BELL BOOK AND CANDLE (1958, Richard Quine) Me enamoré de una bruja
1958 fue un gran año para el que sería el último periodo dorado de la comedia americana. Propuestas de Billy Wilder, Frank Tashlin o Blake Edwards se pueden unir a uno de los exponentes más valiosos del género; BELL BOOK AND CANDLE (Me enamoré de una bruja). Richard Quine ya atesoraba en aquel momento a sus espaldas una quincena de largometrajes, la mitad de su obra, y alcanzó en esta ocasión una de sus mejores películas, en mi opinión el primero de sus cinco grandes logros de su filmografía. El propio director -siempre muy humilde en sus manifestaciones- reconocía que sería con esta adaptación de Daniel Taradash, de la obra de John Van Druten, se sentía por vez primera suelto con la cámara. Más adecuado sería señalar que en esta ocasión logró consolidar de manera admirable, unos rasgos de estilo ya plasmados con acierto en sus títulos exponentes.
Sin embargo, lo extraordinario de esta película, reside en la capacidad de imbricar en su seno un relato navideño, una historia de brujería, los estilemas de una divertida comedia, la sensibilidad de una historia romántica y, como sería ya habitual en nuestro cineasta, envuelto como pocas veces en su carrera en una puesta en escena dominada por los ecos del musical sin danza, y un cine etéreo que se impregna al espectador desde el primer al último instante. Y es que la película de Quine te hechiza desde sus primeros planos de grúa, con fondo de música navideña, e introduciendo el inolvidable score de George Duning hacia el interior de la tienda de objetos de máscaras antiguas que regenta la joven y hermosa Gillian Holroyd (Kim Novak), describiendo sus extraordinarios títulos de crédito en un elegante y ágil plano secuencia que identificará a intérpretes y técnicos, con distintas máscaras e imágenes expuestas en la galería -detalle revelador; a Quine se le identifica con una de ínfimo tamaño. Su innata humildad como realizador-.
Esa armonía de géneros y temáticos antes señalada, se manifiesta desde los primeros instantes, donde conoceremos el ámbito de hechicería que protagonizan tanto Gillian como su hermano Nicky (Jack Lemmon) y su tía Queeney (Elsa Lanchester). En este aspecto, y de manera insospechada, puede considerarse el film de Quine como una de las más valiosas aportaciones cinematográficas al universo de la brujería -algo que recientemente destacaría el colega Tomás Fernández Valentí-, junto a propuestas, estas más ligadas el cine de terror, firmadas por Mark Robson, Sidney Hayers o Roman Polansi. Y es que, a la chita callando, la propuesta de Quine brinda, bajo las costuras de la comedia, un retrato fidedigno de las comunidades de bujería que se caracterizaron en el Greenwich Village neyorkino -por cierto, marco pocos años antes de su previa MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena, 1955)-. A partir de esta singularidad, pronto de incardinará el drama interior de la protagonista, al sentirse atraída por el más maduro editor Sheperd Henderson (James Stewart, emparejado con la Novak inmediatamente después de VERTIGO (De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock). Ello será la raíz de la entraña de la película, ante una joven que se intuye dominada por un tormento interior, ante el que pretende ser objeto de su atracción, sin tener que utilizar por ello sus poderes… que finalmente no podrá resistir poner en práctica. No dudará en actuar en contra de la prometida de este -Merle (Janice Rule)-, con la que tenía previsto casarse de inmediato y, de manera inexplicable, quedar ambos hechizados, aunque ello tenga como consecuencia su progresiva pérdida de aureola sobrenatural. Será algo en lo que incidirá su hermano, que actua como venganza, al haber aplicado Gillian sus poderes para evitar la publicación del libro sobre brujería del estrafalario escritor Sidney Redlitch (Ernie Kovacs), en el que Nicky ha colaborado, revelando los secretos de aquella comunidad de brujos. En última instancia, todas estas tensiones concluirán en una triste deriva; nuestra protagonista perderá la relación con un Henderson que descubre sus hechizos, precisamente cuando al mismo tiempo ha quedado enamorada de él, asumiendo que con ello dejará atrás su singularidad como bruja.
Todo se desenvuelve en este elegíaco cuento de hadas navideño, que en realidad se dirime en una búsqueda de sentimientos en sus personajes. Un ámbito en el que Quine se expresa con admirable elegancia. Lo hará tanto en las numerosas secuencias descrita en el interior del establecimiento de la protagonista -nuestro cineasta ratificaba su extraordinario dominio del espacio escénico, utilizando con extraordinario ingenio el gato de la bruja para acentuar dicha movilidad-, como en las desarrolladas en el oscuro café Zodiaco, la oficina de Henderon, o incluso la extraordinaria atmósfera -en uno de los episodios más certeros en torno a la fusión de terror y comedia- que preside la visita del editor a la vieja mansión de la veterana bruja Blanca de Passe (Hermione Gingold). Pero también sucederá en todas aquellas desarrolladas en un Nueva York nevado, transmitiendo paradójicamente una cálida sensación de anhelo de felicidad. Es indudable que, para lograr una película tan armónica, Quine atesoró materiales de primera. El reparto se encuentra en estado de gracia, siendo incapaces de destacar a un intérprete en concreto -aunque confieso mi predilección por una extraordinaria Elsa Lanchester-. A ello cabe sumar la admirable fotografía en color del veterano James Wong Howe, quien acierta la hora de situarse en la vanguardia de los modos característicos de aquella nueva comedia, e imbricándose de manera especial en potenciar todos los elementos fantastique de la película -el ya citado episodio en la vetusta mansión de la vieja bruja es un ejemplo deslumbrante de esta vertiente-. El otro elemento que envuelve con su melodía la cadencia casi musical de la película es, indudablemente, el extraordinario score de George Duning, quizá el más memorable de entre la decena de colaboraciones establecidas entre compositor y realizador.
Es por ello, que hay momentos en la película que, en la incardinación de todas estas vertientes, la intensidad de la película alcanza una garra e intensidad realmente poco frecuente. BELL BOOK AND CANDLE se encuentra trufada de momentos inolvidables. La elegancia que desprende esa secuencia con Gillian, Nicky y la tía de ambos, caminando de noche entre la nieve, comentando el accidentado encuentro con Henderson y su novia, mientras el segundo prueba trucos de brujería apagando las luces de las farolas. El reiteradamente citado episodio de la visita a la vieja bruja. La divertida exteriorización de Nicky de sus poderes de brujo en plena calle, ante un maravillado Redlitch. El instante en que Gillian descubre en la calle, descalza para perseguir a su gato, que ha perdido sus poderes ¡derramando lágrimas, algo impensable para una hechicera! O, como no podría ser de otra manera, el inesperado episodio de reencuentro de Henderson y la protagonista, ya despojada de sus poderes sobrenaturales -va vestida de blanco, como purificada- ¡Que hermoso el vestuario de Jean Louis para la Novak! y su establecimiento se ha convertido en un bellísime escaparate de flores de mar ¡Que delicada metáfora romántica y visual! Sin embargo, no puedo por menos que destacar la fuerza, el romanticismo, el feeling y la sensación de verdad, que adquiere el episodio de la exteriorización del enamoramiento que sienten los dos protagonistas -su primer y fervoroso abrazo, facilitado por la extraña química ya consolidada entre dos intérpretes tan dispares. La acción nos trasladará, en sugerente elipsis, hasta el amanecer en la terraza de un viejo rascacielos, donde los dos ya amantes exteriorizan con sus diálogos y miradas sus sentimientos, culminando la secuencia la caída del sombrero de Henderson a las calles newyorkinas, en el que quizá sea el episodio más memorable jamás rodado por Quine.
El último gran momento de la comedia americana estaba casi en su esplendor, y ya entonces podíamos percibir como entre sus grandes exponentes se iban contagiando e influenciando de manera honesta y estimulante. BELL BOOK AND CANDLE no es una excepción a este respecto. La ya señalada y extraordinaria secuencia en la terraza de un rascacielos, no cabe duda que bebe de la no menos maravillosa de la inmediatamente precedente AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957. Leo McCarey). Al mismo tiempo, ese gato que se convertirá en un pequeño protagonista del devenir de sus personajes, será un elemento que Blake Edwards, el eterno colega de Quine, recuperará en su extraordinaria BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamante, 1961). Y ya, para finalizar, no se puede hablar de esta magnífica película, sin evocar a su estrella máxima, una Kim Novak en la cumbre de su belleza y sensualidad. Sería esta la segunda de las cuatro ocasiones en las que el realizador contó con su gran amor platónico, y considero que fue en esta ocasión en la que esta apareció más radiante, mimada hasta la devoción por la cámara del cineasta, y embellecida por el ya señalado vestuario de Jean-Louis -que recibió una de las dos nominaciones de la película a los Oscars-. En pocas ocasiones -e incluyo en ellas los ejemplos de Von Sternberg con Marlene Dietrich- he sentido tal amor en la pantalla brindado a una actriz, que en instantes como aquellos en los que aparece en primer plano -extraordinaria utilización del Scope- hechizando a James Stewart, y acariciando su fiel gato, llegan a adquirir una cadencia casi sobrenatural.
Calificación: 4