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CINEMA DE PERRA GORDA

PERSONAL AFFAIR (1953, Anthony Pelissier) Escándalo en Rudford

Dentro de una cinematografía como la británica, de por sí tan necesitada de una mirada global lo suficientemente profunda, para hacer valer su enorme caudal de cualidades, aún hoy ocultas, es cierto que en ellas se arrincona la aportación de nombres que dejan entrever verdadero talento entre la parte de su obra que hemos podido atisbar. Hablamos de nombres como el reconocido actor, pero apenas reseñado director que fue Peter Ustinov. De figuras tan extrañas, y necesitadas de revisionismo como Henry Cass, Wolf Rilla, Thorold Dickinson, la reivindicada Muriel Box, quizá por su condición de mujer, ese Lance Comfort que unos pocos intentamos llevar al sitio que creemos merece… o Anthony Pelissier.

Al detenernos en este último, hablamos de alguien polifacético, también escritor y productor, depositario de una andadura que combinó la escena, la gran pantalla, el cortometraje e incluso el medio televisivo Sea como fuere, entre 1949 y 1953 rodaría un total de siete largometrajes, de los cuales hasta el momento, tan solo había podido disfrutar de su segundo film, la deliciosa fábula infantil y fantastique THE ROCKING HORSE WINNER (1949), que ya me dejaba entrever la singularidad y sensibilidad de este hombre de cine. Tan solo quedaba ratificar si ese talento era ocasional, o provenía de alguien del que se podía intuir un cierto grado de inspiración generalizado. Por fortuna, PERSONAL AFFAIR (Escándalo en Rudford, 1953), lamentablemente su penúltima realización, no solo me ratifica en esa necesaria mirada sobre su figura, sino que, pese a ciertos comentarios recelosos de su resultado que he podido leer, me aparece como una de esas joyas que atesoró el cine británico de la primera mitad de los cincuenta.

De entrada, partimos de un relato inserto por derecho propio, en una de las parcelas donde considero que la producción inglesa alcanzó una primacía dentro de las cinematografías mundiales; el drama psicológico. Es curioso señalarlo, ya que para no pocos comentaristas, parece que esa especialización solo nació con las obras más populares llevadas a cabo por Joseph Losey -que justo es reconocer atesoran alguna de las cimas de esta vertiente-, pero que ha sido una especialización habitual en el cine de las islas desde los años cuarenta, con admirables exponentes, firmados por cineastas tan ligados a su país como Basil Dearden o, más adelante, Bryan Forbes, sin ocultar la importancia que albergó el Free Cinema para actualizar dicha corriente. Valga este preámbulo, a la hora de poner en valor la precisión, el rigor analítico, la destreza dramática y, porque no decirlo, la perfección cinematográfica de esta adaptación cinematográfica -a cargo del propio autor- de la obra teatral de Lesley Storm. Una película que se dirime en un progresivo estado de angustia, delimitada en un radio de acción de poco más de tres días, y centrada en el caso de una desaparición, que pondrá en jaque a la hasta entonces aparentemente tranquila población de Rudford.

En ella, ejerce como profesor de su viejo instituto de secundaria el amable Stephen Barlow (una precisa y conmovedora creación de Leo Genn. Tal vez la más valiosa de toda su carrera cinematográfica). Se ocupa de dar clases de latín ante un joven y desprejuiciado auditorio, entre el que destaca una joven de especial sensibilidad. Se trata de Bárbara Vining (una espléndida Glynis Johns, encarnando con convicción a una joven de diecisiete años, cuando tenía treinta en el momento del rodaje). Varios detalles nos inducen a pensar que se encuentra secretamente enamorada del profesor -lo sigue a distancia desde la salida de las clases-. Por su parte, Barlow se encuentra casado con la posesiva y americana Kay -Gene Tierney, remedando un poco su célebre rol en la mítica LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945. John M. Stahl)-. Muy pronto, con una precisión encomiable a partir de una planificación precisa, se nos introduce en un contexto en apariencia idílico. También en la oculta pasión de la muchacha. Y, por supuesto, en el carácter posesivo que muestra la esposa en torno al profesor, que tendrá su punto de estallido -un ominoso primer plano sobre Kay- al manifestar esta a la adolescente sin el menor miramiento, que sabe que está enamorada de su marido. Pero ya antes, habremos tenido las primeras impresiones del hogar de los Vining, encabezado por Henry (magnífico Walter Fitzgerald), director del rotativo local, su esposa, la meliflua Vi (Megs Jenkins), y la insidiosa hermana de esta, la solterona Evelyn (Pamela Brown, iniciando su estela de roles estridentes), en todo momento recelosa, a causa de una vieja y frustrada relación amorosa, que sentenció el gris devenir de su existencia.

Estos serán los mimbres en apariencia estables que saltarán por los aires cuando la muchacha desaparezca, tras haber salido huyendo después de la provocación de Jay, y una conversación nocturna mantenida con el profesor y favorecida por este, al objeto de atenuar el trauma que intuye le ha provocado la situación. La ausencia de Bárbara irá provocando toda una creciente montaña de murmuraciones y frustraciones, que asumirá Barlow con tanta nobleza como estoicismo. Será despedido de su trabajo, objeto de maledicencias, e incluso de presiones por parte de su esposa. Pese a la relativa comprensión recibida en un momento dado por el padre de la desaparecida, llegará a ser interceptado por agentes de una policía por presiones, y pese a no encontrar indicios relevantes -tan solo aparecerá la gorra de la muchacha en el rio-. También se efectuarán operaciones de rastreo en las aguas, sin resultado en un sentido u otro. Una auténtica olla a presión, en la que se revelará el verdadero rostro de una colectividad sometida a una situación extrema, por más que la misma se encuentre inserta dentro de la clásica personalidad inglesa.

Antes lo señaba, PERSONAL AFFAIR resalta por suponer un imponente ejemplo del mejor drama psicológico cinematográfico, tanto por la intensidad del material que le sirve de base, como en su contundente e inspirada plasmación cinematográfica, dentro de una serie de giros que llegan a atesorar una atmósfera casi aterradora, para devenir en último término como una propuesta que habla de imposibilidad de conciliar los sentimientos y, al mismo tiempo, de la propia imposibilidad de reprimirlos. En torno a ese eje central se dirime la galería de personajes que verán alteradas sus vidas, en una película que destaca por el acierto en la apuesta por el detalle -ese pañuelo mojado por lágrimas que Evelyn esconde cuando acude a la habitación de su sobrina en búsqueda de pistas; la preferencia de Kay por el café, en un entorno donde el te es una seña de identidad; la apuesta por los espejos en algunas secuencias de especial significación del relato-, pero que al mismo tiempo en todo momento se atiene a la humanización de sus personajes, por más que en ocasiones sus comportamientos o reacciones sean censurables -el director del colegio, encarnado por Michael Hordern, al cesar al profesor; la propia personalidad posesiva de su esposa-. Con toda esta amalgama, Pelissier va perfilando la afilada tela de araña de un relato que irá discurriendo hacia un cenit que, en última instancia, jamás llegará. Lo hará con la ayuda de la oscura y penetrante iluminación en B/N de Reginald Wyer que, por momentos, parece albergar la atmósfera de un confesionario. También, con la banda sonora de William Alwyn que, en algunos instantes, llega a erigirse como un personaje más -sonará durante la conversación entre el protagonista y la adolescente, antes de que esta salga de escena, en medio del imponente azud de agua que se sitúa ante ellos-. Más allá incluso de estos dos elementos, el director contará como especial aliado con el admirable montaje brindado por Frederick Wilson, propicio en afortunadas e incluso audaces transiciones -una de ellas llegará a mostrar, en primer plano, el rostro de la muchacha en negativo-.

Con todo ello, con la anuencia de un reparto en estado de gracia -se percibe que Pelissier tuvo muy presente la entrega de todos sus intérpretes-, se asiste a un auténtico calvario personal en torno al apacible y culto profesor, en un relato que opta por discurrir en voz callada, siempre con susurros, en el que los gestos tienen capital importancia, y en donde todo queda más bien sugerido aunque, en su conjunto, revele las costuras arrancadas de la falsa convivencia de una sociedad llena de agujeros. Ese descenso a los infiernos de un hombre sensible, está articulado con el escalpelo de un realizador que conoce el alma humana. Y además se inserta en unos postulados cinematográficos que, por momentos, parecen acercarnos incluso al cine de terror -el uso de sombras y claroscuros no será ajeno a dicha percepción-. Es más, en ocasiones, uno tiene la extraña sensación de encontrarse -con todas las distancias temáticas que se le puedan formular- ante un procedente de propuestas tan brillantes y, al mismo tiempo, de reconocimiento tan opuesto, como pueden ser EL CEBO (El cebo, 1958. Ladislao Vajda), NEVER TAKE SWEETS FROM A STRANGER (1960, Cyril Frankel) o, incluso BUNNY LAKE IS MISSING (El rapto de Bunny Lake, 1965. Ottto Preminger). PERSONAL AFFAIR va bullendo como un volcán a punto de erupción, sobre todo en secuencias de interiores donde la reflexión, intimismo, desnudez dramática e creciente intensidad, dejan paso a momentos en los que la verdad aparece. Lo hace en esos instantes que revelan la eterna y dañina frustración de la resentida solterona. O en la secuencia confesional plasmada entre el hundido profesor y el padre de la muchacha -admirables los dos intérpretes-. O, sobre todo, en el ese intenso y casi abrasador primer plano sobre la adolescente Bárbara, consciente que su sueño de amor imposible, ha supuesto finalmente el primer dolor de su existencia. Una vez más, el inagotable baúl del cine británico me ha brindado otro de sus tesoros ocultos.

Calificación: 4

THE MARRYING KIND (1952, George Cukor) Chica para matrimonio

Hay películas, no demasiadas, que son recordadas por una secuencia o episodio concreto, que les ha permitido quedar en la memoria. Por lo general, se suelen situar como cierre de las mismas. Sin embargo, en algunas otras ocasiones, dicha singularidad se incluye en el devenir de su argumento, logrando eso sí que su presencia sirva como catarsis o catalizador de su posterior desenlace. Es lo que sucede, punto por punto, en THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952), con la que con bastante probabilidad suponga la mejor escena jamás rodada por George Cukor. Me estoy refiriendo a aquella que describe la inesperada y trágica muerte del hijo del matrimonio protagonista, formado por Florry (Judy Holliday) y Chet Keefer (Aldo Ray, en su debut cinematográfico, una circunstancia señalada al culminar la película). Lo inesperado de la misma, la originalidad y el pudor de su plasmación cinematográfica, en medio de una celebración campestre, y la congoja que suscita en sus padres la evocación de la tragedia, transmite al espectador una inesperada ráfaga de dolor, poco habitual en el cine de aquel tiempo.

THE MARRYING KIND, escrita exprofeso por el tándem formado por Garson Kanin y Ruth Gordon al servicio de su protagonista femenina, en buena medida prosigue, y crece, en ese terreno de experimentación que Cukor irá poniendo en práctica en sus diferentes aportaciones en la comedia durante este periodo. En este caso, ya en los primeros instantes podemos comprobar esa mixtura de tonalidades, que van desde la festiva sintonía con la que se envuelven sus sobrios títulos de crédito, abriéndose la narración con una tan escueta como caricaturesca plasmación de los enfrentamientos que se producen en las puertas de un juzgado de paz. Sin embargo, ya desde el principio observaremos ese tono fotográfico cotidiano e incluso en ocasiones sombrío, que nos brinda la iluminación en blanco y negro de Joseph Walker. Y esa búsqueda de un matiz realista se consolidará cuando se muestren los primeros instantes de la vista que protagonizan los Keefer, destinada a consolidar su divorcio, y que se extenderá de manera mucho más intimista, cuando ambos se encierren con la juez Carroll (una extraordinaria, por lo sobria, Madge Kennedy). Será esta la confluencia que servirá para que el matrimonio en crisis pueda establecer una mirada reflexiva, intentando evocar la evidencia de sus contradicciones -algo que expresará mediante un acelerado recorrido de imágenes de sus actividades, que entrarán en rápida colisión con las evocaciones que ambos esposos ofrecen de sus respectivas vivencias en común, en donde se apostará por unos modos de comedia quizá un tanto caricaturescos, aunque es indudable que supone el oportuno preludio para esa crónica agridulce y, en última instancia, tragicómica, de un joven matrimonio obrero, que desea unir sus destinos, establecer una familia, e incluso en un momento dado, lograr dar ese salto en el destino, que en ocasiones se encuentra presente en todo ser humano. Esos diez segundos de gloria que implora el impulsivo Chet, y que le vendrán sobrevenidos tras una pesadilla de alcance cómico, y que por su propia configuración visual alcanzará tintes surrealistas. Será el contexto en que creará unos patines articulados por pequeñas bolitas metálicas, con la que el matrimonio por un momento creerá haber logrado una casi inmediata fortuna económica, pero que solo servirá para que el cuñado de ambos sufra un accidente doméstico.

Los cierto es que THE MARRYING KIND alberga no pocas influencias de la lejana y sublime THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928. King Vidor), sustituyendo aquel voluntarioso matrimonio Sims de la Nueva York en los instantes previos de la Gran Depresión, por un equivalente inserto en la sociedad del ‘gran sueño americano’. No son pocas las semejanzas marcadas entre ambos relatos, que van desde el acierto descriptivo que se ofrece de sus respectivos marcos sociales urbanos, los ritos de una ciudadanía dominada por la alienación colectiva y, también, esa alternancia entre pequeños instantes de felicidad y otros dominados por la tragedia -en ambos títulos, representado por la trágica muerte de sus hijos-. Pero también podemos emparentar esta magnífica obra de Cukor, con otra comedia romántica como la excelente y tristemente olvidada PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1941. George Stevens). En cualquier caso, lo cierto es que nos encontramos ante de las primeras miradas que Hollywood articuló en torno a la crisis de las relaciones de pareja, adelantándose a exponentes más explícitos -y más rotundos, a todos los niveles- como los planteados por Stanley Donen en TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967) y Richard Brooks con THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969).

Más allá de este alcance discursivo, resalta en THE MARRYING KIND esa voluntad verista. Esa capacidad de observación, que fue una de las mejores armas de su cineasta. Su acierto al penetrar en la letra pequeña de las relaciones. De establecer pequeñas secuencias y momentos intimistas que, en su sucesión, van formando el corpus de una relación en la que la lucha, la esperanza, la aceptación, la frustración, el desgaste e incluso el drama, se van dando la mano de manera tan invisible como inapelable. De todo ello podemos dar buena cuenta en este relato, En él podremos sensibilizarnos con la delicadeza con la que Cukor muestra ese primer amanecer para retornar a trabajar por parte del esposo, mientras que Florry se resiste a despertarse casi como una niña pequeña. También divertirnos con el relato de ambos de la fiesta ofrecida por la hermana y marido de ella, donde los celos de nuestra esposa se verán justificados ante los ridículos intentos de baile de una rumba por parte de una fugaz conquista de este. O incluso sentir casi en carne propia, la casi insoportable tensión sostenida por los dos esposos, discutiendo acaloradamente durante la noche por la diferente percepción de la inesperada herencia recibida por el antiguo jefe de ella, que solo podrá interrumpir la inesperada queja de la hija cuando se levante de la cama. Incluso, fuera del alcance directo de nuestros dos protagonistas, será especialmente reveladora la confesión que le brindará un amigo carnicero a Chet, evidenciando en su breve testimonio un plácido conformismo existencial que, en su sencillez, no deja de suponer más que un cercano precedente del Ernest Borgnine de MARTY (Marty, Delbert Mann. 1955). Esa alternancia entre el drama y la comedia, nos permitirá, dentro de las enormes consecuencias que la muerte del hijo provocará el matrimonio -esos instantes en que ambos lloran desconsoladamente ante la jueza al evocar la tragedia, ciertamente noquean al espectador por su sinceridad-, nos permitirá un doloroso instante posterior, cuando el padre -en estado casi catatónico- compre entre la multitud un juguete a su hijo fallecido, en un estadio de absoluta soledad entre la multitud, que culminará en su atropellamiento.

Lo admirable en esta comedia que abre nuevos senderos, tanto en la mirada sobre el desgaste de las relaciones de pareja, como en las aristas de esa nueva Norteamérica urbana deviene, una vez más, en la capacidad de su cineasta para aplicar no solo en ella una serie de diversidades tonalidades incluso experimentales en su trazado. Lo importante reside, una vez más en Cukor, en la sabiduría a la hora de establecer una puesta en escena casi invisible, dominada por planos largos y reencuadres casi imperceptibles, encaminada en buscar un creciente rasgo de sinceridad en sus criaturas, para lo cual la entrega en la dirección de actores se centra en esta ocasión en una tan insospechada como valiosa química entre sus dos espléndidos protagonistas.

Al final, la entraña de THE MARRYING KIND se encuentra vehiculada a través de la mirada y la apuesta de una jueza abierta y costumbrista que, a través de su mirada en apariencia neutral, ha descubierto desde el primer momento, que ese matrimonio en crisis alberga la posibilidad de una nueva oportunidad y que, quizá solo logrando una definitiva catarsis, mutando por unas horas en inesperada psicóloga, consiga hacer realidad aquello que intuyó desde el primer momento.

THE MARRYING KIND no es una obra redonda -hay elementos que se encuentran presentes con cierta ausencia de sutileza-. Sin embargo, considero que se trata de una magnífica obra. Una de las comedias dramáticas más brillantes legadas por George Cukor.

Calificación: 3’5

 

DUNKIRK (1958, Leslie Norman)

No es la primera ocasión en la que me refiero a que la vertiente británica del cine bélico, disociándola de la expresión de dicho género en el cine norteamericano, muestran su oposición a unas producciones USA, donde quizá se vislumbra de manera más clara un cierto alcance apologético y, del mismo modo, una vertiente más física en su expresión. Mi creciente interés hacia un género que abominé durante muchos años, me ha permitido valorar en una gran medida buena parte de un tipo de producción inglesa, dominado por relatos de supervivencia, centrando estos en una de las grandes especialidades del cine de las islas, su maestría en el drama psicológico.

DUNKIRK (1958, Leslie Norman), jamás estrenada en nuestro país, ni siquiera recuperada en las cada vez más menguantes ediciones digitales, cobró hace unos años una relativa actualidad -fuera de España- en 2017, con motivo del estreno de la magnífica DUNKIRK (Dunkerque) de Christopher Nolan. Ambas trataron el mismo hecho; el retorno de las fuerzas británicas a su país en 1940, tras la invasión nazi a Francia y Bélgica. En ambos casos nos encontramos con sendas superproducciones propias de su tiempo, aunque en el título que comentamos predomine el retrato psicológico, antes que el despliegue de acción y de masas, sin obviarla en aquellos momentos que lo requiera el relato. Lo importante, lo realmente relevante para esta producción de Michael Balcon para la Ealing Studios, reside en el hecho de combinar el drama exterior y el interior, pero, ante todo, brindar una mirada honda en torno a sus principales protagonistas.

Y para ello, no pudo ser más afortunada la elección del británico Leslie Norman (1911-1993), más conocido en su dilatada y reputada andadura televisiva, pero que entre los años 40 y 60 albergó una nada desdeñable andadura -una decena de largometrajes- como realizador cinematográfico. Se trataba de un hombre de cine especialmente dotado para el tratamiento psicológico de sus personajes, y que quizá alcanzara con el título que comentamos el máximo exponente de su trayectoria. DURKIRK se inicia con los melodiosos compases del score del gran Malcolm Arnold, y apuntando ciertos aires de superproducción. Sin embargo, desde sus primeros compases la película claramente por el intimismo, al tiempo, y es esta a mi juicio la principal cualidad de la película, por insertar de inmediato su compleja estructura narrativa. Algo que me permite considerarla como una de las cimas del género en el cine inglés, lo cual equivale en este caso a extenderla en dicha vertiente cinematográfica a secas, ámbito en el que se erige como una de sus muestras más singulares y, al mismo tiempo, valiosas.

Esa complejidad narrativa se manifiesta ya en sus primeros minutos, a partir de la proyección de un documental que nos introduje de inmediato en la realidad política inglesa, ante la contemporización de Chamberlain en torno a Hitler en 1940. Ese audaz punto de partida nos llevará a las dos líneas narrativas del relato. Una primera, centrada en el contexto de la política británica y la mirada social, en torno a la implicación bélica de su ejército, narrada en tono de crónica dramática, de apariencia convencional, pero muy pronto mostrando la densidad de su propuesta. Lo hará por un lado, a través de la implicación emocional y profesional del periodista Charles Foreman (un portentoso Bernard Lee). Alguien que apuesta decididamente por la incorporación inglesa en la lucha contra el nazismo, y que desde el primer momento, en vista de la invasión alemana, vislumbra la necesidad de recuperar las fuerzas inglesas que se encuentran en tierras francesas, que desprotegerían las islas de una posible invasión alemana. En su oposición se encontrará la representación del inglés medio, en este caso representado por John Holden (magnífico Richard Attenborough). Se trata de un pequeño empresario, que ha logrado un creciente impulso económico sirviendo al ámbito bélico, pero que se muestra reacio a acercarse a la contienda, en buena medida debido a una esposa dominante, que no quiere que se aleje de su entorno familiar.

La otra vertiente narrativa de la película, que se muestra ya desde la propia proyección cinematográfica, se centra en la realidad bélica luchada en tierras francesas, inclinada sobre la figura del modesto coronel ‘Tubby’ Bells (espléndido John Mills, prototipo del héroe anónimo inglés). Se trata de un soldado que, sin pretenderlo, y movido por las circunstancias, tendrá que asumir de manera forzada el mando de un pequeño comando en dichas tierras, hasta que llegue a la playa de Dunkerke. Será el contrapunto de la letra pequeña y la cotidianeidad de la contienda, que Norman acertará a describir en un tono semi documental, obviando en sus imágenes la incorporación de banda sonora.

En esa confluencia, DUNKIRK va asentando su engranaje dramático de manera precisa e inspirada, hasta llegar a ese tercio final que tiene su marco en la playa eje de aquel suceso, que aparece como auténtico colofón del relato en un largo, denso y, por momentos, casi asfixiante bloque narrativo, perfectamente delineado por Norman a partir del guion de David Divine y W. P. Lipscomb, tomando como base, referentes literarios previos. Esa duplicidad de puntos de partida, sin duda enriquece el conjunto de la película. Lo hace tanto en la deriva de ese héroe a pesar suyo que es Bells, como en la creciente entrega de Foreman, así como la reversión de la interesada abulia de Holden. Todo ello será plasmado por medio de un admirable tiralíneas dramático, que confluirá en ese ya señalado tercio final, dotado tanto de una irresistible mezcla de fuerza dramática, como de intensidad casi metafísica.

De toda la peripecia del personaje encarnado por Mills se pueden retener, más allá de esa espesa iluminación en blanco y negro de Paul Beeson, que brinda un plus de autenticidad a sus imágenes, la brutal autenticidad del bombardeo que aniquila a numerosos labradores que huyen -esa mujer que queda muerta en primer plano en la cuneta, con un niño revoloteando a su alrededor-. La fuerza de la llegada a una granja abandonada, a la que pronto se acercarán soldados alemanes, formando una violenta escaramuza. El conflicto del indeseado mando con sus soldados, que se mostrarán a punto de desertar de una lucha a la que entienden han sido dejados abandonados. O incluso antes, atender a la orden de un superior, que pronto comprobarán se trataba de algo que les iba a permitir salvarse. Esa mirada en la que se combina lo casi documental, el instinto de supervivencia y un creciente sentido de la responsabilidad como ejército, se encuentra delimitada en este segmento narrativo, con una autenticidad única.

En la subtrama más ligada a la narración convencional, DUNKIRK se centra en el creciente equilibrio mostrado en la actitud de dos actitudes inicialmente tan antitéticas como las de Holden y Foreman -atención a la influencia que para los dos tendrán sus esposas-, hasta que ambos se incorporen para tripular sus respectivas barcas, cuando han sido una de las muchas incautadas para rescatar a soldados de la playa de Dunkerke. Todo ello se irá consolidando sin elevar nunca el tono. En ocasiones a través de simples miradas y gestos entre ellos y otros personajes que les rodean, se va tejiendo esa tela de araña de relaciones y complicidades, que se estrechará una vez todos se adentren en el Canal de la Mancha.

Será en dicha playa donde ambas vertientes narrativas confluirán, encontrándose los tres personajes principales en medio de un pavoroso y extenso episodio, que combina con maestría la gran producción con la apuesta con el intimismo. Y que, en medio de una amplísima figuración, insertará la implicación del trio protagonista en medio de una transformación que, para el entregado periodista de opinión, devendrá mortal. Todo ello se expresa en pasajes donde queda perfectamente descrita la masacre contra soldados ingleses por los bombardeos aéreos nazis. Ese equilibrio en las dolorosas escenas de masas, tendrá su contrapunto en las penalidades de las criaturas que allí sufren desamparadas. En lo terrible de las masas de soldados allí desparramados a la intemperie. O en el ruego colectivo de muchos de ellos ante un improvisado servicio religioso… que será interrumpido de nuevo por los bombardeos.

Pese a esos breves instantes, en los que las fuerzas retornadas son aclamadas por la población, DUNKIRK es un relato tan valiente como lacerante. Una mirada honda en torno a la relatividad del comportamiento heroico, incluso ante la percepción sobre el hecho bélico, lamentablemente olvidada en nuestros días, pero que supone una de las más admirables propuestas brindadas por el cine de las islas en este género.

Calificación: 4

DANCE, FOOLS, DANCE (1931, Harry Beaumont) Danzad, locos, danzad

Pese a su general olvido -quizá debido a estar avalada por un realizador tan poco conocido como Harry Beaumont, del que solo conozco la discreta pero apreciable ENCHANTED APRIL (1935)-, ello no hace justicia al que con toda justicia habría que citar, como un verdadero precedente. Un precursor de esa mixtura de cine de gangsters y melodrama precode, DANCE, FOOLS, DANCE (Danzad, locos, danzad, 1931) quizá ya había albergado algún exponente más primitivo, pero que muy pronto se iría consolidando, a partir de las dos vertientes que alberga esta película -el melodrama y su génesis como cine de gangsters. Dicha incipiente corriente tendrá otro exponente más rotundo ese mismo año, por ejemplo, con la admirable THE PUBLIC ENEMY (1931, William A. Wellman)-.

Nos encontramos en las vísperas de la Gran Depresión. La película se inicia en un buque tripulado por personas adineradas, cuyos padres juegan a las cartas, dejando expresar los primeros y aún lejanos indicios del crack de 1929, y sus hijos se encuentran en la cubierta, bailando de manera despreocupada, como plena representación de esos ‘felices años veinte’, que se encuentran a punto de concluir de manera abrupta. La cámara pronto destacará a la desprejuiciada Bonnie Jordan (Joan Crawford), que baila junto al igualmente adinerado Robert Townsend (Lester Vail), mientras su hermano, el superficial Bob (William Bakewell) no deja de definirla con la chica con la que baila. Lo que en principio podría aparecer una variable de esos melodramas acartonados Made in Metro, muy pronto dejará ver una notable capacidad de observación en sus diálogos, unido a una querencia con la elipsis, que nos llevará casi de inmediato a la expresión física del inicio de la Gran Depresión, marcada desde una sesión de bolsa. En ella, que caerá fulminado de un infarto Stanley Jordan (William Holden, no confundir con el conocide intérprete), el patriarca familiar, al percibir que ha quedado arruinado. Sus dos hijos se tendrán que enfrentar a la pérdida de todos sus bienes, algo que asumirán con cierta ligereza, lo que para Bonnie supondrá renunciar al ofrecimiento de matrimonio de Townsend y, en definitiva, dejar de lado el entorno snob que le rodeó hasta entonces, independizándose y trabajando como periodista. Por su parte, y aunque vivan juntos, su hermano preferirá dedicarse a la venta fraudulenta de alcohol, lo que en un momento dado le acercará hasta el jefe de uno de los gangs de venta de bebida, el tan temible como carismático Jake Luva (un Clark Gable derrochando carisma pese a su juventud). Luva le encargará la búsqueda de nuevos clientes, iniciando una ofensiva contra la banda rival que culminará con una matanza, en la que el muchacho apenas actuará como conductor, mostrando en ese momento su debilidad de carácter. Esa debilidad es la que, de manera involuntaria, le hará confesar algunos detalles de lo ocurrido al periodista Bert Scranton (Cliff Edwards), casualmente el compañero más estrecho de su hermana en la redacción. Esta circunstancia supondrá, prácticamente, la sentencia de muerte del reportero, que Luva encargará a un aterrorizado Bob, que finalmente ejecutará, iniciándose en el rotativo la búsqueda del culpable, cuya responsabilidad asumirá Bonnie, sin saber en ese momento las implicaciones familiares que lo ocasionaría. Se infiltrará en el entorno del gangster como bailarina de su club -donde se reencontrará con un atónico Townsend-, acercándose a un Jake cada vez más seducido por la recién llegada. A partir de ese momento, todo discurrirá con enorme rapidez, en un ámbito donde la venganza, la redención e incluso la apuesta por un nuevo futuro, se dirimirá entre sus principales personajes.

DANCE, FOOLS, DANCE se ofrece, pues, como una muy atinada crónica, en torno a la llegada del crack del 29 y a los primeros pasos de la Gran Depresión, dentro de un relato que se inicia de manera burbujeante, pero en el que de manera progresiva se va instalando en el marasmo de una crónica criminal, capaz de romper una estructura familiar ya dañada de manera irreversible con la inesperada muerte de su patriarca, que en su momento fue incapaz de proporcionar a sus vástagos la capacidad de saber andar por el mundo con responsabilidad propia. A partir de esas premisas, resalta en la película el retrato, rebelde y decidido, de su protagonista femenina, esa joven que en el fondo, con esta circunstancia tan trágica, ha logrado romper con ese superficial entorno social con el que no se encontraba cómoda. Y hay que reconocer que, ayudado por el dinamismo -también algunos excesos- que proporciona la performance de una joven Crawford, se acierta al describir a uno de esos atractivos y activos roles femeninos, frecuentes en numerosos relatos precode. Ella será el verdadero anclaje de una película que destaca por una notable frescura, en la que se entremezcla la sequedad narrativa de los primeros años del sonoro, con un acertado uso de la elipsis, aciertos de ambientación, sobre todo en su vertiente urbana y, finalmente, no pocos hallazgos narrativos.

Y es que casi desde sus primeros instantes, en el film Beaumont se abandonan los vicios del estudio, al inclinarse tras la visualización del drama que articulará el destino de los dos hermanos, en una precisa descripción de ambientes -el cabaret de Luva y, muy en especial, la redacción del periódico en que trabajará la protagonista-. Todo ello irá articulado por precisas elipsis -de destacar es la magnífica que tras el infarto que costará la vida al padre, la película fundirá con el primer plano de esa tarjeta de condolencia de Townsend, que Bonnie lee, para ratificar la muerte de este. O el travelling lateral que iniciará una secuencia, anticipándonos y describiendo con enorme originalidad el trasiego de la rotación del periódico en el que esta ha empezado a trabajar. Mucho más adelante, tras el asesinato de Scranton, gran amigo de Bonnie, podremos contemplar otro travelling lateral, mostrando lo que los reporteros escriben del asesinado, hasta que la cámara recorra la máquina solitaria que utilizaba este.

La película, por tanto, mantiene la frescura de ese sentido de la crónica de un contexto y un entorno convulso, centrado en su tercio final en el ámbito tan sórdido como fascinante de Luva. Un entorno de dominio por parte de este, donde la mujer solo se ofrece como sujeto de su disfrute, donde un gesto o una mirada suya supondrá siempre una orden. Y donde, en un momento dado, este sucumbirá a los encantos que le brindará una camuflada Bonnie, a partir de su explosivo debut como bailarina en el club. Será, sin embargo, el preludio a una catarsis, en la que los dos hermanos -sobre todo Rob, en un gesto postrero- intentará redimir su pasado. Será el momento en donde se plasmará la última expresión de esa cierta relación incestuosa latente entre ambos -se besarán amorosamente en la boca antes de que el muchacho expire-.

DANCE, FOOLS, DANCE culminará con el relato sincero de la periodista en su cabecera, renunciando prolongar su andadura en la profesión. Será el momento de plasmar ese emocionante travelling de retroceso en plano general, mientras Bonnie recibe de manera latente el cariño y reconocimiento de los que fueron sus compañeros. La película no evitará recaer finalmente en la convención del happy end, aunque lo hará insertando una cierta ironía en torno a los compañeros del rotativo que va a abandonar.

Sin embargo, conviene mantener en la retina, la dureza del instante más percutante de la película; la enrome fuerza que reviste el asesinato de Scranton, de manos de un atormentado Bob. Una secuencia de potencia eléctrica, que culmina con la caída del cadáver por la boca de un metro.

Calificación: 3

DR. PHIBES RISES AGAIN (1972, Robert Fuest) El retorno del Dr. Phibes

A consecuencia de la cálida acogida -comercial y crítica- brindada en el momento de su estreno, la avispada American International da vía libre a la producción de una nueva entrega del maléfico y extraño personaje del Dr. Phibes. El primer paso para ello es la contratación del escritor Robert Blees para, junto al mismo Fuest, coescribieran el guion de un relato, donde al parecer hubo ciertos choques entre ambos a la hora de introducir matices humorísticos, algo de lo que su también realizador parecía recelar en la posibilidad de su predominio. También se introdujo en el reparto al norteamericano Robert Quarry, al que vanamente se quería plantear por parte de la productora como un sustituto del propio Price, una vez concluyera el contrato de este con dicha entidad. Finalmente, llegado el momento de su estreno, DR. PHIBES RISES AGAIN (El retorno del Dr. Phibes, 1972) no cosechó ni la acogida popular ni la positiva recepción crítica de su predecesora, lo que coartó la posibilidad de una tercera andadura del personaje, que se empezaba a bocetar.

Pese a todas esas reservas, considero que esta y última entrega de unos de los malvados más singulares -y entrañables- de los primeros años setenta, no solo adquiere personalidad propia, que era lo más complicado, sino que incluso en algunos de sus elementos supera a su precedente. Pero vayamos por partes. Tres años después del extraño embalsamamiento que hizo desaparecer de la vida pública a Phibes (Price) y al cadáver de su esposa Victoria, una insólita confluencia de planetas devuelve a la vida al médico, que se encontrará -detalle genial- con la realidad de que su mansión ha sido derribada en estos tres años. Poco después, los propios títulos de crédito nos muestran -en el mismo momento de presentar a su personaje, ayudado por el bonito tema musical de fondo- una apuesta por la mitificación de la figura de Price, que en esta secuela tiene mayor presencia. Al mismo tiempo, la base argumental en esta ocasión alberga tres vertientes. De un lado la nueva singladura del protagonista, empeñado en utilizar una conjunción de astros en Egipto para lograr la eternidad en el río de la vida. De otra, la pugna de Darrus Biederbeck (Quarry) por utilizar los datos del papiro que ha robado, y trasladarse también a Egipto, para alcanzar con él esa vida eterna que el tiempo le ha venido consumiendo en esos cien años vividos mediante los poderes de un elixir que ya se le acaba. Y, finalmente, en la segunda mitad se reincorporará la investigación del inspector Trout (Peter Jeffrey) acompañado con su superior, desplazándose también hasta el país oriental, para investigar la muerte de Harry Ambrose (Hugh Griffith) y las pistas que le llevan de manera extraña a unas probables nuevas pistas sobre el hasta entonces desaparecido Phibes. Todo ello se expresará a partir de su segundo tercio y hasta el final del relato, en un ámbito que prolongará la fluidez narrativa y de montaje heredada de la película previa y, de alguna manera, rompe con la dualidad precedente centrada en crímenes de Phibes / investigación policial.

Por el contrario, DR. PHIBES RISES AGAIN adquiere, de entrada, personalidad propia. Bajo mi punto de vista destaca en su abierta apuesta por lo delirante, en su querencia por lo pulp, a lo que ayudará de manera poderosa su ambientación exótica. Ello permitirá, por ejemplo, que su diseño escénico sea muy superior -las lujosas dependencias que Phibes mantenía escondidas en el interior de una montaña-. Será algo que además Fuest utilizará con un más brillante sentido escenográfico que en la película precedente. Esa descripción de las insólitas dependencias, aparecerán simuladas tras unas esculturas pétreas en forma de pies gigantes, que nos retrotraen en el recuerdo a la última película rodada por el gran Jacques Tourneur WAR-GODS OF THE DEEP (La ciudad sumergida, 1965). A partir de dicha terna de elementos argumentales, la película discurre liviana, mostrando un lado divertido y pérfido de Phibes en la ejecución de sus tan increíbles como delirantes crímenes, y acertando a brindar una mirada cada vez más comprensiva del inicialmente arrogante e insensible Biederbeck. Este, a modo de un novedoso Dorian Gray, tras transmitir al espectador la angustia existencial de alguien que ve como su tiempo se termina de manera irremediable. Por ello, la película le dedicará sus instantes finales, en una emotiva conclusión, aunque no totalmente aprovechada en la grandiosidad que casi pedía a gritos.

En cualquier caso, esa superior pericia narrativa y visual de Fuest, se percibe en una mayor querencia necrófila en las secuencias que relacionan a Phibes y su esposa muerta. Y, al mismo tiempo, brinda escenas y episodios tan atractivos como el encuentro del protagonista con un lujoso arcón procedente de un faraón, o aquella en la que Trout y su superior encuentran en pleno desierto a un supuesto grupo de soldados ingleses, que contemplarán con horror se trata de los inquietantes muñecos del maléfico doctor -quizá el pasaje más inquietante y surrealista de la película-. Curiosamente, es en la escenificación de los crímenes donde se observará cierta molesta tendencia al efectismo -el ayudante que muere asaeteado por un águila- pero al mismo tiempo, ello nos permitirá sufrir el que quizá sea el asesinato más sádico y cruel de todo el díptico, con esa tortura con una invasión de escorpiones sufrida por otro de los jactanciosos y chulescos ayudantes destinados en la expedición.

Señalar finalmente que la película recupera, en diferentes y episódicos roles, a los eliminados en la primera entrega Hugh Griffith y Terry Thomas, y permite la casi invisible aparición de Peter Cushing como capitán del barco que traslada a los principales personajes a Egipto. Una aportación indigna de un intérprete de su categoría.

Calificación: 3

CHIENS PERDUS SANS COLLIERS (1955, Jean Delannoy)

Dentro de la nómina de realizadores franceses, demonizados en su momento por las hordas de Cahiers du Cinema -con especial virulencia por parte del posteriormente académico François Truffaut-, denostando literalmente el corpus de profesionales cualificados en aquellos años cincuenta, probablemente el más denostado fue Jean Delannoy (1908-2008). Artífice de una filmografía que se prolonga en medio centenar de largometrajes entre la segunda mitad de los años treinta y la de los noventa, lo cierto es que apenas pudo resistir la dura diatriba que ennegreció su obra. Obra que, por lo demás, aún en nuestros días se encuentra poco revisitada, y que, en mi caso personal, apenas me ha permitido contemplar algo más del 10% de su producción. Pero lo curioso de ello es que ese muestreo me permite percibir la irregularidad de la misma. Y es que si, por un lado, recuerdo lejanamente la pesadez académica de NOTRE DAME DE PARIS (Notre Dame de París, 1956), en su vertiente opuesta hay que destacar la singularidad y sensibilidad que desprende LES AMITIÉS PARTICULIÈRES (1964) -quizá su mejor película-.

Pues bien, mucho más cercano a este último título -aunque paradójicamente muy ligada temporalmente a la desdichada adaptación de la obra de Víctor Hugo- y con una previa querencia del realizador por el universo infantil y juvenil, nos encontramos ante un relato que aparece como adaptación de la novela del mismo título de Gilbert Cesbron, que centra su mirada por un lado en un juez de apariencia seca -Julien Lamy (Jean Gabin)-. Sin embargo, pronto le descubriremos su preocupación por pequeños y adolescentes a punto de discurrir por el mal camino. A su través, la película se centrará en tres de dichos muchachos. Uno es Alain Robert (Jimmy Urbain), que alberga instintos pirómanos y mantiene la ilusión de encontrar a sus padres. Otro es el ya adolescente Francis Lanoux (Serge Lecointe), que vive en condiciones muy adversas, con unos abuelos poco recomendables, y que mantiene una relación con la joven Sylvette Villain (Anne Doat), a la que ha dejado embarazada. Finalmente, en un lugar más secundario se encuentra el pequeño Gérard Lecarnoy (Jacques Moulières), quien ocasionalmente vive con una madre poco responsable. Ellos serán el núcleo de una película que acierta al bascular por esas dos vertientes. De un lado el análisis de la compleja personalidad del juez Lamy, que se sirve de la espléndida personalidad cinematográfica de su protagonista, un Jean Gabin de cuya entrega, hay que reconocer que la película se beneficia considerablemente. De otro, nos encontramos ante un retrato de ese universo infantil marginal que se desprende a partir de los tres pequeños protagonistas. Todo ello, siempre inserto en esa Francia entre rural y urbana de un tiempo que aún no ha abandonado, de facto, la posguerra.

Esa capacidad para describir un contexto que va entre la frustración y la melancolía, supone una de las mayores cualidades de este relato de un inspirado Delannoy, ayudado por la fría iluminación en blanco y negro de Pierre Montazel, y la ocasional y oportuna banda sonora de Paul Misraki. Esa capacidad de extraer el máximo partido tanto de exteriores como de interior elegidos, ya se muestra en la propia secuencia de apertura, mientras discurren los títulos de crédito, donde un largo plano secuencia nos muestra la sucesión de los niños que aparecerán de manera secundaria en el relato. Ello nos dará pìe a un inicio sorprendente -claramente heredado del estupendo JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1950) de René Clément-, donde en el cobertizo de una granja se nos presenta al pequeño Alain, del que descubriremos su sensible personalidad, viviendo una solitaria fiesta con un tocadiscos en el que se entona música clásica, culminando la misma con el deliberado incendio del recinto, y huyendo del mismo con un camión a la ciudad. De inmediato se nos trasladará a la peripecia judicial de Francis y su cercanía con Sylvette, dando paso al protagonismo del veterano juez. Es decir, la cámara de Delannoy y el guion que lo envuelve acierta al introducirnos en el entramado psicológico de sus principales personajes, de los que poco a poco iremos acercándonos en sus debilidades y tribulaciones, amparados por esa extraña mezcla de sabiduría, rigor y sensibilidad demostrado por ese veterano juez que, quizá, en el fondo, encubre en esa capacidad de servicio y protección hacia los más pequeños y desplazados de la sociedad, el anhelo de una paternidad jamás alcanzada -algún diálogo nos inclinará en dicha vertiente-.

Todo ello, acusando quizá un cierto exceso de diálogos, nos inclina a un relato dominado por un aura de autenticidad. Que sabe combinar la dureza con un cierto grado de esperanza. Lo trágico con la apuesta con el futuro. Y todo ello, a través de una formulación dramática estructurada a modo de episodios, en ocasiones entrelazando personajes -la unión que se estrecha entre Alain y Francis-, y en otras inclinados hacia otros que aparecen de manera independiente -todo lo que acontece en torno a Gérard y su entorno maternal-. A ese dinamismo dramático cabe unir la destacada agilidad de Delannoy tras la cámara, muy lejos de esa calificación de ‘académico’ con que fue definido con tanta ligereza. Con ello, nos encontramos ante una película que, pese a ciertos desajustes, discurre con tanta desdramatización como fuerza dramática -el trágico destino de Francis y Sylvette deviene tan doloroso como ejemplar a este respecto-. En la que lo cotidiano y la miseria se da de la mano de manera admirable. Donde percibimos esa vitalidad en la Francia de unas clases bajas que aún no han emergido del trauma de la guerra. Y en donde pese a todo, aún hay lugar para el optimismo y la realización personal.

Dicho trasfondo se encontrará salpicado de algunas brillantes secuencias, demostrativas del buen hacer y la implicación emocional y narrativa de su realizador, capaz de extraer de su fauna humana un cierto grado de verdad. Hablo por ejemplo de esa escena en la que el juez y Francis suben a un autobús, y este último logra un fugaz encuentro con Sylvette, y el espectador percibe la sinceridad y el conflicto de su relación -ella se encuentra embarazada de él-. Un instante que en la aparente distancia nos permite comprobar que el juez es consciente de este fugaz encuentro. También, la crueldad que reviste el momento en que Alain se dispone a comerse una lombriz, y con ello conseguir unos cigarros para Francis -con el que comparte internado-, en un contexto que nos acerca a la crueldad infantil del universo literario de William Goldman. No olvidaremos la visita del juez al lúgubre domicilio de la madre de Gérard para buscar a este, que se encuentra escondido debajo de la cama, por lo que la secuencia se encuentra encuadrada desde el suelo. Sin olvidar el brillante pasaje de la fuga nocturna de los dos muchachos del internado, dominada por una serie de sorpresas narrativas y argumentales, una de las cuales será dejar noqueado a uno de los responsables del recinto, y prolongado por unos vibrantes travellings laterales en los boscosos exteriores del recinto. Sin embargo, y pese a adquirir una presencia algo episódica, creo que el personaje más atractivo de CHIENS PERDUS SANS COLLIERS es el femenino de Sylvette -no olvidemos nunca la comprensión que muestra la veterana ayudante del juez-. Existe en torno a ella una valiosa mezcla de inocencia y madurez, que tendrá quizá su momento más valioso en la visita nocturna que manifestará al domicilio de ese veterano hombre de Ley que, bajo su apariencia hosca, esconde en su interior tanta sabiduría como instinto paternal.

Calificación: 3

RAG DOLL (1961, Lance Comfort)

Los últimos años de la andadura cinematográfica de Lance Comfort -fallecido prematuramente en 1966, poco más de un año después del rodaje de la estimable DEVILS OF DARKNESS (Los diablos de la oscuridad, 1965)- quedan dominados en el ámbito de las producciones de bajo presupuesto. Relatos sombríos insertos dentro de la serie B, de duración muy ajustada y la presencia de repartos con actores eficaces, pero poco conocidos -en los cuales ocasionalmente se colaron intérpretes poco después consolidados-. Es cierto que aún nos restan por recuperar y contemplar varios de entre la casi quincena de títulos que forman este bloque, entre los que aparece, sin embargo, TOMORROW AT TEN (1963), a mi juicio una de sus obras mayores; un tenso thriller de angustiosos perfiles.

En el contexto de esos títulos modestos y apenas revisitados se encuentra RAG DOLL (1961), que en los últimos años ha logrado ser recuperado, por el hecho de estar protagonizada por el entonces joven cantante Jess Conrad, una de las figuras musicales emergentes en aquellos primeros sesenta -como Cliff Richard o Adam Faith- en tierras inglesas. La película, que muy pronto revela su inmediatez, su fisicidad y también su limitación de medios, se inicia como tantos otros thrillers de aquellos años. Es decir, un plano largo general y nocturno, ubicando la cámara en el interior de un vehículo. Todo ello, sobre los títulos de crédito y tomando como fondo una canción rockera de la época bastante molesta -un elemento que en ocasiones va en detrimento de la película-. Muy pronto se nos introducirá al ámbito de un desvencijado restaurante de carretera, asistiendo en muy pocos instantes el sórdido entorno en que vive y trabaja la protagonista. La ágil y eficaz planificación de Comfort nos traslada al ámbito en que trabaja la hermosa Carol (estupenda Christina Gregg), que es acosada por un individuo indeseable, e incluso carente del menor cariño por parte de su padrastro, dueño del garito; el alcohólico Flynn (Patrick Magee). Harta de ese ambiente y con la ayuda de otro cliente, un camionero que también la desea, aunque con mejores formas, esta viajará de noche hasta Londres en su vehículo, donde se revelará que se trata de un hombre casado. El panorama que hemos contemplado en muy pocos minutos resulta desolador, llegando la muchacha a una capital iluminada con luces navideñas, pero que desprende en todo momento para ella tanto dinamismo, como una desoladora sensación de soledad.

Acompañada de una sola maleta, se introduce en un local, y solo la ayuda de una supuesta vidente -Princesa (Hermione Baddeley)-, antigua prostituta, es salvaguardada de la vigilancia de una agente. Carol conocerá allí muy pronto al extraño Wilson (Kenneth Griffith), propietario de varios establecimientos, al que bajo su aparente personalidad amable acogerá a la protagonista como camarera desde el primer momento, buscando acercarse a ella, mientras la joven vive con su veterana acogedora. Pese a los galanteosque le brinda, esta nunca dejará de frenar a Wilson y mantenerlo tan solo como un amigo. Este escenario mutará por completo al conocer la muchacha a un joven y atractivo cantante, que atiende al nombre de Shane (Conrad), aunque realmente se llama Joe. Más allá del recelo que sobre él observan los dos mentores de Carol, esta caerá rendida ante la extraña personalidad y la pasión que el muchacho le manifiesta, aunque pronto descubra que su vida se desarrolla en el entorno de actividades delictivas. Nuestra joven esconderá la vida amorosa que mantiene con Joe, encubriéndole con otra persona anónima, sin poder evitar quedar embarazada de él. La inesperada situación invitará a que este realice un último y sustancioso golpe, con el que poder huir los dos hasta Canadá, y desde allí poder vivir juntos una nueva vida. Lo planeado, no obstante, adquirirá un tinte trágico.

Esa muñeca de trapo a la que alude el argumento del film de Comfort, se basa en un sencillo pero áspero guion realizado al alimón por Brock Williams y Derry Quin al que, por achacársele algo, se echa de menos una mayor precisión y densidad. Algo propio en una producción de estas características, dentro de una duración que no alcanza los setenta minutos. Frente a esas limitaciones, que impiden que lo que finalmente aparece como apunte de un inquietante retrato coral, justo es reconocer que queda como una crónica apresurada, disparada casi a trallazos, del infructuoso intento de una adolescente por establecer y estabilizar su vida, cuando esta se encuentra casi condenada de antemano. Utilizando algunos de los elementos de libertad formal que había consagrado el Free Cinema en el cine inglés, Lance Comfort acierta al trasladar un argumento que casi no tiene tiempo a reposar, y que quizá precise de más sutilezas de las contempladas, pero que en todo momento respira no pocas dosis de verdad.

El cineasta brinda una planificación ágil, por momentos crispada, ayudada por un montaje que sabe ir a lo esencial -Peter Pitt- y una física y oscura iluminación en blanco y negro a cargo de Basil Emmott. El devenir de RAG DOLL discurre, por tanto, casi sin dar un respiradero al espectador, pese a su aparente definición como un relato apresurado. Hay en el conjunto de su sencilla propuesta, una mirada acre y nihilista en torno a la sociedad londinense del momento. Un contexto en el que la presencia de esa joven inocente pero hastiada, aparece casi como un elemento discordante. Y si bien la película destacará a nivel narrativo por la agilidad con la que su realizador demuestra bastante más que pericia -esa capacidad para partir de un primer plano a un plano general para describir un marco coral; el uso de la profundidad de campo en la oscura secuencia del asalto; la facilidad con la que desarrolla la película a través de muy escasos escenarios; el pathos que adquieren sus minutos finales-, lo cierto es que si algo tiene una especial incidencia en su conjunto, es la capacidad del director para insuflar ambivalencia en torno a todos los personajes que rodean la desazonadora andadora vital de Carol. Comfort lo alcanzará en casi todo momento, al prolongar la presencia de dichos personajes, instantes después de que el personaje abandone su interacción. Pero se encontrará presente incluso en presencia fugaces, como esa agente de policía que persigue con la mirada a la protagonista en sus primeros pasos en Londres, y sobre cuyo rostro se detendrá la cámara una vez esta sale fuera de campo, quizá insinuando una repentina atracción lésbica.

Con fuerza y sin moralismos, RAG DOLL culmina con un tan doloroso como naturalista calvario por parte de Joe, incapaz de emerger de ese propio pathos al que el mismo ha recurrido, y sin dejar abierta una puerta de futuro para la muchacha. Bajo su aparente corto alcance, nos encontramos ante una película tan limitada en producción como abierta en sugerencias. Una superior entidad de su trazado, sin duda nos hubiera permitido un resultado más notable, de esta con todo más que apreciable propuesta.

Calificación: 2’5

LA HIJA DEL ENGAÑO (1951, Luis Buñuel) La hija del engaño

Para aquellos que, como es mi caso, apreciamos la obra de Buñuel, sin incluirnos entre los exégetas de su obra, quizá nos resulte hasta cierto punto más sencillo apreciar el caudal de cualidades que atesora LA HIJA DEL ENGAÑO (1951). Quinta película rodada por el aragonés en Méjico, y adaptación cinematográfica del sainete Don Quintín el amargao, obra del alicantino Carlos Arniches y Antonio Estremera, adaptan su punto de partida en escenarios madrileños al entorno del distrito federal mejicano del momento. Ya desde sus primeras imágenes, podemos percibir las enormes limitaciones de producción de la película, algo por otro lado extensible al cine mejicano de aquel tiempo -hay un momento en que se produce un portazo y el decorado llega a temblar-. Es más, por momentos, tenemos la impresión a asistir a una traslación mejicana, de aquellas producciones que delimitaron en aquellos años la Poverty Row del lado más limitado de Hollywood.

Pero con todas esas limitaciones, LA HIJA DEL ENGAÑO ya resalta desde sus fotogramas iniciales -que servirán de presentación al personaje protagonista; Quintín Guzmán (un estupendo Fernando Soler, a quien está dispuesta la película)-. Lo hará a través de la agilidad tras la cámara dispuesta por Buñuel, en una puesta en escena entregada y dirimida a través de complejos y siempre valiosos planos secuencia, que aciertan a dinamizar un argumento de base muy escaso de fuste, al tiempo que establecer entre ellos las relaciones de sus personajes. En esos minutos de apertura se insertará la base de la tragedia de Quintín, un buen hombre, pero carente de suerte, al que el destino hará descubrir la infidelidad de su esposa. Despechado, la echará de su hogar, mientras ella le señala -para intentar que se la deje llevar- que la hija de ambos no es suya. No logrará su esposa el objetivo, pero este la abandonará en la cabaña de una humilde pareja, donde la cuidarán hasta que se convierta en una hermosa adolescente, junto a una hija auténtica del matrimonio. Pasados veinte años, y cuando la esposa, a punto de morir, ratifica a Quintin la paternidad de su hija, este se aprestará en su búsqueda, desde sus instalaciones del cabaret ‘El infierno’ que comanda, y ayudado por sus dos lugartenientes. A partir de este momento, este hombre adinerado pero amargado y matón, intentará revertir lo que para él ha sido un cúmulo de buena suerte, e intentar iniciar una nueva vida con esa hija adolescente que no conoce. Esta es Marta (Alicia Caro), que ha logrado establecer una relación sentimental con el bondadoso Paco (Rubén Rojo), y que finalmente tendrá que huir, debido a los malos tratos que le inflige su padre adoptivo. Por ello, cuando Quintín llegue hasta la vieja cabaña en busca de su hija, esta ha desaparecido.

Como se puede deducir al seguir este argumento, nos encontramos en sus momentos más previsiblemente dramáticos con un melodrama bizarro muy habitual en el cine mejicano. Sin embargo, otro de los aciertos de la película reside en su constante apuesta por una distanciación humorística, que por un lado sirve para resaltar el absurdo melodramático se no pocas de sus situaciones y, por otro, para introducir una mirada acerada en torno a las singularidades del destino, que propone nuestra existencia. Así pues, para poder paladear los placeres que proporciona una película de entrada tan modesta como esta, olvidémonos de la mediocridad de sus intérpretes -excepción hecha del notable histrión que fue Fernando Soler-, o de las ya señaladas y ostentosas carencias de producción. Por el contrario, podemos incluso deleitarnos al percibir como dos personajes tan chuscos como los torpes matones que acompañan al protagonista, pueden poco a convertirse en típicos secundarios de cualquier slapstick norteamericano. Algo a lo que igualmente se acercan las dos secuencias marcadas en la vieja cabaña, donde se busca infructuosamente a Marta, cuya conclusión aparece retomada de cualquier corto de la Keystone.

Pero vayamos aún más lejos. LA HIJA DEL ENGAÑO propone una de las transiciones narrativas más deslumbrantes de la obra buñueliana -ese plano imposible, un encadenado en negro, con la cámara ubicada tras la alacena que, al cerrarse su puerta, y con el sonido de la paliza que su dueño proporciona a la niña marta, se abrirá mostrándola como una hermosa joven-. O el contraste que ofrece la secuencia confesional en la que Quintín se despide de su repudiada esposa, ya moribunda -unos instantes de conseguido dramatismo-, para fundir y contrastar con ese primer plano de la caricatura demoníaca que preside su cabaret, mostrando un número musical elegantemente filmado. Esa misma querencia entre drama y comedia, nos la brinda la secuencia en la taberna desalojada por Quintín y donde se encuentra con sus dos matones. Y el destino hace que llegue hasta allí esa hija a la que desconoce y su ya esposo. La humillación que el protagonista proporciona a los jóvenes, tendrá un contrapunto inesperado. Paco volverá a la taberna tras haberla abandonado, y obligará a Quintín, pistola en mano, a que se coma una de las aceitunas. El instante es una muestra más de esa capacidad para imbricar drama y comedia casi en el mismo plano, ya que tras que tras su vendetta con este, lo hará de manera muy cómica con sus dos esbirros.

Pero en un relato donde también destacar la brillantez y el dinamismo con el que Buñuel filma la actuación que supondrá el estreno como cantante en ‘El infierno’ de Jovita (Amparo Garrido), la hermanastra de Marta, resaltan por su fuerza transgresora los minutos finales de la película. Tras el descubrimiento de la auténtica identidad de su hija, Quintín deambulará abatido en una sucesión de planos sin diálogos, de carácter existencial, rodados entre escenarios urbanos casi fantasmagóricos. Serán, bajo mi punto de vista, los más valiosos de una película que, por momentos, parece concluir con el recurso a lo convencional. Nada más lejos de ello. En unos sorprendentes instantes donde lo transgresor, el nonsense, y hasta una cierta cercanía al universo de los Marx Brothers, camparán por sus respetos, el espectador percibirá, si le quedaba alguna duda al respecto, que toda la película no es más que una burla y, quizá, una mirada en torno a los absurdos recovecos que dominan nuestras existencias.

Calificación: 3