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CINEMA DE PERRA GORDA

Richard Quine

BELL BOOK AND CANDLE (1958, Richard Quine) Me enamoré de una bruja

1958 fue un gran año para el que sería el último periodo dorado de la comedia americana. Propuestas de Billy Wilder, Frank Tashlin o Blake Edwards se pueden unir a uno de los exponentes más valiosos del género; BELL BOOK AND CANDLE (Me enamoré de una bruja). Richard Quine ya atesoraba en aquel momento a sus espaldas una quincena de largometrajes, la mitad de su obra, y alcanzó en esta ocasión una de sus mejores películas, en mi opinión el primero de sus cinco grandes logros de su filmografía. El propio director -siempre muy humilde en sus manifestaciones- reconocía que sería con esta adaptación de Daniel Taradash, de la obra de John Van Druten, se sentía por vez primera suelto con la cámara. Más adecuado sería señalar que en esta ocasión logró consolidar de manera admirable, unos rasgos de estilo ya plasmados con acierto en sus títulos exponentes.

Sin embargo, lo extraordinario de esta película, reside en la capacidad de imbricar en su seno un relato navideño, una historia de brujería, los estilemas de una divertida comedia, la sensibilidad de una historia romántica y, como sería ya habitual en nuestro cineasta, envuelto como pocas veces en su carrera en una puesta en escena dominada por los ecos del musical sin danza, y un cine etéreo que se impregna al espectador desde el primer al último instante. Y es que la película de Quine te hechiza desde sus primeros planos de grúa, con fondo de música navideña, e introduciendo el inolvidable score de George Duning hacia el interior de la tienda de objetos de máscaras antiguas que regenta la joven y hermosa Gillian Holroyd (Kim Novak), describiendo sus extraordinarios títulos de crédito en un elegante y ágil plano secuencia que identificará a intérpretes y técnicos, con distintas máscaras e imágenes expuestas en la galería -detalle revelador; a Quine se le identifica con una de ínfimo tamaño. Su innata humildad como realizador-.

Esa armonía de géneros y temáticos antes señalada, se manifiesta desde los primeros instantes, donde conoceremos el ámbito de hechicería que protagonizan tanto Gillian como su hermano Nicky (Jack Lemmon) y su tía Queeney (Elsa Lanchester). En este aspecto, y de manera insospechada, puede considerarse el film de Quine como una de las más valiosas aportaciones cinematográficas al universo de la brujería -algo que recientemente destacaría el colega Tomás Fernández Valentí-, junto a propuestas, estas más ligadas el cine de terror, firmadas por Mark Robson, Sidney Hayers o Roman Polansi. Y es que, a la chita callando, la propuesta de Quine brinda, bajo las costuras de la comedia, un retrato fidedigno de las comunidades de bujería que se caracterizaron en el Greenwich Village neyorkino -por cierto, marco pocos años antes de su previa MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena, 1955)-. A partir de esta singularidad, pronto de incardinará el drama interior de la protagonista, al sentirse atraída por el más maduro editor Sheperd Henderson (James Stewart, emparejado con la Novak inmediatamente después de VERTIGO (De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock). Ello será la raíz de la entraña de la película, ante una joven que se intuye dominada por un tormento interior, ante el que pretende ser objeto de su atracción, sin tener que utilizar por ello sus poderes… que finalmente no podrá resistir poner en práctica. No dudará en actuar en contra de la prometida de este -Merle (Janice Rule)-, con la que tenía previsto casarse de inmediato y, de manera inexplicable, quedar ambos hechizados, aunque ello tenga como consecuencia su progresiva pérdida de aureola sobrenatural. Será algo en lo que incidirá su hermano, que actua como venganza, al haber aplicado Gillian sus poderes para evitar la publicación del libro sobre brujería del estrafalario escritor Sidney Redlitch (Ernie Kovacs), en el que Nicky ha colaborado, revelando los secretos de aquella comunidad de brujos. En última instancia, todas estas tensiones concluirán en una triste deriva; nuestra protagonista perderá la relación con un Henderson que descubre sus hechizos, precisamente cuando al mismo tiempo ha quedado enamorada de él, asumiendo que con ello dejará atrás su singularidad como bruja.

Todo se desenvuelve en este elegíaco cuento de hadas navideño, que en realidad se dirime en una búsqueda de sentimientos en sus personajes. Un ámbito en el que Quine se expresa con admirable elegancia. Lo hará tanto en las numerosas secuencias descrita en el interior del establecimiento de la protagonista -nuestro cineasta ratificaba su extraordinario dominio del espacio escénico, utilizando con extraordinario ingenio el gato de la bruja para acentuar dicha movilidad-, como en las desarrolladas en el oscuro café Zodiaco, la oficina de Henderon, o incluso la extraordinaria atmósfera -en uno de los episodios más certeros en torno a la fusión de terror y comedia- que preside la visita del editor a la vieja mansión de la veterana bruja Blanca de Passe (Hermione Gingold). Pero también sucederá en todas aquellas desarrolladas en un Nueva York nevado, transmitiendo paradójicamente una cálida sensación de anhelo de felicidad. Es indudable que, para lograr una película tan armónica, Quine atesoró materiales de primera. El reparto se encuentra en estado de gracia, siendo incapaces de destacar a un intérprete en concreto -aunque confieso mi predilección por una extraordinaria Elsa Lanchester-. A ello cabe sumar la admirable fotografía en color del veterano James Wong Howe, quien acierta la hora de situarse en la vanguardia de los modos característicos de aquella nueva comedia, e imbricándose de manera especial en potenciar todos los elementos fantastique de la película -el ya citado episodio en la vetusta mansión de la vieja bruja es un ejemplo deslumbrante de esta vertiente-. El otro elemento que envuelve con su melodía la cadencia casi musical de la película es, indudablemente, el extraordinario score de George Duning, quizá el más memorable de entre la decena de colaboraciones establecidas entre compositor y realizador.

Es por ello, que hay momentos en la película que, en la incardinación de todas estas vertientes, la intensidad de la película alcanza una garra e intensidad realmente poco frecuente. BELL BOOK AND CANDLE se encuentra trufada de momentos inolvidables. La elegancia que desprende esa secuencia con Gillian, Nicky y la tía de ambos, caminando de noche entre la nieve, comentando el accidentado encuentro con Henderson y su novia, mientras el segundo prueba trucos de brujería apagando las luces de las farolas. El reiteradamente citado episodio de la visita a la vieja bruja. La divertida exteriorización de Nicky de sus poderes de brujo en plena calle, ante un maravillado Redlitch.  El instante en que Gillian descubre en la calle, descalza para perseguir a su gato, que ha perdido sus poderes ¡derramando lágrimas, algo impensable para una hechicera! O, como no podría ser de otra manera, el inesperado episodio de reencuentro de Henderson y la protagonista, ya despojada de sus poderes sobrenaturales -va vestida de blanco, como purificada- ¡Que hermoso el vestuario de Jean Louis para la Novak! y su establecimiento se ha convertido en un bellísime escaparate de flores de mar ¡Que delicada metáfora romántica y visual! Sin embargo, no puedo por menos que destacar la fuerza, el romanticismo, el feeling y la sensación de verdad, que adquiere el episodio de la exteriorización del enamoramiento que sienten los dos protagonistas -su primer y fervoroso abrazo, facilitado por la extraña química ya consolidada entre dos intérpretes tan dispares. La acción nos trasladará, en sugerente elipsis, hasta el amanecer en la terraza de un viejo rascacielos, donde los dos ya amantes exteriorizan con sus diálogos y miradas sus sentimientos, culminando la secuencia la caída del sombrero de Henderson a las calles newyorkinas, en el que quizá sea el episodio más memorable jamás rodado por Quine.

El último gran momento de la comedia americana estaba casi en su esplendor, y ya entonces podíamos percibir como entre sus grandes exponentes se iban contagiando e influenciando de manera honesta y estimulante. BELL BOOK AND CANDLE no es una excepción a este respecto. La ya señalada y extraordinaria secuencia en la terraza de un rascacielos, no cabe duda que bebe de la no menos maravillosa de la inmediatamente precedente AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957. Leo McCarey). Al mismo tiempo, ese gato que se convertirá en un pequeño protagonista del devenir de sus personajes, será un elemento que Blake Edwards, el eterno colega de Quine, recuperará en su extraordinaria BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamante, 1961). Y ya, para finalizar, no se puede hablar de esta magnífica película, sin evocar a su estrella máxima, una Kim Novak en la cumbre de su belleza y sensualidad. Sería esta la segunda de las cuatro ocasiones en las que el realizador contó con su gran amor platónico, y considero que fue en esta ocasión en la que esta apareció más radiante, mimada hasta la devoción por la cámara del cineasta, y embellecida por el ya señalado vestuario de Jean-Louis -que recibió una de las dos nominaciones de la película a los Oscars-. En pocas ocasiones -e incluyo en ellas los ejemplos de Von Sternberg con Marlene Dietrich- he sentido tal amor en la pantalla brindado a una actriz, que en instantes como aquellos en los que aparece en primer plano -extraordinaria utilización del Scope- hechizando a James Stewart, y acariciando su fiel gato, llegan a adquirir una cadencia casi sobrenatural.

Calificación: 4

PUSHOVER (1954, Richard Quine) La casa número 322

PUSHOVER (1954, Richard Quine) La casa número 322

Tras una serie de títulos de clara filiación a la serie B, definidos en el ámbito de las comedias musicales, la mayor parte de ellos imposibles de contemplar, y en líneas generales orillados, quizá por su limitado interés, PUSHOVER (La casa número 322, 1954) supone el primer título de cierto relieve en la filmografía de Richard Quine. Y lo curioso es que. pese a su evidente modestia de producción, se ha convertido en un título que goza de cierto culto, a la hora de acudir a referentes más o menos destacables dentro del noir de la década de los cincuenta. Lo que resulta indudable, es que nos encontramos ante un exponente atractivo y representativo de los modos que sobre dicho género expresaría en aquellos años la Columbia, que tendría su exponente más valioso en las obras filmadas en dicho estudio por Fritz Lang -THE BIG HEAT (Los sobornados, 1953)-, Jacques Tourneur -NIGHTFALL (1957)- o Phil Karlson -5 AGINST THE HOSE (1955), entre otros. En dicho contexto se encuentra enmarca esta película dominada por secuencias nocturnas, e impregnada entre ellas de un notable fatalismo. En el fondo nos encontramos ante la historia de un doble fracaso existencial. De dos soledades compartidas en la inmensidad de la jungla urbana. En esencia, esta es la entraña del guion escrito por Roy Huggins, a partir de la novela de Bill S. Ballinger. Su argumento nos describe la inesperada fascinación establecida entre el soltero y misógino agente de policía Paul Sheridan (Fred McMurray) y la joven y atractiva Lona McLane (Kim Novak), amante de un gangster que ha cometido un atraco en un banco.

La película supondrá, de entrada, la apuesta del cineasta por la fuerza del inicio de sus películas, durante los propios títulos de crédito, algo que se convertiría en uno de los rasgos de estilo en su obra posterior. En este caso lo hará insertando los mismos mientras contemplamos, con una precisa planificación y en una secuencia sin diálogos, el asalto que supondrá el detonante dramático. A continuación, la acción se plasmará en la salida de un cine, en donde Quine nos mostrará la presentación cinematográfica de la Novak, algo que pocos instantes después pronto derivará en esos primeros planos de absoluta fascinación -en el encuentro en apariencia inesperado con Sheridan- de lo que supone una de las historias de amor -la de Quine y Novak- más visuales que jamás haya legado el cine.

Pronto Lona y Paul, dos seres solitarios, sucumbirán a un sentimiento que ellos mismos no aciertan a explicarse, aunque pronto conoceremos que el agente en realidad ha urdido todo -junto a sus superiores policiales- para conseguir acercarse a la chica del autor del asalto, que además esconde los más de 200.000 dólares del botín. Ella pronto percibirá la sensación de sentirse perseguida, y al mismo tiempo ser observada constantemente por agentes ubicados frente a la ventana principal de su apartamento y estando sus llamadas pinchadas. Todo se dirimirá a partir de ese momento en un tenso y fatalista entramado psicológico, en el que la vigilada y el agente planificarán la posibilidad de eliminar al gangster, apropiarse del botín, y, con ello, poder iniciar una nueva vida juntos. Y todo ello tendrá lugar en un contexto dominado por esas ya señaladas soledades compartidas, y en donde buena parte de sus personajes o bien escenificarán falsas situaciones, o serán objetos de una mirada casi voyeuristica. Y es que PUSHOVER, más allá de las reconocidas referencias en torno a la previa y mitificada DOUBLE INDEMNITY (Perdición, 1945. Billy Wilder) -especialmente significada al compartir al mismo actor protagonista-, alberga en sus imágenes ciertas semejanzas con una de las cimas del cine de Hitchcock; REAR WINDOW (La ventana indiscreta, 1954), que en modo alguno es imitación, ya que ambos títulos se estrenaron casi manera paralela.

A mi modo de ver, ahí se encuentra el elemento más atractivo de la película, en la medida que el seguimiento de Lone se extenderá a Rick (Phil Carey) otro agente compañero de Paul, con quien en una secuencia especialmente significativa compartirán su visión misógina y excluyente de las relaciones de pareja, aunque, en el fondo, dejando entrever en sus desencantados comentarios, el deseo de encontrar esa ausencia femenina que caracteriza sus vidas. Por ello, Rick encontrará y seguirá casualmente a Ann (Dorothy Malone), la vecina de apartamento de la vigilada, quien poco a poco, sin ella saberlo, se irá ganando el interés de este, además de suponer un elemento importante -y percibido desde el momento en que sucede- para la trágica resolución de su argumento.

Y es que en PUSHOVER, puede decirse que el espectador conoce muy pronto como se va a desarrollar un argumento mil veces visto. Sin embargo, se impregna de inmediato de esta película llena de nocturnos y de un fatalismo compartido. De la imposibilidad de compartir sentimientos. Y de una soledad urbana que llega a resultar abrasadora. Es el terreno en el que Quine -aliado por la excelente y densa iluminación en blanco y negro de Lester White y el brillante fondo sonoro de Arthur Morton- logra combinar lo oscuro, lo denso, lo sentimental y lo melancólico. La película, rodada en escasos escenarios, de una acción muy delimitada y provista de tintes progresivamente más graves, muestra ya entonces la destreza de Quine en la precisión y el uso del espacio escénico -ese juego de habitaciones y recintos envueltos en sombras- y, sobre todo en este caso, una mirada comprensiva hacia una galería de personajes no siempre elogiables en sus comportamientos. Pero incluso en sus mezquindades -sobre todo en el caso de Sheridan- aparecen bajo su cámara con un hálito de humanidad. En medio de ese marasmo, la entraña de este film policíaco recorre y escruta una galería humana, haciéndonos partícipes de sus miserias -ese agente que se encuentra a punto de la jubilación; incluso en off el atracador, que aparece como alguien condenado-, hasta confluir en un pathos casi inevitable, que no por resultar tan previsible deja de aparecer en última instancia tan original como desolador. Y es que, si bien el destino brindará una inesperada oportunidad para Rick y Ann, este se tornará trágico para Paul, en una de las muertes más dolorosas de toda la historia del cine noir, plasmada en una equidistancia que ni alberga cualquier rasgo de castigo ni, por supuesto, aliento épico. Es por ello que contemplar a Sheridan herido de muerte -nunca lo veremos morir en realidad, esta se describe en off presumiblemente tras el The End- provoca una inesperada congoja, solo mitigada por el gesto final de esa amada con la que nunca pudo desarrollar una nueva vida, que finalmente acudirá junto a él, aún a riesgo de ser detenida.

Calificación: 3

SYNANON (1965, Richard Quine)

SYNANON (1965, Richard Quine)

Durante décadas se nos ha ido ocultando a aquellos aficionados -creo que no seremos muchos- que siempre hemos admirado su cine, la posibilidad de contemplar SYNANON (1965), la película siempre rastreada de la obra del norteamericano Richard Quine. Es cierto que restan por poder contemplar algunas de sus primeras y modestas películas -alguna de ellas prometedora, como la comedia musical SO THIS IS PARIS (1954)-. El ejemplo de SYNANON brindó un insospechado giro en un cineasta especializado en la comedia y el melodrama -en diversas ocasiones entremezclados en una misma película- que se saldó con un enorme fracaso, hasta tal punto que ha sido prácticamente imposible contemplarla hasta la fecha -en España ni siquiera se ha exhibido en ningún canal televisivo, ni ha gozado de edición digital-. Unido a ello, y como consecuencia de ese carácter inédito, tan solo recuerdo una referencia -poco favorable- por parte de los especialistas Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon -en su canónica ’50 años de cine norteamericano’-, quienes por otro lado siempre han valorado con interés la andadura del realizador, al señalar que Quine la dirigió “con una sobriedad rayana en la indigencia”.

Así pues, tener el privilegio de visionarla -se puede observar como en la IMDB apenas tiene unos 180 votantes, una cifra ridícula- adquiere una cierta emoción, al poder percibir de manera directa las posibles cualidades del título que inició la triste decadencia de un hombre de cine que tanto placer me produjo. Por ello, y antes de intentar comentarla, creo que nos encontramos con una aproximación honesta, dentro de una temática hasta entonces poco tratada en el cine. No voy a decir que SYNANON sea una de las cimas del cine de Quine, pero sí un título digno del buen nivel de su director, en el que este buscó senderos novedosos, aunque en sus imágenes se perciban no pocos ecos de su personalísima manera de entender la realización cinematográfica.

La película mostrará muy pronto su voluntad de singularidad, con esos títulos de crédito descritos sobre un plano general de una playa en Santa Mónica (California), envueltos con el brillante y contrastado blanco y negro de Harry Stradling -uno de los grandes aliados del relato- y el sugerente tema musical de un Neal Hefti que abandona, por un momento, su especialización con la comedia. Veremos en esta secuencia el deambular de dos jóvenes, que incluso pasarán por la finca que ejercerá como protagonista de la película -la residencia Synanon, para rehabilitación de drogadictos-. Se trata de dos enganchados a la heroína -Zankie Albo (Alex Cord) y el débil Hopper (Richard Evans), en el que se intuye una latente nuance gay-, dejando pronto el primero al segundo abandonado en una atracción de feria. Albo se insertará como uno de los internos de la institución que encabeza el veterano Chuck Dederick (Edmund O’Brian). Será la manera en la que espectador conocerá la coralidad de la vida diaria de una iniciativa llena de vida, que cuenta con constantes oposiciones institucionales, en la que se experimenta de manera diaria con una serie de terapias encaminadas a rehabilitar a los drogodependientes que a ella se acogen. De hecho, todos los responsables de la misma han vivido esa misma situación, lo que establecerá un marco mancomunado de colaboración, en el que Zankie aparecerá como alguien desafiante, a lo que cabrá unir en él su reencuentro con otro de los internos -Ben (Chuck Connors)- que fue compañero suyo de celda en prisión, y que propició que este pasara más tiempo del deseable entre rejas. Esa latente pugna entre ambos tendrá otro punto de enfrentamiento para el nuevo interno con el acercamiento hacia la joven Joaney Adamic (espléndida Stella Stevens), que atesora un tortuoso pasado sentimental y emocional, y que de manera latente también desea Ben.

A partir de estas premisas, SYNANON va discurriendo como una especie de colmena dramática, en una estructura coral que el propio Quine reiteraría en la posterior HOTEL (Intriga en el gran hotel, 1967), esta más cercana a su universo de comedia dramática, aunque en esta última ocasión bajo perfiles más convencionales. En su oposición, nos encontramos con una película que busca de manera deliberada ligarse a títulos más o menos coetáneos como el magnífico y menospreciado A CHILD IS WAITING (Ángeles sin paraíso, 1963. John Cassavetes) o SCHOCK CORRIDOR (Corredor sin retorno, 1963. Samuel Fuller). Películas que buscan introducirse en recovecos apenas esbozados en la sociedad americana de aquel tiempo. Solo por eso la película de Quine merecería un cierto reconocimiento. Pero creo que, sin aparecer como un exponente plenamente logrado, lo cierto es que nos encontramos con una propuesta valiente en su configuración, en la que cabe destacar en mayor medida su alcance, por encima de cierto grado de desequilibrio que aparece en ocasiones. Quine logra proporcionar veracidad al bullir de esa residencia que existió en realidad, y del que la película aparece como una recreación cinematográfica, en la que se buscará combinar un alcance verista, con la incorporación de elementos ligados al melodrama.

Provista de una brillantez dirección de actores -en la que desentona el miscasting de Alex Cord-, Quine acierta al imbricar un insólito cast, que logra funcionar con encomiable homogeneidad, y a su través transmitirnos esa cercanía a un mundo que se encuentra al margen de la cotidianeidad, intentando -y en ocasiones consiguiéndolo- plasmar una extraña calidez, hacia un contexto dominado por seres en busca de una nueva oportunidad vital. Justo es reconocer que en SYNANON hay instantes donde no se logra un perfecto equilibrio en esa mirada colectiva y desdramatizada -para lo cual será muy positiva la presencia de intérpretes anónimos, en la que no me extrañaría se encontraran auténticos internos-, y la deriva dramática y melodramática con la que se combina su entraña dramática. En cualquier caso, preciso es reconocer que en esa segunda vertiente aparece lo más hermoso de la película. Secuencias como la casi inicial que nos plasmará la charla terapéutica de Betty Coleman (magnífica Eartha Kitt) describiendo ante los internos su experiencia vital previa. O el magnífico encuentro nocturno en el interior de la cabina de socorro de la playa entre Zankey y Joaney -quizá la mejor secuencia del conjunto-, donde ambos harán el amor, y un intenso primer plano compartido nos llegará a transmitir el turbulento sentimiento que les domina. O la tensa conversación mantenida entre Betty y Ben. O el breve y emocionante instante de despedida de Chuck, que va a cumplir una breve condena de prisión en su obstinada defensa de esa institución en la que cree de manera absoluta.

Los últimos minutos de SYNANON suponen un descenso a los infiernos de la pareja que ha centrado la envoltura dramática de la película, con la huida de Zankey y el abandono de la entidad de Joaney, quien buscará a este de manera desesperada. La manera con la que Quine describe la irremisible caída de ambos, pronto tendrá su catarsis con la inquietante secuencia del retorno a la droga -en unos instantes dominados por una gran fuerza dramática, al tiempo que descritos con enorme pudor cinematográfico-. A partir de esa aterradora deriva, Ben intentará de manera desesperada que esa joven que secretamente ama pueda retornar a Synanon y, con ello, prolongar su definitiva reinserción. Y ello se producirá con extraña serenidad, cerrando la película con un hermoso plano general de grúa ascendente, abandonando con la elegancia que siempre fue habitual en su realizador, ese mundo que hemos compartido con un marchamo de intimismo y veracidad. Lo señalaba anteriormente, SYNANON no es una de las cimas de la obra de Richard Quine, pero posee el suficiente interés como para no encontrar justificación ante el olvido sufrido durante más de medio siglo. Nunca es tarde para reivindicar el alcance de una propuesta atractiva, no siempre lograda, pero en todo momento revestida de riesgo y sinceridad.

Calificación: 3

THE WORLD OF SUZIE WONG (1960, Richard Quine) El mundo de Suzie Wong

THE WORLD OF SUZIE WONG (1960, Richard Quine) El mundo de Suzie Wong

Desde la segunda mitad de la década de los 50, en el cine norteamericano cobró cierta fuerza, el rodaje de diversos melodramas descritos en ámbitos orientales. Desde LOVE IS A MANY-SPLENDORED THING (La colina del adiós, 1955. Henry King), hasta SAYONARA (Sayonara, 1957. Joshua Logan), pasando por algunas comedias inscritas en dichas coordenadas. Serían producciones en su momento destacadas por su cromatismo, y en la apuesta por una mirada tan sensual como revestida de exotismo, ofreciendo por lo general argumentos que tenían como base central el contraste y oposición de mundos. Acaparadoras de considerable éxito cuando se estrenaron, no es menos cierto que pronto fueron despachadas como productos caducos. El paso del tiempo, creo que las ha devuelto a una justa consideración, en la que cabría incluir THE WORLD OF SUZIE WONG (El mundo de Suzie Wong, 1960), que podría considerarse casi como un testamento de dicha vertiente.

Al mismo tiempo, se trata de una película claramente inserta en las coordenadas que hicieron de Richard Quine, uno de los más valiosos cultivadores de la comedia romántica de aquellos años. Es cierto que quizá no nos encontremos ante una de las cimas de su cine -al propio director, por lo general bastante autocrítico con sus películas, no lo satisfizo demasiado su resultado-. Sin embargo, aunque suponga un relato que no escapa a ciertas convenciones a este subgénero, hay suficientes elementos para destacar en esta adaptación de la novela de Richard Mason, llevada a la escena en 1958 por parte de David Merrick, a partir de la adaptación de Paul Osborn, y transformada en guion de la mano de John Patrick. Del mismo modo, nos encontramos ante el primero de los títulos rodados por Quine en el seno de la Paramount, tras su larguísima y fructífera implicación con la Columbia, aunque se llevara para sí colaboradores ya habituales de su equipo, como el compositor George Duning -que le brindaría uno de sus scores más justamente apreciados-. Junto a ello, es curioso señalarlo, en su ficha técnica y artística, destacarán técnicos y intérpretes británicos, como el director de fotografía Geoffrey Unsworth -uno de los grandes aliados del director a la hora de captar en su iluminación en color, el abigarramiento pictórico de Hong-Kong-, o la presencia de solventes intérpretes, como Sylvya Sims y Michael Wilding.

Robert Lomax (William Holden), ejecutivo en crisis, ha decidido arriesgar una vida aburrida y carente de sentido viajando hasta Hong-Kong, e intentando poner en valor su vocación como pintor. A su llegada, y antes de localizar el misérrimo hotel en el que se alojará tendrá su primer encuentro con una joven nativa, quien le señalará procede de una rica procedencia, para casarse con un muchacho de buena familia. Contrariando el deseo del recién llegado de prolongar su contacto, esta desaparecerá, aunque el destino le hará descubrir que se trata de una prostituta -Suzie Wong (Nancy Kwan)-, que tiene su modus operandi, en el tugurio situado justo al lado del hotel. Pese al conflictivo reencuentro, pronto se establecerá una extraña relación entre ambos. Por parte de Suzie, pronto se adivinará una fascinación hacia Lomax, quien inicialmente solo desea que ejerza como modelo suyo. A partir de ese momento, se irá engarzando una singular atracción amorosa entre ambos, entorpeciendo la misma la británica Kay O’Neill (Sylvia Sims), hija del banquero que ha ayudado al protagonista, quien se encaprichará de este desde su primer contacto, llegando a ayudarle con el intento de venta de sus lienzos. Por su parte, también se acercará hasta Suzie el acaudalado Ben Marlow (Michael Wilding), quien en apariencia le señalará estar dispuesto a divorciarse de su esposa, aunque en realidad utilice a la joven como distracción ante la crisis de su matrimonio. Ambas situaciones irán complicando la relación entre Lomax y Wong, descubriendo el primero que las huidas de la muchacha en realidad ocultaban que esta tiene un pequeño hijo, al que dedica todos los esfuerzos y el dinero que gana por practicar la prostitución. Poco a poco, irán derribándose los obstáculos, pero un hecho trágico pondrá a prueba la estrecha relación que se ha ido forjando entre ambos, cuando las diferentes barreras y prejuicios establecidas, se vayan disipando.

Son varios los elementos que otorgan el grado de interés, a este atractivo melodrama. De entrada, una vez más, la capacidad pregnante de los inicios de sus películas, unido a la belleza del tema central de su banda sonora, permitirá al realizador brindarnos mientras se suceden los títulos de crédito una serie de apuntes, introduciéndonos en la vocación del protagonista -iniciará dibujos de pintorescos personajes, que encuentra durante su trasbordo en un viejo buque-, al tiempo que nos mostrará el primer -y esquivo- encuentro, con una Suzie, que simulará una distinguida procedencia, poniendo incluso al protagonista en una incómoda situación. Muy pronto se hará extensiva la mirada de Quine hacia la ciudad de Hong-Kong, revestida de fascinación, sin obviar en ella, todo lo que aquel abigarrado lugar tiene de miseria e incluso de cuestionables comportamientos. La disparidad de cultura, incluso el hacinamiento -algo que en unos tiempos, en los que la tragedia del Covid19 ha marcado nuestras vidas-, será descrito en todo momento, por medio de una cámara que discurrirá a lo largo del metraje, contemplando esos sucios mercados callejeros, o las enracimadas e inhumanas viviendas ubicadas en una angosta montaña, comunicadas por intrincados recovecos, y en una de las cuales se encontrará el hijo oculto de Suzie -descrito en un instante de gran intensidad-. O el episodio de la comida de Robert y Nancy, en un cochambroso restaurante, situado en otro de los barcos que abarrotan el puerto de Hong-Kong. Quine, ayudado por la elegancia de su cámara, el cromatismo de la fotografía de Unsworth y, en ocasiones, la capacidad de sugerencia del fondo sonoro de Duning, compone uno de los documentales más hermosos y, al mismo tiempo, aterradores de aquel singular enclave, erigiéndose la urbe como el auténtico protagonista de la película. A través de sus calles, habitáculos y lugares típicos, se articula ese enfrentamiento de mundos -uno de los temas esenciales del cine del realizador-, instaurándose este con considerable fuerza.

Todo ello, aparece en una película a la que, cierto, le sobran algunos minutos de duración. A la que se le puede achacar, del mismo modo, cierto coqueteo juguetón, en torno a la descripción de los modos de trabajo de Suzie y sus compañeras. Sin embargo, creo que son objeciones menores, ante una película que aparece como el inicio de una nueva corriente de la comedia romántica, que en Paramount tendría una expresión más rotunda y acabada al año siguiente con la extraordinaria BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961. Blake Edwards). Una propuesta, en la que Quine brindará en ocasiones, su enorme destreza para introducir elementos de comedia en un contexto melodramático -ese gato, mascota del hotel en el que Lomax se alojará, al que le da comida su dueño con palillos; la paliza, modulada con fondo musical, que este, en pijama, propinará al marino que ha agredido a Suzie, logrando al mismo tiempo distender el aura dramática de la secuencia precedente-. O el propio protagonismo de William Holden, cuyo personaje en crisis, no deja de aparecer casi como un precedente del guionista sin inspiración, que protagonizaría la magnífica, y eternamente infravalorada, PARIS-WHEN IT SIZZLES (Encuentro en París, 1964).

En cualquier caso, lo mejor, lo más perdurable de este sensible melodrama reside, una vez más, en la eterna delicadeza puesta a punto por su realizador, capaz de trascender las convenciones de su base dramática, logrando que esas secuencias intimistas ‘a dos’, que esos tiempos muertos adquieran una inusitada intensidad. Serían numerosos los momentos a destacar a este respecto, en medio de una planificación medida y, al mismo tiempo, llena de espontaneidad y musicalidad. Sin embargo, no puedo dejar de destacar la escena en la que se consumará la pasión de la pareja protagonista, descrita con un pudor, una elegancia, y una sensualidad absolutamente arrebatadora.

Calificación: 3

SEX AND THE SINGLE GIRL (1964, Richard Quine) La pícara soltera

SEX AND THE SINGLE GIRL (1964, Richard Quine) La pícara soltera

“Odio esta película y odio a su director”, señaló poco tiempo después de su rodaje, Henry Fonda de esta película. El desaparecido José María Latorre, no dudó en 1987, en considerarla “una de las comedias más estúpidas y toscas de la época”. Comentaristas como Jorge de Cominges o Edmond Orts, no dejaron de considerarla uno de los grandes exponentes de su tiempo. He de reconocer, que me adscribo por completo a esta última tendencia, justo es reconocer que no mayoritaria, a la hora de valorar esta delirante SEX AND THE SINGLE GIRL (La pícara soltera, 1964), a mi juicio, la última de las grandes películas firmadas por Richard Quine, por más que me gusten especialmente HOW TO MURDER YOUR WIFE (Como matar a la propia esposa, 1965), e incluso la ignota y siempre menospreciada OH, DAD, POOR DAD, MAMMA’S HUNG YOU IN THE CLOSET AND I’M FEELIN’ SO SAD (1967). En esta ocasión asistimos casi desde sus primeros fotogramas a una comedia rodada en auténtico estado de gracia, provista de un envidiable ritmo interno, y ante la que intuyo que Quine quiso ensayar, lo que podríamos denominar la ‘comedia total’, aspecto este que, creo estuvo muy cerca de conseguir.

En la redacción de la revista ‘Stop’ -caracterizado por ser la más vil y rastrera del mercado-, se felicitan por el éxito logrado con el denigrante reportaje realizado contra la joven doctora Helen Brown (Natalie Wood), que acaba de escribir el best seller ‘Sex and the Single Girl’, avalando la liberación de la mujer. En medio del consejo de redacción, su joven y arribista editor -Bob Weston (Tony Curtis)-, promete profundizar con los instintos más inconfesables de la exitosa psicóloga. Para ello, no dudará en asumir los comentarios que exterioriza su maduro vecino -Frank Broderick (Henry Fonda)-, exitoso representante de lencería femenina, eternamente enfrentado a su celosa e irascible esposa -Sylvia (Lauren Bacall)-. Así pues, con la sintomatología del auténtico Broderick, Weston simulará ser este, relatando a Helen su problemática. Pero lo que podría suponer el inicio de un ataque periodístico hacia la, en el fondo, insegura psicóloga, pronto se transformará en una atracción mutua. Ese acercamiento, totalmente escamoteado a partir de las máscaras de sus respectivas actuaciones, irá in crescendo, en medio de un clímax, en el que los sentimientos compartidos confluirán finalmente en una delirante persecución.

SEX AND THE SINGLE GIRL parte del éxito editorial firmado por la periodista del ‘Cosmopolitan’ Helen Gurley Brown, cuyos derechos fueron comprados, para articular el engranaje de esta alocada comedia, que tan solo asumió el título de dicha novela, en el material de base de Joseph Heller y David R. Schwartz, a partir de una historia de Joseph Hoffman. Lo cierto es que, con ella, Quine se enfrentó a la que podría considerarse su comedia más ambiciosa. También, a mi juicio, una de las más valiosas de su filmografía, apareciendo a mi juicio entre las muestras más valiosas de aquellos años ya seminales en el último gran periodo del género. Como será habitual en Quine, la película se iniciará de manera muy atractiva, musicalizando la llegada de Bob Weston, y los ritos del conjunto de ejecutivos del semanario ‘Stop’, antes de la llegada de su jefe, encarnado por el impagable Edward Everett Horton. Esa destreza con la cámara, se adentrará en el elemento satírico, describiendo los bajos instintos de los responsables de la revista, dejando las cartas al descubierto en su querencia por el cine de un realizador, por el que nuestro director nunca ocultó su admiración; Billy Wilder. Será algo que no solo tendrá su referencia concreta en el divertido -aunque poco verosímil-, private joke, comparando a un travestido Curtis, con el Jack Lemmon de SOME LIKE IT HOT (Con faldas y a loco, 1958. Billy Wilder). No olvidemos, que ese mismo año, Wilder acusaba uno de los mayores fracasos de su carrera, con una de sus más atrevidas comedias KISS ME STUPID (Bésame, tonto, 1964). Esa sintonía, que definió los devaneos en dicho género, por cuantos realizadores se especializaron en aquel tiempo en  él, es asumido aquí por Quine, con una extraña simbiosis de corrientes y estilos, engarzados en esta ocasión con una admirable precisión, dentro de un conjunto que destila en todo momento esa sensación de felicidad colectiva, de todos cuantos formaron parte de su cuadro técnico y artístico -más allá de las protestas de Fonda quien, por cierto, resulta magnífico, en su rol de veterano marido en crisis-. En SEX AND THE SINGLE GIRL no faltan esas canciones descritas por su director a modo de número musical, en sendos números interpretados por Fran Jeffries que, un año después, se convertiría en su esposa. Números que, en ocasiones, llevarán la presencia de Count Bassie y su orquesta, cantando uno de ellos el tema que da título a la película, de las que fue autor el propio Quine, y otro, realmente desternillante, describiendo la celebración del décimo aniversario de los Broderick. Es cierto que, en algunos instantes, Quine parece asumir determinados detalles del cine de Jerry Lewis -esos planos en los que los actores congelan sus gestos-, y en otro asume a modo de homenaje, los postulados de la Screewall Comedy, tamizado por esa mixtura de relaciones equívocas, expresadas en esta ocasión, con mayor franqueza. O, incluso, con hilarantes ocurrencias, con esa inesperada llamada de Helen -superada por los acontecimientos-, a su madre, para pedirle consejo.

Al mismo tiempo, observaremos en la película, rasgos intrínsecamente ligados al cine de Quine. Aspectos como la movilidad y elegancia tras la cámara. La utilización de los objetos -en especial, el mobiliario y los objetos artísticos, del despacho de la psicóloga-. El especial cuidado en los personajes secundarios -la secretaria de Helen, modificando constantemente su aspecto exterior, tras ir leyendo en sucesivas ocasiones, el libro de su jefa-. Como no podía ser de otra manera, estará presente en la película ese intimismo característico de su cine, centrado en la joven pareja protagonista, que tendrá su máxima expresión, en la sincera declaración de amor de Weston hacia la psicóloga, cuando esta se encuentra totalmente ebria, lo que no evitará que en un momento de lucidez, Helen lo expulse de su casa.

En cualquier caso, si por algo destaca de manera especial el film de Quine, señalado ya en su intento de formular una comedia ‘total’ por parte de su artífice, estriba a mi modo de ver en su querencia por recuperar los elementos habituales en el Slapstick. Es cierto que, en títulos precedentes del cineasta, esta circunstancia se hizo ya presente. Sin embargo, dicha inclinación se hace especialmente patente en esta ocasión, a través de episodios tan divertidos como el intento de suicidio de Weston, falsamente provocado para llamar la atención de la psicóloga, y que culminará de manera inesperada, al exteriorizar esta su histerismo. Lo hará, de manera muy especial, con esa delirante catarsis que planteará la múltiple persecución en la autopista que, si bien retoma algunos elementos, de la descrita en la previa IT’S A MAD, MAD, MAD, MAD, WORLD (El mundo está loco, loco, loco, loco, 1963. Stanley Kramer), no deja poco a poco, de ir cobrando vida propia, erigiéndose como todo un homenaje al burlesco norteamericano, plasmando al mismo tiempo lo caprichoso de las relaciones humanas, en medio de un nonsense de extraordinaria efectividad.

Todo en SEX AND THE SINGLE GIRL rezuma la extraña felicidad de un modo de entender el género, lamentablemente perdido para siempre. Es elegante como la fotografía en luminoso color del veterano Charles Lang. Chispeante, como la banda sonora del entonces emergente Neal Hefti. Difícil de explicar, como sonreír al ver a Mel Ferrer bailando al compás de una música de fondo. Elementos que Richard Quine articuló con mano maestra, cuando ya se situaba a punto de cerrar una década prodigiosa, que lo entronizó como uno de los renovadores de la comedia americana, poco antes de discurrir por una de las pendientes más tristes e incomprensibles de la Historia del Cine.

Calificación: 4

STRANGERS WHEN WE MEET (1960, Richard Quine) Un extraño en mi vida

STRANGERS WHEN WE MEET (1960, Richard Quine) Un extraño en mi vida

Nos encontramos en 1960. Un marco de extraordinaria creatividad en el cine mundial, compartiendo la vitalidad seminal de los grandes clásicos, con la de otros realizadores, caracterizados por proceder de generaciones más jóvenes. En dicho ámbito, y tras una experiencia previa de Richard Quine, tanto en el ámbito del cine policial, como en la comedia e incluso el musical, el gran talento de la Columbia, antiguo bailarín de Metro Goldwyn Mayer, brindará una de sus grandes obras. Quizá la cima de una carrera injustamente menospreciada, en la que se desplegó no solo uno de los realizadores clave, del último gran periodo de la comedia americana sino, ante todo, uno de los últimos románticos, surgidos en las postrimerías del clasicismo cinematográfico.

Una elegante panorámica desciende del cielo, hasta insertarnos en el contexto de una lujosa urbanización norteamericana. Unos planos descriptivos y documentales, nos introducen en lo que será el epicentro del relato; el encuentro de dos seres. Él, Larry Coe (Kirk Douglas), ella, Margaret Gault (Kim Novak). Larry es un arquitecto, que se encuentra a punto de su consagración profesional, casado y con dos hijos. ‘Maggie’, es una mujer deseable e insatisfecha, casada con un hombre amable pero acomodaticio, carente de pasión, y con un hijo. Ambos representan sendas familias acomodadas, y en un entorno plácido, y ambos, con un extraordinario plano-contraplano, punteado con el inicio del maravilloso tema musical de George Duning que se reiterará en diversas variantes a lo largo del metraje, visualizarán con enorme concisión y rotundidad, el inicio de una relación de adulterio, que pondrá en tela de juicio, ese marco de progreso y falsa felicidad, en que se desarrolla la misma. Siempre he pensado que fue Richard Quine, el director que mejor sabía iniciar sus películas, logrando que el espectador se incorporara e ellas casi embelesado. Este es uno de los ejemplos más admirables de dicho enunciado, introduciéndonos en un marco de juvenil opulencia, superando el contexto de títulos como la estimable NO DOWN PAYMENT (Más fuerte que la vida, 1957. Martin Ritt). Quine, a partir de la novela de Evan Hunter -también guionista-, no deja de plantear en segundo término, el convencionalismo de ese mundo nuevo, descrito en una mirada casi documental -que aparece, seis décadas después, con un sorprendente grado de veracidad cinematográfica-, plasmando ese silencio de las urbanizaciones, el supermercado, los cafés, los exteriores urbanos… Será el telón de fondo, que casi de manera involuntaria ‘escupirá’, con tanta sutileza como contundencia, esta efímera historia de amor, descrita al margen de esa cómoda sociedad, en la que se inserta un mundo con costuras de felicidad pero, en el mondo, revestido de convenciones.

Se trata de una de las grandezas de la extraordinaria película de Quine. La de saber establecer ese fondo sociológico, a partir del cual, articular una historia narrada a flor de piel, con una extraordinaria mezcla de pasión, fisicidad, elegancia y melancolía. Ingredientes todos ellos, que se imbrican en una narrativa elegante, que utiliza con extraordinaria maestría el CinemaScope, apostando por el predominio de composiciones horizontales, que serán violentadas en ocasiones, con atrevidos y físicos primeros planos, insertos en aquellos momentos, en los que el estallido de las emociones, o el tono confesional, se incorpora como elemento dramático esencial.

En el fondo, STRANGERS WHEN WE MEET (Un extraño en mi vida, 1960), es un grito contra el hastío y la mediocridad existencial. Algo de lo que huirán esos dos efímeros amantes, cansados de una vida en apariencia cómoda y confortable, pero, en el interior de su alma, absolutamente insatisfactoria. Pero esa misma mediocridad, es la que vivirá el escritor Roger Altar (Ernie Kovacs), autor de dos novelas de éxito, aunque vistas con reserva por la crítica, y de las que incluso su propio autor, reconoce que no expresan su mundo interior -las secuencias dialogadas entre el escritor y el arquitecto, son todas ellas magníficas-. Todo ello, tendrá como eje esa lujosa casa, que Altar encargará a Coe, y que servirá como nudo gordiano de este -por así decirlo- breve encuentro, dominado por la pasión y la infelicidad. Por el miedo a dar un paso adelante, intentando arriesgarse a recuperar una pasión que, en sus respectivas parejas, se ha perdido ya por completo. En este sentido, lo cierto es que el film de Quine difiere, a la hora de plasmar el contexto familiar de sus dos protagonistas. Por un lado, define con extraordinaria perfección, el entorno que envuelve a Margaret, su personalidad fogosa y, en el fondo su acomplejada personalidad, siendo consciente que su atractivo y carnalidad provoca una serie de situaciones no deseadas para ella, al tiempo que manteniendo un extraño conflicto con su madre que, en el fondo, en el pasado fue como ella. La película mostrará una de sus secuencias más aterradoras, en ese encuentro nocturno entre Margaret y su marido, sentados ambos en sus respetivas camas, casi en la oscuridad, y mostrándose este remiso, a esa petición casi suplicante de pasión, que ella necesita, intuyendo en sus primeros contactos con Larry, que se puede producir una historia de amor, inicialmente no deseada por ella. Por su parte, Eve (Barbara Rush), la esposa del arquitecto, es alguien más activo en el entorno habitual de su esposo -consulta con ella sus decisiones profesionales-, pero lo cierto es que su matrimonio se ha convertido en una relación bien engrasada, pero mecánica.

Así pues, la entraña de STRANGERS WHEN WE MEET se plantea, en esa rápida, y casi irreprimible, relación amorosa establecida entre los dos protagonistas. Algo que, a fin de cuentas, aparecerá como un pequeño oasis, ya no tanto de felicidad, sino sobre todo de última oportunidad, de desahogo emocional, antes de zambullirse de nuevo ambos, en las oscuras aguas de la convención. Y todo ello, quedará expuesto con una puesta en escena en estado de gracia, en la que cada movimiento de cámara, cada encuadre, adquiere una extraña fuerza, a modo de caja de resonancia, de la dureza del conflicto dramático que muestran sus imágenes. Ello aparecerá en extraordinarias secuencias intimistas -el extraordinario episodio final entre la pareja, instantes antes de cerrar su relación, en la casa ya construida del escritor; la muy previa del primer encuentro nocturno de ambos en un café, teniendo como fondo esas olas llenas de fuerza- o, por el contrario, en algunas corales, como ese asombroso episodio de la fiesta en la vivienda de los Coe, una de las más memorables jamás plasmadas ante la pantalla, en la que el peso de la ubicación de los personajes, las miradas, o su propio lenguaje corporal, define un episodio, en el que al mismo tiempo, percibiremos esa sensación de hastío existencial en esa nueva clase social, respetable y acomodada.

Nos encontramos ante una película repleta de matices, de pequeños detalles. De constantes destellos de inspiración, en el que me gustaría resaltar la perfecta evolución que ofrece del personaje de Eve -ayudado por la extraordinaria performance de Barbara Rush-, sobre todo en el tercio final de la película, acertándolo al mostrárnosla rotunda en su desprecio a Fred, cuando este le reconoce esa infidelidad que ella hace tiempo ha sospechado, o la vivencia de la terrible secuencia de la insinuación que le brindará el mezquino personaje que encarna Walter Matthaw que, pese a no mostrar, en sí misma, nada extraordinario, reviste una tensión interna casi irrespirable. Todo ello, hasta el reencuentro de ella con su marido, arrodillándose ante él, y confesándole que no podría vivir sin él, en un instante realmente conmovedor.

STRANGERS WHEN WE MEET es una obra casi inagotable. Pero, al mismo tiempo, supone una muestra de la elegancia y exquisita sensibilidad, que brindó un Richard Quine, entonces ya configurado, como uno de los grandes estilistas de su generación, cetro que prolongó hasta mediada la década de los sesenta, aunque en su periodo dorado, nunca alcanzara el éxito y el reconocimiento, de otros hombres de cine de su tiempo. Quine se entrega hasta el límite, en resaltar esa sensualidad tan carnal de la Novak, en una implicación muy poco frecuente entre director y actriz, hasta el punto de saber extraer de una actriz tan limitada, pero al mismo tiempo de aura tan poderosa, una extraordinaria gama de matices, expresando ese turbulento mundo interior que, en el fondo, palpita en su interior. Controlará al límite la tendencia el exceso de Kirk Douglas -también productor, junto al propio director-, permitiendo establecer una química tan sensible como explosiva. Tan singular como arrebatadora. Tan a flor de piel, como provista de una mirada crítica. La película de Quine, es cierto, aparece muy conectada con el cine de su tiempo -no se por qué, pero ese plano final, en el que Kim Novak, dentro de su coche, vive entre lágrimas, el fugaz acoso de uno de los operarios de la obra, me recordó aquel de la coetánea PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock), durante la huida de Janet Leigh con los 40.000 dólares mientras, de repente, en el cristal delantero, aparece un siniestro policía-. Pero, al mismo tiempo, es singular y atrevida en algunas de sus elecciones formales -ese extraordinario plano, en el que Margaret revela a Fred una leve aventura amorosa con un camionero, encuadrando la boca de ella en primerísimo plano, a la derecha del encuadre, y a la izquierda, inclinado, el rostro desencajado del arquitecto; esas dos secuencias, insertas en distintos episodios de la película, en las que los dos protagonistas escudriñan en las pertenencias de su amante, valorando la escenografía de las dos acomodadas viviendas-.

Nos encontramos con un melodrama que camina al mismo tiempo con luz corta y luz larga. Con las recetas del melodrama de siempre, a través de una mirada personalísima y actualizada, en torno al género. Y que habla de pasión e infelicidad. De la fugacidad de la felicidad. Con ella, en esta película, Quine prolongó ese puente establecido, en el romanticismo del cine mudo, con obras de Murnau, Frank Borzage o King Vidor, prolongada por nombres como Leo McCarey y ya, en los propios años 60, actualizado por obras de Billy Wilder -THE APARTMENT (El apartamento, 1960-, Blake Edwards -BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961)-, Vincente Minnelli -THE SANDPIPER (Castillos en la arena, 1965)- o Stanley Donen -TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967)-. Una concepción de la plasmación del sentimiento amoroso y su propia caducidad, que define todos y cada uno de los planos de esta obra extraordinaria, llena de momentos irrepetibles, y de las que me gustaría destacar un instante tan estremecedor como fugaz, que define la turbación emocional de la protagonista; en medio de la fiesta, cuando Margaret escudriña en la vivienda de los Coe, de repente, aparecerá el hijo pequeño de este, que se dirigirá a ella, diciéndole. “Que guapa eres”. La emoción que aparecerá en su rostro, mostrará, ante todo, su nostalgia por ocupar ese lugar en la familia, del hombre que ama.

Tenía un recuerdo positivo, pero no tan entusiasta, de STRANGERS WHEN WE MEET. Pero sí, un nuevo visionado, me hace calificarla como la cima de la obra de Richard Quine, artífice de títulos que guardo en mi memoria y, personalmente, uno de los nombres, que antes forjaron e hicieron crecer mi amor al cine. Por ello, siempre le quedaré agradecido.

Calificación: 4’5

A 22 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXIII) DIRECTED BY... Richard Quine

A 22 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXIII) DIRECTED BY... Richard Quine

El realizador norteamericano Richard Quine, en el centro de la imagen, entre los actores Jack Lemmon y Kim Novak, en el rodaje de la deliciosa THE NOTORIOUS LANDLADY (La misteriosa dama de negro, 1962)

 

RICHARD QUINE... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/richard-quine.php

(5 títulos comentados)

PARIS WHEN IT SIZLES (1964, Richard Quine) Encuentro en París

PARIS WHEN IT SIZLES (1964, Richard Quine) Encuentro en París

En una época de máxima cotización para Richard Quine, la actriz Audrey Hepburn y el propio guionista George Axelrod –sus prestaciones para BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con Diamantes, 1961. Blake Edwards) y la mezcla de suspense y comedia negra aplicada THE MANCHURIAN CANDIDATE (El Mensajero del Miedo, 1962. John Frankenheimer) quedaban recientes-, el realizador americano se aunó junto al celebrado argumentista y escritor, produciendo de forma conjunta para la Paramount PARIS WHEN IT SIZLES (Encuentro en París, 1964. Richard Quine). Una propuesta sin duda irónica, que buscaba el desmonte de una serie de tics que se iban adueñando del género en este periodo tan fecundo para sus exponentes, y que en buena medida ya figuraban como material de base en sus guiones. Es justo señalar a este respecto la disolvente capacidad de autocrítica de Axelrod, que escondido entre tintes festivos nos presenta una visión bastante audaz de los altibajos creativos, los trucos y los lugares comunes que se plantean a la hora de sentar las bases de una película. Se trata pese a su atractivo planteamiento, de uno de los títulos que desde su estreno ha gozado -salvo honorables excepciones-, de una mayor incomprensión entre los aficionados a la comedia, y de forma muy especial de la crítica especializada.

Me encuentro sin embargo entre ese sector minoritario que considera esta producción una de las propuestas más personales y, al propio tiempo, desmitificadoras, de lo que supuso en su momento la comedia sofisticada americana, al tiempo que quizá uno de los puntos más altos alcanzados dentro de la filmografía de Richard Quine –junto a THE NOTORIUS LANDLADY (La misteriosa dama de negro, 1962) y la posterior SEX AND THE SINGLE GIRL (La pícara soltera, 1964)-. Retomando un antiguo, poco conocido , y estimulante film francés de Julien Duvivier LA FÊTE À HENRIETTE (1952), el tandem formado por Quine y Axelrod –este último asumiendo en solitario las tareas de guión, pero indudablemente en clara sintonía con un realizador acostumbrado a estas tareas-, asumieron la puesta en marcha de un ambicioso homenaje / desmitificación de los vaivenes creativos de los guionistas, los modos de producción hollywoodienses, la recurrencia a los propios géneros cinematográficos y, sobre todo, de un modo de hacer comedia de los que ambos podían contarse entre sus artífices más destacados en aquellos momentos.

La película se inicia con un pregenérico descrito a partir de una lujosa panorámica aérea, que nos sitúa en un paradisíaco enclave de la Costa Azul. Con una imagen definida en poderosos colores pastel, Alexander Meyerheim  (Noel Coward), rodeado de ociosos amigos y despampanantes starlets recibe el telegrama de Richard Benson (William Holden), comunicándole la próxima conclusión de su guión para el film titulado The Girl who Stole the Eiffel Tower. De pronto, una de las jóvenes que rodean al productor recuerda el nombre de Benson y relata despechada las múltiples andanzas y correrías vividas por el “prestigioso” guionista, detalles estos que han hecho populares muchos de los más afamados escritores cinematográficos (borracheras, correrías taurinas, juergas nocturnas...). Meyerheim ratifica su confianza en el autor, mientras la panorámica nuevamente se eleva y de forma elegante se funde con la imagen de la Torre Eiffel. A partir de ahí, y con la imagen de Gabrielle Simpson (Audrey Hepburn) recorriendo varios de los más fotogénicos y familiares lugares de París hasta llegar al domicilio del guionista, se van sucediendo los títulos de crédito en forma de letras de taquigrafía –elegantemente punteados por el feeling que desprende la melodía de Nelson Riddle-, que finalizan con la llegada de la nueva secretaria de Benson. Muy pocas comedias tienen la irresistible fuerza de los primeros minutos de PARIS WHEN IT SIZZLES – una vez más, Quine demostró su maestría al plasmar inicios muy atrayentes-, en los que al tiempo de ironizar con la propia realización cinematográfica, no deja de rendirse ante la fascinación que la capital europea había ejercido hasta entonces –y la seguiría provocando durante varios años más- en el cine norteamericano.

Tras su presentación, el juego de la película se encierra en esa doble vertiente: por un lado mostrar con notable ironía los trucos para encubrir la escasez de inspiración y tribulaciones que ha de sufrir un escritor cinematográfico a la hora de cumplir con su encargo, mientras que de forma paralela esos propios personajes van cumpliendo el pirandelliano proceso de vivencia de la propia película que están forjando en sus mentes en apenas dos días. Esa dualidad creación / experiencia de un film proporciona uno de los mayores atractivos a esta propuesta, quizá demasiado compleja para poder ser disfrutada de forma simple por el espectador de la época. Pero junto a estos rasgos y unido a la inevitable historia de amor que se plantea entre el guinista y su secretaria según va afianzándose la historia que ellos mismos plantean y protagonizan, el film de Quine nunca deja de ser un divertidísimo deleite para el aficionado, que en todo momento disfrutará de una reflexión que en muy pocas ocasiones se ha ofrecido en el cine de Hollywood con tan ingeniosos planteamientos.

Desde la visualización de unos títulos de crédito que no dejan de ironizar numerosos tópicos de las comedias de la época –canción de Frank Sinatra incluídos-, la prestación paródica de actores como Tony Curtis –impecable como desmitificador de los galanes franceses al estilo de Alain Delon-, la inteligente y fugaz parodia de característicos géneros cinematográficos –bélico, terror, western, policiaco-, o el propio desmonte de unos modos de hacer comedia sofisticada de pleno apogeo en aquellos años -que tenían generalmente su epicentro argumental en las capitales francesa o británica-, el discurrir de PARIS WHEN IT SIZZLES proporciona constantes motivos de regocijo. Se llega a sentir que sus artífices se divirtieron considerablemente-aunque no pocas crónicas revelan los problemas que proporcionó la querencia de William Holden con el alcohol-  a la hora de dar vida su resultado –algo que por otra parte en sí mismo no tendría que a ninguna opinión favorable-, mientras que las imágenes ofrecen una mirada sutil ante un tipo de cine al que ellos mismos habían contribuido a practicar y potenciar desde algunos años antes.

Al contemplar la película de Quine - Axelrod, se tiene la sensación de estar pisando los platós que rodaron dos títulos muy cercanos en el tiempo. Por una parte es evidente el eco de CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen) –a la sombra de cuyo éxito fue estrenado este film, con una acogida bastante negativa a todos los niveles-. En otros momentos sin embargo –la fiesta de disfraces final-, parece que nos traslademos al rodaje y ambiente festivo y ligero de THE PINK PANTHER (La Pantera Rosa, 1963. Blake Edwards). Richard Quine, Stanley Donen, Blake Edwards, tres grandes nombres unidos en un solo título, que está a punto de alcanzar una de las cimas del género en aquellos fecundos años, pero al que en su segunda mitad le perjudica un cierto exceso de autocomplacencia teórica por parte del personaje del guionista. Parece que Axelrod quiera en esos momentos reivindicar su profesión, intentando otorgar una cierta trascendencia a lo que, en conjunto, es una monumental burla de la comedia americana y que, como tal, debería ser reconsiderada y apreciada por los aficionados a un modo de hacer cine hoy casi perdido. Pese a este inconveniente –que tiene una cierta incidencia en algunos pasajes, en los que parece que la acción se estanca ¿era deliberada esa intención?-, con PARIS WHEN IT SIZZLES asistimos a un desmonte que destila sus ironías hasta el propio instante final, que revisita el de FUNNY FACE (Una cara con ángel, 1957. Stanley Donen), y en el que no se escapa ni la intencionada burla a los –entonces en plena pujanza en la televisión- doblajes con voces sudamericanas. En su conjunto, una de más valiosas y menos apreciadas muestras de “cine dentro del cine” orquestadas en el cine USA durante la década de los sesenta, vertiente en la que Jerry Lewis dirigiría de forma casi simultánea su excelente y personalísima THE PATSY (Jerry Calamidad, 1964). Ambas recibirían una acogida muy menguada y cuyo negativo influjo se ha mantenido con extraña comodidad hasta nuestros días.

Calificación: 4