LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS (1944, Edgar Neville)
Sigo teniendo una deuda pendiente con la obra cinematográfica del madrileño Edgar Neville, que hasta el momento se expresa en haber contemplado aproximadamente una quinta pare, de los aproximadamente 25 largometrajes -entre ellos, algunos perdidos- que forjaron su aporte fílmico. Entre esa mirada aleatoria nunca he dudado en manifestar mi visión sobre sus cualidades y, también, las limitaciones que encuentro en su cine. Ese sentido de ir a contracorriente en el conjunto de su obra. Ese apego por plasmar en sus imágenes rasgos del costumbrismo madrileño -en este sentido, cabría ser considerado como el realizador de la personalidad de la Villa y Corte-. De alguna manera, todo ello cabe ser ratificado en la, por otro lado, insólita LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS (1944), por lo general considerada su obra cumbre. En ese sentido, puedo ratificar que resulta la mejor -y con notable diferencia- de cuantas he podido visionar, entre las que se encuentran varios de sus títulos más reconocidos.
¿Y en donde se encuentra la singularidad que eleva esta una de las más valiosas películas del cine español de los cuarenta? Se sitúa, esencialmente, en la afortunada mixtura que brinda desde las inquietudes habituales de Neville, que iría reiterando bajo diferentes variables en títulos posteriores, con la sorprendente apuesta por el cine fantástico, en su vertiente sobrenatural y también en su inquietante atmósfera, sin que ambas vertientes, no solo no choquen entre sí, sino que, por el contrario, discurran con inusual armonía. De tal forma, nos encontramos ante un argumento -que parte de la novela de Emilio Carrere-, que en sus pasajes iniciales se encuentra por completo ligado a ese costumbrismo casticista, que su artífice puso en práctica aquellos años, en títulos posteriores como DOMINGO DE CARNAVAL (1945), EL CRIMEN DE LA CALLE BORADORES (1946) o, la más lejana en el tiempo, esta de ambientación contemporánea, MI ÚLTIMO CABALLO (1950). Como los dos primeros títulos señalados, el que comentamos se desarrolla en el Madrid de finales del siglo XIX, marco de la evocación literaria de Benito Pérez Galdós o el pintor José Gutiérrez-Solana. Es el contexto, plácido y vivaz, en que nos encontramos al joven e ingenuo Basilio Beltrán (un ideal Antonio Casal, siempre con esa mezcla de inocencia y vulnerabilidad). Se trata de alguien cohibido por el influjo que sobre él ejerce la provocativa y joven cantante “La Bella Medusa” (Manolita Morán), siempre manejada por su aprovechada madre (impagable Julia Lajos, empujando a su hija a saludar reiteradamente en el salón tras su actuación), que no duda en aprovecharse de la bonhomía del protagonista al acostumbrarle a que las invite reiteradamente a cenar.
Otra de las aficiones de Basilio es el juego, y en el casino donde apenas alberga dinero para jugar a la ruleta, una aparición sobrenatural que surge desde un espejo, le pondrá en contacto con el siniestro espectro de don Robinson de Mantua, un conocido arqueólogo, que le ayudará desde su ventaja sobrenatural para que gane una considerable cantidad económica, con la condición de que ayude a su sobrina, que se encuentra según él en peligro. Esta es la joven Inés (Isabel de Pomés), con la que casi de inmediato se sentirá atraído, aunque en su acercamiento no dejen de extrañar sus manifestaciones al hablar de ese familiar al que ha conocido, que se encuentra fallecido desde hace más de un año. En sus indagaciones, conocerá que un compañero de este -Don Zacarías (Antonio Riquelme)- desapareció. Todo ello se verá inesperadamente dramatizado con la desaparición de Inés desde su propia vivienda. Ello hará llamar la atención de Basilio en un inspector de policía, hasta descubrir con él una insólita torre interior ubicada en el subsuelo de aquel entorno. Será la torre de los siete jorobados, una auténtica cuidad subterránea habitada por extraños seres, dedicados en su conjunto a actividades criminales, dirigidos por el siniestro doctor Sabatino (un inquietante y sobreactuado Guillermo Marín, en la mejor traslación de un Bela Lugosi patrio), y en donde se encuentra retenida, e incluso sojuzgada mediante hipnosis Inés. También el desaparecido Zacarías, que ha encontrado en aquel entorno un inesperado y plácido contexto a su existencia como investigador.
Lo señalaba anteriormente, una de las cualidades de esta magnífica y sorprendente película, reside esencialmente en la armonía con la que se imbrica ese elemento de comedia costumbrista tan propio de la obra de Neville, con la base argumental de la obra de Carrere -en donde el llorado José María Latorre incluso atisbó en 2011 una soterrada mirada crítica en torno a la miseria cultural del primer franquismo, formulada por un escritor que paradójicamente defendió su aplicación en la vida española-. Esta inusual simbiosis es la que permite que, incluso en sus instantes más inquietantes, la película quede envuelva en un ropaje de sainete incluso fabulesco, muy por encima en su interés de propuestas similares emergidas de las producciones del cine de terror emanadas por la norteamericana Universal.
Es en ese sentido, donde hay que consignar el considerable alcance de dicha película, dentro de un contexto internacional -sobre todo europeo- donde las propuestas de cine fantástico es cierto que albergarían una generalizada singularidad -y aquí evoco un título con el que alberga ciertas similitudes, aunque a mi juicio quede por debajo del que comentamos. Me refiero al muy curioso LA MAIN DU DIABLE (La mano del diablo, 1942. Maurice Tourneur-, que en pocas ocasiones alcanza la altura del film de Neville. Nos encontramos, por tanto, ante una propuesta que en sus poco más de ochenta minutos sabe modularse desde esa mirada casticista inicial, expresada por su rodaje en exteriores tradicionales de la capital, a partir de la introducción del fantastique que nos propone la inesperada aparición del espectro de Mantua, que adquiere en su caracterización una clara evocación del Lon Chaney en la tan mítica como perdida LONDON AFTER MIDNIGHT (La casa del horror, 1927. Tod Browning). Sin embargo, es curioso señalar que pese al impacto que nos provoca su aparición inicial, poco a poco su figura nos resultará familiar e incluso entrañable, por más que en un momento concreto un primer plano detalle esa ostentosa herida en el cuello que provocó su muerte. En esa simbiosis se encuentra asimismo la complicidad de su fondo musical, que alterna composiciones típicas del Madrid tradicional con sintonías de carácter más operístico. Y en esa alternancia se encontrarán esos momentos divertidos que contribuirán a reubicar el peculiar sentido del humor del relato, como el instante en que Basilio implorará la ayuda de una anciana desde el interior de una ventana, teniendo que asegurarle a la mujer que no se trata de un fantasma.
Lo cierto es que es a partir de la presencia de un creciente porcentaje de intriga, cuando la película va asumiendo su auténtico potencial, y elevándose al máximo al introducirse en pantalla esa extraordinaria escenografía de la ciudad subterránea judía que, ochenta años después de su realización, aunque sigue deslumbrando por su hipnótico alcance. Ayudado por la iluminación en blanco y negro de Henry Barreire, asistimos hechizados ante lo que aparenta ser una extraña pesadilla. Un submundo poblado por curiosas criaturas, al que la propia condición de clara serie B de la película beneficia en la percepción de la intensidad de su atmósfera. Un ámbito en donde no faltará el personaje casi nonsense de ese viejo Zacarías, que he encontrado acomodo en esas oscuras estancias. Un tugurio donde algunos de sus personajes no dejarán de sentirse intimidados ante la presencia de espectros. En el que Sabatino ejercerá como inquietante demiurgo, apareciendo como una extraña mixtura del ya señalado Lugosi, con ecos nada solapados del Max Schreck de la inolvidable NOSFERATU – EINE SYMPONIE DES GRAUENS (Nosferatu, el vampiro, 1922. F. W. Murnau). E incluso con una extraña secuencia -de carácter hitchcokiano- en la que una hipnotizada Inés se encontrará a punto de apuñalar a su propio rescatador.
Y es que, para saborear plenamente del placer que proporciona LA TORRE DE LOS SIETE JORONADOS -con probabilidad la mejor película rodada en nuestro país durante la década de los cuarenta-, conviene olvidarse de su débil premisa argumental, que se diluye prácticamente en sus pasajes finales. También, de sus imperfecciones, propias de una producción de limitado presupuesto que, por otro lado, por momentos nos acerca al universo visual de Edhar G. Ulmer o el más pretérito Victor Halperin. Y una propuesta que se va deslizando por un por momentos alucinante universo en el que misterio y realidad, se encuentra constantemente violentado, en medio de una escenografía que, en numerosos momentos, sobrepasa el límite de cualquier atisbo de lógica.
Valiente, transgresora y al mismo tiempo tan cercana al contexto en que fue rodada, no considero LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS un logro absoluto. Pero sí una obra desbordante de talento y creatividad. Un punto sin retorno en la historia de nuestro cine, rodada además en el peor momento posible.
Calificación: 3’5
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