OPERATION MAD BALL (1957, Richard Quine)
La segunda mitad de la década de los cincuenta, posibilitó en la comedia americana una serie de exponentes que cuestionaban tanto la heroicidad de los soldados norteamericanos en la II Guerra Mundial, como la vertiente cinematográfica en que se expresaron tantos relatos cinematográficos de dichas características. Frutos destacados de este enunciado fueron, por ejemplo, KISS THEM FOR ME (Bésalas por mí, 1956. Stanley Donen), los poco recordados films protagonizados por Jerry Lewis THE SAD SACK (El recluta, 1957. George Marshall) y DON’T GIVE UP THE SHIP (Adios mi luna de miel, 1959. Norman Taurog), o DON’T GO NEAR THE WATER (Vaya marineros, 1957. Charles Walters). Otro ejemplo perfectamente válido de esa tendencia concreta de dicho género en aquellos finales de la década de los cincuenta, es el propuesto por Richard Quine en OPERATION MAD BALL (1957), una estupenda comedia de carácter coral, a la que de alguna manera habría que emparentar con la posterior OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959. Blake Edwards), con la que guarda numerosos elementos de contacto, y que pese al enorme éxito que logró en su país en el momento de su estreno, no llegó jamás a las pantallas españolas, siendo entre nosotros uno de los títulos menos conocidos –y reconocidos también- de un periodo de especial inspiración en la filmografía del injustamente olvidado realizador. Quizá sería pertinente señalar que esta es una de las colaboraciones como guionista de Edwards cuando participó en varios títulos con Quine, antes de que ambos se situaran como unos de los más valiosos vértices del género en la primera mitad de la década de los sesenta. Por desgracia, ese señalado desconocimiento para el público español le ha hecho permanecer poco menos que oculta, puesto que además ha sido emitida en muy pocas ocasiones por televisión. Esa circunstancia ha impedido que sea valorada en su justa medida –como sí ha sucedido con OPERATION PETTICOAT, con la que se puede igualar en cualidades-.
Estamos situados en un lugar de la Francia ya liberada por el ejército americano. Allí se encuentra un destacamento de soldados comandado por el Coronel Rousch (Arthur O’Connell), y que dirige directamente el Capitán Locke (Ernie Kovacs). Entre sus soldados se encuentra Hogan (Jack Lemmon), un oficial cuya influencia y poder está por encima de todo, decidiendo organizar una fiesta en un salón destrozado por los bombardeos de la guerra. Todo ello en una iniciativa lúdica que llegará a desafiar la prohibición de Locke de unificar el cuerpo de soldados con el de enfermeras. A partir de esta sencilla premisa argumental, y con la presencia de un reparto absolutamente impagable –del cual es irresistible destacar el continuo duelo entre Ernie Kovacs y Lemmon, la veteranía del gran Arthur O’Connell o el timming que despliega Mickey Rooney-, se ofrece una autentica partitura de picarescas, dobles juegos, mentiras, falsos heroísmos, muertos que no están muertos, frustraciones sexuales y obsoletas normas militares. Pero, por encima de todo, se intentará plasmar el deseo y la necesidad de todo ser humano –sobre todo aquellos que han estado luchando y en el fondo se sienten ociosos tras cumplir sus cometidos-, de poder divertirse, al tiempo que desarrollar una nada desdeñable visión paródica del absurdo de la actividad bélica en cualquiera de sus planteamientos.
En OPERATION MAD BALL, todo en apariencia tiene la imagen de un film bélico convencional –en un primer instante su fotografía en sombrío blanco y negro nos lo anuncia-, pero ya en su pregenérico –donde Locke descubre a una pareja de soldados besándose-, nos revela sus auténticas intenciones. Esa es quizá su principal cualidad –como posteriormente sabría aplicar, esta vez en color y para la Universal, Blake Edwards en su posterior y ya señalada OPERATION PETTICOAT; realizar un film inscrito dentro del género bélico, que en su desarrollo es desmontado para, variando o alterando algunos de sus componentes, conseguir un efecto singularmente divertido. Ni que decir tiene que se nota la mano del Quine sentimental –el feeling de la relación de Hogan con la Teniente Bixby (Katrhryn Grant), que no obstante, ocupa un segundo plano en la coralidad de la narración-, y en el que cabría retener su manejo del plano secuencia –uno de sus más valiosos rasgos como realizador- o la presencia de gags muy divertidos –la horrorosa dentadura que aplican al padre de la francesa que les cede su local para realizar la fiesta; la secuencia entre Hogan, Locke y el falso muerto en el depósito, el plan urdido para que el personaje que encarna Kovacs quede finalmente detenido y pueda desarrollarse la celebración-. Entre este catálogo de aciertos, no sería justo dejar de referir que pese a encontrarnos en un terreno aparentemente ajeno a sus ambientes habituales –que paulatinamente se irían ampliando de registro en el desarrollo posterior de su obra-, Quine demuestra una vez más su facilidad para insertar elementos del denominado “musical sin danza” –el instante, casi coreográfico, en que Lemmon descubre junto a sus soldados la fórmula para poder escapar de las sospechas de Locke-, cerrando su metraje un gran plano general, festivo pero extraño al definirse en blanco y negro. En él se describirá esa celebración en la que todos de alguna manera quieren olvidar sus picarescas, encontrar sus relaciones –incluso las de un condescendiente y solitario Coronel Rousch-, y que puede definirse como una de las más singulares fiestas cinematográficas ofrecidas por el género entre las muchas –y algunas célebres-, que se sucederán a lo largo de este glorioso periodo para la comedia norteamericana.
Calificación: 3