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CINEMA DE PERRA GORDA

Carl Theodore Dreyer

MICHAEL (1924, Carl Theodore Dreyer)

MICHAEL (1924, Carl Theodore Dreyer)

Es probable que un título como MICHAEL (1924) solo sea relativamente conocido –al margen de los aficionados al cine del danés Carl Theodor Dreyer-, por suponer una de las primeras películas en las que de manera discreta se aborden alusiones a la homosexualidad. Sin dejar de admitir esta circunstancia, al menos puede servir para hacerla emerger de un relativo olvido, ya que sus imágenes sugieren más que esta circunstancia concreta, erigiéndose no solo como un magnífico drama psicológico sino, ante todo, una demostración clara de la madurez expresiva que en aquel periodo tan lejano en el tiempo, asumía ya el cine del autor de ORDET (1955). En realidad, estamos ante una propuesta que habla sobre el dolor, la soledad y, en definitiva, la muerte, planteando la importancia que entre ellos puede tener la presencia del amor. Incardinando todas estas inquietudes, el maestro danés logra plasmar una propuesta dramática que sorprende por su modernidad –era su sexto largometraje-.

MICHAEL se desarrolla casi en su totalidad en el interior de la mansión del reconocido pintor Claude Zoret (Benjamin Christensen). Muy pronto advertiremos que nos encontramos ante un artista sensible y caracterizado por su carisma. Un hombre que vive el triunfo y reconocimiento profesional, rodeado de un universo en el que destaca su fiel albacea y, sobre todo, la figura del joven, atractivo y seductor Michael (Walter Slezak), al que mantiene y acoge bajo su amparo, y que no hace mucho tiempo atrás le sirvió para que ejerciendo como modelo, pudiera pintarlo y ser el símbolo del periodo dorado de su obra. El muchacho es un ser egoísta y consciente del poder que ejerce con su atractivo, desarrollando esa inquietante capacidad por el entorno de un hombre maduro, que sin duda vio en él no solo la oportunidad de amar, sino quizá el anhelo de una juventud perdida de forma irremisible. Un día acudirá al estudio de Zoret la joven princesa Lucia Zamikoff (Nora Gregor), con la intención de que este le pinte un retrato. Pese a no aceptar habitualmente los encargos accederá la petición, en una decisión que sin él pretenderlo, tendrá consecuencias imprevisibles en su futuro. Estas se iniciarán desde el preciso momento en el que Michael conozca a Lucia, viviendo un romance junto a ella que le alejará progresivamente de su mentor y presumible amante. La nueva situación será asumida por el pintor con tanta amargura como resignación, viviendo el rechazo con que será acogido el retrato de la noble –que se encuentra con problemas económicos-, lo que motivará que Michael realice sustracciones y ventas de obras y objetos pertenecientes a Zoret. Acciones censurables que el veterano pintor conocerá y solapará, hundiéndose de manera creciente en un contexto de prematura decrepitud, aunque ello sea el germen de la realización de la que supondrá su obra cumbre; un lienzo de grandes dimensiones que representará precisamente su propio ocaso como ser. La presentación de su más reciente obra pictórica, proporcionará a Claude el definitivo reconocimiento, pero en ella se encontrará ausente su amado Michael, que vive por completo una absorbente relación con Lucia. Poco a poco, Zoret verá cercano su final, dejando todas sus pertenencias a ese joven que ahora lo ignora, y deseando que cuando muera sea enterrado en un lugar anónimo. Al menos, poco antes de expirar confesará que su existencia ha tenido sentido; ha servido para amar a alguien.

Lo primero que cabe resaltar en MICHAEL, es el rigor de su construcción dramática y en la composición de sus planos. Con una planificación dispuesta casi en su totalidad en planos fijos brillantemente orquestados por un admirable montaje, y ayudados por una extraordinaria y nítida fotografía en blanco y negro obra de Karl Freund –que tiene un breve papel en la película como responsable de un negocio de compra venta-, Dreyer sabe dosificar casi a la perfección el entramado narrativo y descriptivo de la película, en la que tiene una gran importancia la escenografía dispuesta en todos su planos. A partir de la conjunción de dichos elementos, la capacidad en la dirección de actores, y la fuerza que adquieren los primeros planos que se insertan en la misma, el maestro danés logra desde los primeros instantes mostrar la perfecta descripción de un contexto esteta, asfixiante y decadente, al tiempo que la escueta galería humana que puebla su ficción queda definida con trazos maestros. Cada gesto o mirada tiene una significación y un aporte al conjunto del film, brindando todo ello un extraño ritmo, una cadencia que un cineasta de la categoría de Dreyer sabía ya incorporar a sus ficciones.

Es probable que solo quepa oponer a la categoría de una película reivindicada con justicia en los últimos tiempos, la presencia de la otra joven pareja de amantes, que no aporta a la línea argumental principal elementos de especial claado, más allá de permitir una secuencia desarrollada en exteriores campestres, aunque revestida de manera paradójica por tintes trágicos –en ella se desarrolla un duelo-. Por el contrario, MICHAEL permite disfrutar de buena parte de las mejores cualidades esgrimidas en la andadura posterior de Dreyer, comprobar el magnetismo que brindaba un jovencísimo y sumamente atractivo Walter Slezak –dos décadas después convertido en uno de los más brillantes villanos del cine USA de la década de los cuarenta-, o la enorme capacidad interpretativa de Benjamin Christensen, más conocido no por el conjunto de su faceta como director –es muy escaso el conocimiento de su obra que se tiene-, sino por haber sido el firmante de una obra tan excelente e inclasificable como HÄXAN (La brujería a través de los tiempos, 1922). Chistensen brinda un retrato poderoso y conmovedor de su personaje protagonista, alcanzando en los últimos instantes de su trabajo –en los que recreará su agonía- unos matices casi portentosos.

Junto a estas cualidades, y al hecho de comprobar cómo Dreyer se adelantaba muchos años el mejor cine psicológico de Joseph Losey, la película ofrece fragmentos de especial magnificencia. Instantes tan reveladores como la conversación en la cena que ofrece el pintor, en la que se plantea la eterna cuestión de la muerte, que permitirá retratar con precisión a todos sus personajes; la brillantez con la que está montada la secuencia desarrollada en el teatro con la actuación del ballet, la extraordinaria viveza que tiene el instante en que Michael retoma el retrato que su mentor realiza de la princesa, y plasma en el lienzo la repentina pasión que el joven siente por la aristócrata venida a menos, pintando los ojos de su rostro. Serán unos segundos en los que el danés romperá su planificación para apostar por la movilidad de la cámara, en una especie de éxtasis vivido por el arrogante muchacho, que es compartido y trasladado a la pantalla. Sin embargo, nada será comparable, ni siquiera lo admirable de esos minutos finales de la película, en los que se plasman los instantes postreros del pintor, viviendo con dignidad su definitiva soledad, mientras que su amado llega a robarle y no ceja en su relación casi de amor casi catatónica con la princesa, a la escenificación de la fiesta de presentación del lienzo definitivo, de la obra maestra de Claude. Será un fragmento excepcional, incorporado a modo de merecido homenaje a un hombre juicioso y sensible. Una especie de funeral en vida, que Dreyer modula con una emotividad y cadencia excepcional, erigiéndose por derecho propio como uno de los mejores fragmentos de toda su filmografía. Solo por eso cabría tener en la memoria este MICHAEL. Pero es que su propuesta, por fortuna, abarca mucho más, erigiéndose como un magnífico preludio de un cineasta mayor.

Calificación: 3’5