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CINEMA DE PERRA GORDA

LOVE AND DEATH ON LONG ISLAND (1997, Richard Kietniowski) Amor y muerte en Long Island

LOVE AND DEATH ON LONG ISLAND (1997, Richard Kietniowski) Amor y muerte en Long Island

En 1997, de manera casi conjunta se estrenaron dos películas que, sin aparente conexión entre sí, dejaban entrever no pocas concomitancias. Pero si bien GOODS AND MONSTERS (Dioses y monstruos, 1997. Bill Condon), quizá debido a sus matices cinéfilos o a sus evidentes cualidades ha adquirido un cierto estatus de culto, lo cierto es que no ha sucedido lo mismo con LOVE AND DEATH ON LONG ISLAND (Amor y muerte en Long Island, 1997). Es más, aunque consta que su director –el británico Richard Kietniowski- ha dirigido con posterioridad otras películas, lo cierto es que su nombre apenas ha sido retenido en la memoria. Y es una pena, porque pese a cierto aire televisivo que en ocasiones impide aprovechar hasta sus últimas oportunidades la adaptación de la novela de Gilbert Adair urdida por el propio realizador, lo cierto es que nos encontramos ante un relato provisto de agudeza, en el que se dirime en última instancia una permanente batalla entre el intelecto y la vulgaridad.

La película se inicia en Londres, describiéndonos los modos cotidianos del conocido escritor Giles De’Ath (una eminente composición de John Hurt, sobre la que se sostiene el andamiaje del film). Se trata de un hombre ya maduro, viudo, provisto de una enorme cultura, pero que ha hecho del aislamiento de la sociedad que le rodea su forma de vida. Rechaza cualquier conferencia o comparecencia a medios informativos, e incluso se encuentra aislado de cualquier avance existente en este sentido. Desde el teléfono al fax, pasando por la televisión y el vídeo. Todo contribuye a una reclusión que solo comparte con su veterana sirvienta Mrs. Barker (Sheila Hancock). Sin embargo, un equívoco producido cuando iba a acudir al cine a contemplar una adaptación de una novela de E. M. Forster, le enfrentará con un engendro juvenil norteamericano, del que de manera inesperada se iniciará una pasión con una de sus fugaces presencia juveniles. Se trata del apenas conocido Ronnie Bostock (Jason Priestley), con quien De’Ath llegará a obsesionarse, hasta el punto de por ello claudicar a sus hasta entonces firmes principios. De manera oculta llegará a comprar hasta un video, con el que contemplará por las noches –cuando lo deja su sirvienta- los diferentes productos en los que ha intervenido el insustancial idolillo teen, coleccionará las imágenes que sobre él aparecerán en las revistas de adolescentes –que comprará con sentido de culpa-, llegando a confeccionar un cuidadoso álbum que titulará Bostockiana, al tiempo que elucubrará con diseños eróticos sobre la criatura que ha descubierto.

La pasión sobre Bostock le trasladará incluso a la localidad de Chersterston en Long Island, en donde con tanta astucia como patetismo llegará a granjearse la amistad de la novia de su anhelado nuevo ídolo –Audrey (Fiona Loewi)-. Una vez logrado este objetivo, su encuentro con Bostock podrá hacerse realidad –en una secuencia de magnífica modulación e íntima emoción-, prosiguiendo De’Ath en su intento de captar la atención del hermoso joven, al que su nula capacidad intelectual no supondrá decepción alguna. Antes al contrario, aunque de manera implícita, sospechamos que nuestro escritor prefiere tal circunstancia para permeabilizar su personalidad hacia el que se convirtiera en su ídolo y referente estético.

Desde el primer momento, Kietniowski proporciona a su película el decidido contraste entre el mundo altivo, culto y al mismo tiempo revestido de suficiencia propuesto por el refinado protagonista, contraponiéndolo con la mediocridad que le rodea, y que ni siquiera los adelantos tecnológicos aparecen como elementos propagadores de distinción o apoyo cultural. De’Ath ha renunciado abiertamente a la vulgaridad que preconizan, pero no podrá resistir un inesperado impulso. Un oculto y extraño resorte gay, que se pondrá de manifiesto cuando contemple accidentalmente el hermoso pero inocuo espécimen teen. Uno de los elementos más ingeniosos del film se centra precisamente en esa sutil venganza –por así decirlo- establecida por el contexto social en el que tendrá que desenvolverse el escritor al tener que “rebajarse” a un terreno que hasta ahora él despreciaba. Es algo que se manifiesta en momentos tan divertidos como la primera visita de De’Ath al videoclub donde se va a inscribir, la manera con el que el taquillero del cine le obliga a decir en voz alta que sala desea concurrir como espectador, o la manera con la que sisa revistas para adolescentes en la que figuran imágenes de su admirado joven. Repleto de referencias que oscilan al ya citado mundo de Forster, el cinematográfico de Luchino Visconti –presente en la propia conjuración del relato y la ironía que plantea el propio título o el apellido del protagonista-, el film de Kietniowski se disfruta mucho más cuando apela al ámbito de la sutileza, que cuando se inclina en el terreno de la comedia. Con ser divertidos, los intentos de De’Ath por adentrarse en el entorno residencial de Bostock en la costa de Long Island, aparecen casi como un remedo del Tatí de Mr. Hulot o el Inspector Clouseau encarnado por Peter Sellers. Hay, por tanto, en la película, una constante batalla interna entre referencias más o menos divertidas –centradas de manera fundamental a descubrir la vaciedad interior de la joven e insustancial estrella de la pantalla-, a otras centradas en el desarrollo de esa soterrada pasión existente entre el veterano escritor el objeto de su deseo.

Es en este último ámbito, donde LOVE AND DEATH ON LONG ISLAND alcanza sus más altas cuotas de brillantez. Las secuencias que se dirimen entre el escritor y el actorcillo, alcanzan un alto grado de complicidad –alentado además por la fascinada mujer del joven, convertida en la mejor aliada de Giles-. Momentos como el regalo de esas gafas de sol, que por momentos proporcionarán una extraña vitalidad a este, los intentos de Ronnie en su conversación con el nuevo amigo, para ver la posibilidad de que planteara un posible guión, o la fascinación que le demuestra cuando este valora su hipotético talento, sobresaliendo por encima de los subproductos en los que participa. Valiéndose de su inteligencia, De’Ath logra ir haciéndose casi insustituible en la joven pareja, estableciendo un agudo juego de marcos de dependencia –muy pronto comprobará como la relación de los dos novios en realidad deviene claramente superficial-, por más que en el peaje se vea inmerso ante el servilismo de tener que convivir por situaciones indeseadas –ejemplo palpable de ello es el deplorable hostal en el que tendrá que hospedarse, repleto de clientes por horas, favorecedores de previsibles ruidos en habitaciones contiguas-.

El film de Kietniowski va incardinando de manera soterrada una reflexión nada baladí, en torno a la posibilidad de encontrar y valorar la belleza como objeto artístico y de creación. Por encima de su connotación gay, que de manera curiosa apenas tiene una clara significación en su epicentro, la película propone de un lado esa segunda oportunidad ilusionante para un hombre ya escéptico ante la vida. Y lo hará en una secuencia magnífica –en la que sus apuntes humorísticos no deslucen la hondura de su trazado-, en la que De’Ath confiesa sus intenciones de mecenazgo a Bostock, revelando en última instancia el sincero amor que mantiene sobre el muchacho. Un plano sostenido ante el estupefacto joven –magnífica en ese momento la tribulación que manifiesta el muy utilizado Priestley-, culminará con otro plano en el que se despedirá del escritor, poniendo con cariño la mano en su hombro.

Giles asumirá su error marchándose del lugar, no sin antes enviar un largísimo fax al que podría haber sido su amante y pupilo. Kietniowski tendrá la agudeza de mostrar al muchacho mostrándose ya ajeno a la influencia del escritor –viene de pasear al perro por la playa-. Sin embargo, la lectura del largo escrito –que por otro lado se ofrecerá como inicio de la propia película-, será la última y ya definitiva arma que el hombre culto y refinado, asestará a un joven que, sin remediarlo, quedará en el último momento, marcado para siempre por las palabras de quien pudo haberle cambiado la vida “de haberse mostrado abierto de corazón”. De’Ath le señalará que conservará el escrito hasta memorizarlo, y “lo atesorarás con orgullo en un mundo indiferente”. Un largo picado y la expresión atribulada de Bostock –magnífico en esos momentos Priestley-, dejarán bien a las claras que pese a su arrebato inicial –intentará destruir el extenso escrito-, nunca este se borrará de una vida con presumibles acentos grises.

Surgida de una base literaria repleta de sugerencias, trasladada a la pantalla con notable convicción, y la anuencia de un intérprete en estado de gracia, que sirve de constante apoyo a un joven actor que, en definitiva, tiene la suficiente ironía de interpretarse a sí mismo o, en última instancia, la imagen que de él se tuvo ante la pantalla, LOVE AND DEATH ON LONG ISLAND es una pequeña delicatessen, en la que el contraste de culturas, sentimientos e incluso generaciones, deviene en un resultado notable y, en algunos momentos, incluso conmovedor.

Calificación: 3

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