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CINEMA DE PERRA GORDA

Richard Quine

OPERATION MAD BALL (1957, Richard Quine)

OPERATION MAD BALL (1957, Richard Quine)

La segunda mitad de la década de los cincuenta, posibilitó en la comedia americana una serie de exponentes que cuestionaban tanto la heroicidad de los soldados norteamericanos en la II Guerra Mundial, como la vertiente cinematográfica en que se expresaron tantos relatos cinematográficos de dichas características. Frutos destacados de este enunciado fueron, por ejemplo, KISS THEM FOR ME (Bésalas por mí, 1956. Stanley Donen), los poco recordados films protagonizados por Jerry Lewis THE SAD SACK (El recluta, 1957. George Marshall) y DON’T GIVE UP THE SHIP (Adios mi luna de miel, 1959. Norman Taurog), o DON’T GO NEAR THE WATER (Vaya marineros, 1957. Charles Walters). Otro ejemplo perfectamente válido de esa tendencia concreta de dicho género en aquellos finales de la década de los cincuenta, es el propuesto por Richard Quine en OPERATION MAD BALL (1957), una estupenda comedia de carácter coral, a la que de alguna manera habría que emparentar con la posterior OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959. Blake Edwards), con la que guarda numerosos elementos de contacto, y que pese al enorme éxito que logró en su país en el momento de su estreno, no llegó jamás a las pantallas españolas, siendo entre nosotros uno de los títulos menos conocidos –y reconocidos también- de un periodo de especial inspiración en la filmografía del injustamente olvidado realizador. Quizá sería pertinente señalar que esta es una de las colaboraciones como guionista de Edwards cuando participó en varios títulos con Quine, antes de que ambos se situaran como unos de los más valiosos vértices del género en la primera mitad de la década de los sesenta. Por desgracia, ese señalado desconocimiento para el público español le ha hecho permanecer poco menos que oculta, puesto que además ha sido emitida en muy pocas ocasiones por televisión. Esa circunstancia ha impedido que sea valorada en su justa medida –como sí ha sucedido con OPERATION  PETTICOAT, con la que se puede igualar en cualidades-. 

Estamos situados en un lugar de la Francia ya liberada por el ejército americano. Allí se encuentra un destacamento de soldados comandado por el Coronel Rousch (Arthur O’Connell), y que dirige directamente el Capitán Locke (Ernie Kovacs). Entre sus soldados se encuentra Hogan (Jack Lemmon), un oficial cuya influencia y poder está por encima de todo, decidiendo organizar una fiesta en un salón destrozado por los bombardeos de la guerra. Todo ello en una iniciativa lúdica que llegará a desafiar la prohibición de Locke de unificar el cuerpo de soldados con el de enfermeras. A partir de esta sencilla premisa argumental, y con la presencia de un reparto absolutamente impagable –del cual es irresistible destacar el continuo duelo entre Ernie Kovacs y Lemmon, la veteranía del gran Arthur O’Connell o el timming que despliega Mickey Rooney-, se ofrece una autentica partitura de picarescas, dobles juegos, mentiras, falsos heroísmos, muertos que no están muertos, frustraciones sexuales y obsoletas normas militares. Pero, por encima de todo, se intentará plasmar el deseo y la necesidad de todo ser humano –sobre todo aquellos que han estado luchando y en el fondo se sienten ociosos tras cumplir sus cometidos-, de poder divertirse, al tiempo que desarrollar una nada desdeñable visión paródica del absurdo de la actividad bélica en cualquiera de sus planteamientos.

En OPERATION MAD BALL, todo en apariencia tiene la imagen de un film bélico convencional –en un primer instante su fotografía en sombrío blanco y negro nos lo anuncia-, pero ya en su pregenérico –donde Locke descubre a una pareja de soldados besándose-, nos revela sus auténticas intenciones. Esa es quizá su principal cualidad –como posteriormente sabría aplicar, esta vez en color y para la Universal, Blake Edwards en su posterior y ya señalada OPERATION PETTICOAT; realizar un film inscrito dentro del género bélico, que en su desarrollo es desmontado para, variando o alterando algunos de sus componentes, conseguir un efecto singularmente divertido. Ni que decir tiene que se nota la mano del Quine sentimental –el feeling de la relación de Hogan con la Teniente Bixby (Katrhryn Grant), que no obstante, ocupa un segundo plano en la coralidad de la narración-, y en el que cabría retener su manejo del plano secuencia –uno de sus más valiosos rasgos como realizador- o la presencia de gags muy divertidos –la horrorosa dentadura que aplican al padre de la francesa que les cede su local para realizar la fiesta; la secuencia entre Hogan, Locke y el falso muerto en el depósito, el plan urdido para que el personaje que encarna Kovacs quede finalmente detenido y pueda desarrollarse la celebración-. Entre este catálogo de aciertos, no sería justo dejar de referir que pese a encontrarnos en un terreno aparentemente ajeno a sus ambientes habituales –que paulatinamente se irían ampliando de registro en el desarrollo posterior de su obra-, Quine demuestra una vez más su facilidad para insertar elementos del denominado “musical sin danza” –el instante, casi coreográfico, en que Lemmon descubre junto a sus soldados la fórmula para poder escapar de las sospechas de Locke-, cerrando su metraje un gran plano general, festivo pero extraño al definirse en blanco y negro. En él se describirá esa celebración en la que todos de alguna manera quieren olvidar sus picarescas, encontrar sus relaciones –incluso las de un condescendiente y solitario Coronel Rousch-, y que puede definirse como una de las más singulares fiestas cinematográficas ofrecidas por el género entre las muchas –y algunas célebres-, que se sucederán a lo largo de este glorioso periodo para la comedia norteamericana.

Calificación: 3

DRIVE A CROOKED ROAD (1954, Richard Quine)

DRIVE A CROOKED ROAD (1954, Richard Quine)

Cuando Richard Quine acomete la realización de DRIVE A CROOKED ROAD (1954), puede decirse que su posición en la Columbia está más o menos consolidada. Cierto es que los mayores éxitos de dicha vinculación con el estudio de Harry Cohn estaban aún por venir, pero no es menos evidente que en el trazado de esta modesta pero estimulante combinación de drama romántico y cine policíaco, se encuentra presente la esencia de este singularísimo cineasta –aunque esta catalogación siga sin ser demasiado extendida-. Y es algo que percibiremos ya desde ese plano de acercamiento hacia la figura de un trofeo de una carrera automovilística, envuelto en una bella melodía que me resulta bastante familiar –era norma habitual en cierto estudios, reiterar temas musicales compuestos para otros films previos de mayor éxito-. En dichos títulos, comprobaremos la presencia como guionista del viejo colega de Quine; Blake Edwards –quien por cierto, nunca en sus entrevistas manifestó el menor recuerdo hacia el cineasta con el que compartió no pocos momentos de sus primeros pasos en el mundo de la pantalla-, introduciéndonos desde el primer momento en la andadura de Eddie Shannon (un excelente Mickey Rooney). Eddie es un corredor de coches frustrado y traumatizado por un accidente que le dejó la secuela de una ostentosa cicatriz en su rostro, y que se defiende laboralmente trabajando como mecánico. Retraído de carácter, quizá debido a la propia falta de autoestima, se disociará de las burdas maneras machistas de sus compañeros de trabajo, definiendo su modo de vida de modo tan rutinario como desprovisto del más mínimo grado de estabilidad. Quine sabe plasmar muy bien ese alcance descriptivo, en un primer tercio absolutamente modélico, donde se plasmará el inicio de la relación que mantendrá con la joven Barbara Matthews (Dianne Foster). En apenas dos planos estratégicamente planteados –en especial ese travelling de retroceso que nos muestra en primer plano a Eddie conduciendo el coche y mirando al retrovisor, mientras en el fondo izquierdo del encuadre se muestra a Barbara alejándose del encuadre en movimiento-. Un plano absolutamente magistral, a partir del cual se inicia ese tramo del relato, en el que Quine demuestra una vez más su capacidad para plasmar con su inigualable gusto por la melancolía –en ello contribuirá el magistral uso de la elipsis-, esa relación imposible entre los dos protagonistas. Incluso en más de una ocasión –la descripción del modo de vida norteamericano, la relación entre los dos protagonistas-, tuve la impresión que en este señalado tercio inicial nos encontrábamos con una especie de borrador de uno de los éxitos más reconocidos del cineasta –STRANGERS WHEN WE MEET (Un extraño en mi vida, 1960)-. Sea o no acertada esa aseveración, lo que es indiscutible es constar la sensibilidad, por momentos casi exquisita, la delicadeza en suma con la plantea cinematográficamente ese encuentro  del desdichado Eddie, con una mujer que le desborda a todos los niveles, y de la que se sentirá abrumado al ver correspondido, siquiera sea por la vía de la simpatía por parte de ella.

Sin embargo, en el proceso de este cuento de hadas que aparece en primera instancia DRIVE A CROOKED ROAD, Quine no deja de plantear indicios que señalan que algo no encaja. A través de sutiles miradas por parte de Barbara, de planos que duran algo más de lo previsible, dejando la desnudez de una supuesta puesta en escena, todo ello parece indicarnos que algo se esconde debajo del idílico inicio de romance entre la joven y el acomplejado y tímido corredor / mecánico. Ya en los instantes de apertura, una aparente situación banal –de la que posteriormente nos olvidaremos-, se apresta como pista de cara a lo que finalmente se propone cara a Eddie; hacerle partícipe como conductor de un vehículo tras cometerse un atraco en un banco, discurriendo por una peligrosa e intransitada carretera, para burlar el previsible arco de vigilancia policial. Todo ello habrá sido planeado por Steve Norris (un impecable en su ambivalencia Kevin McCarthy), el amante de Bárbara, y a quien habíamos visto en la primera secuencia del film oteando en las carreras posibles candidatos para ocupar el puesto. Una vez planteada la auténtica circunstancia del acercamiento de Norris –más adelante Eddie descubrirá la relación amorosa que este mantiene con Bárbara-, inicialmente se negará a participar en el plan, aunque finalmente decidirá con resignación acceder al mismo, por el que recibirá quince mil dólares.

Indudablemente, el giro que se plantea en el relato provoca un cierto grado de sorpresa en el espectador, al introducirle en una atmósfera más enrarecida y, al mismo tiempo, más veraz, de lo que hasta entonces había planteado esta sencilla pero atractiva película. A partir de ese momento, irán aflorando por un lado los remordimiento en Barbara al haber empujado a Eddie –un hombre por el que siente lástima y conmiseración; quizá la antesala de un auténtico amor- y por otro el inflexible seguimiento del trazado del plan de Steve. El mismo será llevado a la perfección, aunque no pueda laminar el desasosiego que late en interior de la pareja protagonista. Y es que si hasta el último momento, Bárbara ha escondido su intención de abandonar definitivamente a Eddie –él descubrirá la huída cuando acude a su apartamento, pese a la prohibición de Norris-. Será el inicio de la tragedia, aunque en ella impere el sentimiento de dos seres desprotegidos, cada uno en su dispar circunstancia y ámbito de actuación.

Cierto. No todo resulta perfecto en DRIVE A CROOKED ROAD. La descripción de los compañeros de trabajo de Eddie resulta chusca, como lo es la del fiel ayudante de Steve. Son, sin embargo, leves objeciones, en torno a un relato que no solo funciona con la precisión de un mecanismo de relojería –atención a la descripción del proceso del atraco y la huída posterior por la carretera; el primero de ellos desde la tensión exterior de Steve y Eddie, y el tenso viaje, centrado ante todo en el temor plasmado en el rostro de Norris, en su contrapunto con la seguridad en el manejo del vehículo por parte de Shannon-. Ese mismo año, e inmediatamente después, Quine asumió uno de sus títulos iniciales más reconocidos del primer periodo de su carrera –PUSHOVER (La casa 322, 1954)-, con el que mantiene no poco parentesco, al tiempo que supuso el encuentro con la que fuera su musa cinematográfica, la actriz Kim Novak.

Calificación: 3

THE NOTORIOUS LANDLADY (1962, Richard Quine) La misteriosa dama de negro

THE NOTORIOUS LANDLADY (1962, Richard Quine) La misteriosa dama de negro

¿Lograremos ver algún día todos aquellos pocos aficionados que desde hace tiempo quedamos hechizados por su cine, ver plasmada una -siquiera sea pequeña- reivindicación de la figura del norteamericano Richard Quine? Cada vez tiendo a pensar que se trata de un objetivo casi quimérico, pero al mismo tiempo se transforma en ilusión cada ocasión en la que me encuentro y disfruto con algunas de sus películas -en las que predominan una inspiración y unos modos visuales muy reconocibles-. Cierto; Quine mostró una trayectoria irregular y, en sus últimos exponentes, realmente decepcionante. Pero conviene recordar que en una filmografía de una treintena de títulos, hay una quincena de notable nivel, e incluso en ella algunos títulos absolutamente excelentes. No es mal balance precisamente, para un realizador que en sus obras demostró su compenetración con la última edad de oro de la comedia norteamericana, demostrando ser uno de los últimos grandes románticos del cine norteamericano.

 

Sorprendentemente, el cine de Quine recibió en nuestro país el entusiasmo de la corriente "film idealista", entroncándolo como uno de los continuadores y renovadores de las mejores virtudes del cine USA. Ciertamente su obra se encontraba en el mejor momento, junto al conjunto de cineastas que formaban ese clan compuesto por Stanley Donen, Blake Edwards, Vincente Minnelli, Billy Wilder, Jerry Lewis o Frank Tashlin. Todos ellos no mantenían los mismos modos, pero es evidente que donde terminaba la labor de uno empezaba la del otro, mostrando un continuum cinematográfico recibido con entusiasmo en el momento de su estreno, aunque con el paso de los años fuera cayendo en el olvido y el menosprecio -con la excepción de las comedias firmadas por Wilder-. Se trata de una corriente que, afortunadamente, el paso de los años se está corrigiendo parcialmente, aunque lo cierto es que jamás podremos ver consolidada esa necesaria reivindicación de los modos de la comedia USA entre la segunda mitad de los cincuenta y la primera de los sesenta.

 

En cualquier caso, el placer que me ha proporcionado el visionado -por tercera vez en el plazo de casi tres décadas- de THE NOTORIOUS LANDLADY (La misteriosa dama de negro, 1962), muy cerca además de la revisión de la previa PUSHOVER (La casa 322, 1955), me permite ratificarme en la admiración hacia la figura de Quine, en la que sus mejores propiedades como realizador, se manifiestan en esa capacidad para la delicadeza, la ensoñación, y para plasmar en sus imágenes las dificultades que genera cualquier relación amorosa. Esa propiedad para alcanzar un feeling absolutamente delicioso, que en esta ocasión se plantea en el contexto de una comedia de tratamiento policiaco. Se trata sin duda de un marco especialmente frecuentado en aquellos modos de comedia -ese mismo año Frank Tashlin apostó por esa misma vertiente genérica en la estupenda IT’$ ONLY MONEY (¿Qué me importa el dinero?, 1962), y muy pocos meses después Blake Edwards adoptaría los mismos modos en su igualmente magnífica THE PINK PANTHER (La pantera rosa, 1964).

 

Unido a ello, cabe destacar uno de los elementos más frecuentados dentro de la comedia de aquellos años, como es la  mirada ofrecida al plantear muchos de sus argumentos en escenarios europeos. En este sentido Paris siempre se llevó la palma, pero tras ella fue Londres la ciudad más reiterada en este contexto. Es precisamente la capital británica -además retratada a través de uno de sus barrios arquetípicos-, el marco en el que se desarrollará la misma, siendo de destacar ya en primer lugar, la percepción de asistir a una magnífica y, sobre todo, muy creíble ambientación british. Los escarceos que la película destina al cine de misterio parecen emanar de cualquier cinta inglesa de la materia adquieren una extraña sensación de autenticidad, siempre partiendo de la base de asumir los clichés cinematográficos existentes en la materia. Es precisamente en dicha vertiente donde cabe destacar algunas de las mejores virtudes del cine de Quine. Es decir, una mirada quizá externa en torno a los géneros tradicionales -este sería el epicentro del posterior título de su obra, el excelente e infravalorado PARIS - WHEN   IT SIZZLES (Encuentro en París, 1964)-. En ellos incorporó un cariño y una delicadeza, que tienen sus mejores momentos en esos tiempos muertos en el que sus personajes conversan, se expresan con los movimientos de sus cuerpos en el encuadre y, con ello, logran trasladar al espectador esa sensación de verdad cinematográfica que, sinceramente lo digo, ha logrado traspasar el discurrir del paso del tiempo, y a mi modo de ver ha alcanzado la vitola del clásico.

 

Pese a que siga encontrando opiniones que cuestionan la valía del título que nos ocupa, lo cierto es que me parece un auténtico placer, uno de los ejemplos más valiosos, divertidos y sensibles de un modo de hacer comedia, que a mi modo de ver sigue manteniendo su absoluta vigencia. Es algo que se manifiesta desde los primeros instantes, en los que el realizador pone en práctica su incomparable sensibilidad en la movilidad de la cámara, mostrando una vez más su maestría a la hora de plasmar inicios que lograran atrapar al espectador -creo que Quine ha sido el realizador que mejor valoró la importancia de los instantes de apertura de sus películas, para intentar captar desde el primer momento el interés del espectador-. Ya en esos instantes tendrá un doble aliado en la estupenda fotografía en blanco y negro de Arthur E. Arling y el magnifico contrapunto musical brindado por George Duning -uno de los mayores apoyos de Quine al brindarle una patina suplementaria de sensualidad con su música -el equivalente de Mancini con Edwards o Donen-. Desde ese preludio, en la combinación que en sus primeros instantes se ofrece de ese marco evocador y al mismo tiempo lleno de vecinos chismosos, el director pone en práctica un estupendo guión -firmado por Blake Edwards y el también experto Larry Gelbart-, que supone un asidero más que sólido para esa magnífica combinación de comedia romántica y relato policiaco tamizado de toques humorísticos de primera ley. No es la primera ocasión en la que se habla -el agudo comentarista Tomás Fernández Valentí lo destaca en la revista Dirigido Por... en 2003- del equilibrio entre ambos factores que logra plantearse en el conjunto de una película que prácticamente carece de baches de ritmo -quizá la resolución de la intriga contenga una cierta tendencia al artificio-, en la impresión que más puedo destacar es ese placer intenso que proporcionan los recovecos que se establecen especialmente entre la relación entre Carly Hardwicke (Kim Novak) y el agente de la embajada norteamericana Bill Gridley (Jack Lemmon). Una exteriorización que con su mera expresión mostrada en esta película, debería bastar para situar a Quine en el cetro de los grandes románticos del moderno cine norteamericano.

 

Desde el primer momento, utilizando la imagen cinematográfica que el espectador tiene ya marcados sobre sus protagonistas -esos planos destacando la espalda de la Novak-, el realizador demostró encontrarse en un estado de especial inspiración, mostrándose sinceramente romántico en la relación de sus protagonistas, y al mismo tiempo imbricando en ella los elementos de intriga y, sobre todo introduciendo el irresistible personaje del embajador Ambruster -un memorable Fred Astaire-, que de alguna manera emparenta esta película con la inmediatamente precedente ONO, TWO, THREE (Uno, dos, tres, 1961. Billy Wilder), secundando esa tendencia antes señalada en la que unos y otros realizadores retomaban ideas ya vistas previamente en títulos de sus compañeros, y logrando con ello una sensación de asistir a un conjunto de muestras, más unidas de lo que a primera vista podría parecer. A partir de ahí, son diversos los senderos que en THE NOTORIOUS LANDLADY nos llevan a un placentero disfrute como espectador, y a la sensación de asistir a un título que debería sobrellevar a estas alturas la condición de clásico.

 

Dentro de dicha circunstancia, es cuando se puede destacar la excelente aprovechamiento del interior de la casa en la que reside Carly, momentos tan impecablemente planteados y resueltos y con tanta magia cinematográfica, como la persecución nocturna de Gridley a un previsiblemente siniestro personaje. Resulta modélica la evolución en la impresión del punto de vista de este, con una mirada cercana a la iconografía del cine de terror, hasta comprobar con emoción que se trata de un sacerdote –interpretado por el gran Henry Daniell-. Es en momentos como ese, donde uno puede disfrutar y emocionarse con las inflexiones, el cariño hacia sus personajes y el virtuosismo de un realizador que –en esta película lo demuestra plenamente-, sabe manejar los resortes del lenguaje cinematográfico con un estado de inspiración ciertamente poco frecuente. Es algo que se manifiesta en las secuencias desarrolladas en el interior de la vivienda de Carly, dotadas de un magnífico juego escenográfico, en el equilibrio con que se van insertando los componentes humorísticos, en la presencia de Fred Astaire en aquellas secuencias en las que se encuentra en segundo plano, en el uso de la elipsis, que nos evita de manera elegante tener que contemplar la evolución de la trama, o incluso poder apreciar citas cinematográficas tan evidentes como admirablemente insertadas –algo que haría enrojecer de vergüenza al aclamadísimo Pedro Almodóvar-, que van desde el plano con el sumidero que evoca a PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock), o incluso el preludio de la ya citada THE PINK PANTHER que nos muestra la breve secuencia en la que Jack Lemmon se ubica encima de una piel de oso ubicada a modo de alfombra, pasando por la excelente evocación del slapstick mudo que propician sus secuencias finales, coreografiadas como un inesperado ballet cómico, y rematadas con una panorámica final que desprecia la conclusión del peligro final del relato, hasta confirmar el hecho de que nos encontramos ante una monumental farsa cinematográfica. Un relato, una búsqueda de dos horas de placer en la que, entre líneas, se habla de la dificultad que existe entre los seres humanos para poder apostar por su sentimientos, que a mi modo de ver ha adquirido algo más de cuatro décadas después de su estreno, la debida madurez para ser considerada una de las grandes comedias policíacas de la primera mitad de los años setenta. Como sucedería posteriormente con CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen) y THE PINK PANTHER, la fórmula adquirió en este uno de los grandes films de Quine un grado de inspiración pocas veces superado. Su siguiente película ahondaría en esa mirada en su visión cáustica y distanciada del cine de género y las convenciones de Hollywood vigentes hasta aquellos tiempos de transformación, unido a su visión tan evanescente y por momentos intensa de las relaciones humanas. Pese a que solo lo apreciemos cuatro locos, lo cierto es que el paso del tiempo parece haber dado la razón al olvidado, elegante y cínico Richard Quine.

 

Calificación: 4

FULL OF LIFE (1957, Richard Quine) [Llenos de vida]

FULL OF LIFE (1957, Richard Quine) [Llenos de vida]

Cuando los gustos cinematográficos han variado tanto, quizá resultaría hasta casi antediluviano evocar cómo hace unas cuatro décadas nombrar a Richard Quine era recurrir a uno de los realizadores que mayores pasiones concitaban entre los aficionados en el género de la comedia y el melodrama. Años después y tras la estela de un buen número de buenos e incluso excelentes títulos, a finales de los 60 su nombre se oscureció sorprendentemente, consumándose una de las más tristes e injustificadas decadencias profesionales de la historia del cine moderno que finalizó cuando en 1988 Quine se suicidó “por falta de trabajo”.

Aún años después su nombre divide a los aficionados que quedan “de antes”, entre quienes lo consideran un gran realizador y aquellos que lo califican como producto de una moda. Sin dejar de reconocer que algo hay de ello en el segundo término, no dejo de ocultar mi admiración por la figura de Quine, a quién creo aún no se ha reconsiderado como puntal de la renovación de la comedia americana y con la estela de un buen número de títulos destacables.

FULL OF LIFE (1957, jamás estrenada en España aunque emitida en TV con el título de LLENOS DE VIDA) es uno de sus títulos menos conocidos y entre los que lo conocen es poco apreciado. Incluso su propio realizador comentaba en una lejana entrevista que pretendía formular una parábola sobre la tolerancia religiosa pero la intención le resultó fallida. Confieso que su resultado –fundamentalmente la parte sermoneadora que se incorpora en su tercio final- podría situar esta película como objeto de las iras de los detractores de Quine. Como quiera que hoy día es una batalla que a nadie interesa, he de decir que pese a ese relativamente molesto lastre –que justo es reconocer tiene un cierto peso-, el resultado me parece brillante y representativo de la personalidad del realizador.

Cierto es que la película retoma algunas referencias del cine del gran Leo McCarey –desde el admirable MAKE WAY FOR TOMORROW (1937) hasta su díptico sobre Bing Crosby- y que Quine ni tenía la maestría de McCarey, lo que no le impedía ser un realizador de primera fila. Es por ello que FULL OF LIFE deja entrever muchas de las virtudes que hicieron de él uno de los renovadores de la comedia americana. Desde la importancia y musicalidad concedida a los inicios de sus películas –pocos como Quine sabían enganchar al espectador en sus primeros compases; en este caso es una simple aparición de Emily (Judy Holliday) preparándose ansiosa un sándwich-, la excelente compenetración que manifestó en la mayor parte de ellas con el compositor George Duning –otro gran menospreciado en la banda sonora-, la constante oscilación entre comedia y melodrama que hacen insertar detalles divertidos e irónicos en secuencias sentimentales –el ejemplo más patente son los momentos en los que la madre del protagonista se desvanece en su casa- o viceversa. Y fundamentalmente ello deriva en una extraña melancolía en su tono que se subraya en el gran adjetivo definitorio del cine de Quine; la elegancia en su puesta en escena.

La película de Quine nos narra la simple historia del matrimonio formado por Emily y Nick Rocco (Richard Conte). Se trata de un matrimonio americano medio y él es escritor, dedicándose ella a las labores del hogar. Emily está embarazada y la rodean las típicas y divertidas excentricidades propias de dicha condición (ello permite a la Holliday una deliciosa performance que creo se sitúa entre las mejores de su carrera). Un día ella se hunde dentro de un agujero que se ha producido en la cocina de su vivienda (impagable momento que nos es mostrado en un ingenioso off). El elevado coste de la reparación motiva que tengan que recurrir al padre del esposo. Se trata de Victorio (el entrañable eterno histrión italiano Salvatore Baccalloni), viejo cantero que vive junto a su esposa en una casa de campo. El joven matrimonio viaja hasta allí y logran convencer a este para que se responsabilice de la reparación, llevándolo hasta su domicilio. Este se siente a sus anchas y demora la reparación mientras intenta que los jóvenes recuperen un sentimiento religioso y contraigan matrimonio católico.

A partir de esa premisa es evidente que la película propone un relativo enfrentamiento generacional y de alguna manera se alía con la “reaccionaria simpatía” de los valores familiares representados por el madre –y en segundo término la sufrida madre-. Ni que decir tiene que ese lastre pesa un poco en la película –en la que incluso tenemos la molesta visita de un joven sacerdote al domicilio de los Rocco para “convencerles amablemente” de las ventajas del inmovilismo de la Iglesia-. Afortunadamente, durante el metraje está tan bien llevado el tono intimista y sobriamente encauzado entre melodrama y comedia de la película, que ese lunar molesta menos de lo que podría.

Y es que en FULL OF LIFE hay muchísimos motivos de regocijo. Desde ese adelanto del “musical sin danza” que ejemplifican todas sus secuencias y al que tanto recurrirían algunas de las mejores comedias de los años siguientes, la sinceridad que ofrecen las interpretaciones de los actores, el uso de los tiempos muertos o confesionales, la disposición de los intérpretes en los encuadres, ese “hablar en voz baja” de sentimientos y emociones indudablemente nos adelanta buena parte del estilo visual y narrativo que Quine configuró en su trayectoria posterior –en el que el uso de las grúas y panorámicas quedarían como uno de los más definitorios-. Al mismo tiempo hay numerosos momentos divertidos como las ocurrencias en los viajes de ida y, sobre todo, la vuelta en tren, los ingeniosos gags que ironizan con la sorpresa de las monjas ante los recién casados con la esposa a punto de dar a luz, o ese ramo de flores de recién casada que entrega Emily ante dos expectantes enfermeras. Al mismo tiempo se produce ese cuidado de Quine en la presencia de personajes secundarios femeninos –la sirvienta de los Rocco-.

Grata sorpresa este FULL OF LIFE, que me devuelve el interés por contemplar películas que aún desconocía de un director especialmente estimado por mí, un Richard Quine que aún duerme en la espera de una necesaria reivindicación.

Calificación: 3