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CINEMA DE PERRA GORDA

ALL THE PRESIDENT'S MEN (1976, Alan J. Pakula) Todos los hombres del presidente

Casi medio siglo después de su realización, resulta atinado considerar que ALL THE PRESIDENT’S MEN (Todos los hombres del presidente, 1976) ha superado con enorme fuerza la en ocasiones inclemente barrera del paso del tiempo. Es más, no me cabe la menor duda que se ofrece como una de las cimas del talento -a mi modo de ver, tan solo superada por la previa y magnífica THE PARALLAX VIEW (El último testigo, 1974), de la que hereda sus elementos más inquietantes- que expresó ese tan estimable como irregular realizador que fue Alan J. Pakula. Como propuesta brillante que es, la película brilla -tomando como espejo la trastienda del caso Watergate-, al proponer una mirada en torno a la fuerza del periodismo como necesario contrapoder. También ofrece una visión en torno a un periodo convulso de la sociedad norteamericana -salida de la guerra del Vietnam, movimientos contraculturales-. Ofrece, a mi modo de ver, la última muestra brillante de lo que se denominaría el ‘cine de la paranoia’, que tuvo en los años 60 su máximo esplendor, con obras de Frankenheimer, Lumet y otros realizadores. Y, en última instancia, el mensaje más universal de la película, lo brinda su mirada globalizadora en torno a la soledad urbana de aquel tiempo, que la emparenta con otros títulos, como el coetáneo TAXI DRIVER (Taxi Driver, 1976. Martin Scorsese).

Personalmente, lo menos atractivo de ALL THE PRESIDENT’S MEN reside en sus minutos iniciales, propicios a un cierto equívoco, aunque pronto nos demos cuenta que nos introducen en los orígenes de la justificación dramática de la película. La plasmación, entre sombras, del robo de la sede demócrata de Watergate, será el confuso punto de partida que con celeridad nos introducirá en el entorno del Washington Post, en especial el de la pareja protagonista. Primero, la agudeza del neófito Bob Woodward (Robert Redford), quien será el primero al que su olfato ligará el oscuro suceso. Es decir, el robo nocturno y determinadas situaciones, personajes y pagos efectuados por la campaña electoral del presidente Nixon. Muy pronto irá atando cabos, y se producirá el encuentro con su compañero de rotativo, el más veterano en la profesión Carl Bernstein (Dustin Hoffman). Es cierto que, en estos primeros minutos, junto a esa autenticidad que describe el aroma de la redacción -algo que muy después prolongaría la maravillosa serie televisiva ‘Lou Grant’ (1977)- se aúnan una serie de estereotípicas situaciones, destinadas fundamentalmente para presentar a los dos protagonistas y, con ello, un cierto aroma de servilismo en torno a sus dos estrellas. No conviene olvidar que el film de Pakula surge, esencialmente de un proyecto inicial auspiciado por Robert Redford, quien, al igual que otras estrellas del momento -Paul Newman, Warren Beatty-, evidenció su inteligencia, a la hora de imbricarse en otras facetas, adentrándose ya en 1980 en una estimable andadura como realizador cinematográfico.

Por fortuna esos casi obligados servilismos iniciales, pronto van adentrándonos en un relato de progresiva densidad, que va afianzándose tanto en sus maneras de thriller, en la descripción de determinados y oscuros aspectos de la vida política y, como no podía ser de otra manera, la trastienda de una labor periodística, que en aquellos años albergaba una singular importancia. Todo ello, es conformado por Pakula con singular grado de inspiración, hasta el punto de conformar en su conjunto un atractivo tapiz de subtramas, sabiamente entrelazadas que, en su conjunto, brindan esa mirada desesperanzada sobre esa soledad urbana antes señalada, que expresan a modo de metáfora esos planos generales como el que se va alejando de la enorme biblioteca, o el aéreo que plasma una visión nocturna de Washington.

Película dominada por secuencias sombrías y nocturnas -tanto en interiores como en exteriores-, es evidente que su conjunto tiene un aliado fundamental en la extraordinaria iluminación brindada por el gran fotógrafo urbano de aquel tiempo. Un Gordon Willis capaz de brindar un plus inquietante a cada instante de la película. De insuflar lugares de sombra, de ambivalencias, de inquietudes, en un relato que poco a poco va introduciéndose en un aura casi apasionante, sobre todo al adquirir un minimalismo en su discurrir, que permite que el espectador se vea así impregnado de esa creciente y oscura atmósfera, de una investigación que, poco a poco, nos va introduciendo en ese otro lado de la aparente sociedad del progreso norteamericano. Tomándose su tiempo, el film de Pakula va adquiriendo una pátina casi asfixiante, con episodios tan admirables, como supone el encuentro con la tímida contadora -Bookkeeper (una extraordinaria Jane Alexander)-, o con el joven funcionario Hugh Sloan (Stephen Collins). En el primer caso, rompiendo la intimidad de una mujer tímida y llena de tribulaciones, en una secuencia realmente espléndida, donde resaltan los matices entre la entrevistada y Bernstein. El segundo, acierta al transmitir la angustia de un matrimonio de clase acomodada, a punto de recibir un hijo, a la hora de verse implicado en unas circunstancias que pueden hipotecar su futuro.

Sin embargo, confieso que lo más valioso, lo mas inquietante y lo más perdurable de esta magnífica película, se centra en esas casi abisales secuencias descritas casi en la oscuridad, en ese parking que sirve de escenario para los encuentros entre Woodward y el denominado ‘Garganta profunda’ -un poderoso Hal Hoolbrook-. Encuentros dominados, más allá de ejercer como progreso a las pesquitas, como un inesperado oráculo para el joven periodista, encontrando en su interlocutor un extraño apoyo, ya que más allá de revelarle elementos para sus investigaciones, en el fondo lo que este intenta que el periodista ejercite su propia capacidad deductiva. Son instantes donde la excelencia de la iluminación -dominada por el uso de sombras y contraluces-, adquirirá su máximo vigor expresivo. Es más, en uno de dichos encuentros, la inesperada presencia de un vehículo, permitirá la inesperada desaparición del confidente, dejando al protagonista y, con él al espectador, en un ámbito de numinosa atmósfera, tan cercana a aquel estilo de cine de terror, generado por el célebre productor Val Lewton durante los años cuarenta.

ALL THE PRESIDENT’S MEN está trufada de momentos de buen cine. Ese travelling lateral que describe el exterior de los Sloan, describiendo un contexto urbano dominado por la tranquilidad, pero en el fondo encubriendo la angustia de la familia que se encuentra tras sus paredes. O la ingeniosa manera con la que se inicia la relación de amistad entre los jóvenes periodistas, cuando Bernstein corrige y mejora el artículo inicial que ha redactado Woodward. O el placer que se va sintiendo cuando ambos reporteros van alcanzando informaciones relevantes con sus llamadas telefónicas en la redacción. El film de Pakula ofrece, igualmente, todo un recorrido en torno a los trucos, sentido de la ética e intuición, que regía la prensa de aquel tiempo -y muchos años después-. Desde las reuniones del comité de redacción -impresionante reparto de característicos; Robards, Warden, Balsam, todo un prodigio de verdad interpretativa-, a la hora de distribuir contenidos y dar prioridad a la portada, la importancia del bloc de notas de cada periodista, los trucos de los jóvenes reporteros para forzar la obtención de información, las tácticas para la obtención de las mismas sin revelar las fuentes. Todo ello va conformando un relato denso, desesperanzado en momentos, positivo en sus conclusiones en otros, que pronto atrapa el interés y que, paradójicamente, culmina de manera muy elíptica, dejando de lado las consecuencias conocidas por todos de este caso. Y es que, en realidad, estoy seguro que cuando los hoy célebres reporteros iniciaron su investigación -no olvidemos que uno de ellos era republicano- ni de lejos podían imaginar el alcance de su intuición. Toda una lección, dentro de una prensa que hoy día apenas puede mirar a la cara, ante referentes como ellos.

Calificación: 3’5                                           

ORDINARY PEOPLE (1980, Robert Redford) Gente corriente

Lo reconozco. Siempre me he mostrado bastante reacio al seguimiento de esos melodramas matrimoniales que proliferaron en los primeros años de la década de los ochenta, dominados por un matiz conservador, y algunos de los cuales tuvieron reconocimiento en forma de Oscars. Es por ello, que durante décadas me he mantenido reacio a contemplar ORDINARY PEOPLE (Gente corriente, 1980) primero de los nueve largometrajes, rodados a lo largo de más de tres décadas, que hasta el momento -es improbable que filme alguno más- ha forjado la andadura como realizador del popular actor Robert Redford. Un debut que le permitió la obtención de nada menos que cuatro estatuillas, entre ellas la de mejor película y, sorprendentemente, mejor director, iniciando una corriente encaminada a galardonar a actores-directores, que pronto se prolongaría por nombres como Warren Beatty o Kevin Costner.

En un año en el que se relegaron los premios a la excelente RAGING BULL (Toro salvaje, 1980. Martin Scorsese) e incluso se le negó el más mínimo reconocimiento -entre sus ocho nominaciones- a la magnífica THE ELEPHANT MAN (El hombre elefante, 1980. David Lynch), puede hasta cierto punto entenderse mi desdén y reticencias, en torno a un melodrama que, de entrada, no se me antojaba nada atractivo, aunque el deseo de ir contemplando la nada desdeñable filmografía del conocido intérprete -en la que cabría destacar el considerable atractivo de QUIZ SHOW (Quiz Show. El dilema, 1994), probablemente su mejor película, LIONS FOR LAMBS (Leones por corderos, 2007) o THE CONSPIRATOR (La conspiración, 2010)-. Por ello, visionar ahora una película que ya atesora casi 45 años de historia, y hacerlo con la debida inocencia, me revela el encontrarme ante un título pequeño, que sorprende -o quizá no tanto- haberse colado en la elección de los académicos de la edición. Pero al mismo tiempo se trata de una película más que estimable, que anticipa la cualidad y el defecto que mejor definiría la andadura posterior de Redford como director. En el primer ámbito, su capacidad para formular un cine intimista y dotado de una cierta sensibilidad, ayudado por su capacidad como director de actores. Como rémora, cabe citar una cierta tendencia al esteticismo visual, que lastrará a mi modo de ver la muy posterior A RIVER RUNS THROUGH IT (El río de la vida, 1992).

En esencia, ORDINARY PEOPLE narra -a partir del guion propuesto por Alvin Sargent- la historia de la fractura de una familia. Es la que forman el exitoso abogado Calvin Jarrett (Donald Sutherland) y su esposa Beth (Mary Tyler Moore, rompiendo con coraje su imagen habitual ligada a la comedia). Junto a ellos, y en su acomodada residencia, se encuentra su hijo Conrad (un extraordinario Timothy Hutton, erigiéndose de repente como uno de los mejores actores de su generación, en una carrera que, sin embargo, le brindó pocos roles con las mismas posibilidades). La aparente tranquilidad del colectivo, pronto se verá violentada por el primer y fugaz flashback -quizá el elemento narrativo, por su reiteración, más discutible del relato-, revelando la certeza de un contexto de comodidad económica y aparente placidez. Pero muy pronto, dentro del ritual del desayuno de cada día, podemos comprobar que la armonía familiar es inexistente. El rasgo conciliador del padre se verá contrastado por la frialdad de su esposa y el carácter esquivo del muchacho -que en su rostro transmite una sensación de desequilibrio-. Poco a poco descubriremos que Conrad retorna a las clases y la vida normal después de haberse recuperado -en apariencia- de un intento de suicidio. Que la aparente placidez del entorno familiar, en el fondo, encubre una cada vez más clara tensión, en la que Beth trata a su hijo con cierto recelo,

En realidad, podemos señalar que el drama interior del film de Redford, obedece a una entraña argumental quizá, con el paso de los años, bastante previsible. Pronto vamos a apercibirnos que la tragedia que encierra la familia Jarrett, reside en el traumático accidente de mar que vivieron los dos hijos -Conrad y Buck-, en el que el segundo, hijo mayor, adorado por su madre, perdió la vida. En realidad, la desaparición de Buck irá apareciendo como esa columna, ante cuya ausencia se irá desmoronando un universo familiar, quizá hasta entonces ya entonces herido, pero que, a partir de ese momento, revelará ya claramente deteriorado.

Con revestir cierto grado de convencionalismo, sobre todo con la mirada distanciada que proporciona el paso del tiempo, lo cierto es que lo mejor de ORDINARY PEOPLE proviene de la capacidad de observación que brinda un neófito Redford como realizador. Pese a ese cierto grado de blandura que limitará su alcance, ello se podrá mostrar en el episodio de la fiesta a la que acude el matrimonio protagonista, donde du director acierta a describir el convencionalismo y la ociosidad de esas parejas acomodadas y superficiales. Pero esas cualidades tendrán una mayor precisión en cuanto la acción se centra entre la familia Jarrett, o incluso en las tensiones emanadas entre Calvin y Beth -la discusión que se establece entre ambos mientras se encuentran jugando al golf junto a un matrimonio amigo viviendo sus vacaciones navideñas, descrita en un plano secuencia-. Todo ello nos brindará momentos verdaderamente intentos, como aquel que describe el encuentro de la familia, junto a sus padres, donde se exteriorizará la desafección de Beth con su hijo, el diluirse esta del intento de realizarse una fotografía de los dos y estallar el muchacho.

En todo caso, la esencia de la película se vehicula en torno al drama interior del muchacho -al que Hutton brindará una absoluta entrega interpretativa-, es cierto que podremos cuestionar el esquematismo juvenil que rodea a Conrad en sus estudios. O la blandura con la que se expresa su incipiente relación sentimental con Jeannine (Elizabeth McGobern) -su primer paseo descrito en plano general encuadrado en teleobjetivo y endulzado con un fondo musical, ausente casi en el conjunto del relato-. Sin embargo, el joven se erige en la esencia del relato. Sus miradas, su tormento interior, la interiorización de su drama personal, calan de inmediato con el espectador, alentado por la cámara precisa y sensible de su realizador, y que tendrá quizá su mayor punto de interés en aquellas secuencias en las que el atormentado joven desarrollará con el dr. Berger (un estupendo Judd Hirsch). Un proceso inicialmente de ayuda, que Redford acertará a describir con una creciente intensidad, como si a su través se dirimiera la columna vertebral del discurrir del relato.

Ello permitirá una magnífica secuencia final entre ambos, a modo de catarsis, en la que el muchacho exteriorizará esa frustración interior que hasta entonces atormentaba a este muchacho herido psicológicamente, consolidándose una incipiente amistad entre ambos. ORDINARY PEOPLE aún nos reservará momentos más intensos. Este se expresará en la última secuencia establecida a solas entre el matrimonio, en la que el esposo se sincerará ante Beth, revelando la imposibilidad de continuar una relación rota entre ambos. Ni siquiera el inesperado gesto de acercamiento de ese Conrad que aparece como un joven renacido, podrá impedir esa ruptura, en unos instantes rodados por Redford con enorme sensibilidad e incluso dureza, que tendrá quizá su momento más rotundo, en ese instante -maravillosa la Tyler Moore- en el que su rostro reflejará con una mezcla de rabia y terror, el irreductible miedo a un futuro carente de la seguridad que ha vivido hasta ese momento. Es una pena que el conjunto de la película, no sea prodigo de episodios definidos por similar entidad. Sin embargo, con sus insuficiencias y limitaciones, ORDINARY PEOPLE queda finalmente definido como un drama tan pequeño como apreciable, al que la carga de unos Oscars que siempre le vinieron anchos, no puede esconder esa tímida sensibilidad cinematográfica, que se hará extensiva en el posterior devenir como realizador de la tan popular estrella cinematográfica.

Calificación: 2’5

MAN FROM GOD`S COUNTRY (1958, Paul Landres) [El hombre del País de Dios]

Como aficionado muy cercano a la importancia en la serie B dentro del cine americano clásico, nunca he podido ocultar la simpatía que pudiera producir una productora como la Allied Artists, heredera de la previa y más irregular Monogram. Con un radio de acción centrado de manera esencial según iba discurriendo la década de los cincuenta, su conjunto de producción destacaría en aquellos años por una serie de títulos que se expresaban en los seminales ofrecidos por un pionero del cine como Allan Dwan. Otros de nombres emergentes, como Doin Siegel. O incluso productos de realizadores de cierta popularidad como William Castle. Sea como fuere, siempre me ha gustado ir escarbando en exponentes de género de limitado presupuesto, aunque en ocasiones estas se adornaran -como es el caso- con el uso del CinemaScope y el color. Es lo que sucedería con tantos y tantos westerns de aquel tiempo, y lo que define visualmente MAN FROM GOD’S COUNTRY (1958), una de las numerosísimas producciones de serie B firmadas por el norteamericano Paul Landres, mientras ya se encontraba inserto en una dilatada andadura televisiva.

Con una duración que apenas supera los ochenta minutos -como toda serie B que se precie-, la película se introduce en un ámbito temporal delimitado tras la guerra civil norteamericana, y cuando se ha ido iniciando el proceso de la expansión del ferrocarril -algo que indica el rótulo inicial-. La película se insertará en la andadura personal del sheriff Dan Beatty (un pétreo pero eficaz George Montgomery). De manera inesperada, se va a ver envuelto en la amenaza de un vaquero en la puerta del saloon de la población que custodia, a la que responderá matando al agresor. Ello le va a llevar a ser sometido a juicio -en donde se aprecia una cierta asunción de modos civilizados. Pese a ser absuelto en la vista por parte de las fuerzas vivas, Dan es consciente que ya no hay lugar para él en esa pequeña sociedad, por lo que decidirá marcharse, al reencuentro con su antiguo amigo Curt Warren (House Peters Jr.), que se encuentra residiendo en Sundown, al objeto de establecer un rancho junto a él. En el camino se juntará con un grupo de ganaderos, en donde se encontrará con un pequeño -Stoney (Kim Charney)-, que le comenta su decisión de escapar de su padre, algo que el protagonista logrará revertir.

Una vez que Dan reinicia en solitario su trayecto, por un lado, sufrirá un intento de asesinato que le brindará el que posteriormente identificaremos como Mark Faber (James Griffith) -en una extraña secuencia, donde el uso del formato panorámico deviene muy acertado-. Por otro, conocerá a la atractiva Nancy Dawson (Randy Stuart, la esposa del “hombre menguante”, en su último papel para la gran pantalla, antes de dedicarse en exclusiva para la televisión). Antes de llegar a Sundown, el espectador comprenderá el hecho de que nuestro protagonista haya sido objeto de un intento de asesinato. En la población, el cacique Beau Santes (Frank Wilcox), es el propietario, además del saloon de la población, de una empresa de transportes y, por ello, se muestra totalmente reacio a la llegada del ferrocarril.

¿Y qué tiene que ver dicha circunstancia? Ahí viene el inicio del delirio de la película. La incongruencia del guion elaborado por George Waggner. Y es que la base argumental se basa en la confusión que para Beau y su matón Faber, supone el recién llegado, a partir de las informaciones que les llegaban de la proximidad de un agente del ferrocarril. Si a eso unimos que la entrada del recién llegado con Nancy -amante de Santes-, el antiguo sheriff se convertirá en alguien nada querido para el poco recomendable empresario. A ello, se unirá que Curt, el amigo buscado, trabaja también para este, por lo que casi desde el primer momento se verá en la encrucijada de secundar los deseos de su antiguo compañero, o prolongar su andadura vital en un entorno tóxico para él.

MAN’S FORM GOD COUNTRY plantea, en voz muy baja, la historia de una redención. La de alguien que se ha dado cuenta que vive ya en un tiempo pasado -el que define el comportamiento del antiguo Oeste-, y en esa nueva oportunidad para su futuro, se planteará la inesperada posibilidad de intentar recomponer la relación entre padre e hijo marcada entre Curt y el pequeño Stoney, al tiempo que consolidar la relación que el primero mantiene con a abnegada Mary Jo (Susan Cummings). No deja de carecer dicha premisa argumental de atractivo, pero, lo cierto, es que esta se encuentra propuesta a través de un argumento dominado por circunstancias de difícil credibilidad. Algo que se inicia en esa ridícula confusión del protagonista, que casi le costará la vida, pero que, a mi modo de ver en su puerilidad, despoja a la película de cualquier asidero de verosimilitud, limitando de manera ostentosa su ya de por sí discreto alcance. La ridiculez de ese equívoco personal sobre el que se articula su base dramática. La escasa enjundia en la interrelación de sus principales personajes, que apenas pueden salir del marco del estereotipo. Ese giro de guion en el que el protagonista, cuando ya ha abandonado Sundown, por medio de una voz en off decide aplicar un inesperado giro a su decisión y retorna a la población. O esa igualmente poco creíble oscilación entre la relación de los amigos -se enfrentan a una tensa pelea, aunque en los minutos finales se dejará ver que ambos conocían que dicho enfrentamiento, en el fondo, no era más que una mascarada, ya que su amistad y conocimiento lo intuyeron desde el primer momento-.

Son mimbres realmente endebles, para una película que, paradójicamente, presente un aceptable pulso narrativo. Landres se desenvuelve bien en el uso del formato panorámico. Su ajustada duración permite una evidente fluidez en su trazado. El personaje de Nancy es el único, a mi juicio, que ofrece un cierto grado de interés -es mimado incluso a la hora de aplicarse un cuidado vestuario, en el que se observa una cierta intencionalidad dramática-. Sin embargo, lo que queda de una película tan discreta como MAN’S FROM GOD COUNTRY, se encuentra en la rapidez con la que la película entra en acción, ese nocturno azulado que permite introducir el drama interior del protagonista. Lo hará en los primeros compases del encuentro de este con el pequeño Stoney, durante una noche en la intemperie. Pero, fundamentalmente, el menguado atractivo del film de Landres tendrá su mayor punto de interés en los dos tiroteos que puntearán el relato. El primero recibirá a Dan en el saloon de Santes, siendo respondido por el agredido -en una aparente respuesta indirecta-, disparando con la lámpara del recinto para que esta caiga y deje en oscuras el establecimiento. Más atractivas resultarán las secuencias de tensión y acción final, tanto en la calle central de la población como, sobre todo, las descritas de nuevo dentro del saloon, provistas de un brío realmente notable. Una vez más, resulta poco creíble la manera con la que los dos viejos amigos se reconcilian -y, sobre todo, revelan la reconstrucción de sus afectos-, pero al menos dejará paso a esa posibilidad de una nueva vida, para un protagonista hasta ese momento dominado tanto por su drama interior, como, por supuesto, por esa inesperada redención que ha vivido durante su estancia en Sundown.

Calificación: 1’5

VERTIGO (1958, Alfred Hitchcock) Vértigo / De entre los muertos

Resulta casi ocioso intentar proponer algunas reflexiones que aporten algo nuevo, ante una película que desde hace unas décadas ha ido agigantando su importancia en la Historia del Cine, como es el caso de VERTIGO (Vértigo / De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock). Acogida de manera tibia por público y crítica en el momento de su estreno -recordemos que participó en nuestro Festival de San Sebastián aquel año, recogiendo una Concha de Plata, ex aequo junto a I SOLITI IGNOTI (Rufufú, 1958. Mario Monicelli), quedando ambas por debajo de una Concha de Oro de la cual nadie se acuerda-. Su posterior devenir vivió una circunstancia muy curiosa; junto a otros títulos de aquel periodo rodados al amparo de la Paramount, quedaron durante décadas imposibilitados para ser contemplados por el gran público, oscureciendo por ello la posibilidad de mantener viva su memoria. Pues bien, en 1984 acogió la posibilidad del reestreno en nuestro país, junto a la experimental ROPE (La soga, 1948) -en este caso riguroso estreno en nuestras pantallas-, la extraordinaria REAR WINDOW (La ventana indiscreta, 1954), la insólita THE TROUBLE WITH HARRY (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955) y la magnífica THE MAN WHO KNOW TOO MUCH (El hombre que sabía demasiado, 1956). Recuerdo que aquellos cuatro títulos, en copias perfectas, fueron exhibidos comercialmente en España durante la primavera de 1984 -contaba yo entonces 18 años-, bajo la formulación de un ciclo denominado “Lo esencial de Hitchcock”. Como cinéfilo ya avezado que era, disfruté de todas estas películas, con especial mención al protagonizado por James Stewart y Grace Kelly, salvo el caso de VERTIGO -que asumió este título, dejando en segundo término el ‘De entre los muertos’ con el que se bautizó inicialmente en nuestro país-, que había visto poco antes en una copia que albergaba la entonces incipiente Filmoteca Valenciana.

Desde entonces, el prestigio de esta última no ha hecho más que agigantarse. Recuerdo la encuesta realizada por la revista Nickelodeon en 1997, que la situaba en cabeza junto a ORDET (La palabra, 1955. Carl Theodor Dreyer), o el hecho posterior en encabezar la penúltima encuesta de la revista Sight & Sound, situándola como la mejor película de todos los tiempos. Algo a lo que contribuiría su definitiva restauración en 2012, a partir de cuya fecha podemos gozar la deslumbrante belleza visual que supo utilizar con suma inspiración y en su beneficio, los adelantos técnicos y artísticos que se encontraban a la disposición de la industria, en uno de los momentos de mayor febrilidad creativa del arte cinematográfico. Casi siete décadas después de llegar al gran público, la película de Hitchcock atesora una ingente literatura internacional a sus espaldas, que en el ámbito nacional alberga sus dos vértices más distinguidos en el ensayo del desaparecido Eugenio Trías ‘Vértigo y pasión’ (1998), y en el recientísimo y magnífico ‘Ficción fatal’ (2024), obra de mi buen amigo Manolo Arias Maldonado.

Así pues, y precedidos del anagrama de su estudio y la propia VistaVision en blanco y negro, de inmediato la subyugante sintonía de Bernard Hermann y los fascinantes títulos de crédito de Saul Bass nos sumergen en una obra magistral, en la que el espectador, por momentos, ha de tomar partido entre la realidad, la sugerencia e incluso la avocación sobrenatural, que les muestra la ficción ideada por Hitchcock, a partir de la novela de los especialistas Pierre Bolleau y Thomas Narcejac ‘D’entre les morts’ -que alberga ciertos ecos románticos cercanos al espíritu de Allan Poe-, delimitada en guion cinematográfico -tras un largo proceso previo- por parte de Alec Coppel, Samuel Taylor y la ayuda, sin acreditar, del veterano Maxwell Anderson. La película se inicia de manera tan sorprendente como percutante, con ese travelling de retroceso que muestra la huida de un delincuente por un peligroso tejado, en cuya persecución se producirá el traumático descubrimiento por parte del inspector Ferguson (James Stewart) de que padece acrofobia -pánico a las alturas-, al quedar impactado por la traumática muerte de un agente que se disponía a ayudarle a salir de la situación límite que estaba sufriendo.

A partir de ese momento, esta obra maestra de Alfred Hitchcock se articula en la insondable combinación de un relato de suspense, que alberga en sus entrañas una mirada radicalmente sombría de la condición humana. Y todo ello, centrado en la figura de su protagonista, un hombre traumatizado y solitario, de personalidad nada complaciente, que apenas hace caso de las insinuaciones que le brinda su eterna prometida -Marjorie (Barbara Bel Geddes)- en unas secuencias entre ambos, que parecen heredadas de las que protagonizaron el propio Stewart y Grace Kelly en la previa y ya citada REAR WINDOW. ‘Scottie’ Ferguson es un hombre de edad aún deseable, que se encuentra aislado y casi olvidado, en medio de la fauna urbana de un San Francisco que aparece ante la pantalla más seductor, alienante y fantasmagórico que nunca. Esa frustración de nuestro protagonista, anímica y psicológica, alberga también un claro componente sexual. Y todo ello se pondrá en evidencia en la trampa tendida por su viejo compañero estudiantil y ahora acomodado hombre de negocios que es Gavin Elster (Tom Helmore). Elster le encargará vigilar a su esposa, de la que destaca sus ausencias y extraños comportamientos, obsesionada como está por el recuerdo de una fallecida -Carlota Valdés- que residió más de un siglo atrás en una vieja fundación española, ubicada en dicha ciudad.

Película que fascina e hipnotiza por su envolvente puesta en escena, antes que por sus giros argumentales, Hitchcock articuló en VERTIGO su activa incorporación en el ámbito de renovación que se estaba extendiendo en las cinematografías mundiales. Estoy convencido que ese carácter experimental es el que impidió que la película triunfara en el momento de su estreno. Ahí es nada, articular una propuesta que huye considerablemente de una narrativa más o menos convencional. Por el contrario, esta extraordinaria película brilla y se expande a través de su admirable capacidad sensorial y contemplativa, transmitiendo al espectador las emociones, tribulaciones e incluso comportamientos censurables, de un alma torturada que, en su búsqueda de una felicidad plena, no dudará en adentrarse en una búsqueda casi sobrenatural, en la que la ausencia de la mujer amada una vez muerta, pueda ser incluso sustituida con una supuesta sustituta. Es decir, necrofilia y fetichismo en primer grado.

En VERTIGO nos encontramos ante un extraño y fascinante ballet de sensaciones. Una sucesión de traslados, lentas persecuciones o paseos inquietantes. Se trata de una película que en no pocos momentos adquiere una sensación de duermevela. En la que su dramaturgia oscila entre lo romántico y lo sombrío. Entre lo evocador, y una de las más claras demostraciones en la obra de Hitchcock, a la hora de indagar en la psique de la condición humana. En este caso, todo ello se encuentra centrado en el rol protagonista. Y esa incorporación de un creciente grado de necrofilia que adquirirá en ciertos instantes de la película -las secuencias en las que forzará a vestirse e incluso a teñirse a Judy como la desaparecida Madeleine-, concluirá en la que quizá suponga la secuencia más arrebatadora, fantasmagórica e incluso sobrenatural de la película. Esa gradación en torno al personaje que encarna de manera magistral James Stewart, ejercerá como columna vertebral de esta película en su momento tan experimental como aún hoy día trufada de sugerencias.

Se trata de un relato estructurado en torno a bloques narrativos separados en fundidos en negro. Envuelto en su mayor parte en ese estado de ensoñación, combinando secuencias narrativas con otras en las que dicha premisa queda en un segundo término, en una clara apuesta por pasajes contemplativos e incluso emocionales, la admirable obra de Hitchcock destaca de manera muy poderosa en su abierta apuesta por contrastes de todo tipo. Es como si en su premisa hubiera heredado el Rossellini más experimental, y preludiara al muy cercano en el tiempo Alain Resnais. El que va de los tiempos del momento de rodaje -aunque mostrando un San Francisco tan atrayente como hipnótico en ciertos momentos- a las evocaciones de la misión del pasado. El contraste entre la rutina que ha definido la andadura del detective tras el trauma vivido en las secuencias iniciales, con el mundo numinoso y casi irresistible que le muestra su acercamiento a Madeleine. O incluso la oposición entre sus propias elecciones visuales, como ese instante deslumbrante en el que Scottie sigue a Madeleine por un callejón, que casi de repente deja entrever una arrebatadora floristería en donde esta adquiere un ramo de flores, de especial relevancia para su argumento.

Y dentro de esa clara apuesta por un cine no narrativo y, en su lugar, inclinarse ante lo que podríamos denominar un cine ‘en condicional’, no cabe duda que el paso del tiempo no es que haya sentado bien a esta obra maestra. Es algo tan simple, como reconocer que se adelantó a su tiempo y en pleno inicio de la culminación del periodo dorado de Hollywood, bajo la apariencia de una historia de suspense, el maestro inglés se sumaba, sin que nadie lo advirtiera, a las cimas del cine moderno. Y como no podría ser de otra manera, VERTIGO consolida peldaños en torno al pasado y el futuro de su obra. Ya he comentado que las secuencias entre Stewart y Barbara Bel Geddes, parecen heredadas de la mencionada REAR WINDOW. Pero es que en esta película encontramos elementos que anticipan la muy cercana PSYCHO (Psicosis, 1960) -que sigo considerando la cumbre y obra más radical de la filmografía hitchcockiana-. No se centra -aunque algo hay de ello- en la presencia de ese viejo hotel que parece albergar el fantasma de Madeleine. Por el contrario, ya en esta ocasión el cineasta apuesta por la inesperada desaparición del argumento de un personaje femenino que inicialmente ha sido presentado con especial importancia. Me refiero al encarnado por la citada Barbara Bel Geddes, a la que se dedicará un largo plano sostenido cuando desaparece por un pasillo, absolutamente derrotada al comprobar que ese Scottie al que ama, en realidad sigue enamorado por una mujer que ha muerto.

Esa voluntad rupturista, que tendrá su última expresión en esa conclusión abierta y nada tranquilizadora -uno de sus rasgos más impactantes, en una inesperada catarsis aún hoy día definida en múltiples y contrapuestas interpretaciones-, no evita que varias generaciones de aficionados, críticos, historiadores y espectadores, sigan fascinados una película que es mucho más que un drama de suspense o una historia romántica, aunque en sus infinitos tentáculos alberge esos dos puntos de partida. VERTIGO es toda una experiencia sensorial que, en el fondo, ahonda en lo más oculto de nosotros mismos. Y una obra magna, que permite secuencias tan inolvidables como la ya descrita que muestra entro colores verdosos y evocaciones del pasado la transformación de Judy en Madeleine, o la no menos extraordinaria del intento de suicidio de la segunda ante el puente colgante de San Francisco, convertido en todo un icono cinematográfico. En cualquier caso, si tuviera que elegir un breve pasaje de esta obra suprema, no dudaría en destacar ese breve momento en que Madeleine -transmutada de manera efímera en Carlota Valdés-, con su mano enguantada, señala el escaso margen de tiempo que alberga su existencia, en medio del tronco de una secuoia. Unos instantes casi de embrujo, en los que Scottie -y, con él, el espectador- por un instante, cree estar ante el antepasado de esta, que deambulará por ese bosque dominado por una neblina, en el que parece detenerse el tiempo, y en donde esta desaparecerá de manera repentina. Nunca antes ni después, Alfred Hitchcock se sintió más cerca en el manejo y la sublimación de los resortes del fantastique.

Calificación: 5

THE TEMPTRESS (1926. Fred Niblo) La tierra de todos

Absolutamente olvidado en nuestros días -en la actualidad, la evocación del periodo silente, se mantiene apenas con algunas comedias filmadas por Chaplin o Keaton, o ciertas muestras del cine fantástico-, lo cierto es que en la figura de Fred Niblo (1874-1946) se da cita a uno de los pioneros de Hollywood, que debutó en la gran pantalla de manos de Thomas H. Ince, y que extendió su andadura hasta bien entrada la década de los años treinta del pasado siglo. Realizador muy competente, aunque solo ocasionalmente inspirado, Niblo destacó en su trabajo con las incipientes pero idolatradas estrellas de Hollywood del momento: Douglas Fairbanks -THE MARK OF ZORRO (La marca del zorro, 1920); Rodolfo Valentino -BLOD AND SAND (Sangre y arena, 1922) o Ramón Novarro -BEN-HUR; A TALE OF THE CHRIST (Ben-Hur, 1925). También, dentro de este ámbito, y partir de ser descabalgado de su rodaje el cineasta sueco Mauritz Stiller, Niblo es designado como responsable tras la cámara, de la que sería la segunda película protagonizada por Greta Garbo en Hollywood tras la casi inmediatamente previa TORRENT (El torrente / Entre naranjos, 1926. Monta Bell), otra de las numerosas adaptaciones de novelas de Blasco Ibáñez, a las que recorrió tanto el cine melodramático USA de aquellos años.

Nos estamos refiriendo a THE TEMPTRESS (La tierra de todos, 1926). Que no dudo en destacar como la mejor de las películas de Niblo que he tenido ocasión de presencia -no son muchas, hasta el punto que en sus mejores momentos -esencialmente sus minutos de apertura y buena parte de los de cierre- pueden erigirse a la altura del extraordinario nivel que el arte cinematográfico asumía en aquellos años. La acción se inicia en el París del siglo XIX, donde pronto se nos presentará, a partir del fragor de una fiesta nocturna de disfraces, a la bella, misteriosa y distante Elena (Garbo), a la que, sin conocer aún, vemos como rechaza la proposición de un hombre de cierta madurez. Sin embargo, a la salida del acontecimiento será cortejada por el joven y apuesto Manuel Robledo (el español Antonio Moreno), viviendo ambos una velada apasionada junto al Sena, apenas sin conocerse, aunque emplazándose la noche siguiente en el mismo marco. Este último pronto descubrirá que Elena se encuentra casada con su amigo, el marqués de Torreblanca (Armand Kaliz). Desconcertado al descubrir su condición, ella le ratificará que solo le ama a él, acudiendo invitado con el matrimonio, a la multitudinaria cena que ha convocado el conocido banquero Fontenoy (Marc Macdermott). De manera sorprendente, este revelará públicamente el rechazo que Elene le brindó en los primeros instantes del film, suicidándose. La trágica situación, y el descubrir el doble juego que su inesperada amada mantenía entre el banquero y su propio esposo, hará que la abandone, pese a que ella le ratifique lo que le dijo la noche anterior; que ha sido el único hombre a quien ha amado. Robledo regresa a Argentina y, más en concreto, el entorno rural en la Pampa, donde se encuentran sus compañeros, con los que tiene previsto construir una presa. Allí retornará a un ámbito de placidez, en donde podrá controlar a su personal, hasta que de manera inesperada reciba la llegada desde París de su amigo el marqués y de su esposa Elena, que huyen de su ruina económica. Su efímero amado marcará distancias con la recién llegada, consciente de su seductora personalidad siempre lleva acarreados problemas entre los hombres. Poco a poco, la intuición del arquitecto se hará una sombría realidad. La injerencia de ‘Manos Duras’ (Roy D’Arcy), será quizá el rasgo más evidente en esta progresiva deriva, así como el elemento de rebelión que este comandará sobre su grupo de gauchos. Poco a poco, sin ella pretenderlo, esa extraña maldición que ejerce en torno a los hombres su presencia, tendrá en la árida región argentina en la que ha recalado, consecuencias de enfrentamiento e incluso de muerte. Muerte de su esposo, e incluso de otras personas que la desean, al tiempo que una reciente desesperación en torno a un Robledo que, secretamente, nunca ha dejado de amarla.

De todos es conocido -antes lo he señalado- que THE TEMPTRESS se inició en su proyecto por el sueco Mauritz Stiller, asumiendo muy pronto el mismo y su dirección Fred Niblo, puesto que el primero no se encontraba familiarizado con los modos de Hollywood. Sea como fuere, los primeros minutos de la película son absolutamente maravillosos y mágicos. Niblo acierta y dota de enorme sensibilidad la descripción de esa velada artística y el baile de disfraces que se vive en un nocturno París. Los escasos instantes que muestran el rechazo de la proposición de matrimonio del banquero -a quien entonces no conocemos- y, sobre todo, los momentos que expresan el encuentro con Robledo. Serán el preludio de unos instantes maravillosos, plasmados en los jardines junto al Sena, en donde se revelará el tan inexplicable como profundo amor revelado entre dos profundos desconocidos, como Elena y Manuel, quienes se despojarán de sus antifaces y se emplazarán al día siguiente. No cabe duda que, junto a algunos de sus momentos finales, nos encontramos ante unos pasajes revestidos de ese romanticismo tan perdurable y tan propio del mejor cine silente.

La película, no dejará de ofrecer en sus minutos siguientes jugosas audacias visuales. Desde la manera de trasladarnos hacia la figura del banquero -a partir de una fotografía suya enmarcada-, hasta esa interminable grúa de retroceso, que va a permitir describir la enorme mesa en la que se sitúan la ingente cantidad de invitados a la cena del magnate, con su agudo contrapunto con esos planos ubicados debajo de las mesas, que revelan la pulsión sexual de todos ellos.

Una vez THE TEMPTRESS se traslada a la Pampa argentina, preciso es reconocer que su metraje asume una cierta rémora al tener que asumir determinados clichés y servilismos de carácter folklorista, a la hora de trasmitir el modus vivendi del entorno gaucho. Ello se extenderá incluso al describir a los caballistas que comanda el siniestro ‘Manos Duras’, definiendo a este una estereotipada aura de villano. No obstante, pese a esos leves inconvenientes, el film de Niblo se irá caracterizando por una creciente densidad, sobre todo a partir de la llegada de Elena y su esposo a dicho contexto. El juego de las miradas, la irrenunciable sensualidad e innata capacidad de seducción de ella. El aparente rechazo, aunque, en el fondo, siempre latente atractivo que le liga por parte del arquitecto. Todo ello irá, en definitiva, forjando la tensión emocional e incluso sexual entre la pareja protagonista. Algo que provocará la ira de Robledo, al comprobar como Elena es capaz -de manera inconsciente- de revolucionar un entorno, bien sea suscitando la lascivia de ‘Manos Duras’, o bien propiciando que, en un enfrentamiento entre sus propios hombres de confianza, su fiel Canterac -un joven Lionel Barrymore-, apuñale, en un arrebato de ira, a otros de sus colaboradores, en medio de un enfrentamiento en torno a la eternamente provocativa joven.

Fruto de dicha coyuntura, THE TEMPTRESS brindará elementos magníficos. De entrada, más allá de percibir ya el magnetismo que envolvía a la Garbo, la película puede servir para recordar y reividicar el magnetismo, la virilidad y la frescura que expresa el hoy olvidado actor madrileño Antonio Moreno, a la hora de encarnar al joven y aguerrido arquitecto. En torno a su personaje y la interacción con las relaciones con Elena surgirán la tensa, violenta y casi irrespirable -aunque algo caduca- secuencia del duelo de látigos entre ‘Manos Negras’ y el joven. La posterior -repleta de erotismo y sexualidad reprimida- en la que Elena limpia de los regueros de sangre que surcan el cuerpo desnudo de Robledo, vendado para que sus ojos puedan salvarse. O la espectacularidad que revestirá el episodio de las torrenciales lluvias -heredando ecos de la previa BEN-HUR-, que desmoronarán parte de la presa ya casi concluida, en la que milagrosamente este sobrevivirá.

Todo ello, irá confluyendo en un extraordinario clímax, que nos retrotraerán a los mejores minutos -junto a los iniciales- de la película, iniciados por esos asombrosos planos que casi parecen asfixiar la ira de Manuel, cuando asciende por las escaleras al objeto de reencontrarse con una Elena, quizá con propósitos homicidas, aunque pronto se revele como una catarsis de rendición ante un amor que ambos no pueden controlar. Sin embargo, cuando este se manifiesta entre ellos casi como una redención, ella optará por marcharse de inmediato, casi a modo de sacrificio personal.

THE TEMPTRESS describe una elipsis de varios años, al trasladarnos de nuevo a Paris. Allí comprobamos la estabilidad profesional y emocional del arquitecto, que presenta en sociedad a su prometida. Entre el público asistente se encuentra una decadente y envejecida Elena. Manuel quedará sorprendido al encontrar a la que fuera su amada, en tan triste circunstancia. Apenas podrá conversar unos instantes con ella, quien, fingiendo indiferencia, en ningún momento revelará la permanente herida de sus sentimientos, y cuando se despida de ella, entregará ese anillo que en el pasado este le entregó como prueba de su amor, a un mendigo, a quien confundirá con Cristo. Tosdo ello, envuelto en una atmósfera llena de melancolía y tristeza perfectamente modulada. Cuando el film de Niblo se estrenó, con un final tan triste, Luis B. Mayer obligó a filmar una conclusión alternativa, de carácter más optimista, que al parecer era proyectada en aquellas ocasiones que era requerida.

Melodrama provisto de una envidiable fuerza dramática y una no menos remarcable fluidez narrativa, THE TEMPTRESS tan solo acusa una cierta querencia con el folklorismo y el estereotipo en sus pasajes descritos en la Pampa argentina. Escasas objeciones para un conjunto magnífico, revelador del mejor pulso de su artífice, del magnetismo que consagraría a su estrella femenina, es incluso del carisma de un actor hoy día injustamente olvidado.

Calificación: 3’5

1917 (2019, Sam Mendes) 1917

El paso de los años y mi propia evolución como aficionado, me permitió asumir una creciente admiración en torno al género bélico, que en mi adolescencia asumía como el menos atractivo de los géneros cinematográficos. Sin embargo, poco a poco he ido disfrutando de grandes muestras del mismo, firmadas incluso desde el periodo silente por referentes como Griffith, Vidor o ya décadas después, por especialistas como Walsh, Milestone, Dmytryk o Fuller, entre otros. Nos encontramos, en líneas generales, ante relatos de supervivencia -algo especialmente evidente en las muestras rodadas en Gran Bretaña-, de los que inicialmente apenas podía reprochar su supuesto alcance patriotero, sin apreciar esa fisicidad y alcance psicológico que, en muchas ocasiones, lo emparentaba con el western. También es cierto que, dentro de su propia evolución como género, el cine bélico fue adquiriendo una mayor capacidad a la hora de cuestionar las supuestas virtudes militares, permitiendo crecer en cierto grado de espectacularidad y, al mismo tiempo, en ocasiones brindando unas miradas hasta entonces poco frecuentadas. Son las que pueden ejemplificar cineastas como Steven Spielberg, Terrence Malick o, más recientemente, el Christopher Nolan de DUNKIRK (Dunkerque, 2017) y este 1917 (1917, 2019. Sam Mendes) que protagoniza estas líneas.

A lo largo de los años, he podido contemplar la mayor parte de la producción del británico Sam Mendes, debutante en el terreno del largometraje por medio de la atractiva, aunque sobrevalorada AMERICAN BEAUTY (American Beauty, 1999). Sería el punto de partida de una filmografía en la que las maneras de un profesional competente pero no especialmente inspirado, quedaba bañado por supuestas audacias visuales y/o temáticas, en títulos que, bajo su apariencia de complejidad, no eran más que muestras solventes de producto mainstream, que no es poco por otra parte. Es probable que Mendes iniciara un periodo de cierta madurez con la sombría SKYFALL (Skyfall, 2012), una de las propuestas más destacadas en el proceso de evolución sobre el personaje de James Bond. En cualquier caso, no tengo la menor duda que con 1917, nos encontramos hasta el momento ante la gran película del británico. Un inspirado, atrevido, elegante, dantesco, intimista e incluso en algunos pasajes conmovedor relato, que su artífice retomó, a partir de unas historias y experiencias bélicas relatadas por su propio abuelo Alfred Hubert Mendes. Receptor de esta memoria de experiencias, Mendes se aunó con la colaboración de la joven escritora Krysty Wilson-Cairns, más fogueada a la hora de dar forma dramática a las sugerencias de su responsable, aunando entre ambos el desarrollo dramático de una base argumental desarrollada en el transcurso de muy pocas horas. Una planteamiento llevado a la pantalla con una formulación narrativa centrada en escasos planos secuencias, que acierta a trasladar esa sensación de viaje iniciático en torno a dos jóvenes soldados, de los cuales tan solo uno de ellos, el inicialmente más reacio -Schofield (George MacKay)-, será quien culmine el doble encargo, como más adelante reseñaremos. La película se inicia -y culminará-, de manera circular, con ese plano americano que mostrará al protagonista descansando junto a un árbol, en plena campiña. Pronto se acercará a él su compañero, el también soldado Blake (Dean-Charles Chapman), y la cámara describirá un largo travelling de retroceso, mostrando la realidad de un grupo de soldados, y revelando al mismo tiempo, la clave estilística sobre la que pivotará el conjunto de la película.

Llegados a este punto, quizá sea oportuno referirnos a cierta inclinación que en ciertos momentos podría albergarse en torno a la presencia de largos planos secuencia en producciones durante las últimas décadas. Desde las preferencias que podría marcar un Brian De Palma -SNAKE EYES (Ojos de serpiente, 1998)-, no cabe duda que el mayor reto de dicha tendencia lo marca la asombrosa, sublime RUSSKIY KOVCHEG (El arca rusa, 2002. Aleksandr Sokúrov), rodaba en un único, inconmensurable e incluso conmovedor plano secuencia, brindando una de las cimas del arte cinematográfico en el presente siglo XXI. El film de Mendes logra desprenderse del cierto artificio que marca ese deslumbrante inicio, que culminará, tras el paso de los dos protagonistas hacia las trincheras, para acceder al mando que les encargará la misión que, en última instancia, vehiculará el conjunto de la película.

Será el instante en que la misma parece cobrar luz propia, unido a la presencia de exteriores abiertos, y también a iniciar un relato que a partir de ese momento expresa su sentido último, y además potencia una mirada que contempla a su paso el horror de la guerra, dentro de un escenario al aire libre, que adquiere una extraña y al mismo tiempo aterradora belleza. Para ello, para articular la singular formulación visual y narrativa de la película, no cabe duda que resulta de especial significación el especial protagonismo que adquiere no solo la extraordinaria iluminación que brinda Roger Deakins al conjunto, si no, ante todo, la intuición e incluso capacidad de innovación que brinda un modelo narrativo y visual, articulando cámaras digitales de nueva generación, manejadas a través de un audaz juego de pértigas como soporte de las mismas, y aunado por una novedosa utilización de lentes. Facetas ambas que, en su conjunto, permiten otorgar a la propuesta una casi perfecta gradación dramática en base a una sucesión de episodios, en los que el espectador en numerosas ocasiones deja de percibir el falseamiento temporal que esconden algunos de los cambios temporales -la manera con la que se intercala la presencia de la caravana militar tras el dramático episodio en la granja abandonada. La contemplación de Schofield del dantesco bombardeo en la población, tras despertar del shock producido por el ataque del soldado enemigo. La inesperada caída en un río y una caída de agua de enorme fuerza…-.

Nos encontramos ante una licencia narrativa que sirve para comprimir en las menos de dos horas de duración de la película, el desarrollo de una misión prolongada en bastantes más, sin por ello alterar ese deseo de proporcionar a la misma una permanente continuidad temporal. A partir de dicha premisa, lo cierto es que 1917 permite comprobar ese acelerado -y para Blake, trágico- coming of age de ese par de jóvenes soldados, que se verán envueltos en una misión, tan rápida y aparentemente sencilla, como pronto trufada de incontables peligros. Un mandato centrado en comunicar a un mando militar, la orden de retirada de un ataque a los alemanes, en un episodio de la I Guerra Mundial, ya que en el fondo estos han escenificado dicha falsa retirada, escondiendo el plan forjado para un ataque decidido a dicho destacamento.

A partir de este momento, puede decirse que se describe una odisea siempre fluida. Magníficamente expresada por un ritmo impecable, acertando al describir con elegancia el horror que deja a su paso el eco de batallas pasadas -la presencia de cadáveres putrefactos, mostrados con encomiable sentido de la elipsis, sin que ello evite sentir el terrible aura que estos proyectan, como lo hacen el discurrir por tanques, trincheras, alambradas, y charcas con aguas estancadas, que adquieren una extraña atonalidad. Sobre este marco, y con la configuración visual antes señalada, lo cierto es que en 1917 se aprecia en algunos de sus pasajes, una cierta aura de viaje iniciático, que la emparenta con la mayestática APOCALYPSE NOW (Apocalypse Now, 1979. Francis Ford Coppola). Ese recorrido reposado, o la presencia de algunos episodios de devastador alcance -el dantesco bombardeo nocturno de la población-, la emparenta por la magistral obra de Coppola. Es más, en algunos momentos, esa querencia por lo espectral en exteriores, primordialmente diurno, que inserta la película en el ámbito del fantastique o la ciencia-ficción.

Al mismo tiempo, nos encontramos con dos episodios que inclinan la película a un ámbito del cine de aventuras muy cercano al Steven Spielberg de RAIDERS OF THE LOST ARK (En busca del arca perdida, 1981). Me refiero, por un lado, al que describe el recorrido por el refugio subterráneo abandonado, con un aura fantasmal, al que la presencia de ratas contribuirá a activar una trampa mortal preparada por los alemanes, para que los ingleses caigan allí como moscas. Por otro, al que bastante después define la caída de Schofield a un río embravecido, filmado además de manera tan admirable como audaz.

1917 nos permitirá retener en la memoria del género, el ya señalado episodio del aterrador bombardeo nocturno, pero, al mismo tiempo, albergará en su siempre subyugador recorrido, secuencias e instantes conmovedores. Y, además, logrando plasmarlo tanto en momentos intimistas como en otros dominados por la espectacularidad. Da igual. Desde el instante en el que el film de Mendes logra pulsar el pedal de la emocionalidad, esta hará acto de presencia, de manera especial, a partir del extenso y modélico episodio del encuentro de los jóvenes soldados a una granja abandonada, verdadero punto de inflexión de la película, que culminará de manera trágica. Será precisamente la desaparición de Blake -quizá en los instantes más emocionantes del relato-, va a permitir la definición del  definitivo protagonista, hasta entonces escéptico ante la misión, que a partir de ese momento asumirá con una carga especial; el encargo de su compañero para que haga entrega de sus simbólicas pertenencias a su hermano. A partir de ese momento, emocionará la tristeza y el dolor reflejado en Schofield -excelente MacKay- mientras viaja en un camión, poco después de la muerte de su compañero. También lo hará esa secuencia casi espectral, cuando este se refugie de un ataque en un sótano, y se encuentre casi en la penumbra con una joven francesa que custodia a un bebé que se ha encontrado. O cuando más adelante, al salir del accidentado discurrir por el río embravecido, discurra por un bosque dominado por la abstracción, y una lejana canción le acerque a un enorme contingente de soldados, comprobando que ha llegado a su destino.

La película alcanzará su definitiva catarsis en el impresionante episodio -de ascendencia griffithiana- en el que el soldado correrá en medio de un bombardeo que se ha iniciado contra los alemanes, y al que estos responden con virulencia, para llegar al general y transmitirle ese mensaje que detendría un ataque en el que, es consciente, se perdería la vida de cientos y cientos de soldados ingleses. Por ello, el cumplimiento de la misma se mostrará en la pantalla con tanta sobriedad como contención. De alguna manera, ese cumplimiento de la misión aparece como el objetivo de la película. Una manera de adquirir un estadio de nueva madurez para el protagonista. Pero aún resta cumplir el encargo postrero de su amigo fallecido. El encuentro con su hermano -un excelente Richard Madden-, proporcionará unos instantes de dolor y al mismo tiempo serenidad. 1917 no aparece como un relato antibélico. En realidad, su discurrir ofrece los más diversos perfiles en torno al horror, al absurdo, al honor y a tantas otras cuestiones que rodean el hecho de la guerra. El film de Mendes mira, no teoriza. No moraliza. Al menos no lo hace en primera instancia. Precisamente esa es la circunstancia la que permite adquirir personalidad. Eso, y la entrega y audacia de una configuración visual y narrativa, que han otorgado ya a esta película la condición de logro dentro de la historia del cine bélico.

Calificación: 4

MY FRIEND IRMA GOES WEST (1950, Hal Walker)

Tras el éxito alcanzado con MY FRIEND IRMA (1949, George Marshall), era evidente que la Paramount se encontraba presta a rentabilizar, no solo la presencia de la novedosa pareja cinematográfica formada por Dean Martin y Jerry Lewis, previamente destacada en su éxito en el mundo del espectáculo norteamericano. En realidad, se buscó un rápido aprovechamiento de la fórmula que propició dicho éxito, en la que, no lo olvidemos, Martin y Lewis aparecían como dos más de los cinco personajes que conformaban esta simpática y modesta comedia coral. De tal forma, bajo el apresurado título MY FRIEND IRMA GOES WEST (1950, Hal Walker) se prolongaban las peripecias de la atolondrada Irma Peterson (Marie Wilson), su amiga y compañera de apartamento Jan Stacey (Diana Lynn), Al (John Lund), novio de la primera y patético representante de espectáculos, Steve Laird (Dean Martin), ligado sentimentalmente a la segunda y el atolondrado Seymour (Jerry Lewis). Estos dos últimos trabajan en una taberna, aunque ambos desean triunfar en el mundo del show business.

La premisa argumental de Cy Howard y Parke Levy, que un par de años después daría pie a una serie televisiva, pronto nos trasladará a la inesperada propuesta de actuación que Al propiciará a Steve en un programa televisivo, en las que se incorporará su infatigable y trastabillado compañero. En la actuación -paupérrimamente remunerada con unos botes de espárragos-, conocerán a la cantante y actriz francesa Yvonne Yvonne (Corinne Calvet), que quedará atraída por Steve. En medio de la decepción por el escaso rédito económico de la actuación, recibirán la inesperada llamada de un acaudalado empresario, que acudirá al apartamento para ofrecer al cantante un contrato en Hollywood, que mediará su novia, y en el que tendrán la posibilidad de acudir el quinteto de amigos. Imbuidos por un lógico entusiasmo, todos ellos -incluido Seymour- articularan un largo viaje, adelantando para ello con sus ahorros, sin conocer que en realidad quien les ha ofrecido la oferta, no es más que un enfermo mental que ha escapado del psiquiátrico.

Todos ellos viajarán en tren, en donde no dejarán de producirse situaciones accidentales. Por un lado, en una parada del tren, Irma quedará apeada del mismo, no sin descubrir al comprar la prensa la circunstancia del enfermo mental que los ha embarcado. Por otro lado, Yvonne viaja también en el ferrocarril provocando incómodas situaciones con Steve -a quien no deja de proponerle que sea el galán de su inminente película-, al advertir su novia estos encontronazos. El argumento llevará a los protagonistas hasta Las Vegas, donde Steve actuará como cantante, secretamente contratado por Yvonne, en plena connivencia con Al. El propio manager será captado por un grupo de malhechores, al objeto de ser contratado como croupier en un casino que van a poner en marcha, y desde allí poder proceder de manera tramposa y corrupta con los jugadores del mismo. De tal forma, la deriva de la película se bifurcará por un lado en los agobios que Steve sufrirá por el acoso de Yvonne y los problemas que le provoca ante su novia, y el involuntario desvelo que Irma provocará en el entorno de las trampas a que se ha ido obligando a su novio, lo que provocará que este se encuentre casi al punto del asesinato, y extendiendo ello al rapto de Irma, que será custodiada por los gangsters para que Al pueda entregarles los 50.000 dólares que les ha prometido para resarcirles por las pérdidas, aunque en realidad corra a denunciar el secuestro a la policía.

Como se puede deducir por este somero recorrido argumental, MY FRIEND IRMA GOES WEST no supone más que una apresurada y poco distinguida excusa para intentar bañar en las rentas de la previa -y algo más reseñable- MY FRIEND IRMA. Ese apresuramiento se manifiesta ya desde la adscripción de un título que en nada responde a su argumento -más allá de esa leve referencia a los indios en su tercio final-. La primera de las tres obras primerizas en las que Martin y Lewis fueron dirigidas por el anónimo Hal Walker, no deja de dirimirse más que en una sucesión de situaciones apenas conectadas entre sí, destinadas al supuesto lucimiento cómico de su quinteto de personajes. En este sentido, uno se sorprende del infructuoso -e irritante- intento, de convertir a John Lund en actor cómico, mientras que Diana Lynn aparece como actriz ‘seria’, encargada de la vertiente romántica. Por su parte, hoy en día la supuesta comicidad Marie Wilson aparece hoy día superada, por otras actrices que con posterioridad sí supieron aprovechar esa vertiente slapstick, como Judy Holliday o Janet Leigh.

¿Qué nos queda, pues, en esta tan inofensiva e inconexa MY FRIEND IRMA GOES WEST? Pues me atrevería a señalar que tras sus imágenes, leve anécdota y magro resultado, se puede destacar ese bullir urbano -bien envuelto por un fondo sonoro que se haría cada vez más reconocible-, que sería uno de los estilemas que forjarían unos nuevos modos para la comedia americana, y que irían practicando los nuevos especialistas del género, no solo Frank Tashlin o Richard Quine, sino también otros valores de menos reconocimiento, como George Marshall… A partir de esas premisas, el intento de alternar una estructura argumental muy sencilla, definida en una serie de bloques narrativos apenas inconexos, en esa ocasión se revela poco interesante. No hay garra en la mayor parte de los mismos, con muy escasas excepciones, la mayor parte fugaces en el metraje. Por ejemplo, la imitación de Bette Davis que ofrece Lewis -que en la película parece un auténtico progenitor de Jim Carrey-. El momento en que a Irma le estalla el ave que ha puesto al horno. El número cómico de Lewis con la mona de Yvonne en el viaje en tren. O el inquietante encuentro de Al con ese mafioso que parece adelantar al Akim Tamiroff de TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1958. Orson Welles). Sin embargo, la película discurre con notable abulia, e incluso el episodio en el que Irma se encuentra secuestrada en la montaña, y acude a su rescate el atolondrado Seymour, carece de ese necesario gramo de locura. Por fortuna, pese a ello, el film de Walker culmina de manera divertida, convirtiendo a Lewis en inesperada estrella cinematográfica, y ofreciendo unas nuevas imitaciones cinematográficas por su parte, dando la medida de lo que podría haber ofrecido esta comedia que, por desgracia, no sobrepasa la mediocridad.

Calificación: 1’5

PACK UP YOUR TROUBLES (1932. George Marshall & Raymond McCarey) El abuelo de la criatura

¡Que olvidado se encuentra el cine de Laurel & Hardy! Podría hacerse extensivo dicho lamento al 95% del burlesco norteamericano, con la excepción de escasas -y merecidas- excepciones, dentro de la obra de Chaplin o Keaton que, al menos, han quedado como monumentos cinematográficos de un modo de entender la comedia, y como piedra angular el género. Pero es cierto que resulta desalentador comprobar como la extraordinaria comicidad del mejor tándem generado por la Historia del Cine -tanto en comedia como en cualquier otro género-, apenas ha perdurado para generar un icono pop que se sigue vendiente en posters. Y es una pena, ya que la obra de Stan Laurel y Oliver Hardy, además del placer que provoca una comicidad intemporal y eterna, encierra a mi modo ver un profundo misterio; el de un tándem irrepetible, en el que Laurel fue el genio creador, pero que en pantalla mutó siempre en una asombrosa química con Hardy, transmitiendo al espectador una rara sensación de complicidad, quizá jamás igualada en el cine. La pareja, además, fueron uno de los cómicos que mejor se adaptaron al periodo silente al modo sonoro, ámbito en el que rodaron todos sus largometrajes, dentro de una andadura ciertamente irregular, que se prolongó hasta inicios de la década de los cincuenta.

PACK UP YOUR TROUBLES (El abuelo de la criatura, 1932. George Marshall & Raymond McCarey), supone su segunda apuesta con le largometraje, tras la divertida PARDON US (De bote en bote, 1931. James Parrott). Al parecer, fue Marshall el que en realidad dio vida a la película -además de interpretar el impagable rol del cocinero belicoso, papel que encarnó a última hora al no aparecer el actor previsto-, y el hermano del gran Leo se limitó a momentos contados. En realidad, la película se plantea en sus poco más se sesenta minutos de duración, a modo de la suma de tres cortos. El primero nos describe las hilarantes aventuras de nuestra pareja como soldados en la I Guerra Mundial. El bloque posterior muestra las azarosas aventuras de los protagonistas, para encontrar el abuelo de una niña cuyo padre, un amigo soldado, ha caído en batalla. Finalmente, el último bloque describirá los desafortunados intentos de Laurel & Hardy por conseguir financiación para huir con la niña, a la que quieren evitar que internen en un orfanato.

De entrada, resulta incluso transgresora, la manera con la que la película nos introduje en el ámbito del reclutamiento de civiles para la contienda, en medio de una divertidísima situación de apertura en la que la pareja simulan ser mancos para evitar convertirse en soldados. Ya desde ese inicio, comprobaremos incluso la efectividad cómica de los rótulos de presentación y, sobre todo, la sensación de ir “al grano”. Como no podía ser de otra manera, las incidencias cómicas de Laurel & Hardy en el ejército serán cuantiosas -resaltemos la confusión que llevará bidones de basura al irascible general que encarna el eterno James Finlayson-. Sin embargo, dentro de este tercio inicial, no dejaría de destacar la capacidad de introducir el caos cómico en medio de un inclemente bombardeo, e incluso de diluir la caída en combate de Eddie Smith (Don Dillaway) -el padre de la pequeña que se erigirá en epicentro dramático del relato-, a través de una deliciosa catarsis cómicos, en la que la pareja se verá envuelta en una azarosa singladura dentro de un tanque en plena batalla, ¡desde el cual, inesperadamente, acabarán con sus enemigos!

La presencia de la niña y la búsqueda de su abuelo -que abandonó en su momento a sui hijo, al unirse este a una mujer a la que no aceptaba- centra el segundo tercio, albergando la cualidad de no caer más de lo necesario, en el componente ternurista que podría brindar, de entrada, la presencia de esa niña, que muy pronto se encariñará con ellos. Por el contrario, esa azarosa búsqueda de un “Señor Smith” -apellido común donde los haya-, les hará enfrentarse a un irascible boxeador, a un improbable abuelo negro o, sobre todo, el impagable caos cómica que brindará el error cometido en una boda de alta alcurnia, donde un petimetre de buena familia está a punto de casarse con una joven ¡que da las gracias a nuestra pareja por haber evitado el enlace! Al margen de este detalle concreto, resulta altamente disolvente la mirada que se ofrece sobre la alta sociedad de la época, en unos minutos donde las situaciones cómicas alcanzan un envidiable paroxismo.

Por su parte, la parte final adquiere cierta herencia del universo de Dickens, en la medida de incidir en un componente siniestro y de persecución, pese a mostrar episodios tan divertidos, como el intento de pedir un préstamo al dirigente de un banco, al que obsequian con unos puros que, en realidad, son salchichas que han cogido erróneamente de su puesto ambulante. El crescendo se prolongará con la huida de la pareja en su propio y desvencijado apartamento, tanto del banco en el que has sustraído unos miles de dólares, como de los responsables del orfanato que quieren hacerse cargo de la custodia de la niña. Serán unos minutos donde no dejaremos de divertirnos con las tribulaciones de Laurel y Hardy en su propio apartamento. El primero, intentando inútilmente esconderse en los sitios más inverosímiles. Por su parte, Hardy sufrirá la tremenda caída por un montacargas averiado. La película concluirá, en apariencia, con un Happy End, que se verá, una vez más, transgredido, con la inesperada presencia de ese irascible cocinero que se la tenía jurada a nuestros cómicos.

No se quiera ver en PACK UP YOUR TROUBLES alarde narrativo alguno. Más allá de cierto apelmazamiento visual, lo cierto es que nos encontramos ante una película al servicio de la pareja cómica y, como tal, está funciona de manera admirable. Resulta pasmoso, más de nueve décadas después, comprobar esa mixtura cómica, de infalible eficacia, en momentos como los ya citados, o en otros en teoría de peligrosa tendencia melodramática, como la pelea que les hará vencer al poco recomendable sujeto que cuida de la peor manera posible a esa niña, que nuestros protagonistas acogen. Es el universo, perenne en su magia, de dos de las personalidades cinematográficas que más he admirado siempre; Stan Laurel y Oliver Hardy.

Calificación: 3