SYNANON (1965, Richard Quine)
Durante décadas se nos ha ido ocultando a aquellos aficionados -creo que no seremos muchos- que siempre hemos admirado su cine, la posibilidad de contemplar SYNANON (1965), la película siempre rastreada de la obra del norteamericano Richard Quine. Es cierto que restan por poder contemplar algunas de sus primeras y modestas películas -alguna de ellas prometedora, como la comedia musical SO THIS IS PARIS (1954)-. El ejemplo de SYNANON brindó un insospechado giro en un cineasta especializado en la comedia y el melodrama -en diversas ocasiones entremezclados en una misma película- que se saldó con un enorme fracaso, hasta tal punto que ha sido prácticamente imposible contemplarla hasta la fecha -en España ni siquiera se ha exhibido en ningún canal televisivo, ni ha gozado de edición digital-. Unido a ello, y como consecuencia de ese carácter inédito, tan solo recuerdo una referencia -poco favorable- por parte de los especialistas Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon -en su canónica ’50 años de cine norteamericano’-, quienes por otro lado siempre han valorado con interés la andadura del realizador, al señalar que Quine la dirigió “con una sobriedad rayana en la indigencia”.
Así pues, tener el privilegio de visionarla -se puede observar como en la IMDB apenas tiene unos 180 votantes, una cifra ridícula- adquiere una cierta emoción, al poder percibir de manera directa las posibles cualidades del título que inició la triste decadencia de un hombre de cine que tanto placer me produjo. Por ello, y antes de intentar comentarla, creo que nos encontramos con una aproximación honesta, dentro de una temática hasta entonces poco tratada en el cine. No voy a decir que SYNANON sea una de las cimas del cine de Quine, pero sí un título digno del buen nivel de su director, en el que este buscó senderos novedosos, aunque en sus imágenes se perciban no pocos ecos de su personalísima manera de entender la realización cinematográfica.
La película mostrará muy pronto su voluntad de singularidad, con esos títulos de crédito descritos sobre un plano general de una playa en Santa Mónica (California), envueltos con el brillante y contrastado blanco y negro de Harry Stradling -uno de los grandes aliados del relato- y el sugerente tema musical de un Neal Hefti que abandona, por un momento, su especialización con la comedia. Veremos en esta secuencia el deambular de dos jóvenes, que incluso pasarán por la finca que ejercerá como protagonista de la película -la residencia Synanon, para rehabilitación de drogadictos-. Se trata de dos enganchados a la heroína -Zankie Albo (Alex Cord) y el débil Hopper (Richard Evans), en el que se intuye una latente nuance gay-, dejando pronto el primero al segundo abandonado en una atracción de feria. Albo se insertará como uno de los internos de la institución que encabeza el veterano Chuck Dederick (Edmund O’Brian). Será la manera en la que espectador conocerá la coralidad de la vida diaria de una iniciativa llena de vida, que cuenta con constantes oposiciones institucionales, en la que se experimenta de manera diaria con una serie de terapias encaminadas a rehabilitar a los drogodependientes que a ella se acogen. De hecho, todos los responsables de la misma han vivido esa misma situación, lo que establecerá un marco mancomunado de colaboración, en el que Zankie aparecerá como alguien desafiante, a lo que cabrá unir en él su reencuentro con otro de los internos -Ben (Chuck Connors)- que fue compañero suyo de celda en prisión, y que propició que este pasara más tiempo del deseable entre rejas. Esa latente pugna entre ambos tendrá otro punto de enfrentamiento para el nuevo interno con el acercamiento hacia la joven Joaney Adamic (espléndida Stella Stevens), que atesora un tortuoso pasado sentimental y emocional, y que de manera latente también desea Ben.
A partir de estas premisas, SYNANON va discurriendo como una especie de colmena dramática, en una estructura coral que el propio Quine reiteraría en la posterior HOTEL (Intriga en el gran hotel, 1967), esta más cercana a su universo de comedia dramática, aunque en esta última ocasión bajo perfiles más convencionales. En su oposición, nos encontramos con una película que busca de manera deliberada ligarse a títulos más o menos coetáneos como el magnífico y menospreciado A CHILD IS WAITING (Ángeles sin paraíso, 1963. John Cassavetes) o SCHOCK CORRIDOR (Corredor sin retorno, 1963. Samuel Fuller). Películas que buscan introducirse en recovecos apenas esbozados en la sociedad americana de aquel tiempo. Solo por eso la película de Quine merecería un cierto reconocimiento. Pero creo que, sin aparecer como un exponente plenamente logrado, lo cierto es que nos encontramos con una propuesta valiente en su configuración, en la que cabe destacar en mayor medida su alcance, por encima de cierto grado de desequilibrio que aparece en ocasiones. Quine logra proporcionar veracidad al bullir de esa residencia que existió en realidad, y del que la película aparece como una recreación cinematográfica, en la que se buscará combinar un alcance verista, con la incorporación de elementos ligados al melodrama.
Provista de una brillantez dirección de actores -en la que desentona el miscasting de Alex Cord-, Quine acierta al imbricar un insólito cast, que logra funcionar con encomiable homogeneidad, y a su través transmitirnos esa cercanía a un mundo que se encuentra al margen de la cotidianeidad, intentando -y en ocasiones consiguiéndolo- plasmar una extraña calidez, hacia un contexto dominado por seres en busca de una nueva oportunidad vital. Justo es reconocer que en SYNANON hay instantes donde no se logra un perfecto equilibrio en esa mirada colectiva y desdramatizada -para lo cual será muy positiva la presencia de intérpretes anónimos, en la que no me extrañaría se encontraran auténticos internos-, y la deriva dramática y melodramática con la que se combina su entraña dramática. En cualquier caso, preciso es reconocer que en esa segunda vertiente aparece lo más hermoso de la película. Secuencias como la casi inicial que nos plasmará la charla terapéutica de Betty Coleman (magnífica Eartha Kitt) describiendo ante los internos su experiencia vital previa. O el magnífico encuentro nocturno en el interior de la cabina de socorro de la playa entre Zankey y Joaney -quizá la mejor secuencia del conjunto-, donde ambos harán el amor, y un intenso primer plano compartido nos llegará a transmitir el turbulento sentimiento que les domina. O la tensa conversación mantenida entre Betty y Ben. O el breve y emocionante instante de despedida de Chuck, que va a cumplir una breve condena de prisión en su obstinada defensa de esa institución en la que cree de manera absoluta.
Los últimos minutos de SYNANON suponen un descenso a los infiernos de la pareja que ha centrado la envoltura dramática de la película, con la huida de Zankey y el abandono de la entidad de Joaney, quien buscará a este de manera desesperada. La manera con la que Quine describe la irremisible caída de ambos, pronto tendrá su catarsis con la inquietante secuencia del retorno a la droga -en unos instantes dominados por una gran fuerza dramática, al tiempo que descritos con enorme pudor cinematográfico-. A partir de esa aterradora deriva, Ben intentará de manera desesperada que esa joven que secretamente ama pueda retornar a Synanon y, con ello, prolongar su definitiva reinserción. Y ello se producirá con extraña serenidad, cerrando la película con un hermoso plano general de grúa ascendente, abandonando con la elegancia que siempre fue habitual en su realizador, ese mundo que hemos compartido con un marchamo de intimismo y veracidad. Lo señalaba anteriormente, SYNANON no es una de las cimas de la obra de Richard Quine, pero posee el suficiente interés como para no encontrar justificación ante el olvido sufrido durante más de medio siglo. Nunca es tarde para reivindicar el alcance de una propuesta atractiva, no siempre lograda, pero en todo momento revestida de riesgo y sinceridad.
Calificación: 3
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