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CINEMA DE PERRA GORDA

Walter Lang

CAN-CAN (1960, Walter Lang) Can-Can

Creo que resulta pertinente señalar, que CAN-CAN (Can-Can, 1960. Walter Lang) aparece en un lugar merecidamente secundario, dentro los últimos gritos agónicos de un género como el musical, que al año siguiente iba a dar una relativa apuesta de renovación, con la para mi tan sobrevalorada WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961. Robert Wise & Jerome Robbins). En cualquier caso, esta producción de 20th Century Fox, adaptación del musical de Broadway escrito por el experto Abe Burrows, albergó no pocas dificultades y modificaciones a la hora de ser trasladado a la gran pantalla, teniendo que utilizar la profesionalidad de Dorothy Kingsley y, posteriormente, Charles Lederer, para consolidar el libreto. Entre uno y otro se eliminaron y modificaron canciones y personajes, introduciendo el del pícaro abogado François Durnais encarnado por Frank Sinatra, y teniendo finalmente que incorporar algunos éxitos pasados de Cole Porter, artífice de todas cuantas canciones se escuchan en la película.

De entrada, y más allá del discreto bagaje que atesora, CAN-CAN emerge prácticamente como una obra puente, en la que detectamos una clara herencia del magnífico GIGI (Gigi, 1958. Vicente Minnelli) -la ambientación francesa de época, la presencia de Chevalier y Jourdan entre la cabecera de reparto-, mientras que no me cabe duda que tras la entrega en su personaje, Shirley MacLaine aparecería desde esta película lanzada a su protagónico en la admirable e infravalorada IRMA LA DOCUCE (Irma la dulce, 1963. Billy Wilder) que, no olvidemos, pasó de ser un musical en los escenarios newyorkinos, a convertirse en una admirable comedia cinematográfica sin canciones.

El film de Walter Lang, dividido con las acostumbradas oberturas e intermedio, se inicia de manera prometedora, con esos grabados evocadores de Toulouse Lautrec -de quien se ofrece una divertida alusión en el relato, reveladora de la escasa fortuna que albergó en vida- describiendo sus títulos de crédito. Muy pronto, con una cierta elegancia en el uso de la grúa, se nos traslada al contexto de ese París de 1896. Una estupenda ambientación de época, y la canción ‘Montmatre’, cantada por Maurice Chevalier y Sinatra al alimón, nos presenta el juez Paul Berriere (Chevalier) y al citado Durnais, amigos y colegas, dispuestos a acudir al salón en donde su dueña, Simone Pistache (MacLaine), desafía las restrictivas normas de la época, que prohíben la representación del can-can al considerarlo blasfemo e irreverente. Ya nos hemos introducido en el tono alegre y festivo que se extenderá al conjunto de su metraje. La actuación de las chicas de Simone provoca una redada, descubriendo el espectador la profesión de los dos personajes masculinos, y presentando al joven y atildado juez Philippe Forrestier (Louis Jourdan), empeñado en mantener la moralidad de su cometido, y alejado por completo del mundo hedonista que hemos contemplado. En medio de una situación casi absurda, la vista que se iba a proceder tras la redada quedará en una simple intentona, por lo que Forrestier intentará una añagaza, acudiendo al recinto simulando otra identidad y buscando que se escenifique el baile y, con ello, el cierre del recinto y el encausamiento de su propietaria. Sin embargo, con lo que no contará es que, muy a pesar suyo, caerá muy pronto hechizado ante la ingenuidad e inocencia de la muchacha. Una atracción que se elevará incluso sobre los equívocos y diferencias sociales existentes entre ambos, y que encontrará la oposición, cada vez menos argumentada, del hasta ahora amante de Simone, un Durnais siempre inclinado hacia el disfrute de la existencia sin compromisos, y hasta entonces renuente a casarse con la protagonista.

Rodada en Todd-AO, el espectacular formato panorámico que albergaría otras propuestas del musical, como el vibrante e infravalorado SOUTH PACIFIC (Al sur del Pacífico, 1958. Joshua Logan), lo cierto es que la película adquiere sus mejores momentos, al dejarse envolver por un lado en el intenso cromatismo -a tono con la ambientación de época. que le brinda William Daniels- y, por otro lado, la melancolía ofrecida en instantes más confesionales a través de la banda sonora de Nelson Riddle. Son ambas, características muy definitorias de esos nuevos modos ya consolidados para la comedia americana, y que, en esta ocasión, de manera sorprendente, se centra en todas aquellas secuencias intimistas y/o confesionales, que toman como base al personaje encarnado con gran elegancia por Louis Jourdan, bien sea junto al personaje encarnado por Chevalier o, de manera muy especial, aquellas que protagoniza junto a la MacLaine, provistas de una extraña química en su contraposición de estilos interpretativos. Es en esos instantes, donde la cámara del modesto Walter Lang parece adquirir una cierta sensibilidad, desgraciadamente carente a lo largo de buena parte del metraje,

Y es que en más ocasiones de lo deseable CAN-CAN se ve invadida por una arquetípica teatralidad. Por un abuso del plano general y/o americano, apenas acompañado por la querencia por el plano/contraplano. En no pocos instantes casi se tiene el deseo de gritar al director, para insuflar a sus imágenes de una mayor entraña dramática -la manera con la que se resuelve el desencanto final de Forrestier, en la vista final donde Simone expresa su irrenunciable amor por François; la ausencia de chispa con la que la puritana asume finalmente la autorización del baile hasta entonces prohibido-. Sin embargo, además de las secuencias antes señaladas, hay momentos en donde sí se percibe una cierta sensibilidad cinematográfica. Por ejemplo, lo expresa esa grúa ascendente que se va alejando del truhan encarnado por Sinatra al abandonar a la protagonista dentro del salón, antes de procederse el interludio de la película. O, dentro del terreno de la comedia, ese triple ascenso por escaleras de Philippe, en una deriva casi humillante para alguien hasta entonces dominado por su frialdad, al objeto de buscar que ella acepte su invitación a cenar. O incluso esos instantes en los que este se encuentra absorto ante la ventana, mientras Berriere descubre el amor que siente por la joven.

Junto a ello, en un musical dominado por numerosas canciones, todas ellas compuestas por Cole Porter, y buena parte de ellas ya absolutas referentes de la cultura popular americana, hay que destacar la presencia del prestigioso Hermes Pan como coreógrafo. Y ello tiene su oportuna presencia en la película, más allá de las previsibles exhibiciones del popular baile francés. A este respecto, cabe destacar tres magníficos números, donde hay que reconocer que la película respira bastante, y da la medida de lo que hubiera podido ser con mayor inventiva. El primero de ellos es el de carácter porteño, donde la MacLaine actúa en su salón delante de Jourdan, siendo seducida por diversos y variados pretendientes, y en donde durante unos instantes, su figura será humorísticamente sustituida por una muñeca. El segundo, la actuación de Susane ante la alta sociedad amiga de Philippe, en la fiesta que este ha organizado para presentarla dentro de un buque, donde nuestra protagonista se desinhibe por completo. Y, por último, el número musical sin duda más brillante de la función, en el que se apuesta de manera deliberada por el anacronismo y por su abandono deliberado de la cuarta pared. Me refiero a esa actualización musical de las figuras de Adán, Eva y la tentación de la serpiente, que, al estar insertados en los minutos finales de la función, contribuyen a elevar su nivel, por más que la última vista judicial que le sucede, el relato decrezca y aparezca desprovisto de su necesaria emocionalidad.

Calificación: 2

THERE’S NO BUSINESS LIKE SHOW BUSINESS (1954, Walter Lang) Luces de candilejas

THERE’S NO BUSINESS LIKE SHOW BUSINESS (1954, Walter Lang) Luces de candilejas

Solo desde una posición totalmente enrocada en la mitomanía más desaforada por el musical de Broadway, y una admiración rayana en la idolatría en torno a la figura del compositor Irving Berlin, se puede entender que una película tan mediocre como THERE’S NO BUSINESS LIKE SHOW BUSINESS (Luces de candilejas, 1954. Walter Lang) merezca una mínima consideración. Cierto es que la mitología que genera el musical americano, en bastante ocasiones –muchas más de las deseables- ha contribuido a considerar como clásicos, títulos bastante discutibles y en muchos casos llenos de ese ampuloso mal gusto consustancial con el género. En su oposición solo en algunas ocasiones logró expresar ese dinamismo y comunicación de sentimientos, que en buena medida sería la mayor aportación de dicho género al devenir del cine norteamericano. Pero en pocos exponentes como el que nos ocupa, se puede detectar la presencia de un largometraje lleno de pesadez –casi dos horas de duración- y que, bajo la excusa de la narración de la trayectoria de la familia Donahue en el mundo del espectáculo, da pie a una avasalladora sucesión de números musicales, sin dosificación alguna de su presencia y, por supuesto, sin que la practica totalidad de los mismos obedezcan en su presencia a las necesidades internas de la historia, puesto que la misma es casi inexistente.

Por ello esta lujosa producción de la Fox, en la que una vez más resalta en el cromatismo de la fotografía de Leon Shamroy, y que en su vertiente opuesta se resiente del sorprendente estatismo y desaprovechamiento del formato panorámico en la realización por parte de ese acostumbrado eficaz artesano que fue Walter Lang, pierde una oportunidad muy valiosa. Era una base excelente para trazar un análisis sobre el peso que en la vida norteamericana expresada entre la década de los años veinte y los cuarenta del pasado siglo –en donde se enmarcó desde la gran depresión hasta la II guerra mundial-, tuvo la presencia del espectáculo popular como elemento de distracción de la sociedad. Nada de eso podemos encontrar en esta anecdótica y trivial historia –por más que surgiera de las manos del experto guionista que fue Lamar Trotti-, en la que solo de forma muy leve se ofrecen pinceladas sobre estos hechos tan importantes. En su defecto, sí que nos encontraremos con el desarrollo del inefable personaje del hijo de la familia –encarnado con bastante torpeza por el famoso crooner de la época, Johnny Ray-, que de repente siente la llamada de Dios, decidiendo ser sacerdote e incluso aleccionando a sus amigos con una vergonzante canción en la que arenga a la virtud de creer y la desdicha que acompaña a los que no sienten el aliento divino... Sin duda, memorable.

Pero es que ya desde sus primeros compases, THERE’S NO... nos invade con una catarata de pequeños números musicales que desde el primer momento bombardean al espectador, en lugar de ofrecer un relato más o menos coherente. En ese sentido, y aún reconociendo que no soy un fervoroso del género, creo que es de justicia señalar que nos encontramos ante una de las manifestaciones musicales que cuentan con una base dramática más endeble, siempre al servicio de las canciones y expresiones de la labor de Berlin, y que solo de forma muy arbitraria se sirven a los devaneos familiares.

¿Qué nos queda, pues, en una película tan pesada, cargante, edulcorada y desequilibrada como la que nos ocupa? Muy poco, apenas podría destacar personalmente el único número musical que realmente rezuma dinamismo y está integrado como complemento expresivo de la narración –me refiero al que protagoniza Donald O’Connor tras el galanteo que mantiene con el personaje que encarna Marilyn Monroe-, o la garra que ciertamente tiene la famosa canción que da título a la película, cantada por Ethel Merman en los compases finales de la película –y que proporciona el único momento melodramático con fuerza, en el retorno de Donald O’Connor a la familia-. Pero hasta esos instantes más o menos eficaces, son arruinados con una explosión kitsch con decenas de figurantes con la que culmina la película, y que supone toda una entronización al mal gusto. Uniremos a ello como valor positivo, la frescura que proporciona Mitzy Gaynor. Un valor que desaprovechó sistemáticamente Hollywood, quizá por que su estrella empezó a brillar precisamente cuando el cine musical lanzaba sus gritos de agonía.

Calificación: 1