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CINEMA DE PERRA GORDA

Dick Richards

FAREWELL, MY LADY (1975, Dick Richards) Adiós, muñeca

FAREWELL, MY LADY (1975, Dick Richards) Adiós, muñeca

¿Ha llegado ya el momento de prestar una mirada suficientemente distanciada, sobre el aporte del denominado neonoir? El paso de medio siglo ha permitido una reconsideración de un corpus en líneas generales recibido con alborozo, mientras que años después, dicho conjunto mereció un relativo menosprecio, que ha vuelto a cuestionarse poniendo en valor el aporte de una corriente, en la que todo fue cuestión de atender más a la forma que al fondo. En cualquier caso, el paso del tiempo ha permitido comprobar lo bien que han envejecido y, sobre todo, aceptar la viabilidad de un subgénero que en sus mejores exponentes supo incardinar la casi imposible herencia del noir -una de las corrientes más densas y ricas de la Historia del Cine-. Lo hizo adaptando sus bases argumentales a un ámbito socialmente más permisivo y al mismo tiempo envuelta en un caldo de cultivo de especial conflictividad. Y es que nos encontrábamos en un contexto en el que el cine clásico había muerto, y se estaban consolidando los efímeros engranajes de lo que se denominó el ‘Nuevo Hollywood’. Dentro de dichas coordenadas, considero que uno de sus exponentes más valiosos se generó con FAREWELL, MY LADY (Adiós, muñeca, 1975. Dick Richards) que, desde el momento de su estreno, y pese a una positiva acogida generó opiniones encontradas, ya que no faltaron voces que hablaban de una vacua e imposible recuperación de los estilemas exteriores de un género, que en aquel tiempo empezaba a ser objeto de mitificación.

No lo oculto. Siempre he tenido una especial veneración sobre la película de Richards, muy pronto orillado de su andadura como realizador, en la que fue un fiel conductor de una producción del astuto Elliot Kastner, artífice de otras propuestas de esta corriente, a mi juicio menos afortunadas -en la que participó el entonces prometedor Jerry Bruckheimer-, que abordan incluso dos nuevas traslaciones cinematográficas del detective Philip Marlowe. Como lo es el título que nos ocupa, personaje surgido de la obra literaria de Raymond Chandler, que tuvo una adaptación primigenia en 1944 con la atractiva MURDER, MY SWEET (Historia de un detective) dirigida por Edward Dmytryk. A mi juicio, lo más brillante del film de Richards reside en la capacidad demostrada en todo momento de actualización del universo literario de Chandler. Una actualización esta, plasmada de manera encomiable y hasta me atrevería a señalar que inspirada, en la medida que nos encontramos ante una película que sabe sortear e incluso sublimar, esa acusación de decorativismo que fue uno de los sofismas que fueron aplicados por los detractores de dicha corriente -en ocasiones justificadamente- brindando un relato que transmite la atmósfera de lo más sórdido del universo noir, en medio de un relato rodado en plenos años 70.

Nos encontramos en una calurosa noche veraniega de 1941, en la nocturnidad de Los Ángeles. Punteado por el memorable tema musical de David Shire, un entregado contrapicado irá dirigido desde el exterior de la ventana en la que se encuentra asomado el ya veterano Marlowe (un portentoso Robert Mitchum, en una de las performances más memorables de su carrera), mientras una voz en off -que ejercerá en el conjunto del film como contrapunto irónico a la acción contemplada- manifiesta con lucidez la sensación de vejez que lo atenaza. Se encuentra en un oscuro apartamento llamando a la policía, y pidiendo la presencia en solitario del veterano oficial de policía Nulty (maravilloso John Ireland), en realidad, un viejo amigo. Ello propiciará un largo flashback, en el que se describirá la inquietante experiencia de Marlowe a partir del momento en que es contratado por el matón Moose Malloy (Jack O’Halloran), una vez ha cumplido su condena de siete años por el asalto a un banco. Demandará a Marlowe la búsqueda de su amada Velma Valento, e imbricando al investigador a unas tareas que le harán ser encargado de acompañamiento por un amanerado solicitante. Conocer a un viejo juez (encarnado por el veterano novelista Jim Thompson), y acercarse a su ninfómana esposa -Mrs. Grayle (Charlotte Rampling)-. Tener que recurrir a una alcoholizada ex corista, al objeto de poder encontrar pistas suficientes para encontrar a Velma. Vivir una peligrosa experiencia en un burdel de la ciudad, o aceptar al cuantioso encargo del corrupto Brunette (Anthony Zerbe), en medio de una enmarañada tela de araña que, finalmente, aparecerá interconectada, y en la que se pondrá en tela de juicio la corrupción policial imperante.

Un entregado Richards aplica una planificación funcional -pero siempre adecuada- a lo largo de un ajustado metraje, acertando al describir una atmósfera mórbida y dominada por la decadencia, en la que tendrán especial incidencias las secuencias nocturnas, así como el deambular de nuestro protagonista por garitos y lugares sórdidos y decadentes -todo el episodio descrito en el burdel, en donde tanto su ambientación como la galería de despreciables personajes resultará ejemplar a este respecto- o, en su defecto, en ambientes sombríos en su aparente esplendor -la mansión en la que reside el viejo juez; la fiesta en donde Marlowe se encontrará junto a corrupto Brunette- transmitiendo esa aura de mundo en descomposición, de tiempo convulso, exteriorizada en aquellos pasajes, donde el escéptico investigador conversará con la acabada Mrs. Florian (espléndida Sylvia Miles), o bien en sus visitas al humilde matrimonio Ray, cuyo pequeño hijo negro, supondrá la piedra de toque, en torno al comportamiento del detective.

Adornada por la espléndida y entregada iluminación en color de John A.Alonzo, capaz de proporcionar verdad, sin preciosismos, a esa ambientación urbana de inicios de los años 40. Ayudada por el oportuno aporte musical del ya citado Shire, lo cierto es que FAREWELL, MY LADY es una obra que transpira decadencia por todos sus foros, pero al mismo tiempo se encuentra llena de vida. Habla sobre la amistad -la del veterano Nulty hacia Marlowe, la de este hacia ese pequeño muchacho negro, la del kioskero y boxeador retirado hacia el detective, hasta el punto de poner en peligro su vida. Y, en definitiva, la del propio Marlowe hacia el jugador Joe Dimaggio, a modo de metáfora de ese mundo que no desea se desmorone para un hombre y, con él, un mundo, que empieza a dejar de tener razón de ser.

Es cierto. Creo que la gran limitación del film de Richards, reside en el miscasting de la -por otra parte- estupenda Charlotte Rampling, incapaz de transmitir la fascinación y malignidad de su personaje. Sin embargo, se trata de una película que encierra un torrente de ironía, de entrega y de verdad, por parte de un inconmensurable Mitchum, y que proporciona una conclusión tan sencilla y tan conmovedora, transmitiendo una emoción difícil de describir. Como lo hará, por otra parte, el momento más hermoso del relato. Será aquel en el que Marlowe hará una visita a casa de Rall, señalando su mujer que lleva un día sin aparecer. El niño preguntará al detective si su padre volverá, y la cámara de Richards se detendrá en sostenido primer plano sobre este -estremecedor Mitchum-, quien plasmará en su rostro la trágica realidad que apenas quiere asumir.

Calificación: 4

THE CULPEPPER CATTLE CO. (1972, Dick Richards) Coraje, sudor y pólvora

THE CULPEPPER CATTLE CO. (1972, Dick Richards) Coraje, sudor y pólvora

Recuerdo haber leído algunas críticas en el momento de su estreno, en las que se recibía con cierto entusiasmo THE CULPEPPER CATTLE CO. (Coraje, sudor y pólvora, 1972), el debut en la gran pantalla de Dick Richards, conocido hasta entonces como fotógrafo en conocidas revistas estadounidenses. Con esta película y la no muy lejana FAREWELL, MY LOVELY (Adios Muñeca, 1975), Richards muy pronto se labró una frágil aureola como uno de los cineasta más prometedores de los setenta, que se encargó de dinamitar el fracaso de la superproducción MARCH TO DIE (Marchar o morir, 1977). He de reconocer que guardo un magnífico recuerdo de la adaptación de la novela de Raymond Chandler que protagonizó Robert Mitchum –es una de esa películas que tengo mucho miedo en revisar, temeroso de que esa sensación se desvanezca de forma inexorable-, pero lo cierto es que el visionado de THE CULDPEPPER… ofrece la sensación de suponer una propuesta muy de su época, a la que el paso del tiempo no ha sentado demasiado bien. Es más, uno se atrevería a señalar que ya nació vieja, dentro de un conjunto en el que, pese a todo, logra mantenerse con cierta dignidad.

Y es que el film de Richards, no supone más que una demostración de la combinación de la corriente crepuscular que aquellos primeros años setenta estaba a punto de concluir, llevándose consigo la esencia de uno de los grandes géneros de Hollywood, con ese subgénero de cine en el que el contraste entre la veteranía y la adolescencia marcaban un cierto punto de melancolía en sus imágenes –en realidad no se trataba de ninguna invención, el cine norteamericano ya lo había incorporado en su seno en décadas anteriores-. En esta ocasión, todo se reducía a una astuta operación que intentaría trasladar la imagen de una iconografía del mítico Oeste, intentando despojar de la misma cualquier componente crítico, y contraponiéndola con esa imagen de ingenuidad que representaba el personaje del joven Ben Mockridge (interpretado por el entrañablemente cargante Gary Grimes, apenas salido del rodaje de SUMMER OF’ 42 (Verano del 42, 1971. Robert Mulligan). Ben es un joven granjero integrado en un contexto de miseria, que sublima con su deseo de formar parte de esa imaginería que desde su adolescencia, entiende que muestra el paisaje formado por jinetes y personajes. Por ello logrará incorporarse a un grupo de cowboys comandado por Frank Culdpepper (Billy Green Bush). Este último es un hombre curtido y controlado en sus impulsos, que se encarga de transportar una amplia remesa de ganado hasta Texas, acogiendo no sin recelos al muchacho en su condición de ayudante de cocina. Será la ocasión para que nuestro protagonista se introduzca en un mundo que tenía idealizado, intentando en todo momento demostrar al personal de Culpepper y –sobre todo- a él mismo, que se trata de una persona válida en su imberbe pubertad, para ser admitida en un microcosmos revestido de violencia, rudeza, decadencia y, en último término, muerte.

Lo que quizá en su momento se presentó como una mirada trágica y realista de un mundo que se vislumbraba cercano a la extinción, en realidad se plantea de la mano de Richards como una astuta visión –que mucho me temo se extendería en su posterior revisión del cine “noir”- en la que se intentará ofrecer un balance al mismo tiempo “desde dentro” y “desde fuera”. Es decir, acercarnos a una visión más trágica de la iconografía de un género ya casi extinto, pero al mismo tiempo realizándola desde un prisma “exterior”, al centrar ese contraste en el punto de vista de un muchacho que añora vivir un mundo del que se siente tan al margen. Nada habría de malo en esa indefinición o ambigüedad en la mirada, si en ella se trasladara un rigor en la puesta en escena que, por desgracia, no es precisamente el rasgo que mejor define los fotogramas de la película. Así pues, y sin dejar de reconocer una magnífica ambientación de época –una de sus mayores virtudes- THE CULPEPPER… parece en muchos momentos ser una imitación de los modos del tan mitificado –no por mi parte- Sam Peckimpah. Esa creciente espiral de violencia que poco a poco se irá adueñando de la parte final del metraje, ha sido considerada por no pocos observadores como una prolongación de la recordada en THE WILD BUNCH (Grupo salvaje, 1969). Del tan afamado touch propio de Peckimpah, Richards asumirá esa narrativa hoy envejecida, basada en planos cortos y montaje entrecortado, en una –por fortuna leve- recurrencia al ralenti, o en esa aura de violencia que conducirá a esa catarsis e inmolación final de los adustos y rudos vaqueros que han acompañado a Culdpepper, que en última instancia se sacrificarán de manera inútil, acudiendo de manera inconsciente a la llamada de joven Ben para salvaguardar al grupo de colonos de los abusos del cruel terrateniente de las tierras en los que estos se pretenden establecer.

Como era previsible, la película no dejará de lado esa inclinación por el terreno de “despertar de la adolescencia” representado en el protagonista, quien no dudará en simular su debut en el sexo por medio de una joven prostituta, y quien del mismo modo recibirá duras nociones de aprendizaje cuando es hecho herido por unos ladrones de caballos, que lo dejarán herido cuando ha sido responsabilizado para realizar una guardia. En realidad, lo que más se puede destacar a casi cuatro décadas de su realización ¡como pasa el tiempo!, al margen de la fisicidad y autenticidad de ambientación que describen sus secuencias, y del alcance fatalista con que concluye la narración –la absoluta desolación de Ben al comprobar que su gesto noble no ha servido más que para sacrificar inútilmente a sus compañeros, encontrando de ese guía religioso de los colonos más que una respuesta recelosa y fundamentalista-, será sin duda una conclusión impactante, pero a mi modo de ver abrupta y escasamente matizada. Lo supondrá el constatar el fracaso de sus ilusiones, siempre a través de ese revolver comprado con sus ahorros, entrenado en un mundo que no solo parece impropio para generaciones posteriores y su propia sensibilidad, donde la descomposición de toda una filosofía de la existencia, estaba condenada a convertirse en una fantasmagoría. Así pues, entre intenciones declaradas, influencias hoy día bastante superadas, y una cierta voluntad de reflejar una mirada realista en un contexto ya casi fantasmagórico, no cabe duda que lo mejor del film de Richards se erige en la notable galería de secundarios, encarnados por actores de carácter tan notables y bien utilizados como Bob Hopkins, Geoffrey Lewis o Royal Dano, entre otros, dando vida con autenticidad a esta galería revestida de dureza de seres que han tenido como único horizonte existencial la vida en un Oeste que empezaba a declinar como interés para un Hollywood que modificaba la importancia que hasta entonces había sido su estructura de cine de géneros. No cabe duda que propuestas bastante posteriores, indagarían con mayor pertinencia en ese carácter de extrañeza que Richards ofrece con tanto entusiasmo como una cierta carencia de hondura, en una película en la que, y no es casualidad consignarlo, aparecía como productor asociado el inefable Jerry Bruckheimer. No es casual, antes al contrario, esta presencia… Y si no, el tiempo nos lo vendría a demostrar.

Calificación: 2