CORRIDOR OF MIRRORS (1948, Terence Young) La extraña cita
CORRIDOR OF MIRRORS (La extraña cita, 1948) es una obra tan magnífica como desconocida aún en nuestros días. Deslumbrante debut del posteriormente conocido realizador británico Terence Young -firmante de los primeros títulos del ciclo James Bond-, lo cierto es que nos encontramos ante un espléndido exponente de film d’art. -una corriente que tendría bastante prolongación en dicha cinematografía- Una mixtura de exacerbado relato romántico, intensamente ligado con una de las corrientes más valiosas que en aquellos años brindó el cine fantástico, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. Una corriente quizá no demasiado prolija en títulos, aunque sí en exponentes memorables -THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel), THE GHOST AND MRS. MUIR (El fantasma y la señora Muir, 1947. Joseph L. Mankiewicz), PORTRAIT OF JENNIE (Jennie, 1948. William Dieterle)-, en las que se aúna una visión amable de lo sobrenatural, también turbadora, y donde el tiempo adquiere un aura caprichosa e irreal, por lo general envuelta en intensos sentimientos románticos.
Todo ello se cumple, punto por punto, en esta extraordinaria película, a la que quizá solo quepa oponérsele en algunos de sus pasajes cierto exceso de diálogos. Una pequeña objeción, en todo caso, que no impide el absoluto disfrute de esta absoluta delicatessen, adaptación de una novela de Christopher Massie, y trasladada a las costuras de guion cinematográfico de la mano de Rudolph Cartier y la propia protagonista femenina del relato, la sudafricana Edana Romney, en una de sus escasísimas apariciones como actriz -demostrando en este caso una singular presencia y frescura en su performance-. El film de Young se inicia tras unos inquietantes títulos de crédito descritos en ese pasillo de espejos al que alude su título original, y en donde ya destacará la fuerza expresiva que le imprime la partitura sonora de George Auric. De inmediato asistiremos a la extraña cotidianeidad que rodea a Mifanwy (Romney), casada con un explorador -Owen (Hugh Sinclair)- y con tres hijos, con los que comparte una en apariencia plácida existencia. Sin embargo, muy pronto en la puesta en escena de Young se plantearán oscuros detalles. Observaremos la pesadilla que la protagonista sufre, la presencia de los hijos será descrita casi con tintes casi numinosos -esas sabanas que cubren sus rostros-, al tiempo que en breves trazos se vislumbra la rutina de su vida matrimonial. Muy pronto se introducirá el monólogo interior expresando las inquietudes de Mifanwy mientras viaja en tren hacia Londres, para acudir a la insólita llamada del que señala es su amante. Se desplazará hasta el siniestro museo de cera de Madame Tussaud, dedicado a célebres criminales, deteniéndose sobre la elegante figura que representa a Paul Mangin.
Sorprendente planteamiento, a partir del cual se iniciará un largo flashback que se retrotraerá hasta 1937, una década atrás, y que describe la casi inmediata relación establecida entre la entonces mundana Mifanwy y el elegante crítico de arte Mangin (una eminente performance de Eric Portman). Una atracción que se producirá casi de inmediato, cuando ambos se conozcan en un café -poco después se inicia un paseo de ambos en una anticuada pero delicada calesa a caballo-, sirviendo como pórtico a una inusual y apasionada historia romántica en la que en todo momento se opondrán conceptos que van desde el amor el temor, de la realidad a lo sobrenatural. La añoranza de un pasado que se antoja más valioso que el presente. La preservación de un contexto artístico heredado del Renacimiento… Todo ello se plasma en no pocas ocasiones de manera deslumbrante, en una propuesta que denota arrojo en todo momento, una feliz simbiosis de sentimientos y emociones llevadas al paroxismo, y perfectamente asumidas por su pareja protagonista.
A partir de ese momento, todo encuentra su epicentro en la fabulosa mansión de Mangin, donde la que parece detenerse el tiempo del pasado -y en no pocos momentos uno percibe que Young quizá tuviera muy en mente la entonces muy cercana y ya citada THE LOST MOMENT- a la hora de dar vida este auténtico delirio cinematográfico, en el que de manera permanente tenemos la impresión de asistir a un relato fantastique. Al delirio de un esteta dominado por extrañas pasiones o, en definitiva, la añoranza por un tiempo pasado, mucho más estimulante que el que le ha tocado vivir al protagonista masculino y que, por una causa o por otra, se trasladará a Mifanwy, quizá fascinada por esa ruptura de la realidad que le proporciona su apasionado amante. Para ello, su realizador utilizará entregados elementos fílmicos que incidirán en la absoluta convicción que plantea lo que en esencia no supone más que un delirio sensorial y de sentimientos. Terence Young destaca por una enorme pericia y ligereza en el uso de la cámara, sobre todo en todas y cada una de las magníficas secuencias desarrolladas en el interior de la mansión de Paul, que se erige prácticamente en la principal protagonista del relato. En su entorno se dan cita episodios tan magníficos como el descubrimiento por parte de una asustada protagonista de que tras los enormes espejos del pasillo se esconden trajes de época que lucen siniestros maniquís femeninos. O el momento en que Mangin revela ese antiguo óleo que pinta a Venecia, de asombroso parecido con su actual amante. Es más, en algunos pasajes se intercalan de manera deliberada a Mifanwy en primer plano, y en segundo término ese lienzo, mientras que por momentos podemos atisbar que la actitud de la joven imita la crueldad del original retratado ¿O lo hace ella de manera deliberada, para seguirle corriente al juego que su amante dicta convencido?
Toda esa arriesgada amalgama fluye en ocasiones con la cadencia de un extraño musical, utilizando para ello junto a la melodía de Auric el imprescindible apoyo del operador de fotografía André Thomas, capaz de proponer al realizador extraordinarios juegos de luz, sobre todo en las secuencias desarrolladas en el interior de la mansión, capaces de proporcionar una dimensión suplementaria y elevar al límite la capacidad de atmósfera y de sugerencia que alberga esta extraordinaria película. Un relato que incorpora un contrapunto inquietante con la presencia en escena de Verónica (Barbara Mullen) la extraña sirvienta que años atrás fue amante de Paul, o detalles tan turbadores como la presencia de ese gato blanco que aparecerá en puntuales momentos para enriquecer su argumento con oscuros matices.
CORRIDOR OF MIRRORS cobra un extraño y trágico giro a partir de la frustración de Paul al conocer el rechazo de Mifanwy a servir de extraña amante de este y utilizar de manera fetichista sus suntuosos vestidos de época. Fruto de ese desengaño no opondrá ninguna resistencia a ser acusado -falsamente- del estrangulamiento de una de sus pretendientes femeninas, e incluida su figura en la galería de figuras criminales de ese museo de cera al que la protagonista acudirá años después, con tanta curiosidad como apenas contenida fascinación, aún sabiendo que Paul lleva muerto hace varios años. Allí descubrirá la realidad de esas misivas que ha ido recibiendo en su hogar conyugal y, sobre todo, la real culpabilidad de Verónica, que vivirá unos pasajes dominados por la locura en medio de la demoníaca galería de criminales.
Atrevida y osada. Dominada por una sensación de arrojo cinematográfico y conceptual. Capaz de conjugar el relato gótico con la fantasía más desaforada. Lo cierto es que, a mi modo de ver, la magnificencia de CORRIDOR OF MIRRORS -que no dudo en considerar una de las cimas del cine inglés en la década de los cuarenta- alcanza su cuota máxima en el memorable episodio que describe la fastuosa fiesta veneciana convocada por Mangin. Un hito social que este ha convocado para reunirse de nuevo con su amada, y en el que la capacidad cinematográfica de Young -fogueado previamente en diferentes facetas de la profesión- llega a su máximo esplendor. No lo demostrará solo en esos majestuosos planos generales de grúa que mostrarán el asombroso esplendor de la celebración. Lo ratificarán esos deslumbrantes y evocadores planos en los que la pareja protagonista ocupa un lujoso velero veneciano, rodeado de todo tipo de lujos, y proporcionando a estas imágenes una asombrosa pátina de exaltación de los sentidos, ante las cuales uno solo se detiene en pensar en lo que el realizador debutante alcanzó en este concreto episodio, al plasmar una admirable mixtura de romanticismo y fantasía de manera mucho más rotunda y certera que en el conjunto de la obra del francés Jean Cocteau -estoy convencido que estos pasajes se inspiraron en la muy cercana LA BELLE ET LA BÊTE (La bella y la bestia, 1946. Jean Cocteau)- aunque su alcance sea, por supuesto, infinitamente más evocador.
Calificación: 4