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CINEMA DE PERRA GORDA

BROKEN CITY (2013, Allen Hughes) La cita

BROKEN CITY (2013, Allen Hughes) La cita

Producida por Mark Wahlberg, su principal estrella, BROKEN CITY (La cita, 2013. Allen Hughes) -pésima titulación en español- supone una curiosa y más que estimable mixtura de relato de acción de clara raíz comercial. Todo ello, con el intento de apechugar de un argumento de cierta complejidad, actualizando esa valiosa corriente de crítica institucional instaurada en la década de los setenta, que ha tenido su continuidad en periodos posteriores, fundamentalmente reiterado en valiosas cintas firmadas por los más destacados representantes de la ‘Generación de la televisión’- -Lumet, Schaffner, Pakula-. Entremedias de ambas vertientes, la película se resiente quizá de su excesiva querencia por los modos y manera del thriller de acción definido en los últimos años. Pero ello no impide que su conjunto aparezca lo suficientemente atractivo, que entre esos servilismos de producción -que por sí mismo tampoco hay que ubicar siempre en un casillero negativo- en numerosas ocasiones se imbriquen con las posibilidades reales de un relato que muestra el lado oscuro de la política norteamericana.

BROKEN CITY se inicia en la ciudad de Nueva York, epicentro de su base argumental. Pronto nos insertaremos no solo en el diagrama en el que se desarrollará la película; en torno a la figura del prestigioso alcalde Hostetler (Russell Crowe). Entre el staff de su entorno se encuentra el joven agente Billy Taggart (Whalberg), que se ha visto envuelto en un turbio caso de la muerte accidental de un delincuente, en su momento absuelto de un asesinato. Aunque la vista del homicidio no salga adelante por falta aparente de pruebas, el regidor si accederá a algunas de ellas, recomendando que Billy tenga que abandonar el entorno en que se ha desarrollado su trabajo. Ello le llevará a tener que deambular como paupérrimo detective privado, indagando en casos de infidelidades -faceta que la película tratará con tanto patetismo como sentido de la ironía-, e incluso teniendo que incidir de manera penosa en los pagos sobre sus servicios. Siete años después de su cese, será de nuevo Hostletler -que se encuentra en pleno periodo de campaña electoral para revalidar su cargo, y que se ha encontrado con un rival de creciente ascendencia; Jack Valliant (Barry Pepper)- quien reclamará sus servicios. Pero contra lo que el ilusionado Taggart presume, se trata de un encargo muy particular -también muy bien remunerado; 50.000 dólares-; que descubra la identidad del supuesto amante de su mujer -Cathleen (Catherine Zeta-Jones)-. Este se pondrá manos a la obra -de nuevo visualizaremos sus habilidades- a la hora de dar con el paradero de este, que pronto dilucidará se trata de Paul Andress (Kyle Chandler), nada menos que el jefe de campaña de Valliant. Antes de entregar las imágenes que certifican la relación, la esposa del alcalde le rogará no haga entrega de las mismas, ofreciéndole una cantidad similar. Sin embargo, Billy cumplirá con el encargo, aunque pronto comprenderá que algo oscuro se esconde bajo la simple misión, y que se certificará de manera trágica con el asesinato -en apariencia por un delincuente callejero- de Andrews. Todo ello, irá unido a la crisis sentimental vivida por el detective con su novia, que estallará en el estreno de una película independiente, donde esta protagonizará una secuencia de sexo, suponiendo el punto de partida de un implícito sentimiento de redención por parte del atormentado protagonista.

A partir de la muerte de Andrews, y la decidida intención del detective -una vez comprueba la realidad del desolado Valliant- de virar en su deseo de encontrar las razones del juego sucio del alcalde, la película se irá incardinando en una espiral de turbiedad, con un predominio de secuencias nocturnas, y atisbándose una maraña de intereses, luchas y tensiones, que irán de la mano con los últimos pormenores de una campaña electoral que de entrada tenía ganada el veterano alcalde, pero que poco a poco pondrá a prueba el cinismo, los recursos de viejo zorro, e incluso los temores del regidor, al verse progresivamente acorralado por un contrincante que alberga lo que él hace tiempo se dejó abandonado; la dignidad. Todo ello se dirimirá en una atractiva, aunque irregular, sucesión de acontecimientos, en la que destacará la presencia de un ritmo impecable que permite que el espectador siga con interés el relato. Sí que es cierto que este alcanza sus mayores cuotas de interés en sus secuencias intimistas y ‘a dos’. No solo se establecerán en las que protagonizan sus dos principales intérpretes -ambos espléndidos- y en los que el uso de la steadycam se revela pertinente a la hora de envolver y proporcionar auténticas chispas dramáticas a sus encuentros -en especial, el último que sostendrán, en el que se dirimirá el futuro que deparará a ambos-. Dentro de este recorrido de instantes, no se puede dejar de destacar la secuencia mantenida entre Billy, el desnortado candidato oponente y el jefe de policía, poco después del asesinato de su jefe de campaña, o incluso la evolución que se alberga entre el detective y su secretaria, que irá oscilando de la ironía entre ambos, hasta establecerse la frontera de una sólida relación de futuro. Destacaremos también las escenas que el detective compartirá con la esposa del alcalde, o incluso el -aparentemente casual- encuentro que mantendrá en un tren con Andress, quizá el instante en el que este se apercibirá de la humanidad del estratega. Sin embargo, dentro de este cómputo de pasajes, no puedo dejar de destacar el que considero mejor instante de la película; la visita inesperada de Taggart a los padres de su hasta entonces novia, en donde con sutileza y una ejemplar utilización de la planificación y la dirección de actores, se dirime un punto sin retorno en el protagonista, incapaz de mantener la relación con su pareja, y quizá a partir de ese momento planeando la búsqueda de una redención personal. Lo hará precisamente exorcizando de manera definitiva ese hecho que marcó su pasado, y en el que se sostiene la relación con su novia -hermana de la víctima del delincuente absuelto que mató accidentalmente-.

Y en ese sentido, hay que reconocer que esa búsqueda de redención se articula de manera superficial en el relato, como aparecerá también en un segundo término el trasfondo homosexual en la relación del asesinado Andrews, el candidato a quien alienta, e incluso el hijo del magnate inmobiliario, eje de las corruptas prácticas de Hostetler. Todo ello se encuentra en el debe de una película, con todo, atractiva, que en algunos instantes se dirime en el terreno del cine de acción. En este capítulo encontraremos la secuencia más inverosímil del relato; el descubrimiento entre la basura por parte de Billy, de unos planos del proyecto inmobiliario –qué casualidad-, eje de las prácticas corruptas del alcalde, prólogo de una percutante persecución, que culminará con la certeza de que aquellos documentos eran irrelevantes -¡!-.

BROKEN CITY culmina de manera cálida, con la asunción de Taggart de un futuro en el que deje atrás las pesadillas de su pasado, envuelto en una temperatura emocional que solo en pocas ocasiones hemos contemplado en el metraje previo. No por ello hemos de dejar de reconocer la dignidad y el apreciable resultado de una película que funciona como relato mainstream y que, al mismo tiempo, en algunos momentos apunta a una hondura de planteamientos, eso sí, en pocas ocasiones alcanzados con plenitud.

Calificación: 2’5

NOOSE FOR A LADY (1953, Wolf Rilla)

NOOSE FOR A LADY (1953, Wolf Rilla)

Poco a poco vamos descubriendo alguno de los perfiles en la filmografía -veintiún largometrajes en dos décadas como realizador- de Wolf Rilla, realizador de origen alemán, establecido en Gran Bretaña desde sus primeros años de adolescencia junto a su familia. Hasta el momento son solo seis los títulos suyos que he podido contemplar, en una trayectoria de la que apenas se destaca la mítica que alberga su magnífica propuesta fantastique -adaptación de la novela de John Wyndham- VILLAGE OF THE DAMNED (1960). En cualquier caso, en todas aquellas propuestas visionadas hasta el momento, vislumbro por un lado una capacidad para las atmósferas sórdidas, combinadas con un acercamiento a la psicología de sus personajes, tal y como podría demostrar en este último ámbito la brillante comedia BACHELOR IN HEARTS (Bachiller de corazones, 1958) a partir de un guion casi autobiográfico de Frederic Raphael.

NOOSE FOR A LADY (1953) supone su debut en el largometraje, dentro de una producción de la Anglo-Amalgamated, auspiciada por el ya veterano Victor Hanbury. Un relato que apenas supera los 70 minutos de duración, dominado por un contexto de clara serie B -actores poco conocidos, aunque todos ellos eficacísimos, rodaje en contados, pero bien utilizados escenarios- que se inicia con un rótulo revelador, que más o menos señala "Es mejor que cien culpables escapen que un inocente sea ahorcado". La premisa dará paso a la sobria -casi valdría mejor señalar ascética- descripción- de la sentencia a la aún joven Margaret Hallam (Pamela Alam) que ha sido condenada a muerte por el envenenamiento de su esposo. Aunque ella en todo momento apela a su inocencia las pruebas son ineludibles, por lo que es encarcelada, en unos planos concisos e inapelables, que parecen adquirir una cadencia bressoniana. Hasta la cárcel se acerca su hijastra Jill Hallam (Rona Anderson), transmitiendo a Margaret su convicción de no ver en ella a la culpable, y el deseo de ayudarla, cuando queda poco más de una semana para que la horca acabe con ella.

El destino apelará a que el primo -Simon Gale (notable Dennis Price)- de la condenada acuda desde Uganda para encontrarse con ella hasta su casa, comprobando a partir del relato de Jill de las tristes circunstancias que se ciernen sobre esta, y decidiendo actuar de manera activa para intentar encontrar al auténtico culpable, convencido como está de su inocencia. Ello le llevará a una incisiva investigación que revelará los claroscuros del entorno habitual del asesinado, en donde de manera creciente se despejará el puritanismo de un entorno que representan las fuerzas vivas de la población. Basada en un guion de Rex Rienits, a partir de una novela de Gerard Verner, que previamente emergió como serial radiofónico, NOOSE FOR A LADY de entrada confirma uno de los rasgos del cine posterior de Rilla, como fue la asumida imitación de propuestas argumentales previamente ensayadas en otras producciones de mayor impacto comercial. Ello no es nada malo en sí mismo, y en esta ocasión, en sus mejores momentos, acerca la película a propuestas filmadas algunos años antes por Robert Siodmak o, en su conjunto, recuerda en su planteamiento, algún célebre título del francés Henri-George Clouzot, como fue el magnífico y ya lejano LE CORBEAU (1943).

Esa capacidad descriptiva de un personaje que derrochó perversidad durante su existencia -el asesinado- y la facultad que albergaba para mantener en sus dominios psicológicos a relevantes personas de su entorno, conocedor de los trapos sucios de su pasado, atesoran lo más valioso de esta modesta pero siempre estimulante drama psicológico. Todo ello irá ligado al seguimiento de la investigación, al interrogatorio de las víctimas, al asesinato que se producirá a un oscuro y aislado personaje que poco antes había salido de la cárcel, y a una serie de convenciones, que bien podrían hacerla parecer una nueva adaptación cinematográfica del universo de Agatha Christie, en la que Gale ejercerá como inesperada y cotidiana referencia de un novedoso Hércules Poirot. En la confluencia de ambas vertientes, el film de Rilla logra adquirir un extraño equilibrio, aunque es cierto que asume una mayor densidad en las breves pinceladas en las que muestra la creciente desesperación de la condenada, al ver cómo se va a cercando la fecha de su ejecución y no se observan avances -su grito desgarrado al sacerdote al señalar que no se produce un milagro en torno a ella dentro de su inocencia-. A partir de esas premisas, y sin desdeñar la eficacia mecánica que esgrimen todos aquellos elementos que describen las indagaciones del improvisado detective -con especial mención en la secuencia coral donde que descubrirá al auténtico asesino-, lo cierto es que adquieren un muy superior interés, aquellos pasajes confesionales e intimistas, en que varias de las personas que irán adquiriendo una progresiva condición de sospechosos confesarán a Simon las debilidades y hechos ocultos del pasado, que fueron utilizados con crueldad por el asesinado -a quien obviamente nunca conoceremos, puesto que el relato respetará siempre una estructura lineal, pero que curiosamente se encontrará presente en dichas evocaciones-. En esos momentos, descbriremos el drama que atenaza el centenar de muertos que provocó por un error en la pasada contienda, esa supuesta tía y sobrina que esconden en realidad ser una hija de la otra, o el siniestro sr. Upcott (Charles Lloyd Pack), que oculta un terrible hecho en torno a su desaparecida esposa, y cuya propia y untosa presencia física, lo hace parecer casi como uno de los personajes encarnados pocos años antes por Peter Lorre en el seno de la Warner.

En cualquier caso, junto al logro de esa atmósfera opresiva en las progresivas confesiones de los posibles sospechosos, hay ocasiones en las que Rilla brinda pinceladas de virtuosismo cinematográfico, en instantes que aparecen de entrada poco relevantes. Uno de ellos, en mi opinión el instante más valioso de la película, se ubica en el último tercio del relato, cuando Jill, que está conversando con David, le indica que le ha llamado el dr. Evershed (Ronald Howard). Este se marcha a conversar con él, diciendo que volverá, y la joven se quedará sola con una copa en la mano, acercándose hacia una mesa en la que se encuentra un retrato de la condenada, mirando desafiante la imagen, mientras la cámara describe un inquietante, elegante y revelador movimiento de cámara. La esencia de la película se encuentra representada en ese preciso momento.

Calificación: 2’5

THE MORE THE MERRIER (1943, George Stevens) El amor llamó dos veces

THE MORE THE MERRIER (1943, George Stevens) El amor llamó dos veces

Junto a la magnífica y olvidada PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1941), considero que THE MORE THE MERRIER (El amor llamó dos veces, 1943) el punto más elevado de la filmografía de George Stevens durante la década de los cuarenta y, por supuesto, en el conjunto de su obra -unamos a ellos A PLACE IN THE SUN (Un lugar en el sol, 1951)-. Si en el caso de la primera de las comedias citadas, protagonizada por unos magníficos Cary Grant e Irene Dunne, se apostaba de manera decidida -y en no pocas ocasiones de manera casi conmovedora- en los confines del ámbito sentimental, el título que nos ocupa se interna por diversas vertientes del género, y hay que reconocer que esa mixtura de facetas se alberga con una armonía en ocasiones deslumbrante. Desde el sentido de inmediatez que propone su base argumental, la mirada satírica que establece en ese entorno bélico dentro de su influencia en la vida urbana, pasando por la incorporación de elementos y episodios completos ligados al burlesco silente, ecos de la screwball comedy, sin desdeñar, como no podía ser de otra manera esa vertiente de comedia sentimental, que Stevens incorpora además de manera muy singular.

Todo ello se aúna, de manera sorprendente y con giros siempre llenos de ingenio, a partir de la base argumental pergreñada al alimón por Robert Russell, Frank Ross -esposo de la protagonista, Jean Arthur-, Richard Flournoy y el también director Lewis R. Foster, a partir de la base emanada, sin acreditar, del experto Garson Kanin. Ambos configurarían un guion casi sin fisuras, en el que cualquier circunstancia que pudiera parecer superficial, no dejará de formar parte del complejo engranaje narrativo que, de manera sorprendente, es expresado ante la cámara con una alternancia de modos y situaciones, sin que en ningún momento atisbemos altibajo o desequilibrio alguno. THE MORE THE MERRIER se inicia con el relato irónico de una voz en off -adelantando modos propios de un Billy Wilder- que nos introduce en la caótica vida diaria de Washington en periodo de guerra. La ciudad carece de plazas de alojamiento -veremos una sucesión de rótulos indicando dicha imposibilidad de obtener habitaciones-, en un contexto en el que se observa la abundancia de mujeres y, por el contrario, carencia de hombres -muchos se encuentran luchando entre los aliados en la II Guerra Mundial-. Todo ello, conformará unos primeros instantes dominados por el divertido contraste marcado en el relato del cronista y lo que muestran las imágenes. De dicho contexto emergerá la figura del veterano y adinerado Benjamín Dingle (un impagable y oscarizado Charles Coburn), quien comprobará en carne propia la problemática de la ciudad al acceder a un hotel en donde se le había reservado habitación… dos días antes de lo previsto. Ante la inesperada situación, se enterará por un anuncio de prensa del alquiler de la habitación de un apartamento por parte de la joven oficinista Connie Milligan (magnífica Jean Arthur). Esta brinda dicho alquiler -sin especial convicción- para mostrar su lado patriótico ante la carencia de hospedaje que atenaza la capital norteamericana. Pese a la cola de clientes que se enraciman en la puerta del edifico de apartamentos, Dingle demostrará ante nosotros su astucia al colarse delante de todos ellos y, lo que es peor, logrará vencer la reticencia de Connie, que pretendía ofrecer el alquiler a una mujer. Una vez ubicado en su habitación, el veterano huésped, por un lado, se someterá el estricto rito diario de incorporación a la jornada, pero muy pronto percibirá la ausencia de asidero sentimental en la muchacha. Por ello utilizará una nueva añagaza -incorporada quizá de manera un tanto arbitraria- al subarrendar la mitad de sus dependencias a un joven oficial que se encuentra en misión puntual en la capital, antes de viajar a África a desarrollar otra de carácter secreto. Se trata de Joe Carter (brillante Joel McCrea), del cual Connie no ha tenido noticia alguna, y del que se entera de su presencia como hospedado -estableciéndose entre ambos un instantáneo flechazo- durante su primera mañana en su habitación. Sin embargo, pese a los deseos del mefistofélico Dingle, la protagonista se encuentra prometida de un destacado y atildado funcionario -Charles J. Pendergast (Richard Gaines)-, que incluso en un momento determinado, apuesta por una rápida boda con ella. No cuenta con las aviesas artes del veterano e inesperado apoyo de la casi imposible pareja, a quien el destino le hará conocer a Pendergast, y que no dudará en horadar las resistencias marcadas en la inesperada relación entre Connie y Joe. Algo que, en el fondo, anida en el sentimiento más profundo de ambos, y que solo las apariencias -y las circunstancias- impide que se consolide como en su interior anhelan.

THE MORE THE MERRIER pronto entra en materia a partir de ese sorprendente e irónico inicio, y lo hace acertando casi desde el primer momento con la espléndida utilización del apartamento clave de su argumento y que en no pocas ocasiones se erige casi como principal protagonista de la función. Lo hará como por contraste, y que la cámara de Stevens acierta a mostrar unos exteriores que bullen incluso de esa desmesura en la población, en esas secuencias nocturnas en las que la pareja protagonista sortea por las calles la presencia de las relaciones de otras tantas de manera inesperada. O la garra que alberga la secuencia en la terraza del edificio de apartamentos, donde numerosos vecinos casi de hacinan para disfrutar y, quizá con ello, aislarse de la rutina cotidiana. Ello sin olvidar este hall del edificio de apartamentos, donde cada noche duerme un considerable número de inesperados inquilinos masculinos.

A partir de estas premisas, y como señalaba con anterioridad, la película acierta plenamente al plantear una armoniosa mixtura de diferentes estilos de comedia, y logrando con esa arriesgada combinación un resultado magnífico. Vayamos con algunos de dichos ejemplos. La herencia slapstick queda representada de manera muy pertinente -y magnífica- en el largo e hilarante episodio que describe la organización de actividades matinales entre Connie y Benjamín, trufados de situaciones incluso absurdas en su comicidad, en las que no cuesta -antes, al contrario- evocar el universo de la inmortal pareja de Laurel & Hardy -en la que Stevens participó de manera muy directa en numerosas ocasiones-. Es más, en no pocos momentos, o incluso ante la presencia de ciertos gags -esos pantalones que aparecen y desaparecen- Charles Coburn no deja de transmitirnos en su actitud, ecos del jamás igualado tándem de cómicos. En contraposición, la presencia de episodios marcado por la screwball comedy nos permite pasajes tan divertidos como el vodevilesco episodio del encuentro entre Connie y Carter, dirimido con una impagable sucesión de salidas y entradas y el vaivén de puertas, hasta que en el primer contacto entre ambos -con una Connie con la cara embadurnada con cremas- se dirima la primera chispa entre ambos. Esa tendencia tendrá su prolongación en la magnífica secuencia en la que se dirime una llamada del prometido de Connie -que ni ella ni Carter desean- en cuya ausencia se posibilitaría que ambos pudieran cenar juntos, hasta que la llegada de un niño inoportuno destroce dicha oportunidad -Connie había descolgado discretamente el auricular-. Y ese tono alocado se extenderá pocos instantes después en la escena de la cena de la muchacha con su prometido, que pronto abortará Dingler al llevar hasta allí a Carter, iniciándose una muy divertida situación en la que no faltará el avasallamiento al joven por parte de numerosas muchachas, ansiosas de encontrar elemento masculino -se manifestará en varias ocasiones la equivalencia de ocho mujeres por hombre en ese Washington, donde una gran cantidad de ellos se encuentran en la contienda-. Pero esa querencia screwball se extiende incluso más adelante cuando unos agentes detengan a Carter y Connie, a partir de la estúpida denuncia de aquel niño antes señalado, permitiendo una no menos hilarante secuencia en el interior de un taxi que culmina con una delirante humillación de Pendergast, persiguiendo a un periodista y resbalando incluso ante la lluvia.

En todo caso, uno no deja de sentirse especialmente cercano a aquellas secuencias en las que THE MORE THE MERRIER se inclina por los meandros de la comedia romántica, siempre centrándose en esa joven pareja, enamorada casi a pesar suyo. Y en una comedia que me recuerda constantemente la maravillosa y previa THE SHOP AROUND THE CORNER (El bazar de las sorpresas, 1940. Ernst Lubitsch), destacan numerosos instantes en los que dicha vertiente predomina. Lo hará siempre utilizando la elipsis, la utilización de las dependencias del apartamento como elemento de articulación de dicha relación, no podemos dejar de destacar esos instantes en los que Dingle lee a Carter los pasajes del diario de Connie que revelan la simpatía que le profesa. O la hermosa escena en la que el primero regala a la muchacha un bonito maletín de despedida, y la fuerza de los primeros planos de ambos revela el sentimiento que se profesan. Ello antes de contemplar a una Connie llorando herida en su intimidad, al haber revelado Dingle los sentimientos reflejados en su diario. Más adelante nos llegará a conmover la declaración de amor de la joven pareja mientras se encuentran en la penumbra dentro de sus respectivas habitaciones, y la cámara se acerca a sus rostros. Por el contrario, como antes señalaba, la elipsis dejará de lado la celebración de esa inesperada boda, que en el fondo ambos anhelan.

Más de dos décadas después, esta espléndida comedia de George Stevens fue objeto de un remake, desarrollado en las Olimpiadas de Tokio, con WALK DON’T RUN (Apartamento para tres, 1966. Charles Walters). A pesar de suponer la despedida cinematográfica de Cary Grant, se trata de una comedia que goza de muy poca fama. Sin llegar a la altura del título que comentamos, no puedo estar más en desacuerdo con dicha valoración.

Calificación: 4

TEMPTATION HARBOUR (1947, Lance Comfort) Brumas de tentación

TEMPTATION HARBOUR (1947, Lance Comfort) Brumas de tentación

Se suele considerar TEMPTATION HARBOUR (Brumas de tentación, 1947) la cima de la filmografía del británico Lance Comfort. Alguien del que poco a poco algunos comentaristas estamos intentando desentrañar de las telarañas del olvido. Es algo que la magnitud de su propia obra nos viene ratificando descubrimiento tras descubrimiento. Lo malo es que quedan muchos exponentes aún pendientes de visionado, lo que por un lado emerge como un objetivo, pero al mismo tiempo no deja de ser frustrante, sobre todo para aquellos que nos encontramos fuera del grado de difusión que dicha producción alcanza en tierras inglesas -todavía no completa-. Hasta el momento he podido visionar una decena de los cerca de cuarenta títulos que el cineasta británico rodó a lo largo de unas dos décadas, y he de confesar que el balance de ellos es más que satisfactorio, ubicándose varios de ellos entre los más valioso generado por el cine inglés de su tiempo. De entre los que he podido contemplar, pondría la inmediatamente posterior DAUGHTER OF DARKNESS (1948) -quizá mi Comfort preferido de cuantos he visto hasta el momento- por encima de esta, con todo, excelente película, ubicada además en el periodo de mayor esplendor profesional e industrial del cineasta, e inmersa dentro de una especie de edad de oro del cine inglés.

Nos encontramos en un periodo de especial febrilidad en el cine mundial, en los primeros años tras la finalización de la II Guerra Mundial. En medio de una sociedad occidental aún convulsa, las diferentes vertientes del noir manifestaban no pocos de sus mejores exponentes, escondiendo tras sus ficciones de género el retrato de una sociedad traumatizada. Daba lo mismo que desde USA surgiera la excepcional OUT OF THE PAST (Retorno al pasado, 1947. Jacques Tourneur), en Francia la magnífica PANIQUE (1946, Julien Duvivier) o en la misma Inglaterra un exponente tan doloroso como ODD MAN OUT (Larga es la noche, 1947. Carol Reed). A estos y otros exponentes queda ligado el espléndido título de Comfort, al igual que el de Duvivier, tomando como base una novela del francés George Simenon. En concreto, lo hace de ‘El hombre de Londres’, llevada a la pantalla pocos años antes -1943- por Henri Decoin y, muchos años después, en 2007 de la mano de Béla Tarr, que en esta ocasión traslada un escenario francés por otro británico.

Desde el primer momento, preludiado por el bellísimo tema musical de Mischa Spoliansky -su tema de conclusión, será asimismo fundamental para envolver los conmovedores instantes finales del relato-, muy pronto -incluso en dichos créditos- percibiremos uno de los mayores aliados de la película; una vigorosa ambientación de época, alentada por la portentosa iluminación en blanco y negro de Otto Heller. Lo ratifica en un relato abundante en secuencias nocturnas y de interiores, donde el espectador siente la humedad -física y moral- de una sociedad herida, alienada y embrutecida. Nos encontramos en la localidad de Dover, en la costa inglesa del Canal de la Mancha. Para ello, nada mejor que iniciar su argumento con esos deslumbrantes y precisos planos de grúa que muestran a la masa olvidando sus penas y divirtiéndose en una feria. Será el preludio para la presentación del hogar protagonista. La joven Betty Madison (Margaret Barton), que deja la feria y se dirige a la modesta vivienda en la que vive junto a su padre -Bert Mallison (un portentoso Robert Newton)-. Este es un guardavía que trabaja junto al puerto, viudo de algunos años atrás, que solo cuenta con la compañía de su hija, quien lo atiende con verdadera veneración. En el modo de vida de padre e hija percibimos por un lado la enorme modestia de su economía -la joven trabaja en una carnicería, e incluso con los ingresos de ambos mantienen estrecheces-. Por otro, la rectitud, lindante en ocasiones con la intransigencia y con otro con la comprensión e incluso la vulnerabilidad de su personalidad. En una noche en la que cumple con su trabajo, logrará contemplar una pelea nocturna entre dos hombres, en la que uno de ellos es asesinado y tirado al puerto con un maletín. Huido el agresor, Bert se tirará al agua con la intención de socorrer al empujado, sin éxito, pero sí recuperará el maletín que este portaba, que contiene un botín de cinco mil libras.

Todo ello será el inicio de un argumento que se dispara a varias vertientes, quizá no excesivamente novedoso, pero indudablemente revestido de una enorme densidad dramática, que se dirimirá a través de tres subtramas incardinadas entre sí. La principal serán las dudas mantenidas por el hasta entonces íntegro protagonista, dispuesto a entregar a la policía la maleta encontrada en las aguas del puerto. De otra la intención de Jim Brown (William Hartnell), el otro protagonista de la pelea nocturna contemplada, empeñado en recuperar esa maleta -fruto del robo de una señal de compra- que, intuimos, le resulta necesaria para una compleja relación familiar. Finalmente, se incorporará a estas el encuentro del protagonista con la joven Camelia (Simone Simon), colaboradora en una sórdida atracción de feria, en la que Mallison verá una efímera posibilidad de futuro sentimental, mientras ella intuirá en el rudo operario una oportunidad de emerger de su poco estimulante existencia, e incluso plantearse un retorno familiar a su Francia originaria.

A partir de estas premisas, lo verdaderamente espléndido de TEMPTATION HARBOUR reside en la capacidad de plasmar personajes densos, dominados por sus contradicciones y, con ello, empatizar con el espectador a la hora de compartir sus respectivas vulnerabilidades. Es algo que percibiremos desde el primer momento en la oposición interna y constante que expresará el protagonista -recurriendo incluso en contadas ocasiones con la voz en off-, dudando en todo momento entre optar por devolver ese dinero o, por el contrario, utilizarlo para revertir una vida llena de carencias y penalidades. A bastante menor escala, el rol encarnado por Simone Simon también nos permite una serie de disgresiones y elementos de humanización, en torno a su nada oculta sensación de ligarse al protagonista, para intentar encontrar en torno a su inesperada riqueza un asidero de futuro. Sin embargo, la gran sorpresa en este sentido se encuentra en el personaje de Brown, el agresor que contemplamos en los primeros minutos, y del que a lo largo del relato se produce una constante alteración de luces y sombras, planteándolo de manera aleatoria como un hombre amenazador o, en su defecto, alguien vulnerable que esconde una tragedia familiar notable -la secuencia en la que habla por teléfono y posteriormente se encuentra con su esposa-. Esa dualidad de alguien capaz de todo por recuperar ese botín -intuimos que parte de él para pagar gastos en torno a una enfermedad de su hijo-, pero al mismo tiempo aparecer inesperadamente incluso como víctima -el angustioso bloque en el que apenas puede sobrevivir encerrado en una cabaña junto al mar- envuelve y enriquece un personaje de inesperados matices, al tiempo que con su deambular se articulan no pocas de las mejores secuencias de una película pródiga en ellas.

Y es que, a fin de cuentas, TEMPTATION HARBOUR deviene en una propuesta tan áspera, con tanto doloroso aroma de posguerra, tan inquietante en sus instantes tan duros, como conmovedora en algunos de sus pasajes más intensos. Lance Comfort acierta al imbricarse en una atmósfera en ocasiones irrespirable, dentro de un aura de lacerante poesía dramática, aunándose en todo momento con la ayuda de la ya citada, espesa y densa iluminación de Otto Heller. Todo ello le brindará una mirada oscura y escasamente esperanzada, en la que apenas hay lugar para seres positivos -apenas podemos destacar como tales a Bert y su hija Betty-. A su alrededor y en un contexto de dura posguerra -cuyas consecuencias no se perciben visualmente, pero se encuentran presentes en el over narrativo-, el cineasta británico articula esa danza en torno a un personaje condenado al fracaso. Alguien que suponemos durante toda su vida ha estado marcado por la rectitud -de manera primitiva- en su comportamiento, pero que dudará, de manera humana, aunque una inesperada circunstancia que le permitiría emerger de su entorno casi marginal. En su alrededor veremos una serie de seres mezquinos -los tenderos que han empleado a su hija, los dueños de la lúgubre atracción de ferie en la que se encuentra Camelia, incluso el puntilloso inspector Dupre (Marcel Dalío), tan solo buscando recuperar el anhelado botín-. TEMPTATION HARBOUR deviene en una dolorosa balada, en una mirada colectiva dentro de una sociedad herida. Antes lo señalaba, en torno al personaje de Brown se dirimen no pocas de las secuencias más inquietantes del conjunto, como aquella que describirá la visita nocturna al hogar de los Madison, o todo lo acontecido en esa angosta cabaña costera, donde este queda encerrado, y su pelea final con el protagonista, encierran en ambos casos ecos de la poética del terror instaurada por Val Lewton en la RKO, siempre con el uso de fuertes claroscuros fotográficos.

Y una película que fue dada por perdida durante décadas, hasta que en 2013 se encontró una copia en los archivos del British Film Institute, lo cierto es que sus minutos finales resultan tan inusuales en su plasmación, como cercanos a nuestra empatía con el protagonista. Bert, que ha matado de manera accidental a Brown cuando en realidad solo pretendía socorrerlo en su inanición, comprenderá que no hay salida para él en este mundo. Todo ello, pese a las recriminaciones que le brindará Camelia -quien en un momento dado le transmitirá una auténtica compasión- y al hecho de abandonar al único ser que en verdad ama; su hija. Todo ello se describirá en unos pasajes de casi dolorosa musicalidad. Toda una ceremonia de la autoinmolación, envuelta de nuevo por el excelente fondo musical de Mischa Spoliansky y, sobre todo, la entrega de un Robert Newton, cuyo rostro en primer plano acierta a expresar con tanta intensidad como resignación, que ya no tiene sentido su existencia.

Calificación: 4

LE CAPORAL ÉPINGLÉ (1962, Jean Renoir) [El cabo atrapado]

LE CAPORAL ÉPINGLÉ (1962, Jean Renoir)  [El cabo atrapado]

Nos encontramos en el inicio de los 60, donde a mi modo de ver el arte cinematográfico se encontró ante una de sus cimas. Sería un cénit que se produciría en la confluencia de la emergencia de toda una generación de nuevos realizadores, en las principales cinematografías del mundo. Y, junto a ello, se produciría la casi ritual retirada de grandes cineastas, parte de los cuales proporcionaron obras testamentarias, que en buena medida han pasado a la historia del cine. Pues bien, uno de dichos exponentes lo manifestaría el francés Jean Renoir con LE CAPORAL ÉPINGLÉ (1962) coronando con ella una filmografía que, en líneas generales, no vivió en sus últimos exponentes demasiados timbres de gloria.

Estimada como una singular derivación de una de sus grandes obras -la lejana en el tiempo LA GRANDE ILLUSION (La gran ilusión, 1937)- en esta ocasión su argumento -en el que también participaría de manera anónima Charles Spaak- traslada el ámbito de la I Guerra Mundial a la II. En el extraordinario título antes señalado, la cercanía y el pálpito de una cercana contienda, nos trasladará a la propia atmósfera política que se vivía en la Francia del Frente Popular- Por el contrario, su contraposición se centró en una sociedad de inicios de los sesenta, anclada ya en un periodo de progreso, y a nivel cinematográfico imbuida por completo en el influjo de su Nouvelle Vague. A partir de ese entorno, la película se inicia con la equívoca severidad del tema musical de Joseph Kosma y la presencia de terribles imágenes documentales, que contrastará de manera rotunda con la plasmación de la cotidianeidad de la invasión nazi a Francia de 1940. En dicho contexto nos adentraremos en las vivencias de un acomodado cabo, encarnado brillantemente por Jean Pierre Cassel, quien junto al humilde Pop (Claude Brasseur) y el temeroso Ballochet (Claude Rich), se encuentran confinados como presos en un campo destinado en tierra alemana. Será en un ámbito donde el primero de ellos no dejará a lo largo de la película de prolongar sus tentativas para huir del mismo, siendo en todas las ocasiones vuelto a detener, sometido a castigos y reinsertado en dicho entorno.

Hay dos elementos que operan en contra de LE CAPORAL ÉPINGLÉ. El primero, la falta de intensidad que alberga buena parte de su metraje y unido a ello, la sensación de reiteración que se establece en la reiterada peripecia de huidas -que, por cierto, en LA GRANDE ILLUSION se omitían al espectador-. Ello da pie, unido a la atonalidad que brinda la iluminación en blanco y negro de Georges Leclerc, a una sensación de poco estimulante desdramatización que, en algunos instantes, deriva incluso en la búsqueda de cierto sentido del humor chusco y de escasa efectividad. No soy el primero en señalar que se puede detectar con facilidad un cierto grado de senilidad en la apuesta humanística de Renoir, en este caso ahogada por la sensación de reiteración y, sobre todo, carencia de spirit, que se ve reforzado por una puesta en escena apagada y en buena medida complaciente. Es por ello que se va teniendo en buena medida una cierta percepción de película apagada y sin fuerza. Como aquello que en sus mejores momentos dotó de personalidad al cine de Renoir -siempre más irregular de lo que se le suele reconocer- apenas aparece en una base argumental que parte de la novela de Jacques Perret y que, en más momentos de lo deseable, da la impresión de que estar filmado por cualquier realizador de segunda fila. Es más, a la hora de definir a la fauna humana que encarna a los oficiales nazis, todo queda envuelto en un contexto de escasa definición.

Por fortuna, no todo se encuentra a la misma limitada altura. Hay pequeños pasajes y episodios, ya que la película en última instancia se dirime en una sucesión de secuencias dominados por una similar argumentación, que consiguen insuflar vida propia al conjunto. Me refiero, por ejemplo, al que describe el intento de huida del cabo y Pop en un tren, donde se encontrarán con otro huido que se encuentra camuflado como travestido, dando como fruto un episodio en tono de comedia que virará en un aura determinista, una vez el protagonista se introduzca en la cantina e intente huir, planteándose en dicho deseo una sensación de déjà vu ante la joven camarera. Esa presencia de instantes dominados por cierta garra dramática, se verá complementado ante la dura escena confesional de Bachollet, en la que este revela al joven cabo la cobardía que asumió en el primer intento de huida -simulando perder sus gafas- algo que este conocía desde aquel mismo momento. El brillante pasaje intimista tendrá su prolongación ante una deliberada catarsis por el hasta entonces temeroso joven, quien no dudará en exteriorizar una cierta revelación, hasta el punto de decidir fugarse de manera directa entre la noche, sabiendo el cabo que eso supondrá su acribillamiento por parte de la guardia nazi, como así sucederá, en unos instantes dominados por la tensión y una sensación inevitable de tragedia, que se sitúan sin duda entre los más valiosos de su conjunto.

La película también alcanzará una cierta intensidad emocional con la relación que el protagonista mantendrá con una joven enfermera alemana que se encuentra en la ciudad. Se trata de Erika (Conny Froboess), hija de una veterana odontóloga a la que acuden vigilados varios presos con problemas mentales, que, en sus escasos contactos con el cabo, insuflará a este de cierta autoestima y sentimiento de esperanza. La última intentona de fuga del protagonista, se iniciará con una secuencia heredera del nonsense, que por momentos parece sacada del universo de Jacques Tatí, y que, de manera descuidadamente repentina, le trasladará junto a sus dos compañeros al propio despacho de odontología, donde Erika les proporcionará ropa adecuada. Ello dará pie a unos minutos atractivos, donde uno de los huidos será pronto capturado por agentes y los dos restantes se camuflarán en una comitiva funeral y luego en un viaje en tren, donde transportarán la corona que por error se les ha entregado. Serán unos minutos tensos y claustrofóbicos, que de manera inesperada culminarán con un inesperado bombardeo cuando ambos habían sido identificados, en una secuencia de inesperada conclusión, cuando un pasajero borracho proporcione un giro surrealista a la misma. Nos encontraremos en una parte final donde el interés de LE CAPORAL ÈPINGLÉ se eleva de manera definitiva, hasta unos pasajes finales, donde el cabo y Pop se internan por la campiña hasta atisbar la frontera francesa, lograr el apoyo de un matrimonio campesino y, en su última secuencia, sin duda la más hermosa de su conjunto, una vez ambos se encuentren en pleno París, en donde se transmitirá el intenso rasgo de amistad presente entre ambos. Son todos ellos, bloques que permiten definir este último largometraje de Jean Renoir, como un conjunto apreciable, dentro de un conjunto donde aparecen en más ocasiones de las deseables, la sensación de un cineasta carente de ideas.

Calificación: 2’5

IPNOSI / HIPNOSIS (1962, Eugenio Martín) Hipnosis

IPNOSI / HIPNOSIS (1962, Eugenio Martín) Hipnosis

Siempre he pensado que dejando de lado la producción generada en las últimas tres décadas, en donde se aúnan algunas propuestas originales con un ya consolidado nivel de producción, lo mejor del denominado fantaterror se encuentra en los últimos años cincuenta y primeros sesenta. Es decir, cuando el espíritu de la serie B y el cine de género aún no estaba contaminado por una tendencia al subproducto que ha lastrado, mal que les pese a algunos, buena parte de dicho corpus posterior. Por el contrario, en este periodo se suceden una serie de títulos que fundamentalmente articulan en su puesta en escena, no solo ecos de grandes referentes del género, sino que esa asimilación de fórmulas de probada eficacia se traduciría en productos modestos, pero no carentes de atractivos, algunos de los cuales aparecen dentro de la pequeña historia de nuestro cine.

Es un contexto este al que pertenece por derecho propio IPNOSI / HIPNOSIS (Hipnosis, 1962), segundo largometraje de Eugenio Martín -que una década después nos proporcionaría otra reconocida muestra del género con el interesante PÁNICO EN EL TRANSIBERIANO (Pánico en el transiberiano, 1972)-. Nos encontramos ante una coproducción a cuatro escalas -España, Francia, Italia y Alemania Occidental- que concita en su premisa argumental varias corrientes del thriller y el cine de terror. Resulta, por tanto, fácil detectar en sus costuras la herencia de un subgénero tan poco estimulante como el kriminal alemán -del que, justo es señalarlo, se distancia con ventaja-. La elección como subtrama de las historias de ventrílocuos con sus inquietantes muñecos -con referentes tan ilustres como el segmento de Alberto Cavalcanti en la colectiva DEAD OF NIGHT (Al morir la noche, 1945. Cavalcanti, Dearden, Crichton y Hamer). Finalmente, la película se encuentra rodada en unos años donde se encontraba consolidado -fundamentalmente desde Inglaterra- un formato de thriller psicológico, auspiciados por realizadores británicos como Seth Holt o Guy Green, entre otros. Serán los tres vértices sobre los que girará una película bastante más interesante en el tenso tratamiento y la atmósfera que desprende su desarrollo, que en la insuficiente e incluso atropellada base argumental en la que se envuelve.

HIPNOSIS se inicia de manera inquietante, mostrando una tensa situación que pronto descubriremos se trata de un número de hipnotismo realizado en plena función. Lo practica el conocido ventrílocuo Georg von Kramer (Massimo Serato) con su prometida Magda Berger (Eleonora Rossi Drago). Una vez concluida la función, la ágil y dinámica planificación de Martin nos describirá el movimiento entre pasillos, donde se introducirá el joven repartidor Chris Kronberger (Götz George), entregando a Magda un nuevo ramo de flores, que cada día es reiterado por un admirador anónimo. Con enorme habilidad en esos primeros minutos, Eugenio Martín acierta al describir los sentimientos contrapuestos de sus personajes, entre los que destacará el joven ayudante de iluminación -Erik Stein (un sorprendente Jean Sorel)-, interiormente enamorado de la protagonista y secreto artífice de esos envíos. Cuando Chris se adentre de manera imprevista en el solitario camerino de Georg verá en la mesa la billetera de este llena de dinero. Robará los billetes allí dispuestos y de manera accidental se esconderá en un armario empotrado cuando el ventrílocuo se adentre. Poco después, el repartidor -que más adelante sabremos se trata de boxeador aficionado- pegará un golpe a Georg y huirá. Hasta el camerino entrará un Erik al tanto de la situación y el contexto le brindará la ocasión para asesinar a bastonazos -en una secuencia de deliberada y percutante crispación visual- al que considera su rival en la conquista de Magda, teniendo la coartada de dejar que la culpa del crimen recaiga en el joven que ha huido sin siquiera saber que este se ha cometido.

A partir de ese momento se iniciará la verdadera entraña de HIPNOSIS, extendida por un lado en la huida de Chris y su búsqueda de indicios que atestigüen su inocencia, y las investigaciones que comanda el inspector Kauffman (Heinz Dreche), quien pronto intuirá la inocencia del joven. También se dará cita el intento de Erik de consolidar y reconducir su relación con Magda, mientras que poco a poco se ve superado por una serie de inquietantes circunstancias, fruto de su creciente tormento interior. Y, junto a ello, el intento de Karin (Mara Cruz) la hermana del muchacho huido por probar su inocencia, y la presencia de oscuros aspectos. Uno de ellos será el ocasional augurio marcado por la extraña Katharina (Margot Trooger), otra de las actuantes de la compañía, quien no dejará de subrayar la misteriosa presencia y ausencia de ‘Grog’, el sombrío muñeco que el asesinado utilizaba para sus actuaciones. Será un aspecto en este recorrido argumental donde encontraremos cualidades y limitaciones que configurarán el definitivo alcance de una propuesta de modesta configuración, aunque más que estimables resultados.

Entre lo primero, es indudable que la película atesora por un lado una vigorosa y densa atmósfera, a la que contribuye de manera poderosa la densa y oscura iluminación en blanco y negro brindada por Paco Sempere, que logra de entrada transformar unos exteriores rodados en Madrid, en todo momento creíbles al parecer estar delimitados en otras zonas europeas. A ello, no cabe duda que resalta el empeño llevado a cabo por Eugenio Martín al apostar por una planificación definida en largos y alambicados planos, de lejana querencia expresionista y nerviosa configuración, que en numerosas ocasiones aciertan al insuflar tensión y vida propia a una peripecia argumental que evidencia agujeros y apresuramiento en más ocasiones de las deseables. Fruto de ese loable empeño por proporcionar densidad a su conjunto aparecen secuencias y episodios como los ya comentados que abren la película o el asesinato del ventrílocuo, el inesperado rescate de Kauffman por parte del repartidor huido -hecho este que al inspector le hará concluir que en realidad Chris es inocente-. En este contexto, tendrá una capital importancia la atmósfera de pesadilla -incluso de eco sobrenatural- albergada en las secuencias desarrolladas en el interior del lujoso apartamento del asesino protagonista, ayudando a ello el uso de las sombras, la utilización de la moderna decoración dispuesta en su hall, y los oportunos insertos de ese ‘Grog’ incorporado para otorgar un aporte de injerencia fantastique, a lo que ayudarán sonidos que parecen provenir desde otra dimensión. Será el ámbito en donde se describirá uno de los pasajes más opresivos de la película, con el encuentro entre un Chris empeñado en que un sorprendido Erik redacte su confesión de culpabilidad, y que culminará de manera trágica. Unamos a la sucesión de aciertos esa escena llena de tensión e incluso angustia -en mi opinión, la más brillante de la película- en la que Karim, haciendo caso de un consejo de Erik -dispuesto a eliminarla como peligrosa contrincante a la hora de descubrir su culpabilidad- se introducirá en un angosto escondite que dará al exterior con el escenario móvil y estará a punto de aplastarla. Una inesperada circunstancia evitará que el cada vez más psicopático protagonista pueda culminar su maligna intención.

Por desgracia, pese a esta estimulante enumeración hay dos elementos que lastran en cierta medida esta, con todo, apreciable propuesta. El primero de ellos, es esa constante -incluso por momentos molesta- sensación de atropellamiento que registra el devenir de su premisa argumental. Todo parece discurrir a trallazos. La evolución de sus personajes -que, por esas arbitrarias circunstancias se retrotraen a meros estereotipos- obedece a una sensación atrabiliaria de sencilla andanza pulp, sin apostar por la más mínima coherencia dramática. Esa sucesión de peripecias, y la aparición inesperada y en ocasiones casi ilógica presencia de todos ellos, casi de un plano a otro, impiden que la película adquiera esa siempre buscada densidad que su atmósfera reclama casi a gritos. Los últimos instantes de HIPNOSIS decepcionan, al renunciar de manera abierta a esa aura sobrenatural con la que había coqueteado a lo largo de todo su metraje previo y en la que esas inquietantes inserciones del ‘Greg’ habían proporcionado con anterioridad puntuales y siniestras pinceladas. Es cierto que en el ambiente quedará una extraña aura de desolación, pero esa voluntaria renuncia al menos a cierta querencia ambivalente desmerece, y mucho, hasta el punto de amortiguar el impacto que esta, con todo, atractiva referencia, en unos años donde el cine de género albergaba cierta fuerza en nuestro país.

Calificación: 2’5

BEAU GESTE (1939, William A. Wellman) Beau Geste

BEAU GESTE (1939, William A. Wellman) Beau Geste

Cuando William A. Wellman se dispone a rodar BEAU GESTE (Beau Geste, 1939), atesora tras sus espaldas una impresionante trayectoria que se remonta a los primeros años veinte, teniendo un punto de extraordinaria importancia en el febril periodo dentro de la Warner durante los primeros años treinta. En dicho estudio consolidó un estilo preciso, donde la dureza de su narrativa le permitió habituarse con argumentos de gran complejidad, que supo acometer con un enorme sentido de la síntesis. Sobre todo en el periodo precode, donde su febrilidad creativa -¡siete títulos rodados en 1933!-, le hacen ser merecedor en su consideración como uno de los mejores -y aún menos conocidos- cineastas de su tiempo. Después de un recorrido por diferentes estudios, Wellman retornará de manera efímera a Paramount, estudio que le proporcionó años atrás su triunfo con WINGS (Alas, 1927), para asumir la adaptación de la novela de Percival V. Wren -que sería previamente trasladada a la pantalla en 1926, de la mano del olvidado Herbert Brenon, y lo haría muchos años después, en 1966, en una escasamente reputada versión filmada por Douglas Heyes, sin olvidar la simpática variante satírica brindada -y dirigida- por el cómico Marty Feldman en 1977.

BEAU GESTE aparece en nuestros días, como una especie de sublimación de cierta corriente bastante exitosa dentro del de cine de aventuras en los años treinta. Nos referimos a ese contexto de producción épica, descrita en escenarios exóticos y entre códigos de añoranza tardía del honor que, en aquellos años, frecuentaron realizadores como Henry Hathaway, George Stevens o Zoltan Korda. Wellman logró acentuar, e incluso trasladar a otro ámbito, esta combinación de relato necrofílico, recuerdo de infancia, contexto caballeresco, apuesta por el amor entre hombres -uno de los lemas vectores de la obra wellmaniana; recordemos la citada WINGS-, y hálito romántico. Pero con ser todo ello perceptible, la película brinda un paso adelante, hasta erigirse como una de las propuestas narrativas más abstractas y sorprendentes de su tiempo en dicho género.

Nos encontramos en pleno Sahara, y una división de la Legión Extranjera se acerca con reservas al fuerte Zinderneuf que se erige, robusto y siniestro al mismo tiempo, envuelto entre un océano de arena, temiendo encontrarse con una ofensiva de los nativos, que acaso hayan invadido ya el recinto. Hasta su pórtico se acercará como avanzadilla Digby Geste (Robert Preston), comprobando el dantesco espectáculo de los cadáveres de los legionarios, ubicados entre las almenas del fortín para intentar insuflar una sensación de perenne defensa. La escucha de un tiro furtivo romperá el ominoso silencio, desapareciendo Digby, y acercándose otro soldado, que comprobará el espectral escenario, recogiendo una extraña nota-confesión de un robo. Una vez abandone el recinto, el destacamento contemplará, desde la distancia, como este de repente arde en llamas. La acción se retrotraerá en flashback quince años atrás, mostrándonos el grado de amistad de los hermanos Geste -Beau (Gary Cooper, el intérprete ideal de este tipo de cine), John (Ray Milland), y el ya citado Digby-, transmitiendo desde niños su profundo sentido de la épica, en una secuencia de capital importancia para entender el fin del primero de ellos. Ambos son huérfanos y se encuentran acogidos por Patricia Brandon (Heather Thatcher), quien poco a poco irá agotando sus posibilidades económicas. El paso de los años provocará el extraño robo de la joya aparecida como única reserva económica de futuro, suscitando la extrañeza sobre la autoría de la sustracción, lo que motivará que Beau y, tras él, sus otros dos hermanos, se marchen de la mansión, alistándose a la legión, dejando John esperando a su prometida -Isobel (Susan Hayward)-. Los Geste se toparán con la crueldad y el sadismo del sargento Markoff (deslumbrante Brian Donlevy) quien, tras el periodo de entrenamiento, separará a los tres hermanos en los dos destacamentos en que dividirá a sus voluntarios. En uno de ellos designará a Digby mientras que en el que él comanda -avisado de que Beau porta una joya-, ha incluido a este y a John. Ambos serán destinados directamente a Zinderneuf, donde Markoff hará extensivo su extremado sadismo, que no albergará límites cuando asuma el mando del mismo tras la muerte de su superior. Será el momento en el que sus subordinados planteen un motín, que este sofocará gracias a un oportuno chivatazo, aunque su enfrentamiento con los amotinados llegue a un punto de explosiva tensión. El inesperado ataque de los nativos ejercerá como insospechada argamasa entre mando y soldados, en una conjuntada tarea de contraofensiva que, no obstante, no dejará de diezmar el cada vez más reducido caudal de soldados, resistiendo hasta tres asaltos, aunque convirtiendo el fortín en un recinto espectral.

Considerada todo un clásico del género, es fácil destacar en BEAU GESTE la extraordinaria fuerza visual que adquieren sus minutos iniciales, descritos con una iconografía que les emparenta con facilidad con el cine de terror de su tiempo, configurando una áspera amalgama de cadáveres inmóviles, espectros fantasmales, que noquean al espectador por su impactante presencia. A partir de este comienzo, parecerá elevarse esa voluntad transgresora, en un relato que acierta a situarse por encima de sus convenciones, asumiendo sorprendentes audacias narrativas, que aparecen sin embargo casi invisibles, aunque, poco a poco, van ya apostando por la abstracción. Ese inesperado flashback que nos retrotrae a la infancia del trio protagonista, para retornar a continuación a un tiempo muy próximo al ingreso de estos -ya crecidos- a la legión. En ese ir y volver espacio temporal, Wellman se dejará por el camino su querencia por la dureza y la crueldad, representada en la figura de Markoff. Pero también lo hará en la oscuridad de las composiciones visuales de los interiores donde se encuentran recluidos los soldados -ayudado por la sombría iluminación en blanco y negro de Theodor Sparkuhl y Archie Stout-. O la maestría y expresividad con la que nuestro director utilizará los primeros planos, aplicando una cierta querencia a su lejana experiencia silente.

En medio de un relato de creciente densidad y crispación interior, BEAU GESTE  apostará por la audacia de reiterar el episodio inicial, despojando en dicho retorno esa aureola fantastique que le precedió, pero incorporando en el mismo el alcance épico de la amistad, por medio del funeral vikingo que John brindará a Beau -eje de su misterioso giro inicial-, en el que no faltará la analogía de Markoff como un perro. La película brillará de manera especial en la sucesión de los asaltos tribales, descritos con una enorme fuerza dramática. Incluso en la previa plasmación del motín y sus extremas consecuencias. Esa despreocupación al descartar una narrativa convencional, llevará al desprecio por su continuidad, como en ese inesperado fundido que se insertará tras el reencuentro de los dos hermanos y sus viejos amigos en medio del desierto, una vez han abandonado la fortaleza, para mostrarlos casi de inmediato totalmente vencidos por la dureza del entorno, momentos antes de responder con un sorprendente ataque a una masiva tribu indígena, que culminará con la muerte de Digby, en uno de los planos más arriesgados y hermosos del relato.

Pero dentro de la densidad, del riesgo, que se establece en esta magnífica película, que sobrepasa con mucho el ámbito genérico en que se encuentra ubicada -a fin de cuentas, el que le ha proporcionado su estatus de culto-, uno no puede dejar de destacar secuencias imborrables, como esa apelación a los escasos soldados supervivientes a una carcajada histérica y colectiva, alentados por Markoff en la oscuridad de la noche, para hacer ver a sus atacantes un falso estado de ánimo optimista, que sonará espectral en un contexto bizarro, y que concluirá con la caída desde la torre de vigía, tras los disparos recibidos y prolongando sus risas de hiena, del despreciable Rasinoff  (J. Carroll Naish). O como expresará ese instante de su conclusión, donde Wellman recupera la aureola fantastique del inicio, al plasmar el momento de conclusión enmarcado sobre la protectora Patricia, evocando a Beau, encuadrando el plano americano e insertando como fondo unas casi sobrenaturales fugas de luz, que apelan por completo al recuerdo de ese joven por ellos evocado que, gracias a esa decisión de puesta en escena, apreciaremos se encuentra literalmente presente en dicho instante.

Sin embargo, hay una breve secuencia que, por lo general, suele pasar desapercibida, sin duda por su carencia de espectacularidad y aliento épico, que no dudo en considerar el momento más memorable de BEAU GESTE. Se encuentra situada en el bloque descrito en el fortín Zinderneuf, bastante antes del ataque de los nativos, mientras el hasta entonces mando -siempre crítico con los alardes de crueldad de Markoff-, se encuentra consumido por una enfermedad que sabe a ciencia cierta va a acabar con su vida. Será un instante en el que la película abandonará cualquier querencia heroica y, por el contrario, deje entrever un aliento crítico en torno a la insustancialidad de la épica, señalando el moribundo cuantas personas son olvidadas entre la arena del desierto. Morirá en su oscura habitación entre las sombras de la noche, mientras la cámara muestra el rostro satisfecho del maléfico sucesor de su mando.

Calificación: 3’5

MAN-TRAP (1961, Edmond O'Brian) La última fuga

MAN-TRAP (1961, Edmond O'Brian) La última fuga

Conocido y solvente actor de carácter -oscarizado por su papel en THE BAREFOOT COMPTESA (La condesa descalza, 1955. Joseph L. Mankiewicz)-, Edmond O’Brien es sin embargo mucho menos conocido en su efímera faceta como realizador cinematográfico. Una andadura que se reduce a un par de episodios televisivos y, sobre todo, dos largometrajes de género, ambos ligados al noir. El primero de ellos sería SHIELD FOR MURDER (Burlando la ley, 1954), y el último MAN-TRAP (La última fuga, 1961), que es el que ocupa estas líneas. Rodada al amparo de la Paramount, con producción del propio O’Brien se delimita dentro de los contornos de una serie B tardía, simulada bajo su elegante aspecto visual -formato panorámico bien utilizado mediante la iluminación en blanco y negro de Loyal Griggs-. La película se integra dentro de ese valioso contexto de producción extendido a partir de la memorable TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957. Orson Welles), y en el que se encuentran producciones tan dispares en cualidades y características como MURDER BY CONTRACT (1958, Irving Lerner), THE LINEUP (1958, Don Siegel), CAPE FEAR (El cabo del miedo, 1962, J. Lee Thompson), o incluso la memorable y rupturista PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock) -hay un plano en el que un agente de policía se muestra por la ventanilla del coche de Matt, sin duda retomado de otro similar y previo del film de Hitchcock-. Nos encontramos en estos y otros casos con propuestas que más allá del mayor o menor interés de su base argumental, develan sus mayores cualidades en el tratamiento de un contexto social en el que la anuencia de American Way of Life va acompañada de los restos del trauma vivido aún por los ecos de la II Guerra Mundial, la guerra fría o la contienda de Corea.

En dicho contexto se encuentra inserto con propiedad MAN-TRAP, una producción que de entrada sortea con brillantez su condicionamiento de producción de bajo presupuesto, y que alberga un cuarto de hora inicial realmente magnífico. Ya sus títulos de crédito nos brindan la antesala de una búsqueda de cierta originalidad narrativa. De ese inquietante fondo de olas en una playa sobre el que se superponen los créditos, de inmediato pasamos sin solución de continuidad a un plano secuencia, situado en plena Guerra de Corea, en 1952. Asistimos a una escaramuza contra soldados americanos, en donde Vince Biskay (David Jansen) se encuentra herido y sitiado por soldados locales. En un contexto de extremo peligro, su amigo Matt Jameson (Jeffrey Hunter), también combatiente, pondrá en riesgo su vida para rescatarlo. Cuando ellos dos y el resto de soldados se encuentran en una lancha, huyendo de sus oponentes, Basky le promete, agradecido a su amigo que, si algún día triunfa en algún negocio, le ofrecerá la mitad de su triunfo. Fundido en negro. Han pasado ocho años, y nos encontramos de nuevo con Matt hablando con una mujer que inicialmente pensamos es su esposa, pero en realidad se trata de su secretaria y amante -Liz (Elaine Adams)-. En ese encuentro furtivo pronto descubriremos que la herida que sufrió en el salvamento de su amigo, le costó llevar una placa de acero en la cabeza. También que, ocho años después, no ha dejado de brindarse como un fracasado existencial oculto bajos las costuras del nuevo sueño americano, añorando las circunstancias que le hicieron enamorarse y casarse con Nina (Stella Stevens), hija de un promotor inmobiliario que le propuso un empleo en su firma, y a quien se encuentra atado por numerosos adelantos de sueldo. Es decir, se trata de un muchacho joven, honesto y de agradable presencia, envuelto en una tela de araña de la cual el deseo oculto hacia Liz no le impulsa a revelarse contra su destino. Un destino que muy pronto se tornará asfixiante, ya en la primera secuencia que nos escenifica las enfermizas relaciones existentes entre Matt y su ninfómana y alcoholizada esposa. El encuentro entre ambos tras la cita oculta del marido y Liz -que Nina conoce a la perfección; Matt lleva señal de carmín en su cara-, es el inicio de un pasaje que resulta casi irrespirable al describir el perverso juego que esta mantiene con un marido al que apenas sostiene como un juguete en su dominio. Es decir, un joven atractivo y héroe de guerra, sometido por una mujer y una familia que quiere dignificarse y ocultar los vicios de la muchacha a través de la intachable personalidad aparente de este. Todo ello, conformará un magnífico bloque de apertura, bastante inusual en el cine de la época, y que destaca sobre todo en la perturbadora utilización que se ofrece del magnífico Jeffrey Hunter -en aquellos años asumiendo sus roles más densos, muy poco antes de caer en su triste decadencia profesional-.

A partir de este tramo inicial se nos introducirá al inesperado retorno de Vince -del que adivinamos una oscura trastienda al comprobar como encubre su personalidad el llegar a un hotel- al entorno del protagonista. Todo ello irá desplegando la trama urdida por Ed Waters, a partir de una novela de John D. MacDonald -artífice de la novela que dio pie a la mencionada CAPE FEAR-, en la cual se plantea la posibilidad del retornado de realizar un asalto -de aparente facilidad- para alcanzar un botín de más de tres millones de dólares- que estaba destinado para sufragar una revolución en un país centroamericano en lucha contra una dictadura. Matt se mostrará reticente a participar en el mismo -por el que Vince le ofrece inicialmente medio millón de dólares-, pero finalmente aceptará, al vislumbrar la posibilidad de huir del irrespirable entorno que conforma su esposa y su suegro y poder rehacer su vida con Liz, aunque esta le desaconseje por completo tal posibilidad, interrumpiendo ambos su relación. Todo ello conformará un corpus de considerable densidad, en el que se combinarán las secuencias que plasmen dicho golpe -expresado en una impactante secuencia en la salida de un aeropuerto, donde la presencia de un nutrido grupo de fans de una estrella se combinará con el asesinato del portador del maletín con el dinero, a cargo que aquellos que desean sabotear la operación-. El golpe finalizará con Vince herido y oculto en la mansión del matrimonio Jameson, lo que iniciará la verdadera catarsis de la película, como es la malsana relación que este mantendrá con una Nina que, desde el primer momento, ha visto en el acogido al individuo perverso que en su esposo se ausenta.

Llegados a este punto, lo cierto es que lo mejor, lo más perdurable y arriesgado de MAN-TRAP se dirime, desde el primer momento, en la sórdida relación mantenida por el matrimonio Matheson. Esa consideración de Matt como mero juguete sexual y las humillaciones que le brindará en sus encuentros, proporciona al film de O’Brien su cualidad más perdurable. Y lo permitirán secuencias tan transgresoras -e inusuales en el cine norteamericano de aquel tiempo-, como la agresión que Nina ofrecerá a su esposo tras una acalorada discusión, en donde no dudará en atizarle en la cabeza, muy cerca de la herida que se encuentra como recuerdo permanente de su olvidada heroicidad de guerra. Aún surgirá otra secuencia -quizá la más salvaje del relato- en el momento en que Matt descubra a su esposa en la cama junto a Vince -estos mirándole en plano subjetivo- respondiendo ella al arañarle la cara con tremenda virulencia. Esa clara inclinación a la hora de brindar un retrato matrimonial dominado por el fracaso e incluso la abyección, permiten dotar de personalidad propia a una película que alberga otro valioso elemento de interés. Me refiero a la manera con la que se despliega un interesante documental, tanto el relativo a la iconografía de San Francisco como al propio entorno social que rodea al matrimonio Jameson. No se trata de algo que no haya estado presente en otras producciones de dicha corriente. Sin embargo, ello no limita la precisión del mismo, sobre todo al ser el marco adecuado del desarrollo de esa subtrama iniciada a partir del inesperado giro que alberga la esposa del protagonista, permitiendo ciertos elementos críticos bastante disolventes sobre una sociedad envuelta en una apariencia de progreso, pero, en el fondo, surgida tras una entraña llena de claroscuros que en la película aciertan a ser mostrados con pertinencia.

No todo en MAN-TRAP adquiere la misma altura. Los saboteadores de la operación en la que se centra el robo adquieren por momentos un tinte casi caricaturesco -aunque nos brinde la secuencia más violenta y masoquista de la película; el asalto y la tremenda agresión a la que someten a Matt en su propia vivienda-. También, las fiestas que se desarrollan en su interior carecen por momentos de cierto necesario grado de sutileza. Sin embargo, en un conjunto tan compacto se desprenden en no pocas ocasiones brillantes soluciones de puesta en escena, como ese plano que nos muestra a la imposible pareja de amantes reflejada en el espejo del coche que les sirve de refugio, hasta que Matt, en un arranque de ira, lo arranque y lo tire irritado al suelo. Una original manera de plasmar la crisis de una relación oculta, utilizando para ello un recurso -el espejo- de manera inusual.

Calificación: 3