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CINEMA DE PERRA GORDA

MY SISTER EILEEN (1955, Richard Quine) Mi hermana Elena

Siendo el duodécimo largometraje de su filmografía, y aun cuando Richard Quine ya atesoraba entre ellos títulos notables -DRIVE A CROOKED ROAD y PUSHOVER (La casa número 322), ambas de 1954- puede decirse que con MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena, 1955) nuestro realizador encontraba un producto lo suficientemente perfilado, a la hora de describir una andadura posterior. Una trayectoria esta, definida en  la inclinación por la comedia, los ecos por un musical que se encontraba casi en el inicio de su extinción -más no la entraña de ese cine etéreo que fue la quintaesencia de lo mejor de su obra- y, por supuesto, la puesta en práctica de elegantes maneras, aunando con ello una innata inclinación por la entraña del melodrama. Todo ello se aúna con especial armonía en esta comedia musical, en la que ambas vertientes aparecen ligadas con una extraña armonía, en un conjunto donde el vitalismo y la alegría de vivir aparece como principal punto de inflexión.

Nos encontramos en el Greenwich Village. Un ámbito lleno de vida, que el espectador percibe desde los primeros planos de la película, en donde junto al cálido cromatismo de Charles Lawton Jr.  se aúna un poderoso uso del CinemaScope. Muy pronto escucharemos la voz en off de Ruth Sherwood (Betty Garret) quien, junto a su hermana Eileen (Janet Leigh), viajan desde una localidad de Ohio para establecerse en Nueva York. Ruth como escritora y su hermana menor buscando convertirse en figura del espectáculo. La realidad de ambas será más prosaica, al tener que alojarse en un destartalado apartamento ubicado en el sótano de un viejo edificio, en donde junto a calores han de soportar ocasionales explosiones de las obras de metro. Ambas iniciarán de manera frustrante sus anhelos. Ruth intentará seguir las escasas referencias recibidas por correo, mientras que Eileen se someterá a humillantes proposiciones y castings, que en realidad solo buscan aprovecharse de su físico. Sin embargo, en torno a ellas se vislumbrará la inesperada posibilidad de sendas relaciones. En el caso de la última, con el dulce y humilde camarero Frank (Bob Fosse) y por parte de Ruth en el reputado director editorial Bob Baker (Jack Lemmon). En este último caso, la sombra que de Eileen se establece en el relato que a este le ha gustado de cuantos Ruth le ha ofrecido, marcará una barrera casi infranqueable entre ambos. Sobre todo. por su autora, que cree que Bob no se siente atraído por ella -al señalarle que el relato se basa en sus propias aventuras- sino porque su narración proyecta el atractivo de su hermana.

MY SISTER EILEEN -surgida de una historia de Ruth McKenney- ya fue llevada al cine -con un resultado bastante agradable, aunque de inferior nivel al del título que nos ocupa- en 1942 -MY SISTER EILEEN (Los caprichos de Elena)-, de la mano del interesante y poco apreciado especialista del género Alexander Hall, adaptando en aquella ocasión el referente escénico de Joseph Fields y Jerome Chodorov. En esta ocasión, Quine traslada su vertiente musical a partir del previo éxito en Broadway de dicha versión, modificando los números y canciones, y asumiendo un guion plasmado al alimón por el propio realizador y el entonces aún poco conocido Blake Edwards, que aquel año debutaría como realizador, y cuyo tándem ya se había fogueado en el género de la comedia musical con diversos títulos de limitado calado. Unido a dicho andamiaje, cabe señalar la determinante presencia del citado Bob Fosse -presentado como Robert Fosse- como artífice de la vibrante coreografía de sus números musicales -en el segundo título donde ejercía su cometido-. Serán todo ello -unamos la divertida y entregada tarea de su cast-, elementos que configurarán un resultado tan humilde como lleno de vitalismo. Tan en apariencia insustancial como en realidad una apuesta abierta y sincera por la alegría de vivir, una de las piedras básicas de las mejores muestras del musical americano. MY SISTER EILEEN parte, por tanto, de los mimbres que en aquel tiempo configurarían los últimos años dorados de un género que se iba ubicando en una plataforma de muy pronta decadencia. Sin embargo, hay que reconocer que el film de Quine adquiere una personalidad propia, al tiempo que anticipa no pocos de sus elementos visuales. De la delicadeza en los modos narrativos del cineasta. En su destreza a la hora de describir entornos urbanos y, en definitiva, en el cariño que despliega sobre sus personajes, por más que al mismo tiempo sepa extraer de ellos sus elementos cuestionables y sus propias debilidades.

Todo ello se aprecia, y de que manera, en esta película deliciosa, en la que podemos destacar la habilidad con la que Quine orilla por completo la teatralidad en las numerosas secuencias desarrolladas en el apartamento de las dos protagonistas o en el patio del edificio. La brillante utilización del espacio escénico irá aunada por la no menos experta destreza en las secuencias corales -los equívocos que se manifiestan en el encuentro de los personajes en un sofisticado café-. Será algo que podremos ir ratificando en el devenir posterior de su obra. En todas estas escenas insertará oportunos gags y elementos humorísticos -ese temblor por el estallido de explosivos, el reiterado gag del pasamanos de la puerta, el calor existente, la casi ausencia de cortinas que las deja expuestas a los viandantes, los divertidos tropezones de Wreck (Dick York), el joven vecino, cuando quiere hacer deporte en el patio-. Al mismo tiempo, la película se verá enriquecida en todo momento por esa elegancia en el uso de las grúas, que tendrá su colofón en esa aparentemente intrascendente conclusión, con ese baile colectivo de la conga, pero que tal y como queda plasmado, supone una vitalista despedida a la historia que hemos contemplado. Pero en el conjunto no estarán ausentes oportunos travellings laterales, como el que describirá a los personajes dispuestos de diversas celdas de comisaría, ubicadas de manera consecutiva.

Y en una comedia musical donde se advierten las claves de su realizador, y podríamos señalarla como el primero de sus títulos ‘acabados’, no es menos evidente que Quine se siente especialmente a gusto en las aguas de un musical amable y vitalista. Y es bajo su influjo cuando podemos destacar sus momentos más perdurables, expresados en determinados números que al mismo tiempo responden a miradas narrativas, visuales e incluso temáticas contrapuestas. Lo podemos comprobar en el inesperado y deslumbrante “Competition Dance”, en el que se describe una pugna de baile entre Fosse y Tommy Rall, que al mismo tiempo servirá para dejar en el off narrativo el frustrante casting vivido por Eileen. Podemos destacar igualmente el delicioso “Give Me a Band and My Baby”, todo un estallido de alegría nocturno ante un kiosko de música desierto, por parte de Garrett, Leigh, Fosse y Rall. El divertido tono de comedia -descrito además con especial tino entre las dependencias del apartamento de Lemmon-, que expresa “It’s a Bigger Than You and Me”, donde este intenta acosar a Garrett. O, finalmente, la elegancia y melancolía que se muestra con “There’s Nothing Like Love It” donde Bob Fosse clama su amor por Leigh, sin saber que está siendo observado amorosamente por ella, hasta que al descubrirla esta se suma a una danza entre amboss. Cuatro intervalos musicales opuestos entre sí, todos ellos definidos en su brillante resultado, y bajo cuyo influjo pueden establecerse los vértices de un cineasta, que a partir de ese momento daba inicio a sus años de gloria.

Calificación: 3’5

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