DOMINGO DE CARNAVAL (1945, Edgar Neville) Domingo de carnaval
Me gustaría partir de una premisa muy personal; mi conocimiento del cine de Edgar Neville tiene una base muy lejana. Me estoy remontando a ciclos televisivos que se remontan a más de tres décadas atrás, lo que impiden que la apreciación de su cine no tenga la frescura que debiera mantener en mi recuerdo. Me estoy refiriendo a mitad de la década de los ochenta, un periodo en el que la figura de Neville aún aparecía como muy mitigada. Ha sido un largo espacio de tiempo, en el que su figura se ha venido agigantando, hasta el punto de que no faltan voces que sitúan su aporte cinematográfico, entre los más valiosos de nuestro cine en las décadas de los cuarenta y cincuenta, y un título como LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS (1944), como una de las cumbres del cine español. Por ello, y partiendo de la base de mi necesario reencuentro a su obra fílmica, no puedo negar que el encuentro con DOMINGO DE CARNAVAL (1945), puede suponer personalmente una punta de lanza, a la hora de representar un acercamiento en torno a un aporte fílmico que va alcanzando en no pocos niveles el estatus de culto.
Y es llegado a este punto, cuando de entrada cabe valorar el considerable mérito que proporciona una de las obras quizá más atractivas del cine español de su tiempo. Es cierto que sus imágenes respiran una extraña autenticidad. Un baño de realidad que, curiosamente, no se entronca con un neorrealismo que aún no había casi hecho acto de presencia en Italia, su cuna. Por el contrario, el film de Neville nos retrotrae a ese profundo casticismo madrileño. Obvias son sus referencias pictóricas al mundo creativo de José Gutiérrez-Solana y, tras ellas, los lejanos ecos de Goya. El sabor en definitiva, de la galería de tipos populares de una capital española, mucho más cercana, necesitada y quizá, vitalista en su aura trágica, de los primeros compases del siglo XX. Será el ámbito por el que discurrirá esta tragicomedia de Neville, centrada en el asesinato y la rápida investigación de una vieja prestamista –a la que nunca veremos-, cuya investigación tendrá que asumir, durante los tres días de carnaval, el joven investigador Matías (encarnado por un atinado Fernando Fernán-Gómez), a quien su superior ha endosado este incómodo caso, con una curiosa y lúcida máxima “Si el caso se resuelve pronto, te llevarás los méritos, y si no, pronto se olvidará”. Muy pronto descubrirá que la vieja era una autentica usurera despreciada por cuantos le rodeaban, trapicheando en préstamos que muy pronto quería revertir en abusivos intereses. De entrada, resultará sospechoso el viejo Nemesio (el adorable Joaquín Roa), hijo de Nieves (Conchita Montes, la eterna amante y musa del cineasta), a quien se detendrá al introducirse a escondidas en la vivienda de la asesinada, al objeto de recuperar una boquilla que se le había perdido. Será sobre todo el elemento que permitirá a Matías acercarse a esa muchacha contestona y de personalidad desbordante, que no dudará en iniciar por su cuenta –con la ayuda de Julio (la excelente Julia Lajos)-, la investigación que pueda esclarecer el crímen y, con ello, liberar a su padre. Lo hará al margen de las pesquisas del oficial, lo cual ocasionará a ambos no pocos quebraderos de cabeza, en el ámbito de una ciudad que aúna miseria y autenticidad, farsa y afán lúdico, en esos carnavales que tanto tienen de expresión de la auténtica condición humana, y sorprende que en pleno periodo del más férreo franquismo, se autorizara una película que tomara como radio de acción una celebración que prohibió tajantemente, aunque la apariencia –que no su entraña- que se plasmara de la misma fuera de raíz siniestra. Esa preponderancia de máscaras y motivos cercanos al mundo de lo sórdido, quizá fuera el elemento que permitiera dar luz a un proyecto en el que importa más la pincelada que el conjunto. El sesgo de oscura espontaneidad, que la levedad de una base argumental –obra del propio Neville- bastante poco relevante.
Y es curioso, llegados a este punto, destacar como Neville no buscó la potenciación de elementos que pudieran enriquecer esa limitación argumental. La linealidad de su desarrollo, deja de lado la posibilidad de haber insertado flashbacks en los que describir los relatos de testigos. Ni siquiera de apretar el acelerador a la hora de acentuar la presencia de ese personaje asesinado, que aparece más como una escusa que como un motivo dramático de especial interés.
Es por ello que, a mi modo de ver, y apreciando ese rasgo de casticismo y autenticidad que plantean sus imágenes, no puedo sumarme a esas miradas casi laudatorias que en algunos sectores suscita esta película. Pese a la innegable capacidad que alberga, de transmitir con un sentido literario y pictórico, ese Madrid que encontramos en buena parte de nuestras manifestaciones artísticas –vinieran estas a través de la obra escrita o los lienzos-, no es menos cierto que el resultado de DOMINGO DE CARNAVAL, no escapa a ese cierto apergaminamiento que envolvió nuestro cine en aquellos oscuros años –la presencia del personaje encarnado por el generalmente enervante Guillermo Marín es buena prueba de ello-. De tla forma, uno se queda con la sensación de miseria que transmiten sus fotogramas. Por esas máscaras que parecen introducirnos al universo de Tod Browning. Por los suelos de corralas que crujen al paso de sus personajes. Por esas vendedoras de mercadillo llenas de gracia. Por los exteriores de un Madrid dominado por el retraso, pero al mismo tiempo lleno de vitalismo. Todo al mismo tiempo tan lejano en el tiempo… pero tan nuestro, tan cercano a la idiosincrasia de lo español, que uno no puede por menos que contemplar esta entrañable pero quizá un poco sobrestimada película, como un espejo en el que reflejarnos en un paso quizá no tan lejos como su argumento o la propia fecha de rodaje nos puede hacer ver. Eso si, tengo la sensación que en ocasiones posteriores –y ahí está mi lejano pero estimulante recuerdo de EL ÚLTIMO CABALLO (1950)- el talento de Edgar Neville tuvo ocasión de imbricarse con mayor autenticidad, en las entrañas de ese cine popular, tanto tiempo desdeñado por estudiosos e historiadores, puesto el práctica por cineastas como él u otros de la talla de Ladislao Vajda, y que con el paso de los años no solo no han perdido un ápice de su valía, sino que su grado de verdad –cinematográfica y descriptiva- ha ido creciendo sobremanera. Prometo, por tanto, recuperar ese recuerdo lejano en torno al cine de Neville, su singularidad y apego por elementos intrínsecos a nuestra personalidad. Lo merece.
Calificación: 2’5
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Marcus Brutus -