EL ÚLTIMO CABALLO (1950, Edgar Neville)
El paso del tiempo quizá haya concluido en la figura del polifacético Edgar Neville (1899-1967), la condición de ser el cineasta por excelencia de Madrid. Es una limitación, cuando estamos hablando de todo un intelectual. De un hombre que supo traspasar fronteras desde sus primeros años -estancia en Hollywood desde finales de los años 20- e incluso pudiendo desarrollar la diversidad de sus facetas en un ámbito -el primer franquismo- que permitía escasas veleidades. Es por ello, que esa veintena de largometrajes que firmó en su atractiva andadura, no son más que un capítulo, quizá no el más importante, de una figura a la que es los últimos años se está intentando destacar en toda su magnitud. EL ÚLTIMO CABALLO (1950) fue una de las películas más apreciadas por el propio Neville, iniciando una década como la de los cincuenta, en donde la fisionomía española empezaría a emerger del drama de la posguerra. La anuencia de una mirada que sabía penetrar en las raíces del casticismo madrileño, se imbricaría con una tímida crítica hacía determinadas carencias sociales e incluso humanas, en el seno de una sociedad donde surgían numerosos destellos de mezquindad.
Fernando (Fernando Fernán-Gómez) es un joven que finaliza el servicio militar, que ha realizado en una división de caballería. A la hora de oficializar dicha despedida, su superior les señalará que dicha división va a ser sustituida dicha división por otra motorizada, y por ellos los caballos serán vendidos a un mayorista de animales, con el casi destino seguro de ser utilizados en corridas de toros. Casi de inmediato aparecerá en el licenciado un sentimiento de protección por ‘Bucéfalo’, el que ha sido su caballo, que finalmente comprará con lo que habían sido los ahorros atesorados para su boda. Al regreso a Madrid empezarán sus contrariedades. Por un lado, la imposibilidad de salvaguardar el equino en una urbe que ya apenas dispone de caballerizas, ya que las furgonetas y vehículos empiezan a proliferar. Por otro las dificultades que el caballo le llevará a la hora de recuperar su trabajo como oficinista. Y finalmente, el recelo que el gasto de su dote provocará en su interesada prometida Elvirita (María Lamar), quien junto a su madre -encarnada por Julia Lajos- verá como toda una ofensa la elección de Fernando, rompiendo el compromiso. Este deambulará desesperado y con el único apoyo de su amigo y compañero de destacamento Simón (José Luis Ozores), un pobre bombero sin fortuna, y a la que se agregará la joven florista Isabel (Conchita Montes). Será ella la que le brinde una curiosa salida a su caballo al buscarle a un veterano cochero -Fernando Aguirre- que aún dispone del carruaje, y con el que logrará no solo devolver a la actividad al animal, sino que a través de sus paseos brindará a Fernando notables ingresos. Sin embargo, todo estará yendo demasiado bien a un muchacho al que parecen acecharle las contrariedades.
Si algo destaca en EL ÚLTIMO CABALLO es su sencillez y aparente carencia de ambiciones. Y lo cierto es que su conjunto en el fondo se no sale de dichas coordenadas. Se trata de una modesta producción de menos de 80 minutos de duración que sobrelleva una base argumental sumamente simple. Es más, a lo largo de su desarrollo se observa el desinterés de Neville por profundizar en los recovecos de la narración. Podemos contemplar elipsis un tanto descuidadas, e incluso se observa un cierto desaliño a la hora de huir sobre cualquier profundización dramática. Incluso aquellos momentos en donde podría establecerse una en este sentido -el despido de Fernando, sus reiterados desengaños con Elvirita, la inesperada venta de ‘Bucéfalo’ y su utilización en una corrida de toros, el despido de Simón- serán soslayados con una extraña mezcla de deliberada ligereza y desapego.
Y es que Neville brinda, para lo bueno y lo menos bueno, una película sencilla y libre, en el que esa ausencia de más octanaje narrativo dejará paso a una mirada casi naturalista, en la que importa más ese retrato urbano de un Madrid que ondea entre el casticismo, la miseria y un incipiente progreso, o esos personajes episódicos que pueblan sus calles, en los que aún se advierte una mixtura de tipismo y restricciones. En cualquier caso, y aún pareciéndome un título que va creciendo según discurre su metraje, y que posee una conclusión que te invita a seguir en una mirada que concluye quizá de manera apresurada, nos encontramos ante un título muy entrañable, pero que no puedo considerar ninguno de los grandes exponentes en esa vertiente casticista -del que me gustaría señalar el ejemplo canónico de la magnífica y posterior MI TÍO JACINTO (1956, Ladislao Vajda)-, ni siquiera que su conjunto destaque por un especial contenido crítico.
Ello no quiere decir, ni mucho menos, que EL ÚLTIMO CABALLO no merezca ser destacada. Se trata de una propuesta que en más de una ocasión me recuerda a algunas de las más amables comedias de la Ealing, y destaca de manera fundamental por la capacidad de retratar los personajes y el tipismo de aquella capital aún de posguerra. Lo veremos a través de esa casera tan inflexible, o el de la portera (impagable Julia Caba Alba) que demuestra su indignación, cuando el caballo se ha comido sus flores, mientras los vecinos de su patio se parten de risa. Pero ello no nos evitará una mirada acerada al acercar la mezquindad de una cierta burguesía que empieza a adueñarse de la sociedad del momento. La expresará el jefe de la oficina e incluso su empleado más destacado, el antipático jefe de bomberos, el apenas disimulado interés de Elvirita y su glotona madre, o la egoísta crueldad del contratista de caballos, seguro de que Fernando al final le venderá el suyo. Sin embargo, Neville no dejará de mantener esa apuesta por la tolerancia, incluso presente en el comisario de la plaza de toros, quien abogará por que Fernando recupere su caballo, la honestidad del viejo cochero -apenas compensada por su tendencia al alcoholismo- o la nobleza de esa florista que, en el último momento, brindará a Fernando y a Simón la oportunidad de invertir sus menguados ahorros -apenas las pagas de sus despectivos despidos- para crear una pequeña impresa junto al padre de la muchacha, en la que todos puedan exteriorizar su manera de entender el mundo, que los dos amigos y la propia Isabel han apostado la noche anterior en una cuchipanda en la tasca: su deseo de volver a un mundo sin camiones ni progreso.
EL ÚLTIMO CABALLO proporciona pasajes llenos de regocijo. Las desopilantes y surrealistas conversaciones de Simón por teléfono a una llamada que pide la presencia de los bomberos. La manera con la que Neville nos sorprende ante la cura del caballo y la inesperada enfermedad del cochero. La hipocresía que se desprenderá de la fracasada fiesta que Elvirita y su madre ofrecerán a familiares y amigos para presentar a Fernando. Sus imágenes discurrirán tan libres con despojadas de un mayor rigor narrativo. En ocasiones parece que se plantee una determinada joie de vivre en medio de un escenario que apenas puede esconder, tras la apariencia de sus grandes edificios o la incipiente presencia del vehículo, las grietas de un retraso que el franquismo es incapaz de mitigar. Con ser atractivo, con ser libre -también imperfecta- su estructura, no cabe duda que EL ÚLTIMO CABALLO es una película provista de interés. Lo que me sucede, una vez más, es que Neville a mi juicio se queda en la frontera, en el umbral, de lo que podía haber sido una gran película, de la que sus imágenes, con ser entrañables, no suponen más que un esbozo.
Calificación: 2’5
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