FABIOLA (1949, Alessandro Blasetti) Fabiola

Hay películas que en su cáscara conservan todos los elementos propicios para poder ser despreciadas o ignoradas. Cualquier título más o menos anticomunista rodado en USA en los años 40 o 50 del pasado siglo ha sido por completo despreciados por la crítica, como si dicha opción temática invalidara por completo cualquier cualidad estrictamente cinematográfica. Y ello mismo sucedería con propuestas de apología cristiana. Es cierto que el paso de los años ha permitido valorar las excelencias de propuestas firmadas por Leo McCarey, y quizá haya puesto en su merecido lugar exponentes tan magníficos como THE SONG OF BERNADETTE (La canción de Bernadette, 1943. Henry King). Sin embargo, no es menor cierto que entre un corpus poco distinguido en dicho ámbito, sigue emergiendo títulos como THE KEYS OF THE KINGDON (Las llaves del reino, 1944. John M. Stahl).
En todo caso, no resulta fácil elevar la voz como una película como FABIOLA (Fabiola, 1949. Alessandro Blasetti). Ahí es nada, adentrarse en uno de los precedentes del peplum italiano, adaptación de una novela escrita el siglo pasado por un arzobispo británico -Nicholas Patrick Wiseman-, proponiendo unos orígenes casi inmaculados de la implantación del catolicismo en las postrimerías del Imperio Romano, muy poco antes de que el emperador Constantino se apodere del mismo e implante el cristianismo. Y todo ello, además, siendo firmado por el italiano Alessandro Blasetti, quien en su pasado había aparecido como el cineasta más reputado del ventennio nero del fascismo italiano -lo que no le impidió un profundo respeto de los profesionales cinematográficos del país hasta su muerte; recordemos el sincero homenaje que le brindó Federico Fellini en BELLISSIMA (Bellísima, 1951)-.
A partir de estas premisas, e intentando con relativa facilidad efectuar una mirada suficientemente distanciada, lo cierto es que FABIOLA -suntuosa coproducción franco-italiana- aparece como una magnífica película. En ocasiones incluso apasionante. En la que apenas pesan sus más de dos horas y media de duración. Y que no dudo en considerar como una de las muestras más valiosas de lo que podríamos insertar en los contornos del peplum’ -de cuantos he contemplado, solo podría situar por encima los extraordinarios DAVID AND BATHSHEBA (1951, Henry King) y SPARTACUS (Espartaco, 1960. Stanley Kubrick)-. Al contrario que buena parte de sus muestras, el film de Blasetti apenas recurre a la generalizada ampulosidad inherente en este subgénero. La intensa iluminación en b/n de Mario Craveri y Ubaldo Marelli, contribuyen no poco a dotar de densidad, atmósfera y espesura, a un relato en el que se contó con un a muy nutrida nómina de guionistas -entre ellos, uno de los padres del Neorrealismo; Cesare Zavattini, e incluso sin acreditar, referentes como Suso Cecchi D’Amico o Renato Castellani-, permitiendo que su conjunto logre imbricar una amplia coralidad de personajes y subtramas, sin que su confluencia interfieran entre ellas y, antes al contrario, logren confluir en una mirada colectiva en torno a la creciente implantación del cristianismo en el seno de un ámbito social en irreversible crisis, espoleado por la ofensiva de Constantino -cuyo personaje jamás aparecerá en pantalla.
En FABIOLA, desarrollada en el siglo IV después de Cristo, el hilo conductor se centra de manera esencial en el joven Rhual (un jovencísimo Henri Vidal, cuyas limitaciones interpretativas quedan compensadas con su apabullante presencia física, curiosamente años después casado con la que sería su amada en la película). Se trata de un muchacho galo que esconde su condición de cristiano -ese crucifijo que le cae al suelo y decide no recoger-, empeñado en consolidarse como gladiador, transportado hasta Roma en el barco que comanda Quadratus (Gino Cervi). Una vez llegado allí, el destino le acercará hasta la bellísima y distinguida Fabiola (exquisita Michèle Morgan). Sin que él lo sepa en el fortuito y romántico encuentro nocturno que mantendrá con ella, se ha enamorado de la hija del senador Fabius Severus (un excelente Michel Simon). La película nos adentrará al entorno del veterano político, quien en medio de un entorno elitista revelará su lucidez al analizar el convulso escenario que se vive en la aristocracia romana, y su firme convicción de que el predominio del cristianismo en algo irrefrenable, pese incluso a las terribles persecuciones que sobre sus convencidos se vienen desarrollando. Es más, en una arriesgada decisión, optará por dejar en su testamento la libertad de todos sus esclavos a su muerte. El clima incómodo que se percibe en ese contexto -magníficamente expresado por la cámara de Blasetti- concluirá con el inesperado asesinato de Severus.
Ello propiciará una excusa centrada en un nuevo ataque a los cristianos, buscando en Rhual una víctima propiciatoria, lo que provocará una inicial reprobación por parte de Fabiola, hacia el hombre de quien se ha enamorado. También se convocará una vista comandada por el noble Luciano (Sergio Tofano), en donde se harán visibles las tensiones y el juego sucio marcado por Fulvio, que ha utilizado incluso al joven hijo del senador -Corvino (Franco Interlenghi)- a quien ha utilizado para provocar una trágica desestabilización en un imperio herido de muerte, provocando incluso el suicidio de su padre en un momento magnífico.
A partir de estas premisas, y pese a algunas secuencias y giros excesivamente abruptos, lo cierto es que FABIOLA conforma un relato magnífico, que acierta al plantear ese mundo convulso, y en el que la progresiva irrupción del cristianismo ejerce como un ariete que responde por su propia convicción a renunciar a ejercer la violencia. La confluencia de esta coralidad de personajes, proporciona al film de Blasetti una creciente densidad, en un conjunto en el que, al contrario de buena parte de las muestras de un subgénero que se haría popular pocos años después, se deja a un lado la querencia por la ampulosidad y, en su oposición, nos transmite un relato vibrante, que conjuga su inclinación por el relato de aventuras, el drama romántico y la parábola política -la analogía sobre el fin del fascismo se enseñorea en sus imágenes-, logrando huir de esa temible arenga católica a la que podía inclinar su base literaria. Es por ello que la película se disfruta casi sin altibajos en su extensísima duración, alternando el intimismo y lo coral, lo romántico y el gran espectáculo. Y siempre teniendo tras la cámara a un cineasta que se tomó muy en serio una superproducción de estas características, que tiene un especial aliado en esa iluminación que acentúa las costuras de su drama.
Todo ello, nos permitirá la presencia de personajes tan magníficos como el de la joven Sira (admirable Elisa Cegani), la eterna y fiel sirviente de Fabiola, y en un momento dado confidente de esta, cuando ambas confiesen su asumido cristianismo. Es curioso señalarlo, pero esta sirvienta en no pocos momentos me aparece como un precedente de la muy posterior y dispar en argumento y época, pero también abnegada criada que encarnó Juanita Moore en la obra maestra de Douglas Sirk, IMITACION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959).
Y en ese recorrido, lo cierto es que quedan en la retina no pocas secuencias y episodios, al mismo tiempo caracterizados por su diversidad en el tratamiento dramático. Lo comprobaremos en la belleza romántica que expresa el episodio nocturno en que Rhual conoce a Fabiola, viéndola por vez primera en un jardín, donde esta aparece casi surgida dentro de un conjunto de estatuas, hasta concluir situándose juntos frente a las aguas del mar. Son instantes sin duda heredados de esa estética romántica, de la que sería un ejemplo previo la muy cercana LA BELLE ET LA BÊTE (La bella y la bestia, 1946. Jean Cocteau). Pero puede igualmente destacarse el casi asfixiante y ya señalado episodio en el que Severus describe con elocuente lucidez la llegada de un nuevo mundo, delimitado por el cristianismo. O de igual modo, la fuerza dramática de esa cita judicial que nos permitirá contemplar con claridad las tensiones y maquinaciones existentes, y que culminará trágicamente.
Sin embargo, dentro de un conjunto dominado por una creciente densidad, me gustaría resaltar los tres pasajes más brillantes, intensos y perdurables de la película. Me refiero, por un lado, al que describirá el calvario -casi a modo e imitación de la crucifixión de Cristo-, que concluirá con el asaetamiento de Sebastian (Massimo Girotti), el oficial romano y oculto cristiano, en cuyos últimos minutos, además de modular en unos instantes donde cierta relajación y conciencia del misticismo al que se dirige el militar, se aúna con la plasmación del dilema que asumen en ese momento sus seguidores, a punto de revelarse contra el procónsul Manlius Valerian (Paolo Stoppa), a quien ajusticiarán, instantes antes de que de la orden para el alanceamiento del condenado. Me refiero a la contención a la violencia que interiorizan sus seguidores, que, en última instancia, será la base para el triunfo de esa nueva manera de entender la existencia. En esos momentos, puede decirse que se encuentra expuesta con intensidad la entraña del relato.
Será algo que emergerá de manera aún más rotunda en el clímax final, descrito en el coliseo romano, donde Blasetti acierta al entregarse en la plasmación de una sorprendente -aún hoy- ceremonia del horror, que no dudo impresionaría sobremanera a los espectadores del momento. Toda una sucesión de torturas sobre los cristianos, ejecutados de la manera más inhumana posible antes las hordas de romanos que contemplan enardecidos dichas atrocidades, instantes entes de que Rhual se someta a los instantes más decisivos de su vida. O romper con la disciplina cristiana de la no violencia, defendiéndose de los gladiadores con los que está dispuesta su lucha, o poner en sacrificio su propia existencia.
Sin embargo, si tuviera que destacar un episodio memorable dentro del conjunto de esta brillante superproducción, no dudo en evocar el extenso y opresivo pasaje, donde se describe la reunión de cristianos en las catacumbas romanas para celebrar una ceremonia. Un punto de inflexión para la mayor parte de los personajes implicados en esa rebelión interna, mostrados en unos planos cerrados y de asfixiante atmósfera. Y, lo que es más importantes, bastante poco habituales en el cine de la época. Se trata de una mirada en torno a la coralidad de estos seres llenos de vitalidad y afianzamiento de sus convicciones, mostrados por unos planos cerrados, de cierta ascendencia wellesiana, cuyas miradas, reacciones, y tribulaciones, adquieren en ese escenario, al mismo tiempo opresivo y liberador, una singular percepción tanto individual como colectiva.
Calificación: 3’5
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