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CINEMA DE PERRA GORDA

DUFFY (1968, Robert Parrish) Duffy, el único

Uno de los subgéneros más olvidados dentro de los seguidores de la comedia, es aquel que surgió ya insertos en la segunda mitad de los años sesenta. Propuestas dominadas por un rutilante technicolor, de aureola vitalista, vestuarios muy de su época, tramas por lo general ligadas a robos o situaciones policiacas, y que en buena medida respondían a los postulados estéticos del Swinging London -su ascendencia inglesa era generalizada-, y en ocasiones tenían una expresión visual muy propia del momento. Estamos hablado de títulos como ARABESQUE (Arabesco, Stanley Donen), KALEIDOSCOPE (Magnífico bribón, Jack Smight) y MODESTY BLAISE (Modesty Blaise, agente secreto femenino, Joseph Losey), ambas de 1966, o BEDDAZZLED (Stanley Donen) e incluso CAPRICE (Capricho, Frank Tashlin), las dos de 1967. Dentro de dicho contexto, nos encontramos con uno de los exponentes más desconocidos de estas poco reconocidas -y por mi bastante estimadas- propuestas, se encuentra DUFFY (Duffy, el único, 1968), dirigida por el norteamericano Robert Parrish. Alguien que había salido como uno de los codirectores de la tan irregular como por momentos fascinante CASINO ROYALE (Casino Royale, 1967. Huston, Parrish, Guest, McGrath y Hughes) -filmando a mi juicio los mejores momentos de la película, como la secuencia de la partida de cartas de Sellers con Orson Welles, y filmando la recreación de la canción de Burt Bacharach ‘The Look of Love’, entre Sellers y Ursula Andrews-. A continuación, rodaría también con Peter Sellers, la estrafalaria THE BOBO (1967) en las calles de Barcelona -quizá la peor película de su carrera, aunque el recuerdo que albergo de la misma es muy lejano-.

Tras esta inmediata andadura previa, Parrish asume la festiva DUFFY, de la que albergaba igualmente un lejano y poco estimulante recuerdo. Pero que he de reconocer he encontrado realmente estimulante en esta revisión, demostrando no solo la profesionalidad sino, ante todo, la sensibilidad albergada por un cineasta como Parrish, capaz de ofrecer miradas personales en torno a los géneros en los que se insertaban sus títulos. En cierto modo, eso es lo que sugiere esta producción británica, rodada en buena parte de sus exteriores en nuestra costa almeriense, dominada en su look por una clara estética sixties, quizá de manera más extrema que otras producciones similares, pero que por el contrario se muestra dentro de una planificación no por ágil, más clásica que otros compañeros de subgénero. Tras unos centelleantes títulos de crédito -a modo de tragaperras en animación-, pronto se nos adentra en el aristocrático ámbito del acaudalado empresario J. C. Calvert (James Mason), dentro de una animada fiesta en donde se nos presentarán a sus dos diletantes hijos, fruto de sendos matrimonios -Stefane (James Fox) y Antony (John Alderton)- así como a la novia del primero -Segolene (Susannah York que, recordemos, también fue coprotagonista junto a Warren Beatty, de la mencionada KALEIDOSCOPE)-. Es el contexto en el que pronto percibimos las relaciones y, sobre todo, las tensiones existentes entre el padre y sus dos hijos, enfrentándose -y venciendo- en una partida de dardos con Stefane. Tras unos minutos quizá aún no provistos de suficiente atractivo, pronto vamos a conocer el plan ideado por el hijo mayor, compartido por Antony e incluso por Segolene, para asaltar y robar un millón de libras esterlinas, que J. C. pretende trasladar de manera clandestina en un buque. Una vez los tres de acuerdo, viajan hasta Tánger, con la intención de logar la colaboración del carismático Duffy (James Coburn, recién salido de sus encarnaciones cinematográficas del agente Flint). Pese a sus reticencias iniciales, este hombre libre e irónico acepta la propuesta, desarrollándose la elaboración del golpe, en el que por un lado se irá enfrentando a las imprudencias individuales de Stefane y, por otro, inicia una relación con Segolene, a quien no importa alternarla con la que mantiene con el hijo adulto de J. C., en un triángulo amoroso expuesto con inusual naturalidad.

Contando con un guion en el que formó parte el controvertido Donald Cammell -quien finalmente fue expulsado del rodaje, y en el que conoció al joven James Fox, a quien prometió que le escribiría un personaje protagonista, en el que sería la posterior PERFORMANCE (Performance, 1970. Donald Cammell & Nicolas Roeg)-, está claro que aquí y allá aparecen elementos contraculturales, muy propios de este singular artista británico. Desde ese par de secuencias de alcance sicodélico, dominadas por filtros -las únicas que se inclinan en dicha vertiente, aunque se encuentren filmadas de manera clasicista-, hasta la impagable decoración que preside la iconoclasta vivienda de Duffy. O el vestuario de Coburn, York o, sobre todo, James Fox. Incluso se percibe en la utilización de exteriores que brinda Parrish con su cámara, siempre sin formar la planificación, y dejando de lado la presencia de zooms, teleobjetivos o efectismos varios, que por fortuna apenas tienen acto de presencia.

DUFFY se ofrece al mismo tiempo como una original comedia de robos, repleta de giros y sorpresas. Pero de manera esencial, lo importante de su propuesta se centra a mi modo de ver en la descripción y el tratamiento de una galería humana dominada por el nihilismo y al mismo tiempo la libertad en sus relaciones. En ese sentido, la incapacidad de sentimientos que expresan todos ellos, tendrá su exponente más certero en la precisión con la se describe a una Segolene libre de todo prejuicio, que en la secuencia más brillante del relato -descrita ante Duffy tras el golpe, en el exterior del faro en donde se cobijan- donde le confiesa su personalidad abierta al disfrute, pero incapaz de pertenecer a nadie. El film de Parrish se centra, por tanto, en esa charada. En un extraño musical pop, que servirá como marco para describirnos la peripecia de una pequeña galería de seres, tras la cual todos ellos serán objeto de giros y trampantojos pero que, a fin de cuentas, servirá para acentuar en ellos senderos de madurez o, en algún caso, de castigo.

Ayudado por una estupenda fotografía en color de Otto Keller, capaz de envolver el alcance serendipity de su propuesta, con una dirección artística y vestuario más que adecuado, la película de Robert Parrish brinda no pocos motivos de regocijo, que confieso me han sorprendido en este nuevo acercamiento, casi un cuarto de silgo después, a una película que sigue permaneciendo olvidada, y que en su momento apenas me interesó. Destaquemos la sorprendente frescura de la entrada de los tres llegados al domicilio junto a Duffy, donde se expresará la extraña personalidad de este mediante una decoración dominada por esculturas y motivos pop caracterizados por su alcance erótico. Será un ámbito donde los dos hermanos vivirán momentos muy ligados al nonsense, como esa mirilla por la que Stefane mira y contempla una improbable película porno, o la no menos sorprendente máquina tragaperras que hará vaciar un acuario… con pez dentro. Y en la diversidad de su aura festiva, resulta especialmente regocijante la persecución que Duffy protagoniza por las atestadas calles de Tánger, portando metralletas en la mano, y seguido de tres ataúdes con cadáveres que en ese momento no sabemos para que se van a utilizar, de un alcance bastante similar a algunas secuencias de la no menos divertida A FUNNY THING HAPPENED ON THE WAY TOI THE FORUM (Golfus de Roma, 1966. Richard Lester).

Cuando menos lo podíamos siquiera intuir -la película acierta al incorporar pequeñas subtramas que permiten olvidar su eje central-, todo el proceso del asalto que centra DUFFY, resulta no solo casi apasionante sino, en última instancia, revestido de originalidad, incorporando a partir de ese momento constantes y oportunos giros, además siempre envueltos en lógica argumental, que nos llevará a una conclusión llena de cinismo, en la que se mostrará la realidad que anida en todos sus personajes. Todo ello, poco después de esos ya citados instantes al pie de faro, dominados por una extraña melancolía, entre Duffy y Segolene, donde ambos se sincerarán, no sin añoranza por lo vivido, aunque en realidad todo lo vivido ya forma parte del pasado.

Solo hay, a mi modo de ver, algo enteramente reprochable, dentro de esta grata charada de sentimientos que es DUFFY; la inoportunidad de esa música pop -obra de Ernie Freeman- que envuelve de manera molesta la mayor parte de su metraje, capaz en algunos momentos de restar intensidad e incluso placer, a una película que, sorprendentemente, lo ofrece casi, casi, a manos llenas.

Calificación: 3

THE SECRET PLACE (1957, Clive Donner) La ronda del diamante

Siempre he considerado que una de las vetas que mayor riqueza proporcionó al cine británico -quizá más que en cualquier otra cinematografía mundial-, fueron esos títulos donde la presencia de niños resultaba fundamental. No se trata de recurrir a referencias que sitúo entre las películas de mi vida -desde SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huida hacia el Sur, 1963. Alexander Mackendrick), hasta THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton)-. Y no es casual, al citar estas dos obras maestras, referirnos a nombres como Mackendrick y Clayton, quizá los cineastas ingleses que abordaron con mayor hondura los más oscuros y recovecos matices de la infancia. Precisamente, una de las vertientes en donde el protagonismo infantil tuvo una especial significación, lo proporcionó su implicación en relatos policiacos o de intriga. Podemos hablar de brillantes referencias como THE WEAPON (Amanecer incierto, 1956. Val Guest) o, por retrotraernos en el tiempo, la original e igualmente atractiva HUE AND CRY (1947, Charles Crichton). Dentro de dicha corriente, cabe insertar sin lugar a dudas, y además en un lugar reseñable, THE SECRET PLACE (La ronda del diamante, 1957), debut en el terreno del largometraje de Clive Donner.

El caso de Donner es uno de los más sorprendentes dentro del cine inglés de la década de los sesenta, ya que sus dos títulos más prestigiosos -que aún no he tenido ocasión de contemplar, se basaron en sendas obras o guiones de figuras prestigiosas de Harold Pinter -THE CARETAKER (1963)- o Frederick Raphael -NOTHING BUT THE BEST (Fango en la cumbre, 1964)- Sin embargo, muy pronto sus expectativas artísticas se fueron diluyendo, revelando una rápida decadencia -quizá marcada en un servilismo a los vicios visuales del momento-, aunque de manera inesperada rodara la atractiva e infravalorada ALFRED THE GREAT (Alfredo el Grande, 1969). En todo caso, hay que reconocer que la fuerza, la intensidad y el arrojo que expresa esta tan modesta como por momentos apasionante THE SECRET PLACE revela a un realizador apasionado y con ganar de dejar su impronta, que, como iba a suceder con obras posteriores firmadas por Donner, tenía que partir de una base dramática lo suficientemente brillante. La que propone la desconocida Lynette Perry, en su única incursión cinematográfica.

Lo que verdaderamente proporciona singularidad a este debut cinematográfico, es la confluencia de dos relatos. Dos películas claramente separadas, que no solo funcionan con precisión en sí mismas, sino que, además, alcanzan un estatus superior al imbricarse ambas en una sola. Uno de ellos nos cuenta el preludio, la ejecución y los inesperados problemas, vividos por la escueta banda de gangsters que comanda el joven Gerry Carter (un eficazmente lacónico Ronald Lewis), y en la que cuenta como colaborador más cercano al sensible y timorato Steve Waring (el pronto hammeriano Michael Gwynn). El interés de la banda es el asalto a un establecimiento de diamantes, en buena medida para lograr con ello elevar su nivel de vida que, en el caso de Gerry, se liga a la joven y hermosa Molly Wilson (Belinda Lee). La joven procede de una familia muy humilde -en la que se encuentra su hermano Mike (David McCallum)- y trabaja en un modesto kiosko, en donde es constantemente cortejada por Freddie (un fantástico Michael Brooke, en el último de sus escasos roles cinematográficos). Ahí se inserta la segunda vertiente del relato. La crónica de un muchacho que se encuentra secretamente enamorado de ella, y que es hijo mayor de un matrimonio cuyo padre es un ya veterano agente de policía -encarnado por Geoffrey Keen-.

Ante la necesidad por parte de Gerry de un uniforme de policía para efectuar el asalto, y la inesperada imposibilidad de conseguirlo, a Mike se le ocurrirá la idea de que su hermana presione al pequeño Freddie, usando la cercanía que mantiene con él -ella lo aprecia sinceramente- para que consiga uno de los uniformes de su padre durante unas horas, con el que finalmente poder ejecutar el golpe. Pese a las reticencias de la muchacha, finalmente logrará su objetivo y, con él, la consecución final del asalto. Todo parece salir según lo previsto, pero, una vez más, se entrecruzarán las dos líneas paralelas de la película, al descubrir el pequeño la relación de Molly con Gerry.  Dicha circunstancia, y la presencia de un singular mgguffin al guardarse los diamantes robados en el viejo tocadiscos que la joven entregará a Freddie, propiciará un inesperado giro del destino de las piedras preciosas, mientras la policía intenta descubrir su paradero y el joven delincuente se desespera al no poder recuperarlas.

Son numerosas las circunstancias que confluyen en el hecho de encontrarnos antes una magnífica película, que acierta al revertir su modestia, para confluir en una propuesta densa y provista de valiosas sugerencias. Es evidente que la mayor de las mismas proviene de la antes señalada confluencia de dos vías narrativas totalmente opuestas -que hubieran podido ofrecer sendas propuestas dramáticas totalmente diferenciadas- pero que se unifican en no pocos momentos, no solo para brindar unos extraordinarios minutos finales sino, lo que es más importante, dejar a lo largo del relato numerosos elementos dispersos, todos ellos enriquecedores en su discurrir. Entre ellos, no puedo dejar de destacar la extraordinaria ambientación que se ofrece de ese East End londinense, que al mismo tiempo nos revela con tono documental las cicatrices que se mantienen en esos solares, huella aún de la II Guerra Mundial -marco en el que Freddie vivirá la expresión de su personalidad introvertida; en pocas ocasiones le veremos con compañeros de su edad-. Pero, curiosamente, esa misma atmósfera exterior, remarcada en unas localizaciones reales, se integran en un ámbito temporal muy ligado a ese cine realista que ya protagonizaban los kitchen sink drama que protagonizarían los títulos más célebres del Free Cinema inglés -no olvidemos que en aquel tiempo ya se habían exhibido algunas de las primeras muestras, aún no bajo los estándares del largometraje, que consolidaron aquel movimiento cinematográfico-. Esa inclinación hacia la sordidez de la vida urbana, queda descrita en la sombría descripción del hogar de los Wilson, e incluso en la extraña normalidad que define el más ortodoxo de los Haywood -en el que en todo momento queda evidente la extraña relación que sus padres mantienen con Freddie-.

A partir de dichos elementos, ayudado con la oscura y nada embellecedora iluminación en blanco y negro de Ernest Steward, se nos ofrece una atmósfera absolutamente áspera y desesperanzada, de una galería de personales que, paradójicamente, se muestran provistos de una considerable carga de humanidad, incluso en aquellos que podrían caracterizarse como negativos -las tribulaciones mostradas en no pocas ocasiones que expresa Steve-. Es decir, que la cámara de Donner consolida la descripción de un entorno humano tan dominado por la tristeza y el pesimismo, como vitalista en la medida que transmite la cotidianeidad -incluso la fisicidad- del marco del doble drama descrito.

THE SECRET PLACE se encuentra trufado de magníficas secuencias, ratificando además la diversidad de su enunciado dramático. Lo mostrará la enorme precisión, sobriedad, originalidad y tensión interna, que revestirá el episodio del atraco al establecimiento de diamantes. La creciente intensidad que se establecerá en torno a ese tocadiscos, a partir de esconder en su interior el botín de diamantes y entregarse el mismo a Freddie. Las tribulaciones psicológicas vividas por el muchacho, al descubrir la relación que Molly mantiene con Gerry -en esta vertiente concreta, la película resulta especialmente precisa e incluso dolorosa, al expresar la silenciosa tribulación que vive-. En el insólito giro que protagonizan los diamantes, una vez estos son expandidos por el hermano pequeño de Freddie entre diversos niños vecinos, lo que nos permitirá una dinámica mirada documental en torno a la cotidianeidad de las clases obreras del momento. En la creciente ira manifestada por el joven ladrón que, al contemplar como el fruto del botín cada vez se le antoja más inalcanzable, exteriorizará el lado más terrible de su personalidad.

En cualquier caso, dos serán los episodios en los que THE SECRET PLACE alcance una extraordinaria brillantez. Uno de ellos, la inesperada secuencia -sin duda la más sorprendente de la película-, en la que Gerry llevará a su novia hasta un edificio aún sin habitar, mostrándole un piso que va a comprar para compartir con ella el futuro de la existencia de ambos. Será, prácticamente, un extraño oasis de falsa felicidad, en el que Molly confesará el deseo que albergaba de vivir esa situación, e incluso agradecerá esa vista de un exterior sin edificaciones que enturbien la perspectiva exterior, hasta el punto de brindar a la secuencia de un aura casi ligada a la fantasía.

Por supuesto, el gran bloque, rozando la excelencia, que concluye el film de Donner, lo brinda esa extensa, casi extenuante, persecución nocturna de Gerry al pequeño muchacho, que se insertará en un edificio en obras, sufriendo por la ira del ladrón en su creciente deseo de eliminarlo. Una secuencia escalofriante en su intensidad, dominada por excelentes composiciones visuales y un impecable montaje, que culminará con una extraño y poético final, en el que el gesto final de Molly que permitirá la salvación de Freddy, permitirá un gesto de gratitud del alguien que pronto se adentrará en la adolescencia, y quizá suponga un soplo de esperanza hacia esa joven que se aleja entre las sombras.

Sin alcanzar hasta el momento de prestigio alguno, THE SECRET PLACE es una obra tan modesta como espléndida, capaz de aglutinar vertientes argumentales y narrativas contrapuestas y, en su conjunto, brindar una propuesta digna de ser evocada dentro del cine inglés de su tiempo. Lo merece.

Calificación: 3’5

THE SOLID GOLD CADILLAC (1956, Richard Quine) Un cadillac de oro macizo

Galardonada con un inesperado Oscar a la mejor actriz en 1950 por BORN YESTERDAY (Nacida ayer, 1950. George Cukor), sin duda hemos de calificar a Judy Holliday como una de las mejores comediantes de todos los tiempos. Alguien que curiosamente podríamos emparentar con la británica Kay Kendall, a la que unió su mayor implicación con la escena y, tristemente, el hecho de que ambas fallecieran muy prematuramente. En el caso de la norteamericana, consciente la Columbia de la estrella que albergaba en el estudio, y sorteando su intenta implicación teatral, pudo de manera escalonada permitirle protagonizar una no demasiado extensa serie de comedias, dirigidas en última instancia por George Cukor, y por uno de los nuevos realizadores estrella del estudio; Richard Quine. Es cierto que de ellas destaca por su importante dramática la excelente THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952), pero no es menos patente que su conjunto no solo destaca por su elevado nivel, sino incluso por proponer en sus diferentes matices, un modelo de comedia inserto en un periodo puente para el género.

En dicho contexto, THE SOLID GOLD CADILLAC (Un Cadillac de oro macizo, 1956) es una de las dos comedias que, casi de manera consecutiva, realizó Quine al servicio de la Holliday. Ambas producidas por Fred Kohlmar, fotografiadas en b/n, en este caso se partiría del éxito teatral previo de George S. Kauffman y Howard Teichmann. Curiósamente sería Abe Burrows el artífice del guion, pocos años después uno de los coautores del descomunal éxito teatral de Broadway, que más adelante daría pie a la excelente comedia musical HOW TO SUCCED IN BUSINESS WITHOUT REALLY TRYING (Como triunfar sin dar golpe, 1966. David Swift). Es de destacar, que tanto en este último referente como el film de Quine, centran su mirada en el mundo de los negocios. Algo que en el título que nos ocupa adquiere una especial singularidad, ya que hasta el momento puede decirse que la comedia se había mantenido al margen de la satirización del mundo de las finanzas norteamericanas -no así el drama, con ejemplos como EXCUTIVE SUITE (La torre de los ambiciosos, 1954. Robert Wise)-.

Una voz en off nos adentra en el dinámico entorno del edificio central de International Project, una gran empresa que se dispone a celebrar, de manera rutinaria, su asamblea anual de accionistas. En ella se producirá el relevo de su hasta entonces fundador y máximo mandatario –Edward L. McKeever (Paul Douglas)-, ya que este se marcha a un cargo en el Senado, siendo sustituido por su hasta ahora segundo de a bordo, John T. Blessington (John Williams). Lo que se presupone una junta formularia, pronto se verá alterado por las preguntas, ingenuas pero contundentes, de una sencilla accionista; Laura Patrtidge (Holliday). La insistencia de esta en sucesivas juntas, motivará que el nuevo dirigente tenga la idea de contratarla como directora en la firma, teniendo con ello al enemigo dentro y quizá eliminando las inconveniencias que esta le provoca. Sin embargo, no contará con la mezcla de ingenuidad y perseverancia del personaje, puesto que esta, dentro del cometido, iniciará su contacto con los pequeños accionistas, y adquiriendo un inesperado poder que, de nuevo, pondrá a los directivos en la picota. Sobre todo, cuando uno de ellos, cuñado de Blessington, venda estúpidamente una firma de relojes que pertenece a la firma. Por ello, decidirá enviar a una crecida Laura hasta Washington, al objeto de obtener contratos por parte del ya senador McKeever, y en buena medida quitarse de encima su molesta intromisión. El viaje pondrá de manifiesto la atracción de esta por Edward, y su intento para que este -que no se encuentra cómodo en el Pentágono- regrese al mando de la firma que él mismo creó. No será todo ello más que el inicio de una serie de disparatadas peripecias, en las que la aparente ingenuidad de Laura avalará el inesperado poder personal que atesora, en función de la voluntad personal que ha albergado, atendiendo a ingentes cantidades de pequeños y anónimos accionistas.

Heredera del universo idealista emanado por el universo de Frank Capra desde dos décadas atrás, de entrada, THE SOLID GOLD CADILLAC introduce en el ámbito cinematográfico la sátira al mundo de las modernas altas finanzas. No conviene olvidar que desde la 20th Century Fox, adaptando otra exitosa comedia teatral, esta vez escrita por el muy influyente George Axelrod, Frank Tashlin filmaría una de sus más célebres comedias. Hablamos de WILL SUCCESS SPOIL ROCK HUNTER? (Una mujer de cuidado, 1957), en la que por cierto también se contaba con John Williams ejerciendo como dirigente empresarial. Más modesta en sus planteamientos, pero no por ello desprovista de atractivos, el film de Quine se inserta decididamente en esos modos de comedia de base realista, que definieron las propuestas protagonizadas por la Holliday, e integrándose todas ellas como una mirada crítica en torno a diversos de los perfiles que, en apariencia, formaban los pilares del denominado American Way of Life. En este caso, las invectivas se dirigirán contra el mundo de las altas finanzas, siempre dentro de esa visión cotidiana que subraya la brillante fotografía en B/N del gran Charles Lang.

A partir de dichas premisas, con el elegante fondo sonoro de Cyril J. Mockridge -al parecer contando con el aporte anónimo de George Duning, el gran compositor de Quine-, la película ofrece un relativo desequilibrio en el tratamiento de los personajes positivos con aquellos que son objeto de la mirada cuestionadora. En este caso, el conjunto de ejecutivos que poco a poco nos irán revelando su abyecta personalidad -destacaremos entre ellos al magnífico Fred Clark-, y que Quine ya acertará a definir en los primeros compases del relato, al presentarlos mediante sucesivos congelados de imagen, y definidos irónicamente por la señalada voz en off. Nuestro realizador acierta al humanizar el entorno de la protagonista, y si bien es cierto que en su conjunto no se aprecia en demasía esa elegancia formal que sería una de las marcas de su estilo, este hará acto de presencia en no pocos momentos. Lo manifestará, por ejemplo, ese largo travelling lateral que describirá el aumento de personal que se dispone a Laura para enviar su enorme correspondencia, o un en ocasiones destacable manejo de la grúa. Sin embargo, en donde más destaca la elegancia de Quine reside en la relación de la protagonista con su secretaria y, sobre todo, en la establecida con McKeever. Lo percibiremos en la naturalidad con la que se va consolidando el acercamiento entre ambos, descrito ya en los primeros minutos, cuando este la traslada en su coche hasta su modesta vivienda -unos instantes que transmiten una rara sensación de sinceridad-. Ello tendrá su prolongación, bastante más adelante, en el modélico episodio del reencuentro del ya senador en el despacho de Laura, donde se articularán de manera armónica diferentes y contrapuestos estilos de comedia, en la que quizá sea la set piece más lograda del conjunto, y que de alguna manera tendrán su prolongación en episodios similares desarrollados ya en Washington.

Provista de un ritmo fluido, es cierto que THE SOLID GOLD CADILLAC adolece de una conclusión demasiado atropellada. Incluso su célebre secuencia final en color creo que no aporta nada al conjunto -tampoco lo empobrece-, visto este casi siete décadas después de su realización. Sin embargo, su conjunto si que logra transmitir el palpitar de una renovación del género, del que esta propuesta aparece como un valioso exponente puente, de una corriente de la que el propio Quine sería uno de sus más relevantes y tristemente olvidados representantes.

Calificación: 3

ALL THE PRESIDENT'S MEN (1976, Alan J. Pakula) Todos los hombres del presidente

Casi medio siglo después de su realización, resulta atinado considerar que ALL THE PRESIDENT’S MEN (Todos los hombres del presidente, 1976) ha superado con enorme fuerza la en ocasiones inclemente barrera del paso del tiempo. Es más, no me cabe la menor duda que se ofrece como una de las cimas del talento -a mi modo de ver, tan solo superada por la previa y magnífica THE PARALLAX VIEW (El último testigo, 1974), de la que hereda sus elementos más inquietantes- que expresó ese tan estimable como irregular realizador que fue Alan J. Pakula. Como propuesta brillante que es, la película brilla -tomando como espejo la trastienda del caso Watergate-, al proponer una mirada en torno a la fuerza del periodismo como necesario contrapoder. También ofrece una visión en torno a un periodo convulso de la sociedad norteamericana -salida de la guerra del Vietnam, movimientos contraculturales-. Ofrece, a mi modo de ver, la última muestra brillante de lo que se denominaría el ‘cine de la paranoia’, que tuvo en los años 60 su máximo esplendor, con obras de Frankenheimer, Lumet y otros realizadores. Y, en última instancia, el mensaje más universal de la película, lo brinda su mirada globalizadora en torno a la soledad urbana de aquel tiempo, que la emparenta con otros títulos, como el coetáneo TAXI DRIVER (Taxi Driver, 1976. Martin Scorsese).

Personalmente, lo menos atractivo de ALL THE PRESIDENT’S MEN reside en sus minutos iniciales, propicios a un cierto equívoco, aunque pronto nos demos cuenta que nos introducen en los orígenes de la justificación dramática de la película. La plasmación, entre sombras, del robo de la sede demócrata de Watergate, será el confuso punto de partida que con celeridad nos introducirá en el entorno del Washington Post, en especial el de la pareja protagonista. Primero, la agudeza del neófito Bob Woodward (Robert Redford), quien será el primero al que su olfato ligará el oscuro suceso. Es decir, el robo nocturno y determinadas situaciones, personajes y pagos efectuados por la campaña electoral del presidente Nixon. Muy pronto irá atando cabos, y se producirá el encuentro con su compañero de rotativo, el más veterano en la profesión Carl Bernstein (Dustin Hoffman). Es cierto que, en estos primeros minutos, junto a esa autenticidad que describe el aroma de la redacción -algo que muy después prolongaría la maravillosa serie televisiva ‘Lou Grant’ (1977)- se aúnan una serie de estereotípicas situaciones, destinadas fundamentalmente para presentar a los dos protagonistas y, con ello, un cierto aroma de servilismo en torno a sus dos estrellas. No conviene olvidar que el film de Pakula surge, esencialmente de un proyecto inicial auspiciado por Robert Redford, quien, al igual que otras estrellas del momento -Paul Newman, Warren Beatty-, evidenció su inteligencia, a la hora de imbricarse en otras facetas, adentrándose ya en 1980 en una estimable andadura como realizador cinematográfico.

Por fortuna esos casi obligados servilismos iniciales, pronto van adentrándonos en un relato de progresiva densidad, que va afianzándose tanto en sus maneras de thriller, en la descripción de determinados y oscuros aspectos de la vida política y, como no podía ser de otra manera, la trastienda de una labor periodística, que en aquellos años albergaba una singular importancia. Todo ello, es conformado por Pakula con singular grado de inspiración, hasta el punto de conformar en su conjunto un atractivo tapiz de subtramas, sabiamente entrelazadas que, en su conjunto, brindan esa mirada desesperanzada sobre esa soledad urbana antes señalada, que expresan a modo de metáfora esos planos generales como el que se va alejando de la enorme biblioteca, o el aéreo que plasma una visión nocturna de Washington.

Película dominada por secuencias sombrías y nocturnas -tanto en interiores como en exteriores-, es evidente que su conjunto tiene un aliado fundamental en la extraordinaria iluminación brindada por el gran fotógrafo urbano de aquel tiempo. Un Gordon Willis capaz de brindar un plus inquietante a cada instante de la película. De insuflar lugares de sombra, de ambivalencias, de inquietudes, en un relato que poco a poco va introduciéndose en un aura casi apasionante, sobre todo al adquirir un minimalismo en su discurrir, que permite que el espectador se vea así impregnado de esa creciente y oscura atmósfera, de una investigación que, poco a poco, nos va introduciendo en ese otro lado de la aparente sociedad del progreso norteamericano. Tomándose su tiempo, el film de Pakula va adquiriendo una pátina casi asfixiante, con episodios tan admirables, como supone el encuentro con la tímida contadora -Bookkeeper (una extraordinaria Jane Alexander)-, o con el joven funcionario Hugh Sloan (Stephen Collins). En el primer caso, rompiendo la intimidad de una mujer tímida y llena de tribulaciones, en una secuencia realmente espléndida, donde resaltan los matices entre la entrevistada y Bernstein. El segundo, acierta al transmitir la angustia de un matrimonio de clase acomodada, a punto de recibir un hijo, a la hora de verse implicado en unas circunstancias que pueden hipotecar su futuro.

Sin embargo, confieso que lo más valioso, lo mas inquietante y lo más perdurable de esta magnífica película, se centra en esas casi abisales secuencias descritas casi en la oscuridad, en ese parking que sirve de escenario para los encuentros entre Woodward y el denominado ‘Garganta profunda’ -un poderoso Hal Hoolbrook-. Encuentros dominados, más allá de ejercer como progreso a las pesquitas, como un inesperado oráculo para el joven periodista, encontrando en su interlocutor un extraño apoyo, ya que más allá de revelarle elementos para sus investigaciones, en el fondo lo que este intenta que el periodista ejercite su propia capacidad deductiva. Son instantes donde la excelencia de la iluminación -dominada por el uso de sombras y contraluces-, adquirirá su máximo vigor expresivo. Es más, en uno de dichos encuentros, la inesperada presencia de un vehículo, permitirá la inesperada desaparición del confidente, dejando al protagonista y, con él al espectador, en un ámbito de numinosa atmósfera, tan cercana a aquel estilo de cine de terror, generado por el célebre productor Val Lewton durante los años cuarenta.

ALL THE PRESIDENT’S MEN está trufada de momentos de buen cine. Ese travelling lateral que describe el exterior de los Sloan, describiendo un contexto urbano dominado por la tranquilidad, pero en el fondo encubriendo la angustia de la familia que se encuentra tras sus paredes. O la ingeniosa manera con la que se inicia la relación de amistad entre los jóvenes periodistas, cuando Bernstein corrige y mejora el artículo inicial que ha redactado Woodward. O el placer que se va sintiendo cuando ambos reporteros van alcanzando informaciones relevantes con sus llamadas telefónicas en la redacción. El film de Pakula ofrece, igualmente, todo un recorrido en torno a los trucos, sentido de la ética e intuición, que regía la prensa de aquel tiempo -y muchos años después-. Desde las reuniones del comité de redacción -impresionante reparto de característicos; Robards, Warden, Balsam, todo un prodigio de verdad interpretativa-, a la hora de distribuir contenidos y dar prioridad a la portada, la importancia del bloc de notas de cada periodista, los trucos de los jóvenes reporteros para forzar la obtención de información, las tácticas para la obtención de las mismas sin revelar las fuentes. Todo ello va conformando un relato denso, desesperanzado en momentos, positivo en sus conclusiones en otros, que pronto atrapa el interés y que, paradójicamente, culmina de manera muy elíptica, dejando de lado las consecuencias conocidas por todos de este caso. Y es que, en realidad, estoy seguro que cuando los hoy célebres reporteros iniciaron su investigación -no olvidemos que uno de ellos era republicano- ni de lejos podían imaginar el alcance de su intuición. Toda una lección, dentro de una prensa que hoy día apenas puede mirar a la cara, ante referentes como ellos.

Calificación: 3’5                                           

ORDINARY PEOPLE (1980, Robert Redford) Gente corriente

Lo reconozco. Siempre me he mostrado bastante reacio al seguimiento de esos melodramas matrimoniales que proliferaron en los primeros años de la década de los ochenta, dominados por un matiz conservador, y algunos de los cuales tuvieron reconocimiento en forma de Oscars. Es por ello, que durante décadas me he mantenido reacio a contemplar ORDINARY PEOPLE (Gente corriente, 1980) primero de los nueve largometrajes, rodados a lo largo de más de tres décadas, que hasta el momento -es improbable que filme alguno más- ha forjado la andadura como realizador del popular actor Robert Redford. Un debut que le permitió la obtención de nada menos que cuatro estatuillas, entre ellas la de mejor película y, sorprendentemente, mejor director, iniciando una corriente encaminada a galardonar a actores-directores, que pronto se prolongaría por nombres como Warren Beatty o Kevin Costner.

En un año en el que se relegaron los premios a la excelente RAGING BULL (Toro salvaje, 1980. Martin Scorsese) e incluso se le negó el más mínimo reconocimiento -entre sus ocho nominaciones- a la magnífica THE ELEPHANT MAN (El hombre elefante, 1980. David Lynch), puede hasta cierto punto entenderse mi desdén y reticencias, en torno a un melodrama que, de entrada, no se me antojaba nada atractivo, aunque el deseo de ir contemplando la nada desdeñable filmografía del conocido intérprete -en la que cabría destacar el considerable atractivo de QUIZ SHOW (Quiz Show. El dilema, 1994), probablemente su mejor película, LIONS FOR LAMBS (Leones por corderos, 2007) o THE CONSPIRATOR (La conspiración, 2010)-. Por ello, visionar ahora una película que ya atesora casi 45 años de historia, y hacerlo con la debida inocencia, me revela el encontrarme ante un título pequeño, que sorprende -o quizá no tanto- haberse colado en la elección de los académicos de la edición. Pero al mismo tiempo se trata de una película más que estimable, que anticipa la cualidad y el defecto que mejor definiría la andadura posterior de Redford como director. En el primer ámbito, su capacidad para formular un cine intimista y dotado de una cierta sensibilidad, ayudado por su capacidad como director de actores. Como rémora, cabe citar una cierta tendencia al esteticismo visual, que lastrará a mi modo de ver la muy posterior A RIVER RUNS THROUGH IT (El río de la vida, 1992).

En esencia, ORDINARY PEOPLE narra -a partir del guion propuesto por Alvin Sargent- la historia de la fractura de una familia. Es la que forman el exitoso abogado Calvin Jarrett (Donald Sutherland) y su esposa Beth (Mary Tyler Moore, rompiendo con coraje su imagen habitual ligada a la comedia). Junto a ellos, y en su acomodada residencia, se encuentra su hijo Conrad (un extraordinario Timothy Hutton, erigiéndose de repente como uno de los mejores actores de su generación, en una carrera que, sin embargo, le brindó pocos roles con las mismas posibilidades). La aparente tranquilidad del colectivo, pronto se verá violentada por el primer y fugaz flashback -quizá el elemento narrativo, por su reiteración, más discutible del relato-, revelando la certeza de un contexto de comodidad económica y aparente placidez. Pero muy pronto, dentro del ritual del desayuno de cada día, podemos comprobar que la armonía familiar es inexistente. El rasgo conciliador del padre se verá contrastado por la frialdad de su esposa y el carácter esquivo del muchacho -que en su rostro transmite una sensación de desequilibrio-. Poco a poco descubriremos que Conrad retorna a las clases y la vida normal después de haberse recuperado -en apariencia- de un intento de suicidio. Que la aparente placidez del entorno familiar, en el fondo, encubre una cada vez más clara tensión, en la que Beth trata a su hijo con cierto recelo,

En realidad, podemos señalar que el drama interior del film de Redford, obedece a una entraña argumental quizá, con el paso de los años, bastante previsible. Pronto vamos a apercibirnos que la tragedia que encierra la familia Jarrett, reside en el traumático accidente de mar que vivieron los dos hijos -Conrad y Buck-, en el que el segundo, hijo mayor, adorado por su madre, perdió la vida. En realidad, la desaparición de Buck irá apareciendo como esa columna, ante cuya ausencia se irá desmoronando un universo familiar, quizá hasta entonces ya entonces herido, pero que, a partir de ese momento, revelará ya claramente deteriorado.

Con revestir cierto grado de convencionalismo, sobre todo con la mirada distanciada que proporciona el paso del tiempo, lo cierto es que lo mejor de ORDINARY PEOPLE proviene de la capacidad de observación que brinda un neófito Redford como realizador. Pese a ese cierto grado de blandura que limitará su alcance, ello se podrá mostrar en el episodio de la fiesta a la que acude el matrimonio protagonista, donde du director acierta a describir el convencionalismo y la ociosidad de esas parejas acomodadas y superficiales. Pero esas cualidades tendrán una mayor precisión en cuanto la acción se centra entre la familia Jarrett, o incluso en las tensiones emanadas entre Calvin y Beth -la discusión que se establece entre ambos mientras se encuentran jugando al golf junto a un matrimonio amigo viviendo sus vacaciones navideñas, descrita en un plano secuencia-. Todo ello nos brindará momentos verdaderamente intentos, como aquel que describe el encuentro de la familia, junto a sus padres, donde se exteriorizará la desafección de Beth con su hijo, el diluirse esta del intento de realizarse una fotografía de los dos y estallar el muchacho.

En todo caso, la esencia de la película se vehicula en torno al drama interior del muchacho -al que Hutton brindará una absoluta entrega interpretativa-, es cierto que podremos cuestionar el esquematismo juvenil que rodea a Conrad en sus estudios. O la blandura con la que se expresa su incipiente relación sentimental con Jeannine (Elizabeth McGobern) -su primer paseo descrito en plano general encuadrado en teleobjetivo y endulzado con un fondo musical, ausente casi en el conjunto del relato-. Sin embargo, el joven se erige en la esencia del relato. Sus miradas, su tormento interior, la interiorización de su drama personal, calan de inmediato con el espectador, alentado por la cámara precisa y sensible de su realizador, y que tendrá quizá su mayor punto de interés en aquellas secuencias en las que el atormentado joven desarrollará con el dr. Berger (un estupendo Judd Hirsch). Un proceso inicialmente de ayuda, que Redford acertará a describir con una creciente intensidad, como si a su través se dirimiera la columna vertebral del discurrir del relato.

Ello permitirá una magnífica secuencia final entre ambos, a modo de catarsis, en la que el muchacho exteriorizará esa frustración interior que hasta entonces atormentaba a este muchacho herido psicológicamente, consolidándose una incipiente amistad entre ambos. ORDINARY PEOPLE aún nos reservará momentos más intensos. Este se expresará en la última secuencia establecida a solas entre el matrimonio, en la que el esposo se sincerará ante Beth, revelando la imposibilidad de continuar una relación rota entre ambos. Ni siquiera el inesperado gesto de acercamiento de ese Conrad que aparece como un joven renacido, podrá impedir esa ruptura, en unos instantes rodados por Redford con enorme sensibilidad e incluso dureza, que tendrá quizá su momento más rotundo, en ese instante -maravillosa la Tyler Moore- en el que su rostro reflejará con una mezcla de rabia y terror, el irreductible miedo a un futuro carente de la seguridad que ha vivido hasta ese momento. Es una pena que el conjunto de la película, no sea prodigo de episodios definidos por similar entidad. Sin embargo, con sus insuficiencias y limitaciones, ORDINARY PEOPLE queda finalmente definido como un drama tan pequeño como apreciable, al que la carga de unos Oscars que siempre le vinieron anchos, no puede esconder esa tímida sensibilidad cinematográfica, que se hará extensiva en el posterior devenir como realizador de la tan popular estrella cinematográfica.

Calificación: 2’5

MAN FROM GOD`S COUNTRY (1958, Paul Landres) [El hombre del País de Dios]

Como aficionado muy cercano a la importancia en la serie B dentro del cine americano clásico, nunca he podido ocultar la simpatía que pudiera producir una productora como la Allied Artists, heredera de la previa y más irregular Monogram. Con un radio de acción centrado de manera esencial según iba discurriendo la década de los cincuenta, su conjunto de producción destacaría en aquellos años por una serie de títulos que se expresaban en los seminales ofrecidos por un pionero del cine como Allan Dwan. Otros de nombres emergentes, como Doin Siegel. O incluso productos de realizadores de cierta popularidad como William Castle. Sea como fuere, siempre me ha gustado ir escarbando en exponentes de género de limitado presupuesto, aunque en ocasiones estas se adornaran -como es el caso- con el uso del CinemaScope y el color. Es lo que sucedería con tantos y tantos westerns de aquel tiempo, y lo que define visualmente MAN FROM GOD’S COUNTRY (1958), una de las numerosísimas producciones de serie B firmadas por el norteamericano Paul Landres, mientras ya se encontraba inserto en una dilatada andadura televisiva.

Con una duración que apenas supera los ochenta minutos -como toda serie B que se precie-, la película se introduce en un ámbito temporal delimitado tras la guerra civil norteamericana, y cuando se ha ido iniciando el proceso de la expansión del ferrocarril -algo que indica el rótulo inicial-. La película se insertará en la andadura personal del sheriff Dan Beatty (un pétreo pero eficaz George Montgomery). De manera inesperada, se va a ver envuelto en la amenaza de un vaquero en la puerta del saloon de la población que custodia, a la que responderá matando al agresor. Ello le va a llevar a ser sometido a juicio -en donde se aprecia una cierta asunción de modos civilizados. Pese a ser absuelto en la vista por parte de las fuerzas vivas, Dan es consciente que ya no hay lugar para él en esa pequeña sociedad, por lo que decidirá marcharse, al reencuentro con su antiguo amigo Curt Warren (House Peters Jr.), que se encuentra residiendo en Sundown, al objeto de establecer un rancho junto a él. En el camino se juntará con un grupo de ganaderos, en donde se encontrará con un pequeño -Stoney (Kim Charney)-, que le comenta su decisión de escapar de su padre, algo que el protagonista logrará revertir.

Una vez que Dan reinicia en solitario su trayecto, por un lado, sufrirá un intento de asesinato que le brindará el que posteriormente identificaremos como Mark Faber (James Griffith) -en una extraña secuencia, donde el uso del formato panorámico deviene muy acertado-. Por otro, conocerá a la atractiva Nancy Dawson (Randy Stuart, la esposa del “hombre menguante”, en su último papel para la gran pantalla, antes de dedicarse en exclusiva para la televisión). Antes de llegar a Sundown, el espectador comprenderá el hecho de que nuestro protagonista haya sido objeto de un intento de asesinato. En la población, el cacique Beau Santes (Frank Wilcox), es el propietario, además del saloon de la población, de una empresa de transportes y, por ello, se muestra totalmente reacio a la llegada del ferrocarril.

¿Y qué tiene que ver dicha circunstancia? Ahí viene el inicio del delirio de la película. La incongruencia del guion elaborado por George Waggner. Y es que la base argumental se basa en la confusión que para Beau y su matón Faber, supone el recién llegado, a partir de las informaciones que les llegaban de la proximidad de un agente del ferrocarril. Si a eso unimos que la entrada del recién llegado con Nancy -amante de Santes-, el antiguo sheriff se convertirá en alguien nada querido para el poco recomendable empresario. A ello, se unirá que Curt, el amigo buscado, trabaja también para este, por lo que casi desde el primer momento se verá en la encrucijada de secundar los deseos de su antiguo compañero, o prolongar su andadura vital en un entorno tóxico para él.

MAN’S FORM GOD COUNTRY plantea, en voz muy baja, la historia de una redención. La de alguien que se ha dado cuenta que vive ya en un tiempo pasado -el que define el comportamiento del antiguo Oeste-, y en esa nueva oportunidad para su futuro, se planteará la inesperada posibilidad de intentar recomponer la relación entre padre e hijo marcada entre Curt y el pequeño Stoney, al tiempo que consolidar la relación que el primero mantiene con a abnegada Mary Jo (Susan Cummings). No deja de carecer dicha premisa argumental de atractivo, pero, lo cierto, es que esta se encuentra propuesta a través de un argumento dominado por circunstancias de difícil credibilidad. Algo que se inicia en esa ridícula confusión del protagonista, que casi le costará la vida, pero que, a mi modo de ver en su puerilidad, despoja a la película de cualquier asidero de verosimilitud, limitando de manera ostentosa su ya de por sí discreto alcance. La ridiculez de ese equívoco personal sobre el que se articula su base dramática. La escasa enjundia en la interrelación de sus principales personajes, que apenas pueden salir del marco del estereotipo. Ese giro de guion en el que el protagonista, cuando ya ha abandonado Sundown, por medio de una voz en off decide aplicar un inesperado giro a su decisión y retorna a la población. O esa igualmente poco creíble oscilación entre la relación de los amigos -se enfrentan a una tensa pelea, aunque en los minutos finales se dejará ver que ambos conocían que dicho enfrentamiento, en el fondo, no era más que una mascarada, ya que su amistad y conocimiento lo intuyeron desde el primer momento-.

Son mimbres realmente endebles, para una película que, paradójicamente, presente un aceptable pulso narrativo. Landres se desenvuelve bien en el uso del formato panorámico. Su ajustada duración permite una evidente fluidez en su trazado. El personaje de Nancy es el único, a mi juicio, que ofrece un cierto grado de interés -es mimado incluso a la hora de aplicarse un cuidado vestuario, en el que se observa una cierta intencionalidad dramática-. Sin embargo, lo que queda de una película tan discreta como MAN’S FROM GOD COUNTRY, se encuentra en la rapidez con la que la película entra en acción, ese nocturno azulado que permite introducir el drama interior del protagonista. Lo hará en los primeros compases del encuentro de este con el pequeño Stoney, durante una noche en la intemperie. Pero, fundamentalmente, el menguado atractivo del film de Landres tendrá su mayor punto de interés en los dos tiroteos que puntearán el relato. El primero recibirá a Dan en el saloon de Santes, siendo respondido por el agredido -en una aparente respuesta indirecta-, disparando con la lámpara del recinto para que esta caiga y deje en oscuras el establecimiento. Más atractivas resultarán las secuencias de tensión y acción final, tanto en la calle central de la población como, sobre todo, las descritas de nuevo dentro del saloon, provistas de un brío realmente notable. Una vez más, resulta poco creíble la manera con la que los dos viejos amigos se reconcilian -y, sobre todo, revelan la reconstrucción de sus afectos-, pero al menos dejará paso a esa posibilidad de una nueva vida, para un protagonista hasta ese momento dominado tanto por su drama interior, como, por supuesto, por esa inesperada redención que ha vivido durante su estancia en Sundown.

Calificación: 1’5

VERTIGO (1958, Alfred Hitchcock) Vértigo / De entre los muertos

Resulta casi ocioso intentar proponer algunas reflexiones que aporten algo nuevo, ante una película que desde hace unas décadas ha ido agigantando su importancia en la Historia del Cine, como es el caso de VERTIGO (Vértigo / De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock). Acogida de manera tibia por público y crítica en el momento de su estreno -recordemos que participó en nuestro Festival de San Sebastián aquel año, recogiendo una Concha de Plata, ex aequo junto a I SOLITI IGNOTI (Rufufú, 1958. Mario Monicelli), quedando ambas por debajo de una Concha de Oro de la cual nadie se acuerda-. Su posterior devenir vivió una circunstancia muy curiosa; junto a otros títulos de aquel periodo rodados al amparo de la Paramount, quedaron durante décadas imposibilitados para ser contemplados por el gran público, oscureciendo por ello la posibilidad de mantener viva su memoria. Pues bien, en 1984 acogió la posibilidad del reestreno en nuestro país, junto a la experimental ROPE (La soga, 1948) -en este caso riguroso estreno en nuestras pantallas-, la extraordinaria REAR WINDOW (La ventana indiscreta, 1954), la insólita THE TROUBLE WITH HARRY (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955) y la magnífica THE MAN WHO KNOW TOO MUCH (El hombre que sabía demasiado, 1956). Recuerdo que aquellos cuatro títulos, en copias perfectas, fueron exhibidos comercialmente en España durante la primavera de 1984 -contaba yo entonces 18 años-, bajo la formulación de un ciclo denominado “Lo esencial de Hitchcock”. Como cinéfilo ya avezado que era, disfruté de todas estas películas, con especial mención al protagonizado por James Stewart y Grace Kelly, salvo el caso de VERTIGO -que asumió este título, dejando en segundo término el ‘De entre los muertos’ con el que se bautizó inicialmente en nuestro país-, que había visto poco antes en una copia que albergaba la entonces incipiente Filmoteca Valenciana.

Desde entonces, el prestigio de esta última no ha hecho más que agigantarse. Recuerdo la encuesta realizada por la revista Nickelodeon en 1997, que la situaba en cabeza junto a ORDET (La palabra, 1955. Carl Theodor Dreyer), o el hecho posterior en encabezar la penúltima encuesta de la revista Sight & Sound, situándola como la mejor película de todos los tiempos. Algo a lo que contribuiría su definitiva restauración en 2012, a partir de cuya fecha podemos gozar la deslumbrante belleza visual que supo utilizar con suma inspiración y en su beneficio, los adelantos técnicos y artísticos que se encontraban a la disposición de la industria, en uno de los momentos de mayor febrilidad creativa del arte cinematográfico. Casi siete décadas después de llegar al gran público, la película de Hitchcock atesora una ingente literatura internacional a sus espaldas, que en el ámbito nacional alberga sus dos vértices más distinguidos en el ensayo del desaparecido Eugenio Trías ‘Vértigo y pasión’ (1998), y en el recientísimo y magnífico ‘Ficción fatal’ (2024), obra de mi buen amigo Manolo Arias Maldonado.

Así pues, y precedidos del anagrama de su estudio y la propia VistaVision en blanco y negro, de inmediato la subyugante sintonía de Bernard Hermann y los fascinantes títulos de crédito de Saul Bass nos sumergen en una obra magistral, en la que el espectador, por momentos, ha de tomar partido entre la realidad, la sugerencia e incluso la avocación sobrenatural, que les muestra la ficción ideada por Hitchcock, a partir de la novela de los especialistas Pierre Bolleau y Thomas Narcejac ‘D’entre les morts’ -que alberga ciertos ecos románticos cercanos al espíritu de Allan Poe-, delimitada en guion cinematográfico -tras un largo proceso previo- por parte de Alec Coppel, Samuel Taylor y la ayuda, sin acreditar, del veterano Maxwell Anderson. La película se inicia de manera tan sorprendente como percutante, con ese travelling de retroceso que muestra la huida de un delincuente por un peligroso tejado, en cuya persecución se producirá el traumático descubrimiento por parte del inspector Ferguson (James Stewart) de que padece acrofobia -pánico a las alturas-, al quedar impactado por la traumática muerte de un agente que se disponía a ayudarle a salir de la situación límite que estaba sufriendo.

A partir de ese momento, esta obra maestra de Alfred Hitchcock se articula en la insondable combinación de un relato de suspense, que alberga en sus entrañas una mirada radicalmente sombría de la condición humana. Y todo ello, centrado en la figura de su protagonista, un hombre traumatizado y solitario, de personalidad nada complaciente, que apenas hace caso de las insinuaciones que le brinda su eterna prometida -Marjorie (Barbara Bel Geddes)- en unas secuencias entre ambos, que parecen heredadas de las que protagonizaron el propio Stewart y Grace Kelly en la previa y ya citada REAR WINDOW. ‘Scottie’ Ferguson es un hombre de edad aún deseable, que se encuentra aislado y casi olvidado, en medio de la fauna urbana de un San Francisco que aparece ante la pantalla más seductor, alienante y fantasmagórico que nunca. Esa frustración de nuestro protagonista, anímica y psicológica, alberga también un claro componente sexual. Y todo ello se pondrá en evidencia en la trampa tendida por su viejo compañero estudiantil y ahora acomodado hombre de negocios que es Gavin Elster (Tom Helmore). Elster le encargará vigilar a su esposa, de la que destaca sus ausencias y extraños comportamientos, obsesionada como está por el recuerdo de una fallecida -Carlota Valdés- que residió más de un siglo atrás en una vieja fundación española, ubicada en dicha ciudad.

Película que fascina e hipnotiza por su envolvente puesta en escena, antes que por sus giros argumentales, Hitchcock articuló en VERTIGO su activa incorporación en el ámbito de renovación que se estaba extendiendo en las cinematografías mundiales. Estoy convencido que ese carácter experimental es el que impidió que la película triunfara en el momento de su estreno. Ahí es nada, articular una propuesta que huye considerablemente de una narrativa más o menos convencional. Por el contrario, esta extraordinaria película brilla y se expande a través de su admirable capacidad sensorial y contemplativa, transmitiendo al espectador las emociones, tribulaciones e incluso comportamientos censurables, de un alma torturada que, en su búsqueda de una felicidad plena, no dudará en adentrarse en una búsqueda casi sobrenatural, en la que la ausencia de la mujer amada una vez muerta, pueda ser incluso sustituida con una supuesta sustituta. Es decir, necrofilia y fetichismo en primer grado.

En VERTIGO nos encontramos ante un extraño y fascinante ballet de sensaciones. Una sucesión de traslados, lentas persecuciones o paseos inquietantes. Se trata de una película que en no pocos momentos adquiere una sensación de duermevela. En la que su dramaturgia oscila entre lo romántico y lo sombrío. Entre lo evocador, y una de las más claras demostraciones en la obra de Hitchcock, a la hora de indagar en la psique de la condición humana. En este caso, todo ello se encuentra centrado en el rol protagonista. Y esa incorporación de un creciente grado de necrofilia que adquirirá en ciertos instantes de la película -las secuencias en las que forzará a vestirse e incluso a teñirse a Judy como la desaparecida Madeleine-, concluirá en la que quizá suponga la secuencia más arrebatadora, fantasmagórica e incluso sobrenatural de la película. Esa gradación en torno al personaje que encarna de manera magistral James Stewart, ejercerá como columna vertebral de esta película en su momento tan experimental como aún hoy día trufada de sugerencias.

Se trata de un relato estructurado en torno a bloques narrativos separados en fundidos en negro. Envuelto en su mayor parte en ese estado de ensoñación, combinando secuencias narrativas con otras en las que dicha premisa queda en un segundo término, en una clara apuesta por pasajes contemplativos e incluso emocionales, la admirable obra de Hitchcock destaca de manera muy poderosa en su abierta apuesta por contrastes de todo tipo. Es como si en su premisa hubiera heredado el Rossellini más experimental, y preludiara al muy cercano en el tiempo Alain Resnais. El que va de los tiempos del momento de rodaje -aunque mostrando un San Francisco tan atrayente como hipnótico en ciertos momentos- a las evocaciones de la misión del pasado. El contraste entre la rutina que ha definido la andadura del detective tras el trauma vivido en las secuencias iniciales, con el mundo numinoso y casi irresistible que le muestra su acercamiento a Madeleine. O incluso la oposición entre sus propias elecciones visuales, como ese instante deslumbrante en el que Scottie sigue a Madeleine por un callejón, que casi de repente deja entrever una arrebatadora floristería en donde esta adquiere un ramo de flores, de especial relevancia para su argumento.

Y dentro de esa clara apuesta por un cine no narrativo y, en su lugar, inclinarse ante lo que podríamos denominar un cine ‘en condicional’, no cabe duda que el paso del tiempo no es que haya sentado bien a esta obra maestra. Es algo tan simple, como reconocer que se adelantó a su tiempo y en pleno inicio de la culminación del periodo dorado de Hollywood, bajo la apariencia de una historia de suspense, el maestro inglés se sumaba, sin que nadie lo advirtiera, a las cimas del cine moderno. Y como no podría ser de otra manera, VERTIGO consolida peldaños en torno al pasado y el futuro de su obra. Ya he comentado que las secuencias entre Stewart y Barbara Bel Geddes, parecen heredadas de la mencionada REAR WINDOW. Pero es que en esta película encontramos elementos que anticipan la muy cercana PSYCHO (Psicosis, 1960) -que sigo considerando la cumbre y obra más radical de la filmografía hitchcockiana-. No se centra -aunque algo hay de ello- en la presencia de ese viejo hotel que parece albergar el fantasma de Madeleine. Por el contrario, ya en esta ocasión el cineasta apuesta por la inesperada desaparición del argumento de un personaje femenino que inicialmente ha sido presentado con especial importancia. Me refiero al encarnado por la citada Barbara Bel Geddes, a la que se dedicará un largo plano sostenido cuando desaparece por un pasillo, absolutamente derrotada al comprobar que ese Scottie al que ama, en realidad sigue enamorado por una mujer que ha muerto.

Esa voluntad rupturista, que tendrá su última expresión en esa conclusión abierta y nada tranquilizadora -uno de sus rasgos más impactantes, en una inesperada catarsis aún hoy día definida en múltiples y contrapuestas interpretaciones-, no evita que varias generaciones de aficionados, críticos, historiadores y espectadores, sigan fascinados una película que es mucho más que un drama de suspense o una historia romántica, aunque en sus infinitos tentáculos alberge esos dos puntos de partida. VERTIGO es toda una experiencia sensorial que, en el fondo, ahonda en lo más oculto de nosotros mismos. Y una obra magna, que permite secuencias tan inolvidables como la ya descrita que muestra entro colores verdosos y evocaciones del pasado la transformación de Judy en Madeleine, o la no menos extraordinaria del intento de suicidio de la segunda ante el puente colgante de San Francisco, convertido en todo un icono cinematográfico. En cualquier caso, si tuviera que elegir un breve pasaje de esta obra suprema, no dudaría en destacar ese breve momento en que Madeleine -transmutada de manera efímera en Carlota Valdés-, con su mano enguantada, señala el escaso margen de tiempo que alberga su existencia, en medio del tronco de una secuoia. Unos instantes casi de embrujo, en los que Scottie -y, con él, el espectador- por un instante, cree estar ante el antepasado de esta, que deambulará por ese bosque dominado por una neblina, en el que parece detenerse el tiempo, y en donde esta desaparecerá de manera repentina. Nunca antes ni después, Alfred Hitchcock se sintió más cerca en el manejo y la sublimación de los resortes del fantastique.

Calificación: 5

THE TEMPTRESS (1926. Fred Niblo) La tierra de todos

Absolutamente olvidado en nuestros días -en la actualidad, la evocación del periodo silente, se mantiene apenas con algunas comedias filmadas por Chaplin o Keaton, o ciertas muestras del cine fantástico-, lo cierto es que en la figura de Fred Niblo (1874-1946) se da cita a uno de los pioneros de Hollywood, que debutó en la gran pantalla de manos de Thomas H. Ince, y que extendió su andadura hasta bien entrada la década de los años treinta del pasado siglo. Realizador muy competente, aunque solo ocasionalmente inspirado, Niblo destacó en su trabajo con las incipientes pero idolatradas estrellas de Hollywood del momento: Douglas Fairbanks -THE MARK OF ZORRO (La marca del zorro, 1920); Rodolfo Valentino -BLOD AND SAND (Sangre y arena, 1922) o Ramón Novarro -BEN-HUR; A TALE OF THE CHRIST (Ben-Hur, 1925). También, dentro de este ámbito, y partir de ser descabalgado de su rodaje el cineasta sueco Mauritz Stiller, Niblo es designado como responsable tras la cámara, de la que sería la segunda película protagonizada por Greta Garbo en Hollywood tras la casi inmediatamente previa TORRENT (El torrente / Entre naranjos, 1926. Monta Bell), otra de las numerosas adaptaciones de novelas de Blasco Ibáñez, a las que recorrió tanto el cine melodramático USA de aquellos años.

Nos estamos refiriendo a THE TEMPTRESS (La tierra de todos, 1926). Que no dudo en destacar como la mejor de las películas de Niblo que he tenido ocasión de presencia -no son muchas, hasta el punto que en sus mejores momentos -esencialmente sus minutos de apertura y buena parte de los de cierre- pueden erigirse a la altura del extraordinario nivel que el arte cinematográfico asumía en aquellos años. La acción se inicia en el París del siglo XIX, donde pronto se nos presentará, a partir del fragor de una fiesta nocturna de disfraces, a la bella, misteriosa y distante Elena (Garbo), a la que, sin conocer aún, vemos como rechaza la proposición de un hombre de cierta madurez. Sin embargo, a la salida del acontecimiento será cortejada por el joven y apuesto Manuel Robledo (el español Antonio Moreno), viviendo ambos una velada apasionada junto al Sena, apenas sin conocerse, aunque emplazándose la noche siguiente en el mismo marco. Este último pronto descubrirá que Elena se encuentra casada con su amigo, el marqués de Torreblanca (Armand Kaliz). Desconcertado al descubrir su condición, ella le ratificará que solo le ama a él, acudiendo invitado con el matrimonio, a la multitudinaria cena que ha convocado el conocido banquero Fontenoy (Marc Macdermott). De manera sorprendente, este revelará públicamente el rechazo que Elene le brindó en los primeros instantes del film, suicidándose. La trágica situación, y el descubrir el doble juego que su inesperada amada mantenía entre el banquero y su propio esposo, hará que la abandone, pese a que ella le ratifique lo que le dijo la noche anterior; que ha sido el único hombre a quien ha amado. Robledo regresa a Argentina y, más en concreto, el entorno rural en la Pampa, donde se encuentran sus compañeros, con los que tiene previsto construir una presa. Allí retornará a un ámbito de placidez, en donde podrá controlar a su personal, hasta que de manera inesperada reciba la llegada desde París de su amigo el marqués y de su esposa Elena, que huyen de su ruina económica. Su efímero amado marcará distancias con la recién llegada, consciente de su seductora personalidad siempre lleva acarreados problemas entre los hombres. Poco a poco, la intuición del arquitecto se hará una sombría realidad. La injerencia de ‘Manos Duras’ (Roy D’Arcy), será quizá el rasgo más evidente en esta progresiva deriva, así como el elemento de rebelión que este comandará sobre su grupo de gauchos. Poco a poco, sin ella pretenderlo, esa extraña maldición que ejerce en torno a los hombres su presencia, tendrá en la árida región argentina en la que ha recalado, consecuencias de enfrentamiento e incluso de muerte. Muerte de su esposo, e incluso de otras personas que la desean, al tiempo que una reciente desesperación en torno a un Robledo que, secretamente, nunca ha dejado de amarla.

De todos es conocido -antes lo he señalado- que THE TEMPTRESS se inició en su proyecto por el sueco Mauritz Stiller, asumiendo muy pronto el mismo y su dirección Fred Niblo, puesto que el primero no se encontraba familiarizado con los modos de Hollywood. Sea como fuere, los primeros minutos de la película son absolutamente maravillosos y mágicos. Niblo acierta y dota de enorme sensibilidad la descripción de esa velada artística y el baile de disfraces que se vive en un nocturno París. Los escasos instantes que muestran el rechazo de la proposición de matrimonio del banquero -a quien entonces no conocemos- y, sobre todo, los momentos que expresan el encuentro con Robledo. Serán el preludio de unos instantes maravillosos, plasmados en los jardines junto al Sena, en donde se revelará el tan inexplicable como profundo amor revelado entre dos profundos desconocidos, como Elena y Manuel, quienes se despojarán de sus antifaces y se emplazarán al día siguiente. No cabe duda que, junto a algunos de sus momentos finales, nos encontramos ante unos pasajes revestidos de ese romanticismo tan perdurable y tan propio del mejor cine silente.

La película, no dejará de ofrecer en sus minutos siguientes jugosas audacias visuales. Desde la manera de trasladarnos hacia la figura del banquero -a partir de una fotografía suya enmarcada-, hasta esa interminable grúa de retroceso, que va a permitir describir la enorme mesa en la que se sitúan la ingente cantidad de invitados a la cena del magnate, con su agudo contrapunto con esos planos ubicados debajo de las mesas, que revelan la pulsión sexual de todos ellos.

Una vez THE TEMPTRESS se traslada a la Pampa argentina, preciso es reconocer que su metraje asume una cierta rémora al tener que asumir determinados clichés y servilismos de carácter folklorista, a la hora de trasmitir el modus vivendi del entorno gaucho. Ello se extenderá incluso al describir a los caballistas que comanda el siniestro ‘Manos Duras’, definiendo a este una estereotipada aura de villano. No obstante, pese a esos leves inconvenientes, el film de Niblo se irá caracterizando por una creciente densidad, sobre todo a partir de la llegada de Elena y su esposo a dicho contexto. El juego de las miradas, la irrenunciable sensualidad e innata capacidad de seducción de ella. El aparente rechazo, aunque, en el fondo, siempre latente atractivo que le liga por parte del arquitecto. Todo ello irá, en definitiva, forjando la tensión emocional e incluso sexual entre la pareja protagonista. Algo que provocará la ira de Robledo, al comprobar como Elena es capaz -de manera inconsciente- de revolucionar un entorno, bien sea suscitando la lascivia de ‘Manos Duras’, o bien propiciando que, en un enfrentamiento entre sus propios hombres de confianza, su fiel Canterac -un joven Lionel Barrymore-, apuñale, en un arrebato de ira, a otros de sus colaboradores, en medio de un enfrentamiento en torno a la eternamente provocativa joven.

Fruto de dicha coyuntura, THE TEMPTRESS brindará elementos magníficos. De entrada, más allá de percibir ya el magnetismo que envolvía a la Garbo, la película puede servir para recordar y reividicar el magnetismo, la virilidad y la frescura que expresa el hoy olvidado actor madrileño Antonio Moreno, a la hora de encarnar al joven y aguerrido arquitecto. En torno a su personaje y la interacción con las relaciones con Elena surgirán la tensa, violenta y casi irrespirable -aunque algo caduca- secuencia del duelo de látigos entre ‘Manos Negras’ y el joven. La posterior -repleta de erotismo y sexualidad reprimida- en la que Elena limpia de los regueros de sangre que surcan el cuerpo desnudo de Robledo, vendado para que sus ojos puedan salvarse. O la espectacularidad que revestirá el episodio de las torrenciales lluvias -heredando ecos de la previa BEN-HUR-, que desmoronarán parte de la presa ya casi concluida, en la que milagrosamente este sobrevivirá.

Todo ello, irá confluyendo en un extraordinario clímax, que nos retrotraerán a los mejores minutos -junto a los iniciales- de la película, iniciados por esos asombrosos planos que casi parecen asfixiar la ira de Manuel, cuando asciende por las escaleras al objeto de reencontrarse con una Elena, quizá con propósitos homicidas, aunque pronto se revele como una catarsis de rendición ante un amor que ambos no pueden controlar. Sin embargo, cuando este se manifiesta entre ellos casi como una redención, ella optará por marcharse de inmediato, casi a modo de sacrificio personal.

THE TEMPTRESS describe una elipsis de varios años, al trasladarnos de nuevo a Paris. Allí comprobamos la estabilidad profesional y emocional del arquitecto, que presenta en sociedad a su prometida. Entre el público asistente se encuentra una decadente y envejecida Elena. Manuel quedará sorprendido al encontrar a la que fuera su amada, en tan triste circunstancia. Apenas podrá conversar unos instantes con ella, quien, fingiendo indiferencia, en ningún momento revelará la permanente herida de sus sentimientos, y cuando se despida de ella, entregará ese anillo que en el pasado este le entregó como prueba de su amor, a un mendigo, a quien confundirá con Cristo. Tosdo ello, envuelto en una atmósfera llena de melancolía y tristeza perfectamente modulada. Cuando el film de Niblo se estrenó, con un final tan triste, Luis B. Mayer obligó a filmar una conclusión alternativa, de carácter más optimista, que al parecer era proyectada en aquellas ocasiones que era requerida.

Melodrama provisto de una envidiable fuerza dramática y una no menos remarcable fluidez narrativa, THE TEMPTRESS tan solo acusa una cierta querencia con el folklorismo y el estereotipo en sus pasajes descritos en la Pampa argentina. Escasas objeciones para un conjunto magnífico, revelador del mejor pulso de su artífice, del magnetismo que consagraría a su estrella femenina, es incluso del carisma de un actor hoy día injustamente olvidado.

Calificación: 3’5