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CINEMA DE PERRA GORDA

Florián Rey

LA ALDEA MALDITA (1942, Florián Rey)

LA ALDEA MALDITA (1942, Florián Rey)

Posiblemente a ningún aficionado le diga nada el nombre de Antonio Martínez del Castillo (1894 – 1962), cuyos restos se encuentran en el osario del Cementerio Municipal de Alicante. Sin embargo, al citar su nombre artístico; Florián Rey, todos reconocerán a uno de los máximos realizadores con que contó la cinematografía española en las décadas de los años treinta y cuarenta, terminando sus días de manera casi miserable en la localidad de Benidorm, tras varios años al margen de su vocación cinematográfica, adentrándose en negocios de hostelería que no le funcionaron. Al hablar de LA ALDEA MALDITA (1942), nos estamos refiriendo a una de las producciones más reconocidas de su cine, remake de la misma historia que Rey realizara en 1930, y que suele estar considerada como la cima del cine silente español, aunque justo es reconocer que pocos hemos tenido ocasión de visionarla, y en su momento fuera estrenada sonorizada, con lo cual esa calificación debiera cuanto menos ponerse en entredicho.

Centrándonos en la versión de 1942, esta concurrió a la I Bienal de Cine de Venecia –génesis fascista de la actual y prestigiosa Mostra de Venecia, esta logró un gran éxito y un galardón en la figura de su realizador. Su acción se centra en una castigada pequeña población de la Castilla más profunda a principios del siglo XX, donde se nos narra el devenir existencial del labrador Juan Castilla (Julio Rey de las Heras), propietario de unas tierras que en realidad pertenecen a su padre, el invidente Martín, manteniéndose enfrentado a su hermano Lucas. Juan se encuentra casado con Acacia (Alicia Romay), y padece como el resto de habitantes de la zona, las consecuencias de una granizada, que supondrá un punto de inflexión para la mayor parte de los habitantes, de abandonar las duras condiciones del campo, e intentar abrirse una nueva perspectiva laboral en la ciudad de Salamanca, que con el paso de pocos años les permita regresar a sus tierras con algo de riqueza. En principio la decisión de Juan es dejar en ellas a su esposa pero esta, empujada por otras jóvenes vecinas, también acudirá a la ciudad, donde llevará una vida liviana durante tres años –un periodo en el que su esposo y familia ya han regresado hasta la aldea-. Tras una larga búsqueda por parte del esposo, de manera inesperada la encontrará en una taberna junto a otro hombre. De allí la recogerá y sin ánimo de maltratarla, la obligará a volver al amparo de su padre –que siempre había dudado de ella- simulando un idílico reencuentro, aunque despojándola del más mínimo acercamiento con el hijo de ambos. Todo ello, hasta que llegue el momento de la desaparición del anciano, en el que Acacia sería expulsada definitivamente de dicho entorno familiar. Martin llegará hasta su muerte con la relativa tranquilidad de haber visto a su hijo unido con su esposa y nieto, repartiendo sus tierras entre sus dos herederos. Llegará el momento de que Acacia abandone el hogar, hasta que pasado el tiempo, en la celebración de la cosecha esta retorne exhausta y casi hambrienta. Será el instante que imponga a Juan un aspecto de reflexión, pese a los consejos de su entorno de que desprecie definitivamente a la que fuera su abnegada esposa. La caridad y una nueva oportunidad, se impondrá ante todo.

Desde sus primeros fotogramas –tras unos ampulosos títulos de crédito y la división de la película en capítulos, pese a su corta duración de sesenta minutos-, Florián Rey mostrará las cartas de lo que ofrecerá esta versión de LA ALDEA MALDITA. La descripción de esa jornada festiva en la que el amo de las tierras se convierte por un día en servidor, nos muestra muy a las claras lo mejor y lo peor de la película. En el primer aspecto, es indudable que el realizador pone en práctica su reconocido sentido de la plasticidad, a la hora de la composición de planos y movimientos de cámara bastante desusados en el cine español de la época. Unamos a ello el uso de una espléndida fotografía en blanco y negro de Heinrich Gärtner, que a lo largo de todo el film se prestará a una iluminación que se centrará en el contraste y unas claras influencias en torno al cine expresionista y soviético, que se erigirán en el referente más valioso del conjunto. Esa capacidad por dotar al mismo de una acentuada fisicidad, la sensación de sentir muy de cerca el carácter opresivo de las circunstancias vividas por sus personajes, se mantiene con cierta vigencia en la película. Por el contrario, también desde esa celebración que inicia la cinta, nos apercibimos del estatismo cinematográfico que ofrecen las composiciones creadas por el director. No se aprecia una sensación de verdad en la descripción de esa celebración en la que los labriegos visten trajes que podrían aparecer para cualquier manifestación festiva. Esta carencia de veracidad, la envarada interpretación de los actores, son elementos que tienen más peso de lo deseado. Unamos a ello la circunstancia de un guión que parece auspiciado por la “Sección Femenina” de la época, en la que en ningún momento se cuestiona el machismo y el comportamiento casi inhumano recibido por la protagonista femenina. En su oposición, las reiteradas referencias religiosas –la cruz permanecerá casi constante en los planos en que aparece el viejo Martín, o las composiciones con grandes cruces de piedra ubicadas en los caminos del exterior de la aldea-, serán elementos integrados con acierto en el conjunto. No así esa mirada acrítica en la que la invocación a la misericordia de ascendencia bíblica, se utilizará finalmente como base de redención de una Acacia a la que se contemplará sin intentar profundizar en las razones de su comportamiento. En realidad, ese acartonamiento de los personajes, que no expresan nada más allá de la rugosidad de su apariencia exterior, es una de las grandes limitaciones de una película paradójica en la extrema dualidad que plantea entre sus indudables aciertos plásticos, y lo rancio que esconde en aspectos de su dramaturgia y, sobre todo, el reaccionarismo de su material dramático. Aspectos estos incapaces de ser trascendidos por una expresión narrativa más contundente y equilibrada.

Calificación: 2