de manera muy especial, al que le acompañó en el accidente que mató a su hijo. Se trata del cuñado de esta, Paul Decourt (brutal Jean Yanne), un acaudalado propietario de un taller automovilístico, cabeza de una familia a la que sojuzga de manera implacable.

Nuestro protagonista se introducirá en el círculo familiar de Decourt, que trata con mano dictatorial Decourt, quien pese a todo establece una curiosa relación de simpatía con el recién llegado. Este, poco a poco, irá descubriendo el desprecio que manifiestan a Paul los componentes de su familia -en especial su joven y delicado hijo Philippe (Marc Dui Napoli) quien, paradójicamente, encuentra en el recién llegado un aliado que conecta su sensibilidad y, quizá, una lejana referencia de esa autoridad paterna que detesta. Nuestro escritor no dejará de atender a esa mirada negativa en torno a la figura del patriarca, a quien establecerá incluso una trampa mortal. Sin embargo, no contará con la astucia del despreciable oponente que tiene enfrente. En cualquier caso, la tragedia no tardará en aflorar.

Lo señalaba anteriormente. QUE LA BÊTE MEURE, se dirime, en el fondo, en la historia de una venganza. La auspiciada de la manera más cerebral posible por un hombre, al que pronto entenderemos se le han hurtado de la manera más miserable posible, los lazos afectivos que le mantenían ligado a su existencia, a través de la figura de su hijo. Nada se nos señala de su situación sentimental -aunque los indicios avalan su viudedad-. La película se describe con esa atmósfera fría y cerebral, tan propia del mejor cine de su artífice, en la que tendrá no poca importancia la lividez fotográfica de la iluminación en color que le brinda Jean Rabier, dominada por sus tonos fríos. Todo ello será el escenario para el desarrollo de los planes del protagonista, en un momento dado casi imposibles de ser llevados a cabo, hasta que la casualidad le permita una pista segura para llegar a su objetivo. Será este el primero de los tres actos del film, describiendo el segundo su acercamiento con Hélène. Un bloque magnífico, en el que la cámara de Chabrol acierta al poner a prueba el instinto asesino de Thénier -Ese extraordinario momento en el que estará a punto de estrangularla, y en el que ella misma se lo planteará abiertamente, a partir del instante en el que la joven juega involuntariamente con ese osito de peluche que perteneció al niño fallecido--, con un casi inevitable acercamiento romántico hacia ella. Son secuencias en las que el escritor -que ha falseado su nombre a la joven-, no dejará de cortejarla, y al mismo tiempo se mostrará reacio a mantener relaciones sexuales, mientras ella no duda en acercarse a él, manteniendo su extrañeza ante el comportamiento por él demostrado. En cierto modo, el espectador percibe como, casi a pesar suyo, se atisba una ventana a la esperanza a una mutación en sus intenciones delictivas.

El tercer y último acto de QUE LA BÊTE MEURE es el más denso y complejo. También el más ligado al mundo temático de su realizador. Será el que transcurra en la coralidad de la familia encabezada por Decourt. Un microcosmos que Chabrol acertará a describir con tanta contención como punzante carga crítica. Prueba de ello será el larguísimo, casi extenuante, plano secuencia -un auténtico alarde formal-, en el que el escritor junto a Hélène es introducido en el círculo familiar al que ella misma pertenece. Toda una sucesión de conversaciones inconexas y lugares comunes estereotipados, que desmenuzan un núcleo familiar dominado por la falsedad y la apariencia, con especial mención a la matriarca, de extraña psicología, en todo momento caracterizada por su casi edípica admiración -la única de dicho círculo- a su hijo Jean. La entrada de este en la secuencia, ya con una planificación entrecortada, nos introducirá a un ser despreciable y despótico con todos quienes le rodean, que trata a su mujer con desprecio, y a su hijo incluso agrediéndole.

Sin embargo, otra de las curiosidades del film de Chabrol, estriba en dotar de un cierto rasgo de simpatía -y, con ello, introducir una mínima humanización- a un hombre dominado por la brutalidad en torno a quienes le rodean. Y esa corriente de cierta confianza la expresará precisamente en torno al recién llegado, quien por otra parte no dejará de observar ese odio colectivo que suscita el cabeza de familia, salvo por parte de su histérica madre. La maraña establecida en torno a nuestros dos personajes se irá tiñendo de un aroma irrespirable, con dos secuencias especialmente significativa. Una de ellas, el accidente vivido por Decourt, en el que inexplicablemente Thénier no se atreverá a empujar a este a una muerte segura. La segunda, dominada por una especial tensión, y con claros ecos de la inolvidable PLEIN SOLEIL (A pleno sol, 1060. René Clément), en la que nuestro escritor invitará a Jean a un paseo en barca con la intención de matarlo. A partir de ese momento, todo cobrará un doble giro, en el que la venganza deseada culminará de manera bien diferente a la planeada.

Sea por ello, quizá por ese cierto regusto a paternidad que le ha brindado el joven Philippe, o quizá porque entiende que su existencia carece ya de sentido, el magnífico film de Chabrol culminará de manera simétrica a como se inició, con una rara, triste y poética formulación. Casi como un grito en voz callada, ante la imposibilidad de recuperar unos sentimientos, unas emociones y unas responsabilidades, que se perdieron de repente, por aquel atropello tan estúpido como trágico. Todo queda envuelto en esa puesta en escena de Chabrol, donde el uso de la elipsis y una clara voluntad por huir de tentaciones melodramáticas y, por el contrario, apostar por la frialdad analítica, no nos impedirá sentir, en sus mejores momentos, un pequeño nudo en la garganta.

Calificación: 3’5

YOUNG MAN WITH A HORN (1949. Michael Curtiz) [El trompetista]

Una película como YOUNG MAN WITH A HORN (1949. Michael Curtiz) surge en un contexto donde se va afianzando un determinado modelo de melodrama de raíz social, que en este caso concreto tiene un precedente muy claro, con el éxito logrado en base al determinado grado de realismo evidenciado en la tan estimable como limitada y moralista CHAMPION (El ídolo de barro, 1949. Mark Robson). Una película con la que Kirk Douglas alcanzó un joven estrellato. Fue una propuesta ligada al lado oscuro del universo del boxeo, que se sitúa bastante por debajo de las coetáneas THE SET UP (1949, Robert Wise) o, sobre todo, la extraordinaria y previa BODY AND SOUL (1947, Robert Rossen). Pero junto a estos exponentes que se evocan, centrados en un universo sórdido como el que propone este deporte, justo es reconocer que el cine USA, como una curiosa ramificación del noir, logró ofrecer durante bastantes años, una serie de títulos que exploraban muchas y diversas variantes sobre el fracaso del llamado sueño americano, en unos años, además, donde el trauma de la II Guerra Mundial aún albergaba notable vigencia en la sociedad norteamericana.

Sea como fuere, es cierto que el alcance del film de Robson supuso la reactivación del proyecto de llevar a la pantalla la adaptación de la novela de Dorothy Baker, durante años tentada para ello. Una intención que, en última instancia, partió de dos bases dramáticas. Una de manos de Carl Foreman, guionista de la citada CHAMPION, y otra por Edmund H. North, confluyendo finalmente en su tratamiento final. Fue un proyecto en el que Curtiz se hizo cargo de su realización, asumiendo el proyecto como una opción muy personal, y utilizando para ello la fuerza que le podía proporcionar el equipo técnico y el característico diseño de producción aportado por la Warner. Lo podemos percibir ya desde sus primeros instantes, de entrada, por la fuerza casi asfixiante que le imprime la intensa iluminación en blanco y negro de Ted McCord -uno de los grandes aliados del relato-, unido a un elegante y evocador tema musical, que se irá reiterando en el devenir de la película.

El relato ofrece una variación, a partir del recorrido vital del célebre trompetista Leon ‘Bix’ Beiderbecke, una de las grandes figuras del jazz durante la década de los años veinte, aunque actualizando el marco social de la película al contemporáneo del rodaje. El trasunto de este en la película se llama Rick Martin (Kirk Douglas, tras la imposibilidad de conseguir a John Garfield, cercano su éxito en la extraordinaria HUMORESQUE (1946, Jean Negulesco)). Su personaje es introducido por quien se convirtiera su mejor colaborador musical -Willie ‘Smoke’ Willoughby (el siempre excelente Hoagy Carmichael)-. Este nos relatará la traumática infancia e incluso adolescencia de Martin, pronto convertido en huérfano y viviendo una existencia desarraigada junto a su hermana. Ese prematuro deambular conocerá un punto de inflexión por su descubrimiento de la música. Inicialmente mediante un piano, y poco después con el descubrimiento de la trompeta, la fascinación del pequeño -encarnado con brillantez por el niño Orley Lindgren- alcanzará un firme aliado con el reconocido trompetista negro Art Hazzard (magnífico Juano Hernández). Podemos decir que, a partir de ahí, ese niño sin objetivo empezará a encontrar un sentido a su vida, aprendiendo de Hazzard a nivel musical, e implícitamente encontrando en este una figura paternal de la que hasta entonces había carecido.

Según llega a la edad adulta, Rick va logrando pequeños empeños profesionales en orquestas -junto a su fiel ‘Smoke’-, revelando por su lado su rompedora visión de la expresión musical, en clara oposición con el entorno en que se encuentra, lo que incluso le llevará a la quimérica búsqueda de una nueva nota.

En el creciente devenir del protagonista se cruzará Jo Jordan (Doris Day), una joven cantante que siempre se sentirá atraída hacia él. Sin embargo, el destino acercará al músico a Amy North (Lauren Bacall), amiga de Jo. Se trata de una elegante, sofisticada y fría joven, de la que sorprendentemente se enamora, casándose ambos. Será el inicio de su caída, al comprobar finalmente el error de dicha decisión, que le alejará del mundo musical, le separará de su eterno mentor -al que abandonará poco antes de que este muera atropellado- y le hará recaer en su hundimiento físico ligado con su adicción al alcohol.

Recuerdo cuando en las páginas de Dirigido por…, allá por 1997, mi querido y llorado José María Latorre, destrozaba literalmente esta película al aludir que se recorrido argumental aglutinaba todos los estereotipos y lugares comunes, dentro de este biopic encubierto que es YOUNG MAN WITH A HORN. En buena medida puedo coincidir en dicha observación. Pero, personalmente, y oponiéndome al lejano criterio de mi admiradísimo Latorre, considero esta película una de las muestras más destacadas en estos años, de las capacidades y la intensidad que Curtiz despliega a una puesta en escena en la que evidencia su implicación, y su querencia por un tipo de melodrama de ciertos ecos noir, que le acerca a otro de los éxitos del cineasta, como sería su cercana adaptación de la novela de James M. Cain, MILDRED PIERCE (Alma en suplicio, 1945).

Antes lo señalaba, en el acierto de la película cabe señalar la brillantez del look del estudio, destacando un magnífico diseño de producción, que acierta a delimitar con precisión y autenticidad cinematográfica, los distintos escenarios en los que se dirime la acción, y conformando con ello un fresco social de indudable interés, Todo ello, además, es mostrado a través de un extraordinario montaje, centrado ante todo en la primera mitad del relato, en donde el recorrido vital del protagonista adquirirá un lógico ritmo más ligero. Pero, en todo momento, se tiene una extraña sensación de autenticidad, que sobrepasa con mucho los riesgos de convencionalismos que rodeaban la propuesta. Es decir, su metraje asume un acertado lado de crónica social. Su textura melodramática está adecuadamente punteada musicalmente -tanto en temas jazzísticos y canciones de Doris Day-. E incluso esa diversidad ambiental enriquece sus contrastes. Puede decirse que la cámara de Curtiz acaricia y envuelve con precisión a sus personajes, dentro de una modulación visual en ocasiones medida entre luces y sombras. En otras con matices casi aterciopelados. Y en otras, finalmente, dominadas por una sorprendente mirada verista y documental, como la que se manifiesta en esa catarsis en torno a la deriva autodestructiva del protagonista.

Y dentro de dicho ámbito, cabed resaltar el extraño cambio de atmósfera que modifica la película, en el preciso instante en que entra en escena el personaje de Amy. El film de Curtiz se envuelve en una extraña gelidez, sobre todo en las secuencias desarrolladas en la lujosa vivienda de esta, dominadas por una extraña personalidad -por momentos recuerda ciertas escenas interiores de la extraordinaria CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942. Jacques Tourneur)-. Aspecto este, unido a determinados diálogos y actitudes inherentes a este personaje, que determinan ese tan latente como evidente rasgo lésbico -algo poco habitual en el Hollywood de aquel tiempo-, en una relación matrimonial junto a Rick, que propiciará el definitivo hundimiento moral e incluso físico del protagonista. Y hay que señalar, llegados a este punto, que YOUNG MAN WITH A HORN adquiere en esos minutos finales, una cierta tendencia a la retórica, que ya acusaba la previa CHAMPION, y que se prolongaría en otros títulos coetáneos protagonizados por el propio Douglas, como ACE IN THE HOLE (El gran carnaval, 1951. Billy Wilder) o DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951. William Wyler). Nada malo hay en reconocerlo, como nada resulta más honesto en señalar que, en buena medida, aquello que en su momento se planteó como abiertamente moralista, el paso de los años le concede una extraña pátina de autenticidad cinematográfica.

Y en cuanto al extraño, ambiguo y un tanto decepcionante final del film de Curtiz, hay que señalar que el director luchó denodadamente para que la película finalizara en esa secuencia en la que el músico llega a un colapso, señalando alucinado mientras escucha el sonido de una ambulancia, que ha logrado descubrir ese sonido nuevo por el que luchó durante toda su pasión musical. Las tensiones entre director y productora, se zanjaron con una insólita conclusión, en la que se puede apelar tanto a un falso Happy End como, en su defecto, a una última mirada nostálgica en torno a la importancia de su figura. En todo caso, y pese a su convencionalidad, en modo alguno mitigan la fuerza, la precisión, la autenticidad de atmósfera y, sobre todo, la intensidad en su puesta en escena, que adquiere una película que, precisamente a partir de estas poderosas cualidades, emerge con soltura, más de siete décadas después de su rodaje, de las tentaciones acomodaticias que su base dramática propone en no pocos momentos.

Calificación: 3

SO THIS IS PARIS (1954, Richard Quine)

Es prácticamente imposibles poder acceder a seis de los ocho primeros largometrajes de la filmografía de Richard Quine. Con la excepción de las consecutivas ALL ASHORE (Marino al agua) y SIREN OF BAGDAD, ambas de 1953, el resto de sus primeros títulos se encuentran invisibles durante décadas, siendo casi todos ellos producciones de Serie B al amparo de la Columbia -en buena parte de ellas contando con Blake Edwards como coguionista-, definidas en líneas generales como modestas comedias musicales o títulos cuyos argumentos giraban en las diversas vertientes del mundo del espectáculo. Nada de extrañar de alguien que desde su adolescencia mamó la trastienda del mundo del cine como actor y bailarín en la MGM y que en el conjunto de su carrera tuvo unos de sus vértices una mirada cómplice, desmitificadora y distanciada al mismo tiempo, del universo de los géneros cinematográficos. Sin esperar grandes sorpresas en estos títulos ocultos, estoy convencido que en ellos -como igualmente en los primeros títulos dirigidos por su colega Edwards- se podría expresar tímidamente la simiente del que pocos años después se consolidaría como uno de los grandes exponentes de la comedia cinematográfica, e incluso el melodrama, entre la segunda mitad de los cincuenta y la primera de los sesenta.

Aunque se encuentra ubicada tras las brillantísimas DRIVE A CROOKED ROAD y PUSHOVER (La casa número 322), ambas de 1954, SO THIS IS PARIS es otro de los títulos ocultos de los primeros años de Quine, y que solo he podido recuperar en la grabación de una emisión televisiva en versión original, impidiendo acercarme a parte de sus diálogos. Sin embargo, en este caso no creo que sea una limitación demasiado importante. Y es que nos encontramos con una tan modesta como agradable comedia musical, la única ocasión en que Quine rodó al amparo de la Universal. Una producción de modesto presupuesto en la que encontramos sin apenas ocultarlo, ante una mixtura de dos clásicos del género como ON THE TOWN (Un día en Nueva York, 1949. Stanley Donen & Gene Kelly) y la posterior AN AMERICAN IN PARIS (Un americano en París, 1951. Vincente Minnelli). Y es que en aquellos años, en la apoteosis de ese último gran periodo del musical y la comedia americana, la fascinación y la referencia de culturas europeas y, muy en especial, de la mitificación parisina, se encuentra salpicado en numerosos títulos conocidos por todos.

En esta ocasión, la liviana trama argumental se inicia con la llegada de un buque con marinos americanos al puerto de El Havre, con destino a París, centrando su mirada en tres de ellos. Son Joe Maxwell (Tony Curtis, en su única y nada desdeñable participación en un musical, donde incluso llegará a bailar), Al Howard (Gene Nelson, responsable de la dinámica coreografía de la película) y Davy Jones (el cómico Paul Gilbert). Alojados en un modesto hostal, pronto intentarán atesorar conquistas femeninas. Joe lo logrará con la joven Colette, en realidad una americana -Jane (Gloria DeHaven)-, cantante en un café al que han acudido, y que al mismo tiempo se encarga de cuidar de un grupo de pequeños huérfanos, merced al mecenazgo de un benefactor norteamericano. Por su parte, Al logrará la amistad y el entusiasmo de la acaudalada Suzzane (Corinne Calvet), a la que ha salvado del robo de un bolso. Pronto los devaneos amorosos de ambos se mostrarán contrarios, al ligarse accidentalmente a Joe con Suzzane, provocando el recelo de Jane. Una inesperada fotografía en prensa en la que aparece con la acaudalada dama, incidirá en la contrariedad ya acuñada poco antes, pero servirá, en un inesperado reencuentro, que Joe conozca la problemática que atenaza a Jane, que ha sido avisada de la muerte del benefactor de los huérfanos que cuida. A partir de ese momento, y en tiempo récord, los tres marinos organizarán un festival musical para la alta sociedad, con el que consigan los ingresos suficientes para prolongar la tarea de la joven, a la que Joe esperará cuando esta regrese a tierras estadounidenses.

Ni que decir tiene que para poder disfrutar de los estimables atractivos de SO THIS IS PARIS, de entrada, hay que suspender la credulidad de un planteamiento como el que cierra este argumento ¿Cómo unos recién llegados pueden organizar un acto así casi de la noche a la mañana? O pasar por alto la descripción que ofrece del ambiente rural y arquetípico al que llegan los marinos en Le Havre. Sin embargo, muy pronto podremos recrearnos en una comedia musical tan modesta como regocijante. Nos lo anunciará la frescura y originalidad del primero de sus diez números musicales, aquel que describe el traslado de los tres protagonistas, y su querencia por la búsqueda de jóvenes muchachas en París. Una ciudad que Quine nos mostrará en sus primeros compases, curiosamente preludiando la planificación que él mismo describiría años más tarde en PARIS WHEN IT SIZZLES (Encuentro en París, 1964), una de sus mejores y más incomprendidas comedias, precisamente en la secuencia en la que el mismo Tony Curtis ofrecía un divertido cameo, imitando los modos de Alain Delon.

A partir de estos minutos iniciales se disfruta en la película de saturado cromatismo, obra del operador Maury Gertsman y la ayuda del consultor de color William Fritzsche, que en sus secuencias de interiores acusa no pocas influencias de las corrientes pictóricas más conocidas de la pintura francesa. Pero, sobre todo, el elemento que más se agradece en esta sencilla comedia, reside en ese vitalismo que Quine sabe aplicar, entrenándose en un género del que al año siguiente ofrecería su muestra más perdurable. Por fortuna, alejado de cualquier atisbo de cursilería, la película permite destacar ya entonces la pericia y elegancia de Quine en el manejo de la dolly o, sobre todo, el inteligente manejo dramático del espacio escénico, que pronto se convertirá en uno de sus más valiosos rasgos de estilo.

Todo ello, inevitablemente, tendrá su consecuencia más positiva en la variedad y eficacia de sus números musicales, que albergan en esta ocasión la virtud de no resultar en modo alguno artificiosos y sí, por el contrario, erigirse de manera muy decidida como protagonistas del relato. Entre ellos, no puedo dejar de destacar el que se describe en sus primeros minutos dentro del café donde acuden los muchachos, destacado por transgredir con acierto el escenario original. Mucho después, destacará por su intimismo y precisa planificación en largos planos con reencuadres, aquel que describe la melancolía e inevitable amor surgido entre Joe y Jane, en la modesta vivienda de esta. Sin embargo, la película alberga su máxima expresión como tal musical, con el número protagonizado por Gene Nelson, iniciado y culminado en plena calle, pero que en un momento dado le permitirá acceder a la planta de un edificio, en un alarde coreográfico a la altura de los números exponentes del género. Si a ello unimos que en la película daría sus primeros pasos como compositor Henry Mancini -se cuela en su sintonía una de sus canciones más hermosas, sin saber nunca que procedía de esta película-, y que su conjunto desprenda una hermosa aura etérea, dentro de su simplicidad, nos dará la medida de esta comedia pequeña pero estimulante.

Calificación: 2’5

THE LIFE OF VERGIE WINTERS (1934, Alfred Santell) La pasión de Vergie Winters

 

Lo confieso. Siempre me han atraído de manera especial ese pequeño ciclo de melodramas ubicados en los primeros años treinta, centrados en historias de madres abnegadas que, a través de sus tribulaciones, además de asistir a intensos dramas, por otro lado, expuestos con general sobriedad emocional, nos permitían percibir a las costuras de una sociedad puritana. Estamos hablando de títulos como THE SIN OF MADELON CLAUDET (El pecado de Madelon Claudet, 1931. Edgar Selwyn), STELLA DALLAS (Stella Dallas, 1937. King Vidor) -que había tenido una atractiva versión previa silente, de la mano de Henry King-, o la propia ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933. John M. Stahl). Es probable, que el protagonismo de John Boles como coprotagonista de THE LIFE OF VERGIE WINTERS (La pasión de Vergie Winters, 1934. Alfred Santell), obedezca a su presencia en el cast del film de Stahl -no olvidemos que tres años después, se encontrará igualmente presente en el título antes señalado de Vidor-.

En todo caso, nos encontramos ante una producción de la RKO, que nos invita a una mirada en torno a la figura de su artífice, el norteamericano Alfred Santell (1895-1981), artífice de una copiosa filmografía que se hunde en la lejanía del periodo silente, donde se fue fogueando en el ámbito del cortometraje, hasta desarrollar una producción extendida hasta finales de los años cuarenta, de la que se conocen muy pocos de sus títulos. La elegancia, capacidad de concisión, el intimismo e incluso algunas audacias formales del título que nos ocupa, nos induce a pensar en la valía de un hombre de cine del que convendría intentar desempolvar otros títulos. De entrada, THE LIFE OF VERGIE WINTERS se inicia de manera sorprendente, con la recreación de la comitiva fúnebre, del que pronto sabremos se trata del senador John Shadwell (Boles). Los habitantes de la tranquila población de Parkville asisten como espectadores del cortejo fúnebre del político, contemplando el espectador los breves comentarios que recogerá la cámara de Santell, de los que poco después conoceremos se tratan de los personajes que irán apareciendo en la película. De ellos, destaca la tristeza inconsolable que expresa -desde la ventana de la celda en la que se encuentra recluida, en una situación un tanto enrevesada, pero indudablemente eficaz- al contemplar el duelo por parte de Vergie Winters (Ann Harding). Muy pronto, tras un inicio que, por momentos, parece preludiar algunos de los postulados de la mismísima y muy posterior CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941. Orson Welles) -o incluso rasgos de la adaptación cinematográfica de la obra de Thornton Wilder OUR TOWN (Sinfonía de la vida, 1940. Sam Wood)-, la película articula un flashback que se remonta a dos décadas atrás, en la propia población, donde Vergie se ha distanciado por completo de su padre y ha establecido un modesto pero activo negocio de sombrerería. La joven estuvo enamorada poco tiempo atrás de Shadwell, pero actitudes poco claras en las que intervino el propio padre de la muchacha mediante soborno, propició que el joven en un viaje se casara con Laura (Helen Vinson). Ello no evitará que prosiga el sentimiento entre la pareja, siempre entre la penumbra y la oscuridad de encuentros ocultos, en una relación que se extenderá durante largos años, mientras John prosigue en su carrera política e incluso empresarial como propietario de una firma de aviones, en plena primera guerra mundial, y ella se ausentó de su negocio simulando vacaciones, al objeto de dar a luz a una hija que pronto adoptará su amante, señalando a su esposa que fue la hija de un viejo amigo que se encontraba en una situación apurada.

En realidad, THE LIFE OF VERGIE WINTERS aparece como la suma de dos películas diferentes y complementarias, articuladas con una extraña y mesurada homogeneidad. La primera de ellas es, obviamente, el relato de las tribulaciones vividas por una pareja de amantes, a la que la tan bondadosa como timorata personalidad de su vértice masculino, impedirá -hasta los instantes finales del relato- poder escapar de la tela de araña que ha creado su esposa y sus propios intereses políticos y sociales, y vivir una sincera relación amorosa, con esa siempre paciente y comprensiva Vergie, capaz durante largos años de sacrificar su vida e incluso la vivencia de su maternidad, para prolongar a escondidas su relación con él. Pero, con estar bien llevado este entramado argumental, el film de Santell se alterna con otro, bajo mi punto de vista mucho más interesante, centrado en la descripción de una atmósfera asfixiante, centrada en la vida diaria de la localidad de Parkville. A modo de pequeñas pinceladas -ya presentes en la secuencia inicial descrita con anterioridad-, poco a poco iremos percibiendo esa aura casi irrespirable descrita en las chismosas y atildadas clientes de la sombrerería de Vergie que, en un momento dado, no dudarán en boicotear su establecimiento, teniendo la protagonista prácticamente el único apoyo en la comprensiva madame de un recinto que llegará a comprar el local el local donde Vergie tiene abierto el negocio, para permitirle seguir con su actividad. Esa atmósfera no solo se extenderá al propietario de la taberna, que se ha convertido en un abierto enemigo de John. A los vecinos cotillas que no dejarán de comentar los encuentros y salidas nocturnas de este de la vivienda de Vergie, o incluso la lamentable acción del padre de esta -al aceptar ese soborno que impidió la boda de Shadwell con su hija-, y que reconocerá al final de la película con tanta amargura como ya imposible arrepentimiento.

THE LIFE OF VERGIE WINTERS, rodada muy poco tiempo antes de la implantación del Código Hays, adquiere una extraña serenidad y armonía. Es ahí donde podemos destacar la elegancia e intimismo desplegado por su director, capaz de una brillante utilización de la elipsis mediante fundidos en negro en los momentos en teoría más proclives al dramatismo -el episodio del nacimiento de la hija de los dos amantes-. Ayudados en no pocas ocasiones con el brillante tema musical compuesto por Max Steiner para envolver el relato, lo cierto es que esa apuesta por una historia en voz baja, permite que la película haya sobrevivido con muy buena salud con el paso del tiempo. Secuencias como los momentos de Vergie sentada en un parque, para poder ver en la lejanía a su hija entrenando a caballo, o muchos años antes, siendo bebé, paseada por su nurse. O la tensión del episodio en que Laura comentará a la adolescente Joan (Betty Furness) que en realidad es hija adoptiva de ellos -decisión que provocará un enorme disgusto a su esposo y verdadero padre, y no hará más que acelerar sus deseos de divorciarse de ella-. Em cualquier caso, nos encontramos ante un mèlo destinado al lucimiento de la personalísima Ann Harding, capaz de emocionar con secuencias tan sensibles como la de la visita de Joan niña a su tienda para comprar un abanico, y esta la acaricia y trata con absoluta devoción. Pero junto a esa extraña serenidad de su metraje, Alfred Santell introduce elementos narrativos bastante atractivos, como la secuencia del mitin de presentación de Shadwell como candidato al aire libre, en donde el espectador accederá a los pensamientos de los principales personajes del relato mediante sus respectivas voces. O la insólita fuerza melodramática -muy ligada al fantastique de aquella tendencia- de los momentos en los que la protagonista se “siente” como privilegiada espectadora desde la distancia, de la opulenta boda de su anónima hija.

Es cierto que la película se resiente algo de la presencia de un intérprete tan falto de carisma como Boles, o de esa pequeña subtrama en la que el hijo de quien guiara la carrera del protagonista, muera accidentalmente por los disparos de su padre, cuando se dispone a robar en la caja fuerte de este, los documentos que prueben los orígenes de la hija de John y Laura, lo que quizá pudiera indicar que el trazado de la misma sufrió algún corte en su montaje final.

La película culminará de manera un tanto pillada por los pelos -una un tanto inverosímil e inesperada muerte de Laura le hará confesar, una vez más, en elipsis, su autoría en la muerte de su esposo-, pero de nuevo la elegancia y serenidad de la puesta en escena de Santell, otorgará a esos últimos instantes, con la ya casi imposible redención de Vergie, una aureola casi mística.

Calificación: 3