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CINEMA DE PERRA GORDA

A CAVALLO DELLA TIGRE (1961, Luigi Comencini) A caballo de un tigre

Dentro del devenir de la historia de la comedia cinematográfica, cada vez resulta más necesario un estudio global que analice uno de los exponentes más valiosos que dicho género albergó en Europa. Me refiero, por supuesto, a la denominada commedia alI’italiana, que tuvo su periodo de gloria entre 1955 y 1965, aproximadamente, coincidiendo temporalmente con el último periodo dorado de dicho género en Hollywood. Pocas semejanzas más albergaría con su homónimo norteamericano, ya que nos encontramos ante una rica vertiente, enormemente crítica en su mirada sobre los claroscuros de una sociedad italiana, que se encaminaba de su pasado fascista a un progreso desaforado, consumista y sin control. Una vertiente que en ningún momento dejó de lado el análisis sobre la personalidad tan singular del país, pero que no obstante su influjo se trasladó hasta la propia comedia española -una de nuestras corrientes cinematográficas más valiosas-. Aquel movimiento fue fruto de unos guionistas, actores y técnicos irrepetibles, que tuvieron en las realizaciones de Mario Monicelli, Pietro Germi, Luigi Comencini, Dino Risi o Antonio Pietrangeli, algunos de sus nombres más recordados. Sin embargo, el discurrir de más de seis décadas desde la presencia de dicho movimiento, si bien ha canonizado algunos de sus títulos, ha dejado muchos otros en un olvido mantenido casi, casi, desde el momento de su estreno. En el caso de la obra de Monicelli, se reconoce la justificada brillantez de I SOLITI IGNOTI (Rufufú, 1958) o la inmediatamente posterior LA GRANDE GUERRA (La gran guerra, 1959), pero se ignora por completo la consecutiva RISATE DI GIOIA (Llegan los bribones, 1960), que podría casi señalar como su obra cumbre. En el caso de Luigi Comencini, de quien se considera la clásica tragicomedia coral TUTTI A CASA (Todos a casa, 1960), pero al mismo tiempo se ha ignorado por completo la inmediatamente posterior -y a mi juicio aún superior- A CAVALLO DELLA TIGRE (A caballo de un tigre, 1961) que nunca, desde el momento de su estreno, gozó del menor reconocimiento.

Partiendo de un formidable guion del propio Comencini, junto a Monicelli, Agenori Increcci y Furio Scarpelli, esta tragicomedia se articula a través del relato en off de Giacinto Rossi (magnífico Nino Manfredi), un pobre desgraciado, casado y padre de dos hijos, que escribe a su abogado relatando una serie de hechos, intentando con ello encontrar la justificación de su representante legal. Ahogado por la miseria fingirá un robo de manera tan torpe, que le hará se encarcelado con tres años de condena. Allí solo ha logrado ser establecido como ayudante de enfermería y, esencialmente, ser considerado el tonto entre los presos. Pero cuando apenas le quedan diez meses de condena, se verá envuelto en el plan de fuga que están preparando el bruto Mario Tagliabue (sensacional Mario Adorf), el temperamental Papaleo (Gian Maria Volonté) y el correoso Socio (un Raymond Bussières de cierta ascendencia keatoniana). Pese a las reticencias del protagonista, su propia ignorancia le hará verse implicado en dicho plan que, contra todo pronóstico, culminará según lo previsto, aunque un error de cálculo ¡causado por unos higos secos! impidan que acuda el contacto femenino previsto para recibirlos en el exterior. Ello propiciará que la huida no suponga más que un cúmulo de penalidades, dejando finalmente solos en la misma a Rossi y Tagliabue. Sin embargo, cuando el primero se encuentra casi cara a cara con su esposa e hijos, comprobará con dolor que en su mundo habitual ya no hay lugar para él.

Desde el primer momento, acentuado con la extraordinaria y agresiva iluminación en blanco y negro de Aldo Scavarda, el espectador percibirá esa sensación acre de claustrofobia, delimitada en ese recinto penitenciario ruinoso y superpoblado, en el que los presos apenas sobreviven utilizando la picaresca, en una mirada que intuyo se planteaba como una variante tragicómica de la muy reciente y excepcional LE TROU (La evasión, 1960. Jacques Becker). Será el contexto -tras mostrarnos el patético episodio por el que Giacinto es encarcelado, tan grotesco, que la sonrisa queda congelada en el espectador-. De tal forma, la primera mitad de A CAVALLO DELLA TIGRE estará definida en ese tono de opresiva miseria, en el que se encuentran hacinados una serie de seres excluidos de una sociedad que se encaminaba a un periodo de progreso económico. Una de las grandes virtudes de la película, reside en la voluntad de no ocultar ni el pasado delictivo ni la brutalidad de los condenados, pero, al mismo tiempo, jamás olvidar incorporar en esa fauna humana de perdedores, un permanente atisbo de humanidad en sus comportamientos. Todo ello quedará articulado a través de una planificación de aparente simplicidad, con planos largos que aprovechan a la perfección la pantalla ancha, e utilizando con mano diestra la profundidad de campo para permitir el dinamismo desplegado por sus personajes, de manera especial en los preparativos de ese plan de fuga que se convierte en objetivo casi obsesivo para los protagonistas. Dicho proceso será descrito con una atmósfera revestida de brutalidad, al que el giro por la comedia no evita que el espectador sienta incluso el aroma y el hedor de esa hacinación de seres humanos que abarrota una cárcel de paredes casi ruinosas e instalaciones dominadas por la insalubridad.

Todo cambia a partir de la fuga de los cuatro protagonistas. Lo que hasta entonces se caracterizaba por su aura claustrofóbica, desde ese momento se transforma en una andadura colectiva que demuestra la torpeza de los fugados, aunque se prolongue entre ellos la sensación de erigirse en seres definidos como auténticos excluidos de la sociedad. Dominado por un fuerte dolor de dientes que, finalmente, deformará su cara, Mario estará a punto de violar a una joven e incluso asesinar a su pequeño hijo. Sucederá en una huida definida por las penalidades para sus componentes, que se irán disgregando, salvo este último y Giacinto. Todo ello nos va a permitir compartir situaciones donde lo dramático, incluso lo trágico, siempre va a ir acompañado por su contrapunto burlesco. Lo mostrará ese extraordinario episodio coral, donde de nuevo se reunirán los cuatro fugados, junto a la mujer preparada por Socio como contacto, en la que no faltará ni la madre de la novia de Papaleo, y que culminará con un intento colectivo de escapada, y la estúpida muerte de este al abrirse la cúpula de una sala de cine. No faltarán secuencias en las que lo tragicómico se expresará casi de manera dolorosa en torno a nuestros protagonistas, como el grotesco intento de beber agua en una laguna, que tendrán que soportar ver fumigada por una avioneta. O el plan de Tagliabue de lograr un rescate al retener a una niña que creen hija del dueño de un coche, hasta que descubran que la pequeña no tenía nada que ver con este -lo que permitirá unos instantes de cierto aliento poético por parte de Giacinto con la muchacha-.

Los minutos finales de A CAVALLO DELLA TIGRE son tan extraordinarios como dolorosos, sin ausentarse en ellos el matiz irónico, al tiempo que mostrando cierta piedad por los dos fugados. Contemplar como Rossi descubre que ya no cuenta para su esposa y sus hijos, que viven en un barracón con otro bondadoso hombre. O como Mario apenas puede contener su terrible dolor de dientes, escondido en un barco que parece un horno, solo tiene el contrapunto de dos seres absolutamente excluidos de la sociedad y, por tanto, unidos en una sincera fraternidad en esos momentos tan duros. Todo ello, en un bloque narrativo que debería quedar entre lo más auténtico, conmovedor y, al mismo tiempo, divertido, de una tragicomedia coral, que nunca, desde el momento de su estreno, gozó de reconocimiento alguno, y que no dudo en situar entre las mejores comedias de esa gran corriente que albergó el cine italiano, quizá en el mejor momento de su historia.

Calificación: 4

THE SHOUT (1979, Jerzy Skolimowski) El grito

Pocas veces se ha comentado, que uno de los elementos que proporcionaron cierta relevancia al cine británico, fue su receptividad a la hora de acoger a cineastas procedentes de otras nacionalidades, en buena medida debido a su condición de territorio democrático en la II Guerra Mundial, pero también a esa capacidad de mestizaje asumida como elemento enriquecedor. Figuras como Alberto Cavalcanti, Karel Reisz, el americano Alexander Mackendrick, el polaco Roman Polanski o incluso el alemán Wolf Rilla, son destacados representantes de dicha singularidad, en la que con posterioridad podríamos añadir al igualmente polaco Jerzy Skolimowski, que iniciaría su sustanciosa vinculación al cine de las islas como la atractiva e inquietante DEEP END (1970). THE SHOUT (El grito, 1979) supone otra de sus diversas aportaciones al cine inglés, erigiéndose no solo como una de las más valiosas propuestas fantastique de dicha cinematografía durante la segunda mitad de los setenta si no, sobre todo, en una auténtica rareza -repleta de influencias y sugerencias- rodada en dicho país, a la que el paso de los años considero no ha proporcionado el prestigio y la singularidad que merece.

La película se inicia de manera abrupta, en plena campiña inglesa, con el discurrir angustiado de Rachel Fielding (magnífica Susannah York), a la que entonces aún no identificamos, hacia un recinto en donde se encuentran custodiados tres cadáveres. Acto seguido, los títulos de crédito se insertarán sobre el fondo de unos planos generales situados en un marco desértico que tampoco conocemos, por el que deambula una extraña figura masculina portando un no menos extraño hueso a modo de arma ritual. Un nuevo cambio de marco nos trasladará al punto de partida, en un partido de criquet que disputan los habitantes del pueblo y el centro psiquiátrico allí ubicado. Será el momento en que ante la llegada del joven Robert Graves (un casi irreconocible Tim Curry) como nuevo árbitro, este conozca y, con él, el espectador, al tan arrollador como enigmático Charles Crossley (Alan Bates, en uno de los mejores papeles de su carrera). Crossley es uno de los pacientes más significados y carismáticos del recinto, y desde el primer momento simpatizará con el recién llegado, hasta el punto de relatarle la historia que transcurrió en el pasado entre él, Rachel y su esposo Anthony Fielding (John Hurt).

Basada en un cuento del escritor británico Robert Graves, nos encontramos desde el primer momento ante un relato que se inserta en la mezcla de la duermevela, lo turbador y, sobre todo, adoptando unos modos narrativos que se emparentan de manera muy clara con las muestras de fantastique que ya se habían puesto en práctica en la cinematografía australiana, encabezada por el figura de Peter Weir, y que en cierto modo se habían expresado previamente, de manos de otro cineasta británico -Nicolas Roeg- por medio de su fascinante y previa WALKABOUT (Más allá de…, 1971). A la singularidad de trasladar esos postulados narrativos a un contexto rural inglés, se añade otra singularidad; la relativa similitud que ofrece con la bastante previa TEOREMA (Teorema, 1968. Pier Paolo Pasolini). Ello, aunque en este caso se centre la transgresión, en torno a ese matrimonio en crisis que poco a poco irá horadando el carismático Crossley. Y el relato además se vaya conformando en base a la propia recreación que el propio protagonista efectúa, se transmite en pantalla a partir de flashback, y él mismo subrayará en ocasiones ante Graves que ha ido adornando. Es decir, que todo contribuye a la apuesta por un recorrido argumental no solo repleto de sugerencias, sino que en todo momento se alberga la noción de que lo que contemplamos puede ser verdad o una simple elucubración.

A partir de esas premisas, THE SHOUT aparece como una propuesta tan turbadora como inquietante, dentro de un muy ajustado metraje que apenas alanza los ochenta minutos de duración. No le hace falta más; la densidad de sus imágenes, su constante capacidad de sugerencia e incluso de transgresión, trufan su conjunto de pasajes e instantes tan atractivos como inquietantes. Sugerencias que incluso aparecen en un muy segundo término, quedando ahí expuestas a la capacidad de compresión del espectador -la infidelidad de Anthony con una voluptuosa joven casada de la población, aunque en ningún momento los veamos cometiendo infidelidad-. El instante en que aparece junto al esposo un coche fúnebre, que luego comprobaremos se trata del pastor que ha sido asesinado por Crossley con sus gritos asesinos…

En cualquier caso, la entraña de la película se centra en ese proceso inicialmente casi casual, y paulatinamente más profundo, en el que el inquietante protagonista se va introduciendo en la cotidianeidad de este matrimonio aburrido, hasta captar la atención de la hasta entonces pasiva y acomodada Rachel. Todo ello irá expresándose con una extraña y casi irreversible lógica, sobre todo por parte de un esposo que inicialmente fue el que invitó al recién llegado -en realidad no hizo más que caer en la trampa que este le tendió-. Fruto de esa irrefrenable y creciente pulsión se expresarán secuencias -sobre todo una en la que la esposa se desnuda con naturalidad para entregarse al enigmático invitado-, que Anthony asumirá con tanta indignación como incapacidad para revertir.

Nos encontramos con un conjunto donde lo mórbido se da de la mano con lo inquietante, y la densidad imbricada con una clara sensación de formar parte en una extraña pesadilla, no puedo dejar de destacar los dos grandes episodios que ofrece la película. El primero de ellos, quizá el más reconocido y dominado por una mayor extensión, se el largo paseo por la campiña costera, donde el recién llegado quiere poner a prueba a Anthony del poder mortal que articula con su grito. Le invita a taponarse fuertemente los oídos, tras lo cual hará exhibición de su poder, ante el creciente terror de quien sufre la amenaza, a pesar de encontrarse protegido. Al acabar la temible exhibición, una de las suaves panorámicas en plano general mostrará no solo a un rebaño de ovejas muerta por el grito, sino incluso al pastor que las manejaba. Siendo mucho más breve de duración y más sencilla de planteamiento, prefiero con todo, la breve secuencia en la que Crossman se encuentra comiendo invitado por el matrimonio, y cuenta con delectación como mató a sus hijos en Australia, algo que los aborígenes contemplan con naturalidad dentro de sus costumbres. La intensidad de la planificación, la inquietante dicción de Bates y el juego que brinda al bordear el cristal de un vaso, provocando el típico y chirriante sonido, que culminará con el estallido de la copa de Rachel, dentro de unos instantes de tensión casi irrespirable marcará un episodio admirable.

THE SHOUT culminará con una doble catarsis. Anthony logrará revertir los poderes aborígenes del invasor, logrando neutralizarlo, no sin que este haga otra demostración del poder destructivo de su grito. La acción volverá al partido de criquet inicial, donde la llegada de una inesperada tormenta provocará no solo la rebelión de los internos, sino el postrer estallido de Crossman. La película finalizará el mismo instante donde se había iniciado. Pero ahora conocemos las razones de la nostalgia de Rachel, añorando quizá esos instantes donde puede que por única vez se sintió viva.

Calificación: 3’5

THIRTEEN WOMEN (1932, George Archainbaud) Trece mujeres

Que el cine americano sigue mostrando recovecos inexplorados en su pasado, lo demuestra el ejemplo que brinda la amplísima filmografía generada en Hollywood por el francés George Archainbaud (1890-1969). Una producción muy dilatada también en el tiempo, que se extiende en más de treinta y cinco años, desde los primeros pasos del periodo silente. Son pocas aún las películas suyas que se encuentran accesibles, siendo estas generalmente enmarcadas en los primeros años treinta durante su vinculación con la RKO. Y entre ellas, no cabe duda que su título más reconocido lo supone THIRTEEN WOMEN (Trece mujeres, 1932). A tenor de algunos otros exponentes de su filmografía que he contemplado -entre ellos, el muy posterior HUNT THE MAN DOWN (Un asesino inocente, 1950)- resulta bastante fácil intuir que una posibilidad de revisión de su filmografía, nos proporcionaría no pocas sorpresas.

Desde el primer momento, THIRTEEN WOMEN presenta las cartas de sus dos cualidades más relevantes. La primera, un extraordinario sentido de la concisión narrativa -nos encontramos ante una película de apenas una hora de duración, en la que no cesan de plantearse hechos y situaciones-. La segunda, una clara apuesta por la ambivalencia, en un relato que deja claro desde el rótulo inicial, señalar la decisiva importancia de la sugestión como elemento vector de comportamientos, pero que en no pocos instantes de su ulterior discurrir, incorpora destellos fantastique. Así pues, en esa insólita mixtura de propuesta psicológica, los ya señalados matices fantásticos y proceso policial, se encierra una propuesta trufada de posteriores célebres referentes hollywoodienses -David O’Selznick como productor, Max Steiner avalando su banda sonora, Leo Tover recreando su sinuosa iluminación en blanco y negro, o Irenne Dunne y Myrna Loy como protagonistas, en el inicio de sus respectivas carreras interpretativas-.

De entrada, una curiosidad, al parecer la película partía de una duración inicial de 73 minutos, siendo amputados 13 de ellos, lo cual incide en el hecho de que no aparezcan algunas de las trece mujeres a las que alude su propio título, en esta adaptación de una novela de Tiffany Thayer. Pese a dicha ausencia de metraje, o quizá mereced a la misma, lo cierto es que su desarrollo adquiere desde el primer instante una extraña aura de fascinación y, en sus mejores momentos, el aura mórbida de la cercanía de la muerte adquiere una presencia casi asfixiante. Lo cierto es que nos encontramos ante una historia desarrollada en lujosos ámbitos urbanos, protagonizada por mujeres de alta sociedad caracterizadas por su independencia y acusada personalidad -se trata de un relato precode-, que entronca en su desarrollo con la previa y excelente SUPERNATURAL (Sobrenatural, 1930. Victor Halperin), adelantando algunos elementos de la inmediatamente posterior -y superior- DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte de vacaciones, 1934. Mitchell Leisen) y la aún más lejana en el tiempo -y más irregular- THE AMAZING MR. X (1948, Bernard Vorhaus).

El relato se inicia con celeridad en el ámbito de un circo, donde casi de inmediato comprobamos el temor de una trapecista ante el escrito que le he remitido el vidente Swami Yogadachi (C. Henry Gordon). En él se le advierte el peligro inminente que corre su hermana y compañera del número circense. Pocos instantes después, el siniestro augurio se cumplirá ¿Destino o sugestión? En cualquier caso, el espectador se ve casi de inmediato imbricado en toda una montaña rusa de situaciones, servidas con una notable precisión narrativa, y ayudada de manera significativa por un muy dinámico montaje -obra de Charles LK. Kimball-. Dicha base narrativa y visual, permite en todo momento aflorar la que quizá aparezca como su mayor cualidad. Me refiero a la reiterada ambivalencia que desprende su metraje, en el que teniendo claro que se ofrece una clara apuesta por el poder mental de la sugestión, se tiene en muchos momentos la sensación de aparecer un aura sobrenatural e incluso una casi angustiosa sensación de cercanía de la muerte. A ello contribuye no poco la personalidad que describe una magnífica y muy juvenil Myrna Loy, encarnando a Úrsula Giorgi, la secretaria del vidente, en un rol dominado por un magnético misticismo oriental, que estoy seguro le sirvió de plataforma para encarnar, al año siguiente, a la sádica y lúbrica hija de Fu-Manchú en la igualmente notable THE MASK OF FU MANCHU (La máscara de Fú-Manchu. 1932. Charles Brabin). Y el contrapunto a esta hindú que años atrás se sintió humillada en la universidad donde compartió clases con la fraternidad de mujeres que ahora está contribuyendo a aniquilar -el elemento menos matizado del relato, quizá debido a la amputación de metraje-, lo ofrece la racional Laura Stanhope (magnífica Irene Dunne), mujer independiente con un pequeño a su cargo, que desde el primer momento se negará a creer en lo que considera supercherías, pero que poco a poco irá percibiendo el peligro de la  inminente mortalidad, cuando en un supuesto aviso del vidente se le anuncie que en pocos días morirá su hijo. Será el momento en que ponga la situación en manos del sargento Barry Clive (un muy fresco Ricardo Cortez), momento en que la película adquirirá una cierta aura policial, sin por ello perder esa ambivalencia que caracterizará todo su discurrir.

Fruto de dicha singularidad. De su permanente oscilación entre lo claramente racional y los destellos de alcance sobrenatural, sobrevienen sus instantes más memorables. Serán, de entrada, todas aquellas secuencias de intimidación en la que aparezca Úrsula, destacando entre ellas la que se desarrolla en un atestado metro y provocará la muerte del vidente, tal y como había anunciado su profecía. Dicha vertiente tendrá su conclusión, precisamente, en los instantes finales descritos en un tren, donde esta hipnotizará y adormecerá a Laura e intentará matar a su hijo, aunque finalmente tenga que huir y prefiera sacrificarse antes que ser detenido, cumpliendo ese vaticinio, que inicialmente se planteaba inicialmente como mero señuelo…

No obstante, más allá de lo relativo a este personaje, hay dos pasajes que se erigen, a mi modo de ver, como lo más perdurable de la película. Uno de ellos es la secuencia casi sin sonido, parangonable al mejor cine de Hitchcock -en aquellos años consolidando su periodo británico-, en la que el pequeño hijo de Laura intenta acceder al balón que le ha regalado el chofer de la casa, ligado a los intereses de Úrsula, y que el espectador conocer esconde una bomba de potencia letal, destinada a asesinar al muchacho. Sin embargo, bastante antes se producirá su episodio más memorable. En su viaje en tren Helen Dawson (Kay Johnson), una de las más estrechas amigas de Laura y también amenazada por el vidente de su próxima muerte por suicidio, tendrá un encuentro con Úrsula. Tras él, la hasta poco antes segura Helen se verá amenazada por la propia pistola que conserva en su maleta -recuerdo de su difunto marido- como elemento de protección. La intensidad de la puesta en escena de Archainbaud logra transmitir al espectador la espiral en la angustia de una mujer que, casi sin pretenderlo, se verá hipnotizada por la presencia de esa arma que, de manera indefectible, acabará con su vida en off. Curiosamente, el planteamiento de este angustioso episodio, no deja de aparecer como un singular precedente de la tóxica relación planteada entre el ventrílocuo encarnado por Michael Redgrave y su diabólico muñeco en el episodio dirigido por Alberto Cavalcanti en la recordada, colectiva y muy posterior DEAD OF NIGHT (Al morir la noche, 1945. Varios)

Calificación: 3

Resultados colaterales de la encuesta (IV) LAS 15 MEJORES DEL CINE FRANCÉS

No cabe duda que al efectuar una mirada global sobre la Historia del Cine, una parada en torno al cine francés deviene obligatoria. Y lo es, esencialmente, por dos corrientes que generaron, quizá, los periodos de mayor importancia en su discurrir. La primera se centra en la producción generada durante los años treinta, definidos por el denominado realismo poético y en un cine de aliento progresista, destacado en la obra de Jean Renoir. La segunda, sin duda el periodo más influyente de toda la cinematografía gala, reside en esa Nouvelle Vague que dinamitó los estilemas narrativos habituales en el arte cinematográfico desde su llegada, a finales de la década de los cincuenta.

ENTRE RENOIR, TRUFFAUT Y GODARD

Sin embargo, y pese a estas premisas, la primera conclusión que se atisba en la mirada en torno a los 15 títulos más votados en nuestra encuesta, procedentes de la cinematografía francesa, reside claramente en que a juicio de los votantes esta no alberga la importancia habitualmente brindada. El título más votado supone uno de los exponentes primigenios y más valorados de la citada Nouvelle Vague. Se trata de Los cuatrocientos golpes (1959), una obra que tiene tanto de rebelde en su mirada argumental, como de clásico en su formulación cinematográfica, y que supuso el debut de François Truffaut. Pero al contrario que supuso en los títulos más votados de nuestro cine -y en ello es claro que influiría una mayor cercanía, donde Berlanga incorporaba dos películas muy referenciadas-, en este caso la obra de Truffaut, que se erige como la más seleccionada dentro del cine francés, lo hace obteniendo 28 votos, y situándose por tanto en el puesto 45/46 del total de la encuesta.

A partir de esta importancia media otorgada por nuestros votantes por el cine galo, sí que es cierto que la quincena más votada nos brinda una impecable selección de buena parte de los cineastas más gloriosos de dicho país. Partiendo de los tres títulos que otorgan primacía al hegemónico Jean Renoir El río (1951) (19 votos; 2º puesto), La regla del juego (1939) (17 votos; 4º puesto) y La regla del juego (1937) (16 votos; 6º puesto), el ya citado Truffaut asume dos de los seleccionados -junto al de cabecera, se suma en el puesto 14/15, con 8 votos, la oscarizada La noche americana (1973)-.  También se encuentran dos títulos seleccionados en esta quincena, dirigidos por el cineasta más influyente surgido en tierras galas. Me refiero a Jean-Luc Godard, de quien curiosamente no se selecciona la referencial Al final de la escapada (1960). En su lugar, quedan incorporados en el puesto 11/12, con 11 votos, El desprecio (1963) y en el puesto 13, con 9 votos, la inmediatamente precedente Vivir su vida (1962).

FIGURAS IRREPETIBLES

Al margen de este trío de innegable importancia, la gama de cineastas seleccionados a través de algunas de sus obras, resulta apabullante. Nos encontramos con una atípica y magnífica obra francesa del danés Carl Theodore Dreyer -La pasión de Juana de Arco (1928); puesto 3º, con 18 votos-. Ligeramente por debajo surge la figura del gran Jacques Becker con la magistral La evasión (1960); puesto 4/5, con 17 votos. El reivindicado en los últimos años Henri-George Clouzot a través de la célebre y admirable El salario del miedo (1953), ocupa el puesto 7º con 15 votos. En la dualidad de los lugares 8/9, ambos con 13 votos, se encuentran obras de dos de los cineastas más personales surgidos en el cine galo. Robert Bresson, con la admirable Un condenado a muerte se ha escapado (1956) y Alain Resnais, con una de las creaciones más perturbadoras jamás rodadas en dicho país; El año pasado en Marienbad (1961).

Las tres obras que restan para completar esta quincena, se sitúan entre los más valioso generado por el cine francés. Jean-Pierre Melville se encuentra representado con la mítica El silencio de un hombre (1967) -puesto nº 10, con 11 votos-.  El singular Jean Vigo queda expresado con su obra más reconocida, entro de una obra interrumpida por su prematura muerte; L’Atalante (1934) -puesto nº 11, con 11 votos-. Finalmente, se encuentra felizmente presente el periodo francés de un cineasta errante y sensible como fue Max Ophüls, con la que quizá sea su obra cumbre, la delicada Madame de… (1953), situada en el puesto nº 14, con 8 votos.

AUSENCIAS E INFLUENCIAS

Más allá de las presencias, quizá podría lamentar ciertas ausencias, de otras obras de los seleccionados Bresson. Becker o Melville. O quizá igualmente falte tiempo, para que, en las preferencias de los aficionados se encuentren obras de cineastas como René Clément, Sacha Guitry, Jean Gremillon o Agnès Varda. Sea como fuere, la quincena de películas seleccionadas, reflejan parte de lo más perdurable de una cinematografía tan valiosa como influyente.


LAS QUINCE PELÍCULAS MÁS VOTADAS DEL CINE FRANCÉS

Puesto nº 1 (28 votos)

(1959) LOS CUATROCIENTOS GOLPES (François Truffaut)

 

Puesto nº 2 (19 votos)

(1951) EL RÍO (Jean Renoir)

 

Puesto nº 3 (18 votos)

(1928) LA PASIÓN DE JUANA DE ARCO (Carl Theodor Dreyer)

 

Puestos nº 4 y 5 (17 votos)

(1939) LA REGLA DEL JUEGO (Jean Renoir)

(1960) LA EVASIÓN (Jacques Becker)

 

Puesto nº 6 (16 votos)

(1937) LA GRAN ILUSIÓN (Jean Renoir)

 

Puesto nº 7 (15 votos)

(1953) EL SALARIO DEL MIEDO (Henri-George Clouzot)

 

Puestos nº 8 y 9 (13 votos)

(1956) UN CONDENADO A MUERTE SE HA ESCAPADO (Robert Bresson)

(1961) EL AÑO PASADO EN MARIENBAD (Alain Resnais)

 

Puesto nº 10 (12 votos)

(1967) EL SILENCIO DE UN HOMBRE (Jean-Pierre Melville)

 

Puestos nº 11 y 12 (11 votos)

(1934) L’ATALANTE (Jean Vigo)

(1963) EL DESPRECIO (Jean-Luc Godard)

 

Puesto nº 13 (9 votos)

(1962) VIVIR SU VIDA (Jean-Luc Godard)

 

Puestos nº 14 y 15 (8 votos)

(1953) MADAME DE… (Max Ophüls)

(1973) LA NOCHE AMERICANA (François Truffaut)

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Arriba: Los cuatrocientos golpes (1959, François Truffaut)

Centro: El río (1951, Jean Renoir)

Debajo: El silencio de un hombre (1967, Jean-Pierre Melville)

BELL BOOK AND CANDLE (1958, Richard Quine) Me enamoré de una bruja

1958 fue un gran año para el que sería el último periodo dorado de la comedia americana. Propuestas de Billy Wilder, Frank Tashlin o Blake Edwards se pueden unir a uno de los exponentes más valiosos del género; BELL BOOK AND CANDLE (Me enamoré de una bruja). Richard Quine ya atesoraba en aquel momento a sus espaldas una quincena de largometrajes, la mitad de su obra, y alcanzó en esta ocasión una de sus mejores películas, en mi opinión el primero de sus cinco grandes logros de su filmografía. El propio director -siempre muy humilde en sus manifestaciones- reconocía que sería con esta adaptación de Daniel Taradash, de la obra de John Van Druten, se sentía por vez primera suelto con la cámara. Más adecuado sería señalar que en esta ocasión logró consolidar de manera admirable, unos rasgos de estilo ya plasmados con acierto en sus títulos exponentes.

Sin embargo, lo extraordinario de esta película, reside en la capacidad de imbricar en su seno un relato navideño, una historia de brujería, los estilemas de una divertida comedia, la sensibilidad de una historia romántica y, como sería ya habitual en nuestro cineasta, envuelto como pocas veces en su carrera en una puesta en escena dominada por los ecos del musical sin danza, y un cine etéreo que se impregna al espectador desde el primer al último instante. Y es que la película de Quine te hechiza desde sus primeros planos de grúa, con fondo de música navideña, e introduciendo el inolvidable score de George Duning hacia el interior de la tienda de objetos de máscaras antiguas que regenta la joven y hermosa Gillian Holroyd (Kim Novak), describiendo sus extraordinarios títulos de crédito en un elegante y ágil plano secuencia que identificará a intérpretes y técnicos, con distintas máscaras e imágenes expuestas en la galería -detalle revelador; a Quine se le identifica con una de ínfimo tamaño. Su innata humildad como realizador-.

Esa armonía de géneros y temáticos antes señalada, se manifiesta desde los primeros instantes, donde conoceremos el ámbito de hechicería que protagonizan tanto Gillian como su hermano Nicky (Jack Lemmon) y su tía Queeney (Elsa Lanchester). En este aspecto, y de manera insospechada, puede considerarse el film de Quine como una de las más valiosas aportaciones cinematográficas al universo de la brujería -algo que recientemente destacaría el colega Tomás Fernández Valentí-, junto a propuestas, estas más ligadas el cine de terror, firmadas por Mark Robson, Sidney Hayers o Roman Polansi. Y es que, a la chita callando, la propuesta de Quine brinda, bajo las costuras de la comedia, un retrato fidedigno de las comunidades de bujería que se caracterizaron en el Greenwich Village neyorkino -por cierto, marco pocos años antes de su previa MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena, 1955)-. A partir de esta singularidad, pronto de incardinará el drama interior de la protagonista, al sentirse atraída por el más maduro editor Sheperd Henderson (James Stewart, emparejado con la Novak inmediatamente después de VERTIGO (De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock). Ello será la raíz de la entraña de la película, ante una joven que se intuye dominada por un tormento interior, ante el que pretende ser objeto de su atracción, sin tener que utilizar por ello sus poderes… que finalmente no podrá resistir poner en práctica. No dudará en actuar en contra de la prometida de este -Merle (Janice Rule)-, con la que tenía previsto casarse de inmediato y, de manera inexplicable, quedar ambos hechizados, aunque ello tenga como consecuencia su progresiva pérdida de aureola sobrenatural. Será algo en lo que incidirá su hermano, que actua como venganza, al haber aplicado Gillian sus poderes para evitar la publicación del libro sobre brujería del estrafalario escritor Sidney Redlitch (Ernie Kovacs), en el que Nicky ha colaborado, revelando los secretos de aquella comunidad de brujos. En última instancia, todas estas tensiones concluirán en una triste deriva; nuestra protagonista perderá la relación con un Henderson que descubre sus hechizos, precisamente cuando al mismo tiempo ha quedado enamorada de él, asumiendo que con ello dejará atrás su singularidad como bruja.

Todo se desenvuelve en este elegíaco cuento de hadas navideño, que en realidad se dirime en una búsqueda de sentimientos en sus personajes. Un ámbito en el que Quine se expresa con admirable elegancia. Lo hará tanto en las numerosas secuencias descrita en el interior del establecimiento de la protagonista -nuestro cineasta ratificaba su extraordinario dominio del espacio escénico, utilizando con extraordinario ingenio el gato de la bruja para acentuar dicha movilidad-, como en las desarrolladas en el oscuro café Zodiaco, la oficina de Henderon, o incluso la extraordinaria atmósfera -en uno de los episodios más certeros en torno a la fusión de terror y comedia- que preside la visita del editor a la vieja mansión de la veterana bruja Blanca de Passe (Hermione Gingold). Pero también sucederá en todas aquellas desarrolladas en un Nueva York nevado, transmitiendo paradójicamente una cálida sensación de anhelo de felicidad. Es indudable que, para lograr una película tan armónica, Quine atesoró materiales de primera. El reparto se encuentra en estado de gracia, siendo incapaces de destacar a un intérprete en concreto -aunque confieso mi predilección por una extraordinaria Elsa Lanchester-. A ello cabe sumar la admirable fotografía en color del veterano James Wong Howe, quien acierta la hora de situarse en la vanguardia de los modos característicos de aquella nueva comedia, e imbricándose de manera especial en potenciar todos los elementos fantastique de la película -el ya citado episodio en la vetusta mansión de la vieja bruja es un ejemplo deslumbrante de esta vertiente-. El otro elemento que envuelve con su melodía la cadencia casi musical de la película es, indudablemente, el extraordinario score de George Duning, quizá el más memorable de entre la decena de colaboraciones establecidas entre compositor y realizador.

Es por ello, que hay momentos en la película que, en la incardinación de todas estas vertientes, la intensidad de la película alcanza una garra e intensidad realmente poco frecuente. BELL BOOK AND CANDLE se encuentra trufada de momentos inolvidables. La elegancia que desprende esa secuencia con Gillian, Nicky y la tía de ambos, caminando de noche entre la nieve, comentando el accidentado encuentro con Henderson y su novia, mientras el segundo prueba trucos de brujería apagando las luces de las farolas. El reiteradamente citado episodio de la visita a la vieja bruja. La divertida exteriorización de Nicky de sus poderes de brujo en plena calle, ante un maravillado Redlitch.  El instante en que Gillian descubre en la calle, descalza para perseguir a su gato, que ha perdido sus poderes ¡derramando lágrimas, algo impensable para una hechicera! O, como no podría ser de otra manera, el inesperado episodio de reencuentro de Henderson y la protagonista, ya despojada de sus poderes sobrenaturales -va vestida de blanco, como purificada- ¡Que hermoso el vestuario de Jean Louis para la Novak! y su establecimiento se ha convertido en un bellísime escaparate de flores de mar ¡Que delicada metáfora romántica y visual! Sin embargo, no puedo por menos que destacar la fuerza, el romanticismo, el feeling y la sensación de verdad, que adquiere el episodio de la exteriorización del enamoramiento que sienten los dos protagonistas -su primer y fervoroso abrazo, facilitado por la extraña química ya consolidada entre dos intérpretes tan dispares. La acción nos trasladará, en sugerente elipsis, hasta el amanecer en la terraza de un viejo rascacielos, donde los dos ya amantes exteriorizan con sus diálogos y miradas sus sentimientos, culminando la secuencia la caída del sombrero de Henderson a las calles newyorkinas, en el que quizá sea el episodio más memorable jamás rodado por Quine.

El último gran momento de la comedia americana estaba casi en su esplendor, y ya entonces podíamos percibir como entre sus grandes exponentes se iban contagiando e influenciando de manera honesta y estimulante. BELL BOOK AND CANDLE no es una excepción a este respecto. La ya señalada y extraordinaria secuencia en la terraza de un rascacielos, no cabe duda que bebe de la no menos maravillosa de la inmediatamente precedente AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957. Leo McCarey). Al mismo tiempo, ese gato que se convertirá en un pequeño protagonista del devenir de sus personajes, será un elemento que Blake Edwards, el eterno colega de Quine, recuperará en su extraordinaria BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamante, 1961). Y ya, para finalizar, no se puede hablar de esta magnífica película, sin evocar a su estrella máxima, una Kim Novak en la cumbre de su belleza y sensualidad. Sería esta la segunda de las cuatro ocasiones en las que el realizador contó con su gran amor platónico, y considero que fue en esta ocasión en la que esta apareció más radiante, mimada hasta la devoción por la cámara del cineasta, y embellecida por el ya señalado vestuario de Jean-Louis -que recibió una de las dos nominaciones de la película a los Oscars-. En pocas ocasiones -e incluyo en ellas los ejemplos de Von Sternberg con Marlene Dietrich- he sentido tal amor en la pantalla brindado a una actriz, que en instantes como aquellos en los que aparece en primer plano -extraordinaria utilización del Scope- hechizando a James Stewart, y acariciando su fiel gato, llegan a adquirir una cadencia casi sobrenatural.

Calificación: 4

Resultados colaterales de la encuesta (III) LAS 15 MEJORES DEL CINE ESPAÑOL

Proseguimos con el análisis de los resultados de la encuesta que se ha ido elaborando durante más de medio año en este blog, que se prolongará en un recorrido por los títulos más votados de diferentes nacionalidades, así como en varios de los géneros más populares. Y lo iniciamos con el recorrido brindado a las preferencias de nuestro cine. Hay que señalar que del mismo modo, y como conclusión, brindaremos un doble análisis global de esta iniciativa, sin que ello limite el alcance de estas miradas colaterales.

De entrada, hay que señalar que, en opinión genérica de los votantes de la muestra, la importancia que alberga nuestro cine se sitúa en un lugar secundario, a mi modo de ver ubicando en su junta medida un ámbito que nos resulta cercano, pero que se ha de reconocer en su relativa importancia dentro de una mirada global en el conjunto del hecho cinematográfico.

A partir de estas premisas, y a la hora de destacar los 15 títulos más votados en la singladura del cine español, y siempre teniendo en cuenta que esto no fue nunca la intención inicial de los encuestados, lo cierto es que apenas tres películas se sitúan en un lugar destacado dentro de la misma, estando rodadas ambas durante la década de los sesenta -ámbito temporal en el que se sitúan 6 de las 15 producciones más votadas-.

EL PODIUM DEL CINE ESPAÑOL

Centrándonos en este terceto de cabecera, en realidad destaca poderosamente la preponderancia de las dos grandes obras dirigidas por Luis García Berlanga. En la cima de la producción nacional, El verdugo (1963) -con 52 votos, en el puesto 12/13 absoluto de la encuesta- y algo por debajo Plácido (1961) -a mi juicio superior, con 40 votos-. La mítica Viridiana (1961) de Luis Buñuel se sitúa en tercer puesto de las preferencias nacionales, con una cifra inferior, de 26 votos. A partir de ahí la densidad de los votos se diluye, en una quincena donde se encuentran hasta cuatro títulos firmados por Berlanga, por dos de Víctor Erice -El espíritu de la colmena (1973) y El Sur (1983)- y otros tantos de Fernando Fernán-Gómez en su faceta como realizador, sorprendiendo que la tantos años maldita El mundo sigue (1963) se encuentre en un lugar más que honroso, ligeramente por encima de la más conocida e igualmente excelente El extraño viaje (1964).

TEMPORALIDADES Y NOMBRES DISPERSOS

Antes señalábamos que eran seis las películas insertar en esta relación, que fueron rodadas durante la década de los sesenta -acaso la más valiosa en la historia de nuestro cine-. En la de los ochenta se encuentran cinco de las películas seleccionadas, mientras que finalmente las cuatro restantes se reparten entre dos procedentes de la década de los cincuenta -otro decenio de especial importancia en la producción española-, y otras dos de los setenta. Curioso es, señalar que ni en los noventa ni en lo que llevamos de siglo XXI, queda reseñado ningún título en las preferencias de los encuestados -por ejemplo, no aparece ninguna película del muy galardonado Pedro Almodóvar-. Al margen de los referentes ya señalados, lo cierto es que en esta quincena de títulos se encuentran presentes varios de los realizadores más representativos del país. Desde Juan Antonio Bardem -Muerte de un ciclista (1955)- hasta José Luis Garci -El crack (1981)-, pasando por Mario Camus –(1984) Los santos inocentes-, o nombres tan singulares como el Iván Zulueta de Arrebato (1979) y el José Luis Cuerda de Amanece, que no es poco (1989)-.

En todo caso, esa presencia menguada de la producción española entre las opiniones de los participantes, queda ratificada en el hecho de que los cinco últimos títulos de esta relación, no hayan llegado a alcanzar la barrera de la decena de votos.


LAS QUINCE PELÍCULAS MÁS VOTADAS DEL CINE ESPAÑOL

Puesto nº 1 (52 votos)

(1963) EL VERDUGO (Luis García Berlanga)

 

Puesto nº 2 (40 votos)

(1961) PLÁCIDO (Luis García Berlanga)

 

Puesto nº 3 (26 votos)

(1961) VIRIDIANA (Luis Buñuel)

 

Puesto nº 4 (16 votos)

(1984) LOS SANTOS INOCENTES (Mario Camus)

 

Puesto nº 5 (14 votos)

(1973) EL ESPÍRITU DE LA COLMENA (Víctor Erice)

 

Puesto nº 6 (13 votos)

(1953) BIENVENIDO, MISTER MARSHALL (Luis García Berlanga)

 

Puestos nº 7 y 8 (12 votos)

(1963) EL MUNDO SIGUE (Fernando Fernán-Gómez)

(1983) EL SUR (Víctor Erice)

 

Puesto nº 9 (11 votos)

(1964) EL EXTRAÑO VIAJE (Fernando Fernán-Gómez)

 

Puesto nº 10 (10 votos)

(1981) EL CRACK (José Luis Garci)

 

Puesto nº 11 (9 votos)

(1979) ARREBATO (Iván Zulueta)

 

Puesto nº 12 (6 votos)

(1985) LA VAQUILLA (Luis García Berlanga)

 

Puestos nº 13 al 15 (5 votos)

(1955) MUERTE DE UN CICLISTA (Juan Antonio Bardem)

(1966) LA CAZA (Carlos Saura)

(1989) AMANECE, QUE NO ES POCO (José Luis Cuerda)


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Arriba: El verdugo (1963, Luis García Berlanga)

Centro: Viridiana (1961, Luis Buñuel)

Debajo: El espíritu de la colmena (1973. Víctor Erice)

THE MEDUSA TOUCH (1979, Jack Gold) Alarma, catástrofe

Como ha venido sucediendo desde que el cine es cine y, de manera muy especial, a partir de la década de los setenta, en donde la crisis de la producción dentro de la división en géneros era una realidad firmemente instalada, fue moneda corriente ir aprovechando títulos y corrientes de éxito, para presentar variaciones más o menos -sobre todo menos- interesantes, con la premisa fundamental de posibilitar un rápido éxito comercial. Nos situamos en la segunda mitad de los setenta, donde aún se producían propuestas residuales e incluso subproductos, de dos subgéneros en aquel primer lustro habían, literalmente, roto las taquillas. Por un lado, la reiterada apuesta por el cine de catástrofes -repleto de éxitos comerciales y carente de exponentes de especial relieve-. Por otro, la continuidad en un cine de terror de carácter sobrenatural, que tuvo dos rotundos éxitos con THE EXORCIST (El exorcista, 1973. William Friedkin) y la posterior THE OMEN (La profecía, 1976), y que propondría productos tan estimables como AUDREY ROSE (Las dos vidas de Audrey Rose, 1977).

Sin embargo, no deja de resultar sorprendente que en aquellos años se tuviera la inteligente idea que proponer un aunara que aunara ambas vertientes. Lo más sorprendente aún es que dicha apuesta se coronara con un resultado realmente atractivo, que cabe considerar como una de las propuestas más inteligentes legadas por el género en aquellos años. Por supuesto, una producción de estas características, estoy seguro desconcertó a los habituales seguidores de una u otra vertiente, lo que posibilitó que pese a sus notables cualidades, e incluso al atractivo de su reparto, la película pasara sin pena ni gloria. De tal forma, THE MEDUSA TOUCH (Alarma, catástrofe, 1978) auspiciada por inteligente y siempre humilde realizador británico Jack Gold -hábil frecuentador del cine de géneros-, ayudada en su base por el brillante guion del posteriormente oscarizado John Briley -a partir de una novela de Peter Van Greeneway-, se erige no solo como una película que se eleva sobre el no muy atractivo nivel del cine de catástrofes generado en aquellos años. Más allá de esta circunstancia, aparece como una de las más atractivas singularidades legadas por el cine británico durante la segunda mitad de los 70.

THE MEDUSA TOUCH atrapa la atención del espectador ya desde su secuencia pregenérico, en la que contemplamos el inquietante y terrible asesinato del escritor John Morlar (un inquietante Richard Burton, dominando las múltiples ausencias de su personaje en pantalla). En esos momentos ya aparece una pantalla de televisión que, de manera sutil, se erige casi como la entraña última de la película. Pronto acudirá a asumir la investigación el francés inspector Brunel (magnífico Lino Ventura) quien, junto a sus compañeros de investigación, se unirán con la inexplicable sorpresa de ver como el atacado, prácticamente con la cabeza machacada, aún se conserva con vida. Trasladado de inmediato al hospital, poco a poco se irán abriendo los vértices de la investigación, mientras el escritor apenas subsiste por sus ondas cerebrales. Brunel irá indagando entre sus vecinos y su editor, asumiendo que se trata de un ser totalmente introvertido. Las pesquisas le trasladan hasta la joven doctora Zonfield (magnífica, como siempre, Lee Remick), psiquiatra que trató de manera reiterada al agredido. Será precisamente en la interrelación entre ambos, donde la película irá adquiriendo la espiral de su creciente densidad argumental, basándose en la creciente impresión de los poderes sobrenaturales que acompañan a Morlar. Alguien que desde su niñez se caracterizó por poder preludiar, e incluso incitar al desarrollo de hechos trágicos que han rodeado su existencia. En realidad, todo ello ha contribuido a conformar la extrema misantropía de alguien a quien su propio entorno familiar contribuyó a esa mirada despectiva, e incluso a la vivencia de hechos luctuosos, y que solo ha podido canalizar esa visión despreciable de la sociedad que le rodea, a través de la literatura. Será algo que, paradójicamente, le ha proporcionado riqueza, aunque sus libros provoquen tanto desapego en su prestigio, como recelo entre las clases poderosas de la sociedad inglesa de su tiempo -circunstancia que destacará en un momento dado, durante una conversación con Brunel el comisionado encarnado por el siempre magnífico Harry Andrews-.

Nos encontramos, pues, ante una propuesta que logra trascender el innegable interés de su creciente trama de suspense. De saber caminar hacia un inquietante sendero en el que se ponen sobre el tapete los poderes de la telequinesia, que tendrán su plena repercusión en la creciente conciencia del inspector francés -el personaje sobre el que se plantean las simpatías del espectador- de la existencia de esos poderes. Todo ello, en torno hacia un ser que se encuentra hospitalizado y casi en coma, y que desde allí puede provocar incluso la amenaza sobre una catedral, cuando se va a celebrar allí un acto multitudinario en el que se encuentran representantes institucionales, empezando por la propia reina de Inglaterra.

La película irá progresando a partir de las informaciones y recuerdos que atesora la psicóloga, conformando un retrato tan oscuro como inquietante de un ser que aparece al mismo tiempo como víctima y verdugo -en un momento dado, se muestra en primer plano la sobreimpresión de un primer plano del escritor en medio de una conversación entre el inspector y la doctora, ratificando la creciente presencia de su personaje en la relación entre ambos-. Ello se expresa casi de una secuencia a otra, y lo contemplamos de manera sucesiva como vulnerador y amenazador, en una clara apuesta por la ambivalencia, que tendrá una mirada tan escéptica, compasiva y, finalmente, inquietante, en torno a Brumel. Sobre todo, una vez se vaya concluyendo la terrible catarsis, inicialmente plasmada en torno a la resolución del personaje de la psiquiatra -en el que quizá sea el momento más conmovedor de la película-, y muy poco después en la terrible expresión visual del desplome de la catedral, resuelto en un brillantísimo ejercicio cinematográfico que debe quedar entre lo más brillante legado por el generalmente poco estimulante cine de catástrofes, ya que además de su perfecta plasmación visual, aparece en pantalla como auténtica explosión física de las tensiones generadas hasta entonces en el relato.

THE MEDUSA TOUCH alberga la virtud de funcionar a varios niveles. Más allá de su brillante combinación de relato fantastique, de suspense y de catástrofes, el film de Gold propone una mirada desencantada en torno a una sociedad áspera y sin asideros. Es algo que expresa muy bien su puesta en escena, y el trazado de una investigación rodeada de personajes secundarios dominados por su aspereza, que tendrán su reflejo en el rostro descreído del investigador francés. Esa visión crítica de la sociedad de consumo, tendrá su oportuno reflejo en la presencia casi constante de aparatos televisivos. Máxima metáfora de una alienación generalizada, aparecerá ligada a esa otra pantalla en la que iremos comprobando la creciente incidencia de las ondas cerebrales de ese hombre sin conciencia aparente, que se encuentra en el punto de mira de todos. Esa reiterada referencia como base de la alienación colectiva de la sociedad urbana de aquellos años setenta, será el punto de partida para una mirada subversiva, que tendrá su alcance más elevado en esa apuesta blasfema escenificada en torno al terrible desplome del templo, que expresará su punto más álgido de rebelión intelectual -y física-. De ese escritor que sabe sobrevivir a la muerte casi de manera milagrosa, y que ha convertido su traumática existencia en una lucha implícita con aquello que considera injusto.

THE MEDUSA TOUCH concluirá de manera tan inquietante como abierta, y albergará en su trazado secuencias tan impactantes -y descritas con extraña naturalidad- como aquellas que describirán las muertes surgidas en torno a su influjo -o incluso antes de ellas, como la mirada de horror del viejo juez, a la que el propio Morlan le ofrecerá de manera amenazante-, u otras en apariencia secundarias, como la que describe la visita del escritor a un vidente -encarnado por el brillante Michael Horden-, que irá descubriendo con horror que se encuentra ante alguien del que no aprecia nada positivo, en otro de los pasajes más inquietantes del relato.

Calificación: 3

La primera parte de un dossier sobre Luis Buñuel, en el número 553 de la revista Dirigido por... de septiembre.

Tras el paréntesis del mes de agosto, vuelve con fuerza la revista DIRIGIDO POR… en su número 553, correspondiente al presente mes de septiembre, que ya se encuentra hace bastantes días en los kioskos del país.

De nuevo aparece en su centenar de páginas con sus contenidos y secciones habituales. En cualquier caso, dos son los apartados que adquieren una mayor importancia en la publicación. En primer lugar, una atractiva aproximación al ‘Cine policíaco italiano’, como preludio a la ya casi inminente celebración del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde esta temática protagonizará su sección retrospectiva. En todo caso, un nuevo ‘dossier’ centra las páginas de este número, y que tendrá su prolongación en el siguiente. Me refiero al valioso dedicado al cineasta aragonés Luis Buñuel, tras varias décadas de ausencia en las páginas de la publicación.

Mi aportación en este número es corta. Tan solo el comentario de la atractiva e infravalorada LA HIJA DEL ENGAÑO / DON QUINTÍN EL AMARGAO (1951), dentro del señalado ‘dossier’ dedicado a Buñuel.