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CINEMA DE PERRA GORDA

TEMPTATION (1946, Irving Pichel) Tentación

TEMPTATION (1946, Irving Pichel) Tentación

TEMPTATION (Tentación, 1946. Irving Pichel) es una mezcla de melodrama victoriano, con una clara apuesta por el exotismo de una ambientación de época enmarcada en varios escenarios internacionales -con especial preminencia en escenarios egipcios, en su mayoría recreados en estudio-. Todo ello aderezado con toques de suspense, y también reservando el protagonismo a la entonces muy en boga -y magnífica- Merle Oberon, especialmente indicada en este tipo de producciones, en donde podíamos encontrar también ciertos ecos de perversión. La Oberon había rodado el año anterior otro título en que compartía escenas con el hoy olvidado pero torvo galán Charles Korvin, de orígenes húngaros y corta carrera como tal en Hollywood, al que perjudicó ser incluido en las listas negras de McCarthy en 1951. Serían finalmente tres los títulos que compartirían juntos, siendo el último de ellos el magnífico BERLIN EXPRESS (Berlín Exprés, 1946) de Jacques Tourneur.

Nos encontramos a finales del siglo XIX en las ya señaladas tierras egipcias, donde reside plácidamente el matrimonio compuesto por Ruby (Oberon) esposa del arqueólogo Nigel Armine (George Brent). La llegada a dicho entorno del comisario Ahmed Effendi (Arnold Moss) pronto diluirá dicha sensación, en la medida que trasladará a la protagonista el recuerdo -y las pruebas: una caja de metal- que traen a la actualidad un hecho terrible que ella desea olvidar, al tiempo que le induce la cercana citación para acudir a la prefectura. La sombra de ese futuro incierto se vislumbrará en su rostro, y ella lo relatará ante la casi inmediata visita del doctor Isaacson (Paul Lukas) otro sincero amigo de la pareja, sobre todo de Nigel. El encuentro entre ambos permitirá a la esposa relatar el recuerdo del largo episodio que ahora se encuentra a punto de marcar su mañana. Será el inicio de un extenso flashback en el que Ruby, una mujer mundana que ha dejado atrás un divorcio, se dispone a unirse a un nuevo y acaudalado esposo. Para ello, y acompañado por su fiel sirvienta Marie (Lenore Ulric), antes se entrevistará con el propio Isaacson, ya que su objetivo se encuentra marcado en el reconocido arqueólogo. Dicho y hecho, y pese a las reticencias latentes que mantendrá el doctor, lo cierto es que los planes de la protagonista se llevarán a efecto, e incluso entre los esposos aflorará un cierto sentimiento amoroso. Sin embargo, el tedio que para ella supone una vida rutinaria en tierras egipcias -algo que la película muestra con sencillez y contundencia-, será algo en lo que solo encontrará un inesperado asidero sentimental en el joven, atractivo y arrogante Mahoud Baroudi (Charles Korvin), al que se acercará cuando desea ayudar a una joven sirviente a la que este ha chantajeado. Ese punto de partida tan reprobable, no impedirá que ella caiga rendida ante un joven arruinado y poco recomendable pero que supone su único aliciente para emerger de una vida tan cómoda como desprovista de atractivo para ella.

Nuestra protagonista no podrá zafarse del perverso atractivo emanado por Baroudi. Ni siquiera sabiendo la oscuridad que encierra su comportamiento. Como si en el fondo reflejara en él lo más reprobable de su personalidad, no dejará de seducirle de manera económica, e incluso sabotear la intención que este albergaba de viajar hasta Estados Unidos junto a una acaudalada familia a la que había embarcado bajo su escasamente valiosa ascendencia nobiliaria, con cuya joven hija se pretendía desposar. Todo irá conformando una enfermiza atmósfera, en la que la dependencia de Ruby hacia su despreciable amante será aprovechada por él mismo, decidido a utilizarla induciendo a que ella misma sea la que vaya facilitando el progresivo envenenamiento de su esposo. Un proceso en el que esta se verá inmersa sin dudar, pero en el que en un momento dado reflexionará y reconducirá, hasta enfrentarse directamente con su amante de manera dramática. Ese hecho es el que, tiempo después, marcará una situación que no alberga futuro para ella.

De entrada, TEMPTACION se inserta en un contexto de producción bastante familiar en aquellos años, y dentro de dicha coyuntura no puede señalarse entre los más ilustres, ya que Pichel -como sucedería en otras ocasiones dentro de su irregular filmografía- prolonga senderos ya explorados en numerosas ocasiones con más fortuna. Es más, se parte de un argumento surgido a partir de una novela de Robert Hichens y su adaptación teatral a cargo de James B. Fagan, que ya había sido llevada a la pantalla incluso en el periodo silente, intuyo en buena medida debido al contraste de atmósferas y mundos que plantea su enunciado. No será precisamente en esta faceta en la que brille esta discreta película -la ambientación egipcia no se encuentra adecuadamente aprovechada, ni siquiera a efectos escenográficos-. En cualquier caso, y aún con estas limitaciones, TEMPTATION deviene un producto estimable, de entrada, por el aporte que le brinda la magnífica iluminación en blanco y negro del gran Lucien Ballard y la música ofrecida por un entregado Danielle Amfitheatrof. En ambos casos se contribuye a dotar de cierta espesura a una trama que oscila entre lo folletinesco y el suspense, en la que cabe destacar la importancia que adquiere el relato en off de la protagonista -planteado como evocación ante el personaje de Isaacson y, con él, al espectador- en lo que se dirime una deriva desesperada de una mujer mundana, incapaz de adaptarse a un entorno burgués y de victoria que ahoga su ansia de mundo.

Esa incapacidad a la hora de trasladar el drama interior de una desclasada lastra no poco el alcance de un título eficaz en sus mejores momentos e insuficiente en otros, pero que en todo momento se encuentra por debajo de sus intuidas posibilidades -la secuencia descrita en el descubrimiento de la tumba con la momia, en la que se desaprovechan sus enormes posibilidades-. Dentro de ese relativo corto alcance, lo cierto es que TEMPTATION alberga una determinada personalidad en la relación de la protagonista y el perverso Baroudi. La interacción entre ambos intérpretes y la planificación desplegada por Pichel, sí que logra ir creando una atmósfera malsana en una atracción dominada por el falso aristócrata y la mujer que desea tener vida amorosa llena de riesgo y que, en un momento dado, y ante el cariño que le demuestra su esposo, decidirá revertir ese penoso proceso de envenenamiento, hasta dirigirlo hacia aquel quien ideó el malévolo plan. Ese perverso delirio revertido posibilitará quizá los mejores instantes de una película que, del mismo modo, adquiere una extraña serenidad en las secuencias compartidas entre Ruby y el médico encarnado con su habitual excelencia por Paul Lukas. Ese contraste entre una mujer mundana y un hombre experimentado y mesurado, es el que permite que sus secuencias compartidas -en especial aquellas que se sitúan en los últimos minutos del relato- adquieran una notable aura reflexiva. Lástima que la presencia de George Brent en un personaje de gran importancia se encuentre carente de la necesaria densidad, aunque en esos instantes donde su vida se encuentra en peligro y demuestra a Ruby su absoluta entrega, por momentos revelen una inesperada intensidad dramática. La película concluirá con un sacrificio, mostrado de manera tan elíptica como eficaz, con lo que se pretende ocultar tanto la propia decisión final de la protagonista, establecida a modo de redención y, con ella, no solo ocultar ese hecho que enturbia su pasado, sino con ello evitar la deshonra de ese esposo al que nunca sabremos si realmente amó, pero que en un momento determinado sí que comentó a respetar. E incluso admirar por su entrega hacia ella.

Calificación: 2

THE SEVEN LITTLE BOYS (1955, Melville Shavelson) [Mis siete hijos]

THE SEVEN LITTLE BOYS (1955, Melville Shavelson) [Mis siete hijos]

El paso de los años ha definido a Melville Shavelson como uno de los más temibles representantes de la comedia sentimental emanados desde Hollywood en las décadas de los cincuenta y sesenta. Es cierto que he ido evitando contemplar exitosos y presuntamente temibles ejemplos como HOUSEBOAT (Cintia, 1958) o IT STARTED IN NAPLES (Capri, 1960), pero en su momento sí que tuve que soportar A NEW KIND OF LOVE (Samantha, 1963), que no dudo en considerar una de las peores comedias de los sesenta. Sin embargo, he encontrado entre no muy extensa filmografía -Shavelson se insertó esencialmente en el medio televisivo- dos propuestas de cierto interés, como fueron ON THE DOUBLE (Plan 402, 1961) -uno de los vehículos más aceptables de Danny Kaye- o la posterior y bastante amarga THE WAR BETWEEN MEN AND WOMEN (Guerra entre hombre y mujeres, 1972).

En cualquier caso, no puedo ocultar mi relativa sorpresa, al contemplar -y disfrutar- del título que supuso su debut. Singular -y muy libre- biopic en torno a la figura de la estrella del vaudeville Eddie Foy, THE SEVEN LITTLE BOYS (1955), apenas oculta su condición de vehículo al servicio del cómico Bob Hope, tan poco apreciado en nuestro país como idolatrado por el público norteamericano -nunca podremos olvidar el fervor que siempre le ha profesado Woody Allen-. Personalmente, y habiendo visto bastantes de las películas protagonizadas por Hope -en la que se encuentran comedias bastante apreciables-, no dudo en situarla entre las más interesantes, junto a las igualmente olvidadas y carentes de estreno en España, THAT CERTAIN FEELING (1956, Melvin Frank y Norman Panama) y THE FACTS OF LIFE (1960), esta última dirigida en solitario por Frank. Y lo cierto es que, en los primeros instantes, al contemplar al hijo del protagonista en plena actuación junto a su retahíla de hijos, vestidos todos de amarillo, uno se teme lo peor. Sin embargo, ya podemos percibir una de las grandes virtudes de la cinta; el cromatismo que desprende el look Paramount a través de la iluminación de John F. Warren y la ayuda del consultor de color Monroe W. Burbank. Y unido a ello, la incorporación de una voz en off que ejecuta con fuerza y sentido del humor Eddie Foy Jr., el propio hijo del homenajeado.

Siguiendo el guion elaborado al alimón por parte del propio Shavelson y su inseparable Jack Rose -este último también productor-, muy pronto la acción se retrotrae a finales del siglo XIX para ofrecernos la deriva humana de Eddie Foy (el propio Hope, en uno de sus trabajos más compactos). Esa interesante transición cinematográfica nos retrotrae a su antepasado, contemplándolo en teatros de vaudeville y percibiendo muy pronto su bien clara misoginia, haciendo alarde de su soltería. En una nueva actuación espera que sea contemplado por el productor de espectáculos Barney Green (estupendo George Tobías), pero la llegada de una pareja de artistas italianas, hermanas, que han de actuar previamente, pronto vivirán en carne propia su descortesía al no cederles el arisco protagonista su camerino. Ellas son Madeleine (Milly Vitale) y Clara Morando (Angela Clarke). A modo de venganza prolongarán su actuación en el escenario para desesperación de Eddie, deseoso de actuar delante del promotor teatral. Por ello, decidirá hacerlo dentro de la propia actuación de ambas, provocando de manera espontánea una entusiasta acogida del público. Green intuirá el potencial de la insólita agrupación, ofreciendo al protagonista un contrato pero junto a sus dos inesperadas compañeras. Consciente de la infranqueable frontera que él mismo ha creado en torno a las dos artistas italianas, dejará paso a su instinto e invitará a cenar a Madeleine ocultándole el objetivo último de dicha cita, aunque una inesperada presencia de Barney arruinará el plan, pese a la insistencia del protagonista bajo la lluvia. Las hermanas volverán a Italia, e incluso la joven seguirá escribiendo a Fey, indicándole su próximo compromiso matrimonial, quizá con la intención de estrechar los lazos que, pese a todo, les unen. Pese a su misantropía, poco a poco Eddie notará la ausencia de esa muchacha que, casi a pesar suyo, le ha hecho mella en sus sentimientos. Viajará hasta Milán, donde Madeleine estudia en una academia de baile, y sin poderlo remediar se casará con la muchacha, con la que retornará a USA y también junto a su hermana, aunque sin saber que se encuentra embarazada, lo que impediría que el contrato orecido por Barney se hiciera realidad.

Sin embargo, ello no supondrá más que el inicio de la vida familiar de Fey, ya que su esposa y su cuñada se retirarán de la vida artística al objeto de poder atender la numerosa prole de descendencia que se irá sucediendo, mientras nuestro protagonista irá ascendiendo en su carrera, encontrando un inesperado asidero en la heroica actitud mientras se produce un incendio en un teatro de Chicago, y actuando mientras tanto para evitar el pánico entre los espectadores. Eddie comprará a su familia una enorme casa de campo, que al tiempo que les alejará de su entorno habitual, favorecerá que él mismo se distancie de ellos, incluso sin conocer la creciente enfermedad de su esposa, que finalmente morirá. A la devastación del artista se unirá la crisis personal por no haber sido ni buen padre ni buen marido. Todo ello le provocará una catarsis de la que solo emergerá al atender al consejo de su agente y amigo, para que realice un número junto a sus descendientes, tal y como viene sucediendo con otras atracciones de índole familiar. Pese a sus reticencias, y al en apariencia desastroso estreno -acogido con entusiasmo por el público-, pronto consolidará la iniciativa en una imparable carrera al éxito, al tiempo que compartida por sus hijos. Sin embargo, ello no supondrá más que recaer en el distanciamiento con estos, algo que poco a poco irá reprochando la tía de los muchachos, hasta el punto que estos abandonarán sus compromisos en el momento en que tenían que realizar unas esperadas actuaciones en fechas navideñas. Será un momento en que Clara intente despojar a Eddie en la custodia de todos ellos,

¿Qué es lo que hace atractiva THE SEVEN LITTLE FOYS? Considero que su creciente interés se plantea en el equilibrio que sus imágenes muestran de comedia familiar, ecos de musical, vehículo al servicio de su protagonista, añoranza a unos pasados modelos de espectáculo popular y, también, ciertos ecos de slapstick. Todo ello, además, envuelto con un envidiable sentido del ritmo. Así pues, una de las virtudes de la película reside en los matices que se brindan en torno al retrato del protagonista, lo que permite a Hope un personaje provisto de inhabituales matices en su trayectoria, en los que sin embargo no dejarán de estar presentes esos habituales chistes y réplicas venenosas, inmersos sobre todo en la faceta reprobable de su personaje homenajeado.

A partir de estas premisas, el film de Shavelson acierta sobre todo en suavizar todos esos componentes que podrían incidir en la vertiente sentimental del relato, por lo general revestidos de acertadas capas de ironía, en la que la presencia de la citada voz en off supondrá un impagable aliado. Fruto de ello, la elipsis marcará la boda de la pareja protagonista, aunque muy poco después se ofrezca la ironía de conocer que Madeleine se encuentra embarazada de manera oculta. O el irónico montaje que se recrea de los diferentes bautizos de los siete hijos del matrimonio, todos ellos plasmados en el mismo marco de la pila de bautismo. Sin embargo, el director no evitará mostrarse sombrío en el que quizá suponga el mejor momento de la película, inesperado por su dramatismo. Me refiero al picado que encuadrará en plano general al protagonista una vez llega al hall de su mansión a oscuras, mientras es contemplado acusadoramente por Clara, y el esposo -y con él, el espectador- siente físicamente el vacío de la irrenunciable ausencia.

En THE SEVEN LITTLE FOYS se percibe, por otra parte, ese extraño grado de feeling que podían proporcionar una manera de cultura popular, muy ligada a las masas de la América de aquellos inicios del siglo XX. Lo viviremos en esa mirada sobre los back stage, y también la plasmación de los diferentes números musicales, como aquellos que describirán la interacción de padre e hijos, en especial al catastrófico -pero exitoso- que caracterizará la simbiosis de Foy y sus hijos. Entre ellos, no puedo dejar de destacar el delicioso que describe una evocación de Chinatown que, por momentos, parece ejercer como inesperado precedente de la obra maestra de Frank Tashlin THE GEISHA BOY (Tu, Kimi y yo, 1957), Curiosamente, Shavelson tampoco se recata en brindar en nada oculto -y brillante- homenaje al número estrella de SINGIN’ IN THE RAIN (Cantando bajo la lluvia, 1952. Stanley Donen & Gene Kelly), en la atractiva secuencia donde Eddie busca un acercamiento con Madeleine. También dentro de esta vertiente, y ofreciendo quizá el rasgo por el que es más recordada esta película, cabe destacar esa impagable secuencia en la que Eddie Fey recibe un trofeo como ‘mejor padre’, donde James Cagney encarnará de nuevo al George M. Cohan -rol que le hizo acreedor del Oscar al mejor actor con YANKEE DOODLE DANDY (Yanqui Dandy, 1942. Michael Curtiz)-, y permitiendo la impagable actuación de Cagney en el terreno del vaudeville e incluso un número al alimón junto a Bob Hope que, por momentos nos permite al espectador el disfrute auténtico de un modo de espectáculo tan auténtico y popular. Es cierto que Melville Shavelson concluye la película quizá de manera algo abrupta, pero ello no le impide albergar la sensación de asistir a un espectáculo francamente placentero.

Calificación: 3

TAZA, SON OF COCHISE (1954, Douglas Sirk) Raza de violencia

TAZA, SON OF COCHISE (1954, Douglas Sirk) Raza de violencia

Como otros tantos cineastas de origen europeo -desde Fritz Lang hasta Jacques Tourneur, pasando por Otto Preminger- también Douglas Sirk sintió la tentación de ofrecer su mirada en el universo del western, el gran género americano. Para ello, se le brindaría la ocasión con TAZA, SON OF COCHISE (Raza de violencia, 1954), su única aportación para el cine del Oeste. Como quiera que Rock Hudson aún no se había convertido en una estrella -se consagraría ese mismo año con la inmediatamente posterior MAGNIFICENT OBSESSION (Obsesión, 1954), este estaba decidido a trabajar de nuevo con Sirk, en el que sería el segundo de los ocho títulos que protagonizó con el cineasta. Fruto de esta coyuntura surge una película en la que su artífice buscó ante todo un acercamiento sincero a la entraña de las tribus indias, a sus costumbres, sus contradicciones y a sus señas de identidad como pueblo. De esa inquietud se beneficia una película que en algunos momentos -por fortuna no demasiados- acusa su servilismo a la técnica de las 3D. También se le pueden objetar ciertas convenciones en su entraña argumental -por más que su guion vaya avalado por George Zuckerman, a partir de una historia de Gerald Dayson Adams, que colaboraría con Sirk en dos ocasiones posteriores-. Sin embargo, nos encontramos ante una película que busca una mirada personal. Que prolonga esa intensidad melodramática inherente a la personalidad de su realizador, y que, esencialmente, en sus mejores instantes adquiere una extraña belleza y fisicidad, adelantándose incluso a una vertiente casi telúrica que muy poco después brindaría un de las corrientes más valiosas del género.

Tras varios años viviendo la paz en la reserva de San Carlos, en Arizona muere en 1879 el gran jefe apache Cochise (una efímera aparición de Jeff Chandler, heredando el rol que asumiría en la previa BROKEN ARROW (Flecha rota, 1950. Delmer Daves)). Instantes antes de expirar implorará el apoyo de su hijo primogénito Taza (Rock Hudson), buscando ante todo la aprobación de su otro hijo Naiche (Rex Reason). Este último desde el primer momento se mostrará totalmente reacio a mantener la paz que se lograra tres años atrás, y para ello seguirán la estela del jefe indio Geronimo (Ian McDonald) siempre inclinado a retomar el uso de la violencia en la rebelión india. El asalto a una pequeña diligencia en la que resultan asesinados tres pioneros blancos, realizado por algunos de los indios que comanda Taza y que se han unido a la línea estipulado por su hermano, motivará que este los castigue con sus propias leyes, pero provoque la reclamación de la caballería para poder juzgarlos según las estipuladas por el ejército, a través de la reclamación del capitán Burnett (Greg Palmer). El choque de mentalidades provoca la rebelión de los chiricawas y el asalto al fuerte que comanda Burnett. Sus oficiales serán intimidados por la audacia guerra de los indios y, con la llegada del general George Crook (Robert Burton), tras una tensa y rápida negociación, Taza aceptará que su pueblo pueda dirigirse a la reserva, pero al mismo tiempo solicitará a los representantes de la caballería que accedan a que la policía que vigila a su tribu esté compuesta por representantes de la misma encabezada por el propio hijo de Cochise, utilizando todos ellos uniformes militares.

Lo que podría aparecer como el inicio de una nueva convivencia, muy pronto se irá enturbiando por un lado con la deriva belicista auspiciada por Geronimo y seguida por Naiche, contando con el permanente aliado del veterano Grey Eagle / Águila Gris (Morris Ankrum), componente de la tribu de Taza que muestra desafecto al pacifismo puesto en práctica con este. Pero un elemento incidirá en el enfrentamiento entre ambos, puesto que Grey Eagle es el padre de la sensible Oona (Barbara Rush), existiendo entre ella y Taza una sincera relación amorosa. A partir de estos elementos de enfrentamiento, uniendo a ello la insensibilidad y falta de tacto brindado los mandos de caballería, conformarán una situación de creciente inestabilidad a todos los niveles, que tendrá su más dramática plasmación en una terrible ofensiva apache hacia los soldados de caballería, descrita en un rocoso y agreste escenario, que jugará además con la ausencia de un desengañado Taza, a partir por un lado de la imposibilidad de acceder a la mujer que ama, y por otra harto del menosprecio recibido por parte de las autoridades militares, incapaces de entender la singularidad y las costumbres de los colectivos indios.

Sirk siempre señaló que, en TAZA, SON OF COCHISE se insertaba el primer personaje ‘intermedio’ encarnado por Hudson dentro de sus colaboraciones cinematográficas. Aún sin explotar en sus cualidades como estrella, el joven intérprete brinda una esforzada más no siempre eficaz encarnación de ese jefe guerrero sensible, empeñado en un cada vez más imposible mantenimiento de la paz de su tribu. Pero por encima de esta singularidad dramática, y ya desde sus primeros fotogramas durante los mismos títulos de crédito, podemos entrever uno de las cualidades más destacables de la película; su extraordinaria impronta visual, expresada en la que quizá resulte la mejor colaboración del cineasta con el imprescindible Russell Metty -ayudado por el técnico de color William Fritsche-. La belleza primitiva y telúrica de todo aquello que conforma la tradición y creatividad india es realzada ya desde esa confección artesanal que brindarán los citados títulos de crédito. Las pinturas que cubren sus cuerpos, los plumajes que envuelven sus cabezas, las tiendas de campaña… Todo ello quedará plasmado ante la pantalla con un sentido de la sinceridad y, al mismo tiempo, primitiva belleza, a través de la sensibilidad demostrada por la cámara de un Sirk, que utiliza con pericia la pantalla ancha, y acierta igualmente a describir la dureza y aridez de las condiciones de vida de los indios -la impronta del polvo que parece rodear su vida diaria en no pocos momentos-. A ello se sumará un hecho de especial importancia; la presencia de auténticos apaches encarnando la figuración del relato.

Junto a ello, este imperfecto pero singular western destacará por la plasmación de la crueldad de las torturas infringidas por los propios apaches contra los componentes que provocaron el triple, conciso, pero igualmente brutal, triple asesinato de jóvenes colonos, o de la tremendamente coordinada acción de ellos cuando asalten el fuerte para exigir la negociación que libere a estos mismos indios que se encuentran atados con el torso desnudo y al sol, por parte de la caballería. En cualquier caso, uno de los aciertos del film de Sirk se dirime en la sensibilidad con la que se muestra la accidentada relación de amor expresada entre Taza y Oona. Una relación a la que se opone el padre de la muchacha, acentuando en su oposición al joven líder guerrero un elemento de especial tensión, que tendrá muestras de especial gravedad en el azotamiento que propinará a su propia hija. Ello permitirá una secuencia de extraña belleza e incluso de aura eróticA -quizá la más lograda de la película- en la que Taza encuentre a su amada bañándose en un lago -metáfora de pureza-, descubriendo en su espalda desnuda la huella de los latigazos propinados por su progenitor.

En todo caso, si de algo se sentía especialmente orgulloso Sirk en esta película, era de la plasmación de la ofensiva india comandada por Geronimo y Naiche contra la avanzadilla del regimiento de caballería. La contienda tendrá lugar entre unos exteriores rocosos utilizados con enorme sentido cinematográfico, que el realizador rodó con cuatro cámaras durante una semana e intentando en sus imágenes huir de toda épica -el cineasta confesaba a Jon Halliday que fue el bloque narrativo más complejo y del que se sentía más orgulloso de toda su carrera- y, por el contrario, transmitir esa sensación de tragedia colectiva, en ocasiones dominada por un sentimiento de irracionalidad paralela, y en donde el ocasional recurso de planos frontales destinados a destacar las tres dimensiones del formato, se revelan de notable efectividad. Una vez más en esta película, Sirk contará con la presencia de indios auténticos quienes, según señalaba, trasladaron sus métodos de lucha hasta el límite, dotando al conjunto de gran autenticidad.

TAZA, SON OF COCHISE culmina quizá de manera un tanto apresurada, en un conjunto en el que se echa de menos quizá una mayor duración -no alcanza los ochenta minutos-, lo que impide una mayor densidad de algunas de sus sugerencias dramáticas, aunque justo es reconocer que nos encontramos ante una propuesta valiente en su planteamiento -un acercamiento sincero a la entraña del mundo de las tribus indias- y, en última instancia, provista en numerosos momentos de una hermosa impronta visual.

Calificación: 3

 

A WEDDING (1978, Robert Altman) Un día de boda

A WEDDING (1978, Robert Altman) Un día de boda

Fallecido en 2005, en medio de una a mi juicio desmesurada revalorización, en la que tuvo tanto que ver su longevidad como realizador como su aceptación por la Academia de Hollywood, lo cierto es que el norteamericano Robert Altman sobrellevó una andadura tan dilatada como dominada por las irregularidades. Altman inicia su trayectoria a finales de los cincuenta con cortometrajes y propuestas de bajo presupuesto y limitadas ambiciones, aunque en ellas no falten defensores, al tiempo que fogueándose en el ámbito televisivo. Retornando al largometraje con la simplemente correcta COUNTDOWN (1967), será con M*A*S*H (Mash, 1970) -Palma de Oro en Cannes-, cuando su figura y obra empezará a situarse como objeto de controversia. Para una determinada crítica de izquierdas -más dispuesta a valorar el contenido discursivo de las películas- era ensalzado como uno de los renovadores del nuevo cine americano, destacando en él su visión cáustica de su sociedad, e incluso de los géneros tradicionales. En su oposición, otro sector de la crítica, analista del hecho cinematográfico a través de la puesta en escena -con el que más me identifico- ponía en entredicho las debilidades de Altman como realizador.

Es curioso como mirar esta controversia con medio siglo de distancia puede mover incluso a la ternura, pero es cierto que la aportación del realizador se encuentra dispuesta entre enormes vaivenes profesionales. Pero ello no me impide reconocer que A WEDDING (Un día de boda, 1978) se encuentra bajo mi punto de vista entre lo más valioso de los quince títulos suyos que he contemplado hasta la fecha, y tan solo por debajo de la excelente SHORT CUTS (Vidas cruzadas, 1992). En realidad, el título que comentamos asume en su estructura, el que sin duda ha quedado como el rasgo más perdurable del cine de Altman; su apuesta por la coralidad.

A WEDDING se inicia de manera un tanto inesperada, con la hilarante celebración de la propia boda que da título a la película. Será el punto de partida con el que el cineasta nos introduce en esa mordiente satírica, a la hora de mostrar pequeños gestos, detalles o situaciones inesperadas. Todo ello dentro de un extraño equilibrio que revela ya en esos primeros instantes una capacidad de observación, el inicio de su mirada critica y, al mismo tiempo, ciertos detalles de mal gusto. Será una secuencia inicial, que servirá por un lado para conocer a la joven pareja de novios; Muffin Brenner (Amy Streker) y Dino Corelli (Desi Arnaz Jr.), y al mismo tiempo describirnos a la numerosa galería de personajes que, muy poco después, se asentarán en la mansión de la anciana Nettie Sloan (Lillian Gish), en realidad dirigida por el padre del novio -Luigi Corelli (un sensacional Vittorio Gassman)-, de oscuro pasado al parecer ligado por la mafia. Una circunstancia aparecerá inicialmente ajena a la generalidad de los invitados y residentes; Nettie fallecerá, y los pocos que se aperciban de dicho fallecimiento procurarán mantenerlo oculto para no deslucir la celebración prevista. Un convite que será organizado por Rita Billingsley (Geraldine Chaplin), y que muy pronto permitirá que durante la práctica totalidad de la película esta se desarrolle en el lugar del convite.

Ello de entrada permitirá que el espectador se familiarice muy pronto por una amplia residencia repleta de habitaciones y estancias, hasta el punto de erigirse casi como el principal personaje del relato -valiosa la dirección artística de Dennis J. Parrish-. Conscientes de dicha importancia, el diseño de producción de la misma define a la perfección esa aura de nuevo rico, paralela a una asunción de cierto mal gusto. Y es por ello que, en ciertos momentos, en la traslación de la amplia galería de criaturas que pueblan sus imágenes y, en líneas generales, la sensación de cierta libertad que transmite el deambular de todos ellos, en numerosas ocasiones me traen el recuerdo de la obra maestra de Blake Edwards THE PARTY (El guateque, 1968). Un cineasta que, como más adelante señalaré, resulta recurrente a la hora de comentar esta magnífica comedia.

En todo caso, la mirada que brinda Altman resulta por momentos demoledora, acertando al trasmitir un microcosmos social en el que puede decirse que nadie sale bien librado. Ni la apenas oculta rivalidad entre las dos familias protagonistas, la cáustica visión que de la ceremonia avanza Nettie, en la que la veteranísima Gish nos deleita con la fuerza de su paradójicamente frágil presencia física. Ni el oculto lesbianismo de la organizadora del evento -apenas intuido en los últimos tramos del relato-. O la condición de pichabrava del novio, al que a punto se le colará el embarazo de su nueva cuñada Buffy (Mia Farrow) -introduciendo con considerable crueldad la hipocresía social en torno al aborto-. Ello sin dejar el insólito e inesperado romance de la madre de ambas -Tulip (una descomunal Carol Burnett)- con un ya veterano casado procedente de la familia de la novia. Toda esta conjunción de personajes es mostrada en sus pequeñas intimidades, en sus miserias morales y en su afán de mantener la apariencia social, dentro de un rito que es descrito en la realidad de su anacronismo e incluso en la esencia de su mal gusto. Todo ello quedará aderezado por la constante presencia de diálogos irónicos e incisivos y, sobre todo, con la indiscreción de una cámara que huye del glamour pero en todo momento se muestra eficaz y puntillosa, acertando al tejer una inesperada tela de araña, al describir las miserias, hipocresías y frustraciones, y de una fauna humana que adquiere la suficiente autenticidad en la película, tanto en su representatividad social como en la definición de todos estos personajes.

Antes señalaba la figura de Blake Edwards, y es que por momentos A WEDDING se acerca en su cinismo a algunas de las comedias rodadas por Billy Wilder en aquellos años, pero de manera más decidida tengo la impresión que Edwards utilizó la referencia de esta película, a la hora de dar vida ese extenso y brillante ciclo de comedias corales que satirizaban a las clases altas californianas, y que iniciaría al año siguiente con la exitosa 10 (10, la mujer perfecta, 1979). La propuesta de Altman triuinfa al poner su mirada y su cámara funcional en un primer, segundo e incluso tercer plano, a lo que ayudará el brillante uso del formato panorámico. Con ello, brindará una constante sucesión de pasajes que oscilarán de lo transgresor -la presencia de ese lienzo con la imagen de la recatada novia con los senos al aire-, otros ligados casi con el slapstick -la inesperada presencia del hermano italiano del padre del novio, que propiciará una pelea entre ambos-; esa rana indiscreta que romperá el artificioso protocolo del convite… Y brindará otros dominados por un extraño -e hilarante- patetismo, como ese baile mantenido por Tulip y ese otro invitado que le declarará apasionado su amor, iniciando una efímera relación amorosa entre ambos de apenas unas horas.

Hay en A WEDDING momentos para el regocijo, como lo habrá para un inesperado -e impactante- doble giro de guion en sus minutos finales, actuando los responsables de la película a modo de inesperados demiurgos, y jugando con nuestras expectativas, en lo que en algunos de sus instantes finales aparece, quizá, como una variante norteamericana del transgresor Luis Buñuel en EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962). Y hay, por supuesto, en una obra tan libre, una extraordinaria compenetración de un reparto perfectamente elegido y de admirable brillantez en sus respectivos cometidos. Y entre ellos, por pura nostalgia cinematográfica, me gustaría destacar el impagable rol del despistado y desnortado obispo, encarnado por ese gran director cinematográfico que fue, entre los años treinta y cincuenta; John Cromwell. Por ello, y al margen de su propia valía cinematográfica, la secuencia en la que Cromwell se encuentra inesperadamente con el cadáver de Lillian Gish -sin advertir que se encuentra sin vida-, adquiere para cualquier aficionado una especial significación.

Calificación: 3’5

STRATEGIA DEL RAGNO (1970, Bernando Bertolucci) La estrategia de la araña

STRATEGIA DEL RAGNO (1970, Bernando Bertolucci) La estrategia de la araña

Cuesta creer en unos tiempos donde la producción cinematográfica aún sigue sin encontrar sus asideros para el futuro, y por otro lado está dominada por servilismos identitarios varios, la importancia que adquirió a finales de los sesenta y primeros setenta del pasado siglo el denominado cine político, centrado sobre todo en las cinematografías francesa y, sobre todo italiana. De entre dicho nicho de producción, la figura de Bernardo Bertolucci emerge como uno de sus representantes más mimados y respetados, hasta el punto que en sus años de mayor apogeo aparecía como el epítome para la cinefilia progresista de aquella época, incluso en nuestro país. Ese reconocimiento, después del escándalo de la atractiva ULTIMO TANGO A PARIGI (El último tanto en París, 1972), le llevaría incluso al reconocimiento de Hollywood con la multi oscarizada y un tanto vacua THE LAST EMPEROR (El último emperador, 1987), la prueba evidente de que Bertolucci se había convertido en un tótem pequeño burgués.

Precisamente antes de la provocadora obra protagonizada por Marlon Brando y María Schneider, el cineasta italiano daba vida a la enigmática STRATEGIA DEL RAGNO (La estrategia de la araña, 1970), cuarto de sus largometrajes -no contamos los episodios rodados para los films colectivos LA VIA DEL PETROLIO (1965) y AMORE E RABBIA (1967)-. Es decir, que el prestigio de Bertolucci se encontraba aún en un estado embrionario. Y para ello utilizaría un brevísimo relato de Jorge Luís Borges –‘Tema del traidor y del héroe’ (1944)- de apenas unas mil palabras. Sería una base convertida en guion de la mano del propio Bertolucci, Marilú Parolini y Eduardo de Gregorio, para una propuesta a la que el paso del tiempo quizá ha despojado lo que pudiera albergar de parábola política. Por fortuna creo que queda en primer término un relato inquietante y de creciente aureola fantastique, hasta el punto de configurarse como una extraña singularidad, que bien podría aparecer como referencia a títulos posteriores como LA CASA DELLE FINESTRE CHE RIDONO (1976, Pupi Avati).

Nos encontramos en el inicio de la década de los sesenta. A una población italiana irreal llamada Tara llega en tren el joven Athos Magnani (Giulio Brogui). Ha acudido hasta allí atendiendo la llamada de la que fuera amante de su padre -Draifa (la siempre fascinante Alida Valli)-. Prácticamente desde el primer momento, el recién llegado se encontrará ante una población casi fantasmagórica, en la que parece ausentarse la vida, dominada por la única y escasa presencia de personas ya entradas en la madurez, y todo ello envuelto en una vegetación que, más que envolver de belleza el entorno, lo hace de aura misteriosa e inquietante. Será el marco en el que se desarrollará un argumento mórbido y numinoso, inicialmente enmarcado en el encargo de Draifa a Athos, para intentar descubrir a los asesinos de su padre, al que este nunca llegó a conocer.

Un punto de partida que partirá de una mirada en torno a los ecos del fascismo, para, muy pronto, extenderse en una sorprendente deriva, que dejará de lado esa mirada revisionista. Incluso llegará a servir para poner en cuestión cualquier sentido épico en torno al personaje adorado por los lugareños de Athos padre -que en la pantalla será representado por el mismo actor- y, por el contrario, plantear un contexto en el que lo relativo, la mezcla del pasado y el presente y el atavismo de la memoria o incluso la sangre de la familia conforme esa auténtica telaraña que da título a la película, de la que el protagonista, en última instancia, no se podrá evadir, pese al abierto desapego con que ha sido recibido en la envejecida población.

STRATEGIA DEL RAGNO deviene, en última instancia, y como antes señalaba, en una insólita e inesperada propuesta fantastique. Un relato en el que importan menos los giros de su base argumental, que asistir a esa constante mixtura de sensualidad, desasosiego y sombrío atavismo del pasado, que recorren de manera cada vez más creciente el devenir de sus secuencias. Para ello, Bertolucci se ayudará de manera poderosa de la sugerente fotografía en color de Vittorio Storaro y Franco Di Giacomo -el primero de ellos en su segunda colaboración con el italiano-, conformando un aura expresiva en el que se contrapondrá el tamiz opresivo de esa población dejada por el tiempo, en la que el protagonista aparece casi engullido al adentrarse en la misma, en un magnífico y simétrico plano general que lo encuadra en medio de sus edificaciones similares. Serán unas calles dominadas por un sol agreste, por la presencia de una insólita estatua de Athos padre -con los ojos pintados en blanco y ese pañuelo teñido de rojo, tal y como lo lució en vida, antes de que fuera asesinado, previsiblemente, por los fascistas-. Una localidad casi fantasmal y alejado de la realidad de esos primeros años sesenta, poblado por seres curtidos, que bajo la aparente apelación a una amistad colectiva, en el fondo no dejan de ofrecer cortapisas a la llegada a ese molesto visitante. En realidad, Athos tan solo cuenta con el apoyo de la madura Draifa, y también de ese muchacho que siempre intenta acercarse al protagonista. Este, por su parte, lo hará con tres íntimos amigos de su padre, ambos supervivientes con el paso del tiempo, a quienes escuchará en sus respectivas semblanzas del líder al que admiraron cuando los cuatro ejercían como una cédula antifascista en plenos tiempos de Mussolini. Relatos que muy pronto detectará se encuentran establecidas de manera conjunta por ambos, hasta el punto de detectar elementos inquietantes en la aparente cordialidad y admiración que todos ellos manifiestan por su lejano amigo asesinado.

Dicho conjunto irá conformando un magma por momentos opresivo, en el que el aquí atractivo esteticismo de Bertolucci acierta al imbricar la oposición de pasado y presentes, en secuencias donde por momentos desconocemos si forman parte de la actualidad o la oscura añoranza. Y ese mismo contraste se establece entre la aridez que desprende la mortecina población y la espesa vegetación que la rodea, al margen de la cual se encuentra la sugerente y decadente mansión en que reside Draifa, rodeada de verde. Esta aparece siempre descalza y, por momentos, queda representada como una muerta en vida -en algunas ocasiones sufrirá extraños desvanecimientos-. Todo ello permitirá la presencia de un aura mórbida que superará la entraña de la resolución del enigma central, para erigirse bajo una atmósfera casi de duermevela, en la que el tiempo, la tranquilidad y la amenaza, se irá dirimiendo para el joven protagonista en una no menos extraña amenaza, que se expresará ante él sin darse apenas cuenta.

Por ello, las inquietantes, fantasmagóricas y casi surrealistas imágenes de conclusión, en las que la presencia de vegetación parecen certificar la imposibilidad de huida de alguien que ya se ha encadenado al atavismo de su pasado familiar, ratifica esa impronta fantastique, inherente a la literatura de Borges de la que parte su argumento, e integran esta obra de Bertolucci, de manera involuntaria, a otras propuestas más inclinadas a dicho género, firmadas por nombres tan opuestos como Peter Weir, Nicolas Roeg o Robert Mulligan, entre otros.

Calificación: 3

VIVEMENT DIMANCHE! (1983, François Truffaut) Vivamente el domingo

VIVEMENT DIMANCHE! (1983, François Truffaut) Vivamente el domingo

El 21 de octubre de 1984, a los 52 años de edad, y por un tumor cerebral que se le había detectado tiempo atrás, fallecía prematuramente el realizador francés François Truffaut. Algo más de un año antes, quizá antes de que se le detectara dicho tumor, en agosto de 1983 se estrenaba el que supondría su involuntario último film; VIVEMENT DIMANCHE! (Vivamente el domingo, 1983), que en absoluto se planteaba como una obra testamentaria. Por el contrario, quedaba dispuesta como un divertimento de raíz policiaca, que se pretendía entroncar como uno de los muchísimos homenajes brindados a la obra de Alfred Hitchcock. Para ello, se elegiría la adaptación de la novela titulada ‘The Long Saturday Night’, escrita por Charles Williams.

La película se iniciará tras el sugerente travelling que seguirá a la espléndida Fanny Ardant mientras se describen los títulos de crédito, con el impactante asesinato de un cazador -Claude Massoulier-, mientras paralelamente practica dicho deporte el ya veterano agente inmobiliario Julien Vercel (Jean-Louis Trintignant). Será una situación confusa que propiciará el inicio de una pesadilla para el irascible y egocéntrico protagonista, quien en los primeros minutos se mostrará hasta grosero con su eficaz secretaria -Barbara Becker (Ardant)-. Vercel se verá inicialmente exonerado del crimen de la cacería, ayudado por los buenos modos de su abogado -Clement (Philippe Laudenbach)-. Sin embargo, la aparición del cadáver de su esposa -una mujer de nula moralidad, con la que vivió sin conocer ni siquiera su real identidad, ni el hecho de que ejerció como prostituta en Niza- le forzará a abandonar su vivienda y ocupar de manera clandestina su oficina. Forzado por la situación, no tendrá más remedio que dejar que Barbara asuma las investigaciones, intentando por un lado averiguar de donde proceden las voces femeninas que le amenazan por teléfono a uno y otra, al tiempo que dar con los indicios que puedan revertir la acusación que pende sobre Julien.

A partir de este alambicado punto de partida, François Truffaut establece un producto divertido y juguetón, al que el paso del tiempo revela no poco la debilidad de sus costuras, pero que mantiene su apariencia, fundamentalmente, por dos elementos que le ayudan a envolver su festiva personalidad. Me refiero, por un lado, al fondo sonoro que le proporciona George Delerue y, sobre todo, a la magnífica iluminación en blanco y negro ofrecida por un Néstor Almendros en estado de gracia. El primero propone una partitura que, a partir de los deliberados crescendos dramáticos de sus momentos fuertes, acierta a potenciar el elemento distanciador de la función. Por parte, Almendros brinda una oscura iluminación, basada en atrevidos juegos de luz que acentúan el lado pesadillesco del relato.

A partir de ahí, considero que una de las limitaciones de VIVEMENT DIMANCHE!, proviene de un hecho fácilmente perceptible. Me refiero a que tiene que transcurrir más de media hora de metraje para que sus incidencias -deliberadamente artificiosas- queden en un segundo término, y en su lugar empiece a prender el elemento principal del relato; la relación que se establece entre la pareja protagonista. Es algo que a mi modo de ver empezará a cobrar forma a partir del regreso de Barbara a la oficina de un desesperado Julien -quien le proporcionará un bofetón, en una imagen que hoy día provocaría no pocas censuras-. Y hay que reconocer que, aunque la Ardant se sitúa como la auténtica reina de la función, muy por encima del un tanto hosco Trintignan, se produce una extraña química entre ambos intérpretes que elevará la temperatura del relato.

Tras este definitivo encuentro -han tenido que transcurrir unos cuarenta minutos-, el film de Truffaut cobra vuelto a partir de los desplazamientos de la protagonista a Niza o Marsella. El encuentro y la presencia de personajes secundarios entrañables -el veterano detective con el que contactará Barbara, la antipática y manipuladora taquillera del cine, estratégica en el devenir de las investigaciones- ayudan a conferir cierta enjundia a un conjunto que se regodea en su propia, oscura y burbujeante condición, en la que no se ausentarán ciertos guiños cinéfilos, bastante celebrados en el momento de su estreno, y hoy día considerablemente inofensivos. Precisamente desde su llegada a las pantallas, se consideró este inesperado testamento cinematográfico de Truffaut como un homenaje al cine de Hitchcock -que el realizador francés ya había plasmado en otro título también sobrevalorado; LA MARIEE ÉTAIT EN NOIR (La novia vestida de negro, 1968)-. Es más, una de las mejores secuencias de la película asume ese marchamo -me refiero a la magnífica que plasma en un largo plano sostenido el asesinato de la taquillera del cine en off-. Sin embargo, y pese a que nunca se ha señalado al respecto, considero que la película adquiere mayores semejanzas a la mejor obra de Hitchcock sin estar dirigida por el maestro inglés. Me refiero a la inolvidable CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen), y a este respecto no cabe más que evocar la similitud que ofrece la secuencia del funeral de Massourier, con la del velatorio del esposo del difunto marido de Audrey Hepburn en el film de Donen.

VIVEMENT DIMANCHE! discurre siempre sin tomarse demasiado en serio, centrada de manera protagonista en la insólita relación establecida entre su pareja protagonista. Instalando inofensivas subtramas como la de los ensayos de la obra teatral que practica Barbara -lo que nos acercará a un joven y pesado amante, fotógrafo de prensa-. Todo ello irá configurando una festiva y deliberadamente embarullada trama, en la que la cámara de Truffaut acertará a insuflar cierto grado de vigencia, ayudado siempre por la sensacional iluminación de Almendros, dispuesta a inclinarse hacia una atmósfera tan divertida como perturbadora. En este recorrido, no se ausentarán caprichosos flashbacks -como el que describe la muerte de la esposa, o el más tramposo en el que Barbara relatará el casual descubrimiento de un cuarto secreto en el despacho del abogado-, en un relato que se verá salpicado con accidentados fundidos en negro y rupturas en sus secuencias. En este sentido, si tuviera que destacar una sola de su conjunto, no dudaría en elegir la espléndida y dolorosa confesión del asesino en medio de un brillante montaje y las desesperadas reflexiones del culpable, a modo de un extraño ballet mortuorio que, una vez más, nos evoca la célebre secuencia en donde Audrey Hepburn dudaba en plena columnata, entre Cary Grant y Walter Matthaw, en la ya citada CHARADE. Truffaut culminará la que supondría su inesperada última realización, con la plasmación de la juguetona boda de Barbara y Julien, y una conclusión tan simbólica como inesperadamente reveladora; el jugueteo de un objetivo de cámara por parte de unos niños que se encuentran disfrutando en los exteriores del templo. Una vez más, el cine es tan vida como juego.

Calificación: 2’5

POPI (1969, Arthur Hiller) Papi

POPI (1969, Arthur Hiller) Papi

Nos encontramos en los tiempos convulsos de finales de los 60, donde el cine de Hollywood se está, literalmente, desmembrando, y la sociedad norteamericana vive momentos de tensión y transformación. Se trata de una doble circunstancia que tiene su oportuno reflejo en una producción trufada de contradicciones y puntos de interés. La contracultura o la contestación a la Guerra de Vietnam, serán entre otros, elementos que encabezarán una sociedad polarizada, que tendrá su oportuna presencia en la producción de aquel Hollywood convulso por diferentes aspectos. 1969 es el año de MIDNIGHT COWVOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlesinger) -nunca me cansaré de señalarla como uno de los títulos más sobrevalorados del cine de su tiempo-. Y cito la oscarizada propuesta de Schlesinger, estrenada en las pantallas norteamericanas en mayo de 1969, ya que ese mismo mes lo hacía una modesta tragicomedia con la que, de manera inesperada, se liga en o pocos aspectos.

De esta manera surge POPI (Papi, 1969. Arthur Hiller), propuesta emanada por el matrimonio formado por Tina y Lester Pine, de entrada, brinda bajo los moldes de una extraña comedia familiar una mirada desencanta en torno al lado oscuro del sueño americano -lo que la conecta directamente con el film de Schlesinger-. La película de Hiller se inicia en el desvencijado apartamento de Abraham (Alan Arkin), un viudo -la primera secuencia nos mostrará el maniquí que mantiene presente en el apartamento el recuerdo de su esposa muerta- e inmigrante portorriqueño, que intenta sobrevivir manteniendo hasta tres trabajos de manera paralela en la auténtica jauría que define el Harlem hispano de Nueva York. Lo hará para intentar cuidar a sus dos pequeños hijos -Luís (Ruben Figueroa) y Junior (Miguel Alejandro)- y, sobre todo, cansado de que lo pernicioso que para ellos resulta tener que vivir en el un entorno lleno de miseria y conflictividad. Será un punto de partida en el que no encontrará consuelo, ni con la frustrada relación con Lupe (Rita Moreno) -un personaje que se abandona con demasiada ligereza en el tercio final de la película-. En dicho contexto, al protagonista se le ocurrirá una iniciativa encaminada a asegurar el futuro y la estabilidad de sus hijos, aunque ello le cueste tener que desprenderse de ellos; buscar que sean acogidos como supuestos exiliados cubanos, siendo acogidos en una Miami muy receptiva a este tipo de inmigrantes.

Este proceso prodigará una más extensa primera mitad, en la que bajo el parámetro de un creciente patetismo no carecerá de pasajes y secuencias dominadas por una insospechada cercanía, al mismo tiempo con el slapstick y el humor negro -la descripción de los empleos del protagonista, ejerciendo de fontanero o, sobre todo, empleado en la morgue de un hospital, aunque más relevante argumentalmente resultará la secuencia en la que se confundirá con uno de los líderes cubanos en el exilio-. Esa extraña combinación entre lo cómico y lo sombrío estará presente en esos momentos casi de apertura, con la asistencia del padre y los dos hijos como plañideros en un funeral, lo que les permitirá visitar en el cementerio la tumba de su madre -una secuencia esta, curiosamente presente en el coetáneo film de Schlesinger antes citado-. POPI no dejará de asumir ecos de otros títulos, como esa secuencia de la persecución del protagonista por parte de unos pandilleros, descrita en picado, y con claros ecos de otro título sobrevalorado; WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961. Robert Wise & Jerome Robbins). Como antes señalaba, en la película se dan cita no pocos ejemplos de patetismo, como la secuencia en exteriores donde Abraham se someterá al reproche de Lupe, cuando esta conozca la realidad de sus planes -quizá el pasaje más intenso de la película-. Y este sentimiento de tristeza se dará cita en el plano aéreo que se aleja del marco en que los tres protagonistas abandonan el que ha sido su entorno de residencia, contando con el rechazo de los niños en su huida hasta Miami. El plano de lejanía fundirá con otros de los exteriores de la acomodada ciudad, en la que los niños expresarán una tímida, pero abierta acogida. A partir de ese momento el padre pondrá en práctica todo aquello que tenía preparado, para al final revelar a sus hijos la realidad del mismo; hacer que huyan subidos a una lancha en medio de la noche hasta consumir la gasolina, prestarse a ser recogidos por los guardacostas y, con ello, simulando ser cubanos, ser adoptados en una familia pudiente del entorno, como es allí norma corriente. El rechazo de los pequeños a separarse de su padre, e incluso la apariencia de crueldad de este desde su mirada de niños permitirá otra magnífica y conmovedora secuencia, insertándose a continuación un aura de suspense, centrada en la creciente inquietud de Abraham al no tener noticias de si sus hijos han sido rescatados, que se resolverá en casi kafkiano intento de suicidio que se resolverá, inesperadamente, al tener noticia de que estos han sobrevivido.

A partir de ese momento, POPI cobrará un giro no siempre afortunado, puesto que asumirá una inclinación a la comedia satírica -en una línea que tendría un espléndido exponente en la posterior COLD TURKEY (Un mes de abstinencia, 1971. Norman Lear)-. Y es que ya en un nuevo marco, la película se centrará en una mirada crítica en torno a la hipocresía que la sociedad de dicha ciudad marcará en torno a los dos niños rescatados, a los que considerarán como auténticos héroes. En ese nuevo contexto aflorarán más irregularidades, tanto entre los intentos del padre de acercarse a sus hijos simulando diversas identidades, como en la reacción de las fuerzas vivas para sumarse al boom que ha favorecido el inesperado rescate de los pequeños. Sin embargo, no dejará de aparecer en este tramo una secuencia de especial brillantez, como la que describe la entrevista con los protagonistas, mientras se encuentran observados por periodistas, que han sido separados de ellos mediante una mampara de cristal. Serán unos minutos por momentos casi insoportables, en los que la alteración del punto de vista permitirá un insólito grado de complejidad en el relato y una perfecta alternancia en el patetismo antes señalado y su vertiente satírica, pocas veces igualada en el conjunto de esos ciento diez minutos de duración que, justo es reconocedlo, se degustan con placidez. En cualquier caso, llegado lo que aparece como irresoluble clímax del relato, este culminará de manera atrabiliaria y chapucera, casi como si se hubiera realizado un inesperado corte de un fragmento que pudiera transmitir la lógica evolución hasta llegar al mismo.

No se trata del único lastre de la película. Esta se somete quizá en exceso a determinados servilismos visuales de la época, destacando entre ellos esos instantes donde con ralentis y sobreimpresiones casi lelouchianas, se describe la felicidad de los dos niños en las costas de Miami, mientras como fondo suena el tema melódico de la película.

Arthur Hiller, director de la película, perfecto ejemplo de artesano de su tiempo -muy marcado por el inesperado éxito de la periclitada LOVE STORY (Historia de amor, 1970)-, marcó en ciertas ocasiones cierta habilidad con la comedia -THE AMERICANIZATION OF EMILY (1964)- o el melodrama -la en su momento tan polémica MAKING LOVE (Su otro amor, 1982). En este caso nos encontramos ante un título francamente estimable, al que solo perjudica la carencia de equilibrio en la ruptura de sus dos tonalidades argumentales, al tiempo que esos ciertos servilismos, por otro lado, tan comunes al cine de su tiempo. Sin embargo, pese a encontrarnos ante un título absolutamente olvidado, sigue manteniendo buena parte de su vigencia -destaquemos en ella su muy convincente ambientación de interiores y exteriores del Harlem newyorkino-, a la que ayudará no poco el personalísimo y singular histrionismo del gran Alan Arkin, capaz de convertirse en el mayor aliado de esta peculiar tragicomedia, merecedora, al menos, de un tímido reconocimiento.

Calificación: 2’5

BAD COMPANY (1972, Robert Benton) [Pistoleros en el infierno]

BAD COMPANY (1972, Robert Benton) [Pistoleros en el infierno]

Cuando su carrera cinematográfica puede decirse que se encuentra conclusa, y pese a los botafumeiros hollywoodienses con que ha sido acogida la misma, sobre todo en la década de los ochenta, lo cierto es que con BAD COMPANY (1972), su debut en la realización, ya se podía dar la medida de las auténticas cualidades como realizador de Robert Benton, injustificado triple ganador al Oscar, en su momento justamente prestigiado en el tándem de guionistas ejercido con David Newman. Habiendo contemplado hasta el momento seis de sus once largometrajes, lo cierto es que, en líneas generales, su cine se ha caracterizado por unas formas clásicas -en lo positivo- pero en sus instantes menos felices dotadas de cierta morosidad narrativa. Entre ellos, me gustaría destacar el cierto grado de intensidad registrado por la poco apreciada BILLY BATHGATE (Billy Bathgate, 1991) o la posterior y crepuscular TWLIGHT (Al caer el sol, 1998).

Pues bien, buena parte de las virtudes y limitaciones de su cine se da cita en esta, con todo, apreciable BAD COMPANY -solo estrenada en nuestro país con pases televisivos y ediciones digitales, bajo el título ‘Pistoleros en el infierno’-. Planteada por sus propios guionistas -Benton y Newman- y el realizador, como una curiosa ‘precuela’ de lo que sería una posterior pareja de bandoleros, nos encontramos ante un singular western, que no deja de adherirse a la corriente revisionista que empezaba a proliferar en aquellos años -recordemos el ejemplo de la coetánea THE GREAT NORTHFIELD MINNESOTA RAOID (Sin ley ni esperanza, 1972. Philip Kaufman)-. Una corriente inserta en otra que florecería con mayor fuerza aún, como sería la querencia con lo retro. A ambas vertientes se adhiere esta singular tragicomedia en torno a un grupo de jóvenes y pobres diablos, que se iniciará describiendo las maneras con las que se inicia en dicha aventura el verdadero protagonista del relato. Se trata de Drew Dixon (Barry Brown). Un muchacho procedente de una familia metodista establecida en una pequeña localidad de Ohio, durante 1863, que ha logrado ocultarlo en la casi violenta filiación, dado que se está desarrollando la guerra civil norteamericana. El joven huido viajará hasta una localidad de Missouri, con la intención de hacerlo con posterioridad hasta Nevada -fuera de la Unión- y, una vez allí, poder hacer realidad sus sueños de prosperidad. El destino le cruzará con otro adolescente, Jake Rumsey (Jeff Bridges), un pillo que lidera una paupérrima banda de muchachos compuesta por desertores e inadaptados, y que se sorprenderá de la fiereza con la que Drew le ataca, al reencontrarse con él tras haber sido asaltado previamente en su primer encuentro entre ambos.

Todo ello dará el inicio de la vinculación del recién llegado -mediante la simulación de una lucha- con ese grupo de pillos que apenas alcanzan con sus robos para poder comer miserablemente, y que se empeñarán en un largo viaje para llegar al Oeste. El trayecto irá discurriendo con relativa placidez, pero en el camino se irán sucediendo penalidades, asaltos de forajidos, deserciones de algunos de sus componentes, e incluso trágicas pérdidas de otros. Sin embargo, y pese a vivir situaciones límite entre todos ellos, ni siquiera enfrentamientos casi a vida o muerte harán remitir la estrecha relación establecida entre Drew y Jake, tan opuestos a primera instancia y, quizá por ello, tan complementarios.

BAD COMPANY alberga en su seno una cierta rémora; pese a su ajustada duración le cuesta empatizar con el espectador. Esa propia voluntad de desdramatización es quizá la circunstancia que impida una mayor cercanía emocional. Se trata de algo que sufre incluso su principal personaje, ese joven de buena educación y mesuradas maneras, que al mismo tiempo nos servirá como narrador en off con esas breves anotaciones en su diario. La magnífica performance que le brinda el prematuramente desaparecido Barry Brown, logra sin embargo vencer esa pequeña muralla y lograr muy pronto establecer una pronta comunicación con el espectador, al tiempo que con su mirada y lenguaje corporal acierta a traducir la deriva existencial de ese grupo de criaturas a las que acompaña. Todo ello se irá conformando a modo de pequeña y accidentada balada, punteada por el apropiado fondo sonoro de Harvey Schmidt y, de manera muy especial, la brillante fotografía en color de Gordon Willis. Son elementos que, unidos a la veracidad del vestuario utilizado, obra de Anthea Sylbert, transmiten a este relato minimalista, sereno, aunque punteado con inesperados estallidos de violencia, casi como una traslación del universo de la picaresca española, en el marco del anhelo por el Oeste americano.

En esa tesitura y de manera paulatina, BAD COMPANY va adquiriendo una extraña temperatura emocional a partir de esos accidentes vividos por la pandilla, el robo inicial en su penosa andadura, la inesperada -y divertida- huida, de uno de sus componentes en una diligencia. El asesinato del más pequeño de sus componentes, cuando apenas ha robado una tarta que se encuentra en la ventana de una granja, o la huida de otros dos de los componentes, dejando solos a la pareja protagonista. En ese recorrido revestido de miseria, resentimiento, frustración y de muerte, la cámara de Benton se deja de llevar por esa actitud contemplativa y desdramatizada, en ocasiones embellecedora -esos planos generales en medio de las agrestes tierras-, en otros dominados por la aridez -esa secuencia en la que los muchachos contemplan con asco como Jake despelleja un conejo, que servirá para saciar pobremente su hambre-. Y en otros por un extraño dramatismo -el propio Benton destacaba una secuencia en la que dos de los componentes dejaban solos a los protagonistas y se llevaban sus caballos, y estos, tiraban piedras al arroyuelo como única protesta; el instante posterior en que estos contemplarán los cadáveres ahorcados de los dos huidos-. Y en otras caracterizados por una catárquica violencia -la manera con la que Jake y Drew responden y asesinan a los bandidos que están dispuestos a acabar con sus vidas.

Sin embargo, a mi modo de ver, lo mejor y lo más perdurable de esta pequeña y finalmente plácida película, se encuentra en las pequeñas conversaciones, en los destellos de complicidad establecido entre estos dos jóvenes tan apuestos en orígenes, educación y objetivo. Dos jóvenes que, pese a todo, y a los motivos que -sobre todo Drew con respecto a Jake- podrían establecerse para destruir su extraña relación, mantendrán sin embargo una complicidad basada en confidencias, en actitudes incluso contradictorias. Momentos y gestos que reafirman una amistad casi a corriente, en la que se dirimen los mejores pasajes de este finalmente entrañable relato, que finaliza, precisamente, donde otros se iniciarían.

Calificación: 2’5