LE TRÉSOR DE CANTENAC (1950, Sacha Guitry)
Cuando uno contempla y disfruta de una película dotada con el ingenio y la constante inventiva cinematográfica de LE TRÉSOR DE CANTENAC (1950), no deja de sorprenderse ante el hecho de que permanezca absolutamente ignorada por los aficionados. Ignorada tanto como la figura de su artífice, el tan megalómano como absolutamente genial Sacha Guitry, una de las figuras artísticas más importantes surgidas en la primera mitad del siglo XX europeo. Escritor, autor teatral, actor, y también guionista y realizador cinematográfico, su inmarchitable figura recibió un amargo revés al ser acusado -e incluso encarcelado por un corto espacio de tiempo- de colaboracionista en Francia, una vez transcurrida la II Guerra Mundial. Tras esa forzada y dolorosa interrupción, Guitry retorna a la realización cinematográfica en 1948 con dos extraordinarios títulos, como fueron LE COMEDIEN y LE DIABLE BOITEUX. Películas que prolongaban la punzante ironía consustancial a la obra de Guitry, pero que al mismo tiempo quedaban impregnadas de tanta amargura como pátina autobiográfica. Algo de ello se prolonga en esta admirable LE TRÉSOR DE CANTENAC, que en su primera mitad se erige en uno de los más duros tratados de misantropía que jamás he contemplado en la pantalla -una misantropía que, por otro lado, acompañaría buena parte de la filmografía posterior de Guitry-. Sin embargo, la singularidad que proporciona esta película, es la de dividir su temperatura emocional en dos partes claramente diferencias, para contraponer en su segunda mitad esa mirada devastadora sobre la condición humana, para proponer en su oposición una posibilidad de redención, articulada, como no, en la propia figura de su artífice. Unido a ello, hay un elemento que con el paso de siete décadas desde su rodaje la reviste de enorme actualidad; proponer una mirada didáctica en torno a la reversión del éxodo rural.
Una vez más, el gran artista francés inicia su película como uno de sus habituales trompe l’oeil meta cinematográficos, al filmar desde su propio despacho la llegada de dos vecinos que le transmitirán el relato original, haciendo pasar a sus personajes, y poco después al equipo técnico y artístico accediendo por una escalera. Una vez más, y a lo largo de unos deslumbrante y al mismo tiempo sencillos minutos iniciales, nuestro cineasta separa con tanta agudeza como ironía las diferencias entre realidad y ficción, erigiéndose una vez más como admirable demiurgo, en una obra cinematográfica todavía carente de su necesaria difusión -un servidor todavía no ha alcanzado a contemplar el 50% de sus largometrajes-. A partir de ese momento, Guitry nos traslada a la perdida y depauperada población de Cantenac. Un poblado en decadencia, antaño creado al socaire de la existencia de un palacio actualmente en ruinas, en el que su menguada población consume sus días aburrida, enfrentada casi cómicamente, y sin posibilidad de encontrar el más mínimo asidero emocional en sus vidas. Por allí sobrevive el cura, al que no visita ningún feligrés -tan solo recurren a él en los últimos instantes de sus vidas-, dado que se encuentra enfrentado con su hermano gemelo, que es el alcalde -con el que los lugareños tampoco se relacionan, pero que votan invariablemente cada 4 años-, laico y reacio hacia cualquier inclinación religiosa. Por allí discurre en bicicleta en ocasiones un médico al que los vecinos desprecian dada su nula eficacia. O esa taberna en las que sus clientes juegan la partida diariamente sin comunicarse siquiera, tan solo con la excepción de la muerte de algún familiar. Un cuadro desolador que Guitry describe con la precisión del entomólogo y la punzante ironía del comediógrafo, y utilizando para ello una manera de describir absolutamente brillante. Lo hará a lo largo de casi media hora de metraje, mediante la inserción de pequeños episodios con una casi total ausencia de diálogos, y punteando la sucesión de viñetas con la personalísima voz y el inagotable sentido sardónico de su propio artífice. A partir de estas premisas, y recuperando algunos postulados del cine silente, Guitry describirá pasajes tan delirantes como esa tabernera que comparte marido y amante, sin saber el espectador a ciencia cierta quien es el primero o el segundo. O esa sacristana que se confiesa con su párroco inventándose algunos pecados al día para que el sacerdote no olvide su misión. O esa joven gitana adivinadora que leerá las manos y predecirá ventura a todos su vecinos -al final acertará en sus vaticinios-, pero que saldrá apedreada del pequeño pueblo al sentirse sus vecinos estafados. O ese tonto que en realidad es más listo que el resto de habitantes. O ese ancianísimo vecino de la localidad -casi 150 años- que se resiste a revelar a sus avariciosos descendientes el lugar donde se esconde un tesoro familiar, ya que teme ser objeto de asesinato por parte de estos.
Lo cierto es que la galería de personajes y situaciones que Guitry describe en esta población condenada al aburrimiento, a la falta de ilusiones, a la envidia colectiva y, en última instancia, a la extinción colectiva es tan demoledora como divertida. Tan punzante como cercana en su retrato colectivo. Nuestro cineasta propone una mirada revestida de sordo pesimismo, pero al mismo tiempo es tan audaz el escalpelo utilizado, que no deja de provocar el regocijo constante del espectador, aunque en no pocas ocasiones este se encuentre reflejado en sus imágenes. Esa admirable recurrencia a los ecos del cine silente irá aparejada por una evidente, asumida y extraordinaria influencia del cine de Chaplin. Tanto en su vertiente satírica como, sobre todo, en esa segunda mitad, donde la mirada nihilista planteada hasta entonces mutará en un delicioso tono de fábula redentora y posibilista, sin que en ella quede ausente en modo alguno la eterna mirada irónica de su artífice.
Dicho punto de inflexión se producirá al trasladar el foco a las circunstancias personales del último Barón de Cantenac (como siempre, descomunal el propio Guitry). Un hombre maduro y culto pero actualmente arruinado, que vive siendo atendido por los que en el pasado fueron sus criados ¡y que ahora son los dueños de sus propias dependencias! Totalmente superado por un contexto existencial desprovisto del más mínimo aliciente, hará testamento destinando sus escasas propiedades a sus sirvientes y disponiéndose a suicidarse. Una inesperada mirada a un óleo que conserva de Cantenac levantará su curiosidad y viajará hasta la vieja población en un lento carruaje. Allí contemplará la decadencia de lo que le rodea y la tumba de sus antepasados, todos enterrados en el mismo panteón. Entre la expectación de los ociosos vecinos alertados por la presencia de un inusual forastero, comprobarán como éste visita la iglesia y conserva con el párroco, rompiendo el aislamiento del entorno parroquial. Nadie sabrá el contenido de la conversación salvo el sacerdote, ya que la misma anuncia una futura misa funeral, regresando hasta su lugar de residencia, y disponiéndose a poner fin a su vida. El anciano lugareño pondrá en conocimiento del sacerdote el destino del famoso tesoro oculto, por lo que este de manera inmediata se trasladará hasta el entorno del barón para hacerle partícipe de una nueva que evitará dicho suicidio… que de todos modos nunca se hubiera producido, ya que sus criados-propietarios ya se preocuparon de quitar las balas del revolver con que iba a cometer el trágico hecho.
A partir de ese momento se producirá el retorno de Cantenac al pueblo, donde será acogido en la casa parroquial. Y junto al centenario, pero eternamente vitalista personaje encarnado con magisterio por Marcel Simon acudirán, con la inapreciable ayuda del tonto del pueblo, a abrir el enorme arcón que contiene ese codiciado tesoro. A primera instancia la decepción se impondrá, pero muy poco después surgirá la fortuna largamente acariciada. A partir de ese momento, todo cambiará para el propio aristócrata, convertido casi de inmediato en benefactor o filántropo de esa colectividad que desea revitalizar. La aspereza de sus habitantes se irá convirtiendo en un terreno abonado para la esperanza, y para que en ellos surjan de nuevo sentimientos de vecindad, amistad, e incluso para el amor. Y el maravilloso film de Guitry, sin perder un ápice de punzante ironía, virará la severidad de su planteamiento inicial para introducirse por completo en el ámbito de la fábula, sin abandonar para ello esa ascendencia chapliniana, que se complementará llegados a este punto con influencia de otros cineastas franceses de su tiempo -hay quien ha señalado la de Marcel Pagnol, pero en algunos instantes no dejo detectar el eco del muy inicial Jacques Tatí-. Ayudado por la excelente -y chapliniana- partitura de Louiguy, y combinando con tanta perfección como espontaneidad la delicadeza con el sentido del hunor, Sacha Guitry nos ofrece una segunda mitad llena de placidez y confianza en el individuo. Rebestida de momentos tan maravillosamente románticos como ese pasaje en la tienda, donde el barón se retira pudoroso y elegante -maravilloso como actor- cuando comprueba el latente amor que se profesan la hija de la tendera y un apuesto joven que más adelante adoptará como hijo. En el emocionante e inesperado instante en el que el alcalde se reconciliará con su hermano el sacerdote, abrazándose delante del confesionario. Pero al mismo tiempo, la película en ningún momento se encontrará ausente de inventiva cinematográfica, como en ese extraordinario episodio-ballet de la profusión de bicicletas -mostrando la progresión económica de sus habitantes-, en el que no dejarán de aparecer modelos de novedosa configuración -como el que servirá para ubicar a la ya madura tabernera, su marido y su amante- que concluirá de manera deslumbrante -en un instante digno del mejor Jerry Lewis- con el tonto del pueblo discurriendo hacia la pantalla en patinete hasta que se estrelle, literalmente, contra la cámara.
Eterno demiurgo de su pluma, de su mirada y de su cine, Sacha Guitry se mostrará en esta película extraordinaria, por vez primera en mucho tiempo, esperanzado en las posibilidades del ser humano. Y nos lo transmitirá en el conjunto de esta película inicialmente sombría y demoledora en su constante ingenio, que en última instancia se nos convertirá en una hermosa fábula repleta de felicidad. ¡Grande Guitry!
Calificación: 4
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