THERES NO BUSINESS LIKE SHOW BUSINESS (1954, Walter Lang) Luces de candilejas
Solo desde una posición totalmente enrocada en la mitomanía más desaforada por el musical de Broadway, y una admiración rayana en la idolatría en torno a la figura del compositor Irving Berlin, se puede entender que una película tan mediocre como THERE’S NO BUSINESS LIKE SHOW BUSINESS (Luces de candilejas, 1954. Walter Lang) merezca una mínima consideración. Cierto es que la mitología que genera el musical americano, en bastante ocasiones –muchas más de las deseables- ha contribuido a considerar como clásicos, títulos bastante discutibles y en muchos casos llenos de ese ampuloso mal gusto consustancial con el género. En su oposición solo en algunas ocasiones logró expresar ese dinamismo y comunicación de sentimientos, que en buena medida sería la mayor aportación de dicho género al devenir del cine norteamericano. Pero en pocos exponentes como el que nos ocupa, se puede detectar la presencia de un largometraje lleno de pesadez –casi dos horas de duración- y que, bajo la excusa de la narración de la trayectoria de la familia Donahue en el mundo del espectáculo, da pie a una avasalladora sucesión de números musicales, sin dosificación alguna de su presencia y, por supuesto, sin que la practica totalidad de los mismos obedezcan en su presencia a las necesidades internas de la historia, puesto que la misma es casi inexistente.
Por ello esta lujosa producción de la Fox, en la que una vez más resalta en el cromatismo de la fotografía de Leon Shamroy, y que en su vertiente opuesta se resiente del sorprendente estatismo y desaprovechamiento del formato panorámico en la realización por parte de ese acostumbrado eficaz artesano que fue Walter Lang, pierde una oportunidad muy valiosa. Era una base excelente para trazar un análisis sobre el peso que en la vida norteamericana expresada entre la década de los años veinte y los cuarenta del pasado siglo –en donde se enmarcó desde la gran depresión hasta la II guerra mundial-, tuvo la presencia del espectáculo popular como elemento de distracción de la sociedad. Nada de eso podemos encontrar en esta anecdótica y trivial historia –por más que surgiera de las manos del experto guionista que fue Lamar Trotti-, en la que solo de forma muy leve se ofrecen pinceladas sobre estos hechos tan importantes. En su defecto, sí que nos encontraremos con el desarrollo del inefable personaje del hijo de la familia –encarnado con bastante torpeza por el famoso crooner de la época, Johnny Ray-, que de repente siente la llamada de Dios, decidiendo ser sacerdote e incluso aleccionando a sus amigos con una vergonzante canción en la que arenga a la virtud de creer y la desdicha que acompaña a los que no sienten el aliento divino... Sin duda, memorable.
Pero es que ya desde sus primeros compases, THERE’S NO... nos invade con una catarata de pequeños números musicales que desde el primer momento bombardean al espectador, en lugar de ofrecer un relato más o menos coherente. En ese sentido, y aún reconociendo que no soy un fervoroso del género, creo que es de justicia señalar que nos encontramos ante una de las manifestaciones musicales que cuentan con una base dramática más endeble, siempre al servicio de las canciones y expresiones de la labor de Berlin, y que solo de forma muy arbitraria se sirven a los devaneos familiares.
¿Qué nos queda, pues, en una película tan pesada, cargante, edulcorada y desequilibrada como la que nos ocupa? Muy poco, apenas podría destacar personalmente el único número musical que realmente rezuma dinamismo y está integrado como complemento expresivo de la narración –me refiero al que protagoniza Donald O’Connor tras el galanteo que mantiene con el personaje que encarna Marilyn Monroe-, o la garra que ciertamente tiene la famosa canción que da título a la película, cantada por Ethel Merman en los compases finales de la película –y que proporciona el único momento melodramático con fuerza, en el retorno de Donald O’Connor a la familia-. Pero hasta esos instantes más o menos eficaces, son arruinados con una explosión kitsch con decenas de figurantes con la que culmina la película, y que supone toda una entronización al mal gusto. Uniremos a ello como valor positivo, la frescura que proporciona Mitzy Gaynor. Un valor que desaprovechó sistemáticamente Hollywood, quizá por que su estrella empezó a brillar precisamente cuando el cine musical lanzaba sus gritos de agonía.
Calificación: 1
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