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CINEMA DE PERRA GORDA

NIGHT TIDE (1961, Curtis Harrington)

NIGHT TIDE (1961, Curtis Harrington)

Voy a confesarlo. La figura de Curtis Harrington fue para mi una de esas debilidades cuando descubrí mi pasión por el cine fantástico y de terror a principios de la década de los ochenta. Cierto es que en aquellos años su obra se encontraba ya casi en el ostracismo –posteriormente llegó a firmar episodios del culebrón televisivo “Dinastía”-, pero en su momento contemplar GAMES (La muerte llama a la puerta, 1967) por TVE –en aquel lejano “Mis terrores favoritos”- o acercarme posteriormente a WHAT’S THE MATTER WITH HELEN? (¿Qué le pasa a Helen?, 1971), o la muy curiosa y casi seminal RUBY (1977), en su momento supusieron para mi un auténtico espejismo, resaltando su obra de la de otros realizadores en boga en aquellos tiempos como Tobe Hooper o John Carpenter –de los que nunca he sido un ferviente seguidor, lo siento-. Dentro de este curioso espejismo adolescente, no me dí cuenta en su momento –apenas contaba con unos quince años-, que en realidad Harrington era un hábil copista de elementos como el grand guignol de Robert Aldrich y su Baby Jane, o de esa materia bizarra que brindaba el propio Hooper o Brian De Palma, para dar forma la citada RUBY. Esa circunstancia quizá cabria para descalificar de plano la obra de Harrington, pero no sería justo del todo hacerlo, cuando junto a esas nada solapadas influencias, reconozcamos en su cine, pese a su irregularidad, una cierta sensación de melancolía soterrada, de mirada sobre un pasado en el que entremezcla un aroma en el que lo sombrío e incluso lo siniestro, va aunado con un aura romántica que compondría resultados tan irregulares como ocasionalmente atractivos.

Sin haber contemplado la totalidad de su filmografía –aunque sí buena parte de ella-, es más que probable que NIGHT TIDE (1961) sea, además de su debut en el largometraje, su obra más perdurable, al tiempo que ya en su momento nos demostrara la mejor y lo más personal de su cine, así como su querencia por la imitación de otros modelos de reciente implantación en el momento de realización de cada uno de sus títulos, o bien reconocidos años atrás. Así pues, si GAMES asumía sin recato el referente de LES DIABOLIQUES (Las diabólicas, 1955. Henri-George Clouzot), su debut en el terreno del largometraje no deja de acoger referencias muy concretas. Unas muy cercanas en el tiempo, como podría ser el underground, el cine de Casavettes, o incluso el New Queer Cinema –no olvidemos la relación de Harrington con Kenneth Anger y su condición gay, que tiene una clara referencia en el tratamiento de la figura de marino protagonista-. Pero al mismo tiempo, la película evoca unos modos lejanos en el tratamiento del fantastique, que nos emparentan y recuperan con claridad ese eco de sugerencia y romanticismo emanado por el binomio formado por Jacques Tourneur y Val Lewton en CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942. Jacques Tourneur). Todo ello, partiendo de una historia corta escrita por el propio guionista y director.

A partir de dichas premisas, y con la atmósfera que le proporciona por un lado la magnífica fotografía en blanco y negro de Vilis Lapenieks –aportando una soltura innata al relato- y la inapreciable colaboración musical de un David Raksin, con un fondo sonoro rupturista, nos adentramos a la costa de Santa Mónica, donde un marino –Johnny Drake (un joven Dennis Hopper que es mostrado con delectación por la cámara del realizador)- deambula prácticamente sin rumbo fijo, hasta que en una taberna conoce a una bella joven de la que quedará cautivado. Se trata de Mora –Linda Lawson-, que en un primer momento se mostrará reacia de acercarse a este –el primer encuentro se producirá en una prescindible actuación de jazz-, haciendo entrada un siniestro personaje femenino –de escasa presencia en escena pero que proporciona en última instancia al conjunto una considerable aura de inquietud-. Pese a la renuencia de Nora, Johnny conseguirá acercase a ella, rompiendo con sus reticencias, aunque para nuestro protagonista el referente de racionalismo se centre en el veterano propietario de un tiovivo, encima del cual vive Nora, y cuya hija –Ellen (Luana Anders), posterior intérprete de THE PIT AND THE PENDULUM (El péndulo de la muerte, 1961. Roger Corman)- desde el primer momento mostrará una clara atracción hacia la bondadosa personalidad y el atractivo emanado por el muchacho. La confluencia de dichas circunstancias permitirán comprobar que Nora sobrevive ejerciendo como sirena en una atracción de feria, mientras que el padre del Ellen le relate los misteriosos antecedentes que rodean a esa atractiva y fascinante joven, que en el pasado tuvo dos pretendientes que fallecieron de forma misteriosa.

Es en esos instantes, donde Harrington logra introducir de manera sutil y solapada el componente fantastique, en detalles como las relativas presencias de esa extraña mujer que en los últimos instantes mantendrán el aura misteriosa de la película, o en el uso de detalles inquietantes, como los planos de detalle de las viejas figuras del tiovivo, o la visita a la vieja vivienda del dueño de la atracción en la que trabaja Nora –con la visión de ese tarro en donde se encuentra una mano seccionada conservada en formol-. Pero junto a ello, a la presencia de esa leve pesadilla –algo que Corman utilizaría en sus primeras producciones para la American International, productora de esta misma película-, en la que Johnny se ve inmerso dentro de las garras de un pulpo, evocando el lado inquietante de Nora-, la película ofrece tanto esa mirada inquietante –la visita a la echadora de cartas- como elementos revestidos de un romanticismo cinematográfico que pervive con fuerza más de medio siglo después de su realización. Esos paseos de Johnny y Nora por la playa, en la que se llega a palpar la fuerza del agua, los poderes que esta posee para adivinar el pensamiento de las aves, su progresiva sinceridad a la hora de confesar a este sus orígenes, son elementos que configuran un film en el que no faltan elementos provistos de irregularidad o deudores de las modas fílmicas de aquellas corrientes cinematográficas alternativas –esa ya señalada actuación de jazz-, pero que sobrevive con no poca fuerza precisamente por la fuerza que le imprime un cineasta que entremezclaba en su propuesta humildad, evocación y sinceridad en lo que planteaba. En ese gusto por el detalle, en esa facultad para un extraño romanticismo, se encuentra entremezclado un relato que combina lo bello y lo macabro –la imagen de Nora en la urna en la que se expone como atracción de feria, ya muerta-. En la que los ecos de algunas de las corrientes del pasado del género, se combinan con una rara sensación de verdad cinematográfica. Varios años tardó Harrington en volver a firmar otra película, y fue con poca fortuna, readaptando un título filmado en la Unión Soviética, que la productora de Corman compró para que rodara secuencias adicionales –QUEEN OF BLOOD (1966)-, de recuerdo más bien olvidable, aunque poco a poco lo introdujera en el seno de una industria en la que nunca se sintió cómodo. Y es que Harrington era en realidad un añorante del pasado, sin el sentido de la medida necesario para a través de dicha añoranza poder elaborar una obra lo suficientemente compacta, aunque ocasionalmente atractiva, de la que, a mi modo de ver, y tras haber podido contemplarla después de tantos años tras ella, se erige como el primer y, sobre todo, mejor exponente de la misma.

Calificación. 3

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