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CINEMA DE PERRA GORDA

Francisco Rovira-Beleta

HAY UN CAMINO A LA DERECHA (1953, Francisco Rovira-Beleta)

HAY UN CAMINO A LA DERECHA (1953, Francisco Rovira-Beleta)

Dentro de una cinematografía como la española de los primeros años del franquismo, dominada por el enconsertamiento y alejamiento de la realidad –sin que dicha preponderancia impida el florecimiento de algunos títulos insólitos y / o destacables-, no cabe duda que con la llegada de los cincuenta, la poderosa impronta que el neorrealismo había proporcionado al cine mundial, tuvo su presencia en nuestro país, sobre todo de la mano de dos cineastas, como José Antonio Nieves Conde, y el barcelonés Francisco Rovira-Beleta. Esa vigorosa impronta es indudable que se transmite, plano a plano, en HAY UN CAMINO A LA DERECHA (1953), el cuarto de sus títulos, en el que de entrada se percibe una extraña implicación visual con la vida diaria de la ciudad de Barcelona, de la que su realizador logra transmitir todo un auténtico documento, vivo y palpitante, que trasciende con mucho las virtudes y limitaciones emanadas de su propuesta argumental. Esa capacidad para trasladar a la pantalla el un auténtico retrato de una ciudad enracimada en su alcance popular, la propia decrepitud de esas edificaciones obreras, que sin duda aparecen a más de sesenta años vista, como un testimonio de primera magnitud, de las carencias de una población, sometida en aquellos años en un periodo de enorme carencia económica y de libertades.

La película gozó de un enorme éxito en su momento, y es evidente que permanece relativamente vigente en nuestros días, y solo cabe señalar que si alcanzó la autorización del férreo control de la censura, es por la inclusión de esa base inicial, tamizada en una voz en off, que nos retrotrae en flashback al drama central del relato, insertando en el mismo una vertiente moralista que, indudablemente, favorece ese componente conformista e incluso aleccionador, sin el cual estoy convencido que una propuesta en sus momentos más álgidos tan dura, como la que describe Rovira-Beleta, jamás se habría autorizado. Sus imágenes describen la andadura de Miguel (Francisco Rabal), joven hombre de mar que se verá forzado a retornar a tierra, tras una trifulca con el mando del barco donde trabajaba –que solo aparecerá de forma elíptica-. Por ello volverá a su hogar, comprobando con presteza la imposibilidad de encontrar un trabajo digno, aunque acepte a bajo sueldo un empleo de vigilante, al objeto con ello de poder colaborar con los gastos de su familia, que dirige su esposa Inés (Julita Martínez), fruto del cual educan al pequeño hijo Víctor. La necesidad existente no evitará que el cabeza de familia rechace propuestas de amigos escorados al contrabando y el estraperlo, aunque la necesidad y el deseo de contentar a su familia, casi le obligue a relacionarse y aceptar el plan de El Goyo, colaborando en un robo de neumáticos, en el puerto donde ejerce como vigilante. Lo que en apariencia aparece como un golpe de fácil resolución, irá acompañado de una escalada de tensión familiar de Miguel con su esposa e hijo, confluyendo finalmente en una fatal coincidencia, en la que se dirimirá la destrucción de la familia protagonista.

Llegados a este punto, no vamos a dejar de reconocer que personajes como el inspector de policía que discurre cerca de la pareja, destaca por su antipatía. O que algunos de sus villanos –como el orondo dueño de la tienda-, posean características muy ligadas a los característicos del cine noir norteamericano. En cualquier caso, por encima de dichos convencionalismos, no cabe duda que Rovira-Beleta nos ofrece una propuesta llena de veracidad en esa mirada sobre la colectividad urbana en este caso, de una Barcelona a la que nunca se cita –aunque de soslayo si aparezcan algunas palabras en catalán, pronunciadas por personajes episódicos-, y que nos aparece llena de privaciones y vitalidad al mismo tiempo. Es en dicho ámbito, donde su realizador nos ofrece una auténtica sinfonía de fisicidad dramática y cinematográfica, centrada de manera especial en la plasmación de esos barrios populares. En esas viviendas avejentadas en donde se enracima casi la supervivencia de determinada población obrera. O en el interior de la vivienda de la familia protagonista, donde el espectador puede sentir tanto sus enormes carencias, como la rabia que esgrime un deslumbrante Paco Rabal, que con una fuerza que hace que se coma la pantalla a dentelladas, transmite al espectador esa rebelión interior, de alguien que no se quiere resignar a vivir entre las garras de la miseria. Instantes como aquel en el que destruye con sus manos un vaso, intentando luchar con el demonio interior que le abraza en el enfrentamiento con su mujer, apenas serán más que la exteriorización del fragmento más doloroso de la película. Se trata, evidentemente, de todo lo que rodeará la trágica historia del pequeño Victor. Desde la escapada de este, siendo apaleado por una marabunta de pequeños muchachos desarrapados –que por momentos, aparecen como un eco de la mítica LOS OLVIDADOS (1950, Luís Buñuel)-, y que culminará con un inesperado atropello por parte de la furgoneta que ejecuta el robo, en la que se encuentra su padre como copiloto. Será la espita de la tragedia, y de un largo fragmento en el que Rovira-Beleta echa el resto, tanto en la descripción de la operación que sufrirá el pequeño, la desesperación del padre, sus dudas para comunicarle a su mujer la tragedia vivida o, en definitiva, la vivencia del velatorio y su comitiva fúnebre. Pasajes en los que podremos dejar de lado ciertos anacronismos, al comprobar un episodio revestido de enorme amargura, no solo inhabitual en el cine español de su tiempo –lo cual en sí mismo no propondría más que un valor testimonial-, sino que deviene una dolorosa y espléndida muestra de neorrealismo a la española. Esa capacidad de extraer el máximo aporte dramático, por medio de una cuidada planificación, que en ningún momento deja de apuntar por un cierto sesgo documental, ayudado por la intensidad de una dirección de actores aún hoy día revestida de garra, es la que permite que este pasaje revista un grado de tensión dramática, que algunos comentaristas han ligado al cine de Vittorio De Sica, pero que personalmente me aparece toma como referencia el doloroso precedente de la admirable GERMANIA ANNO ZERO (1947, Roberto Rossellini). Lástima de esa forzada reintegración de la acción a un futuro esperanzador. Lástima de esa forzada apología a la familia. Son, evidentemente, servilismos que posibilitaron en su momento que la película saliera adelante con dichas cargas de profundidad, pero que con el paso de los años limitan su alcance. Un alcance este que, pese a todo, no impide reconocer que en HAY UN CAMINO A LA DERECHA, se encuentran algunos de los instantes más dolorosos, del cine español de los primeros cincuenta, y que nos encontremos con probabilidad ante uno de los títulos más perdurables, de este irregular pero reivindicable realizador.

Calificación: 2’5

ALTAS VARIEDADES (1960, Francisco Rovira-Beleta) Altas variedades

ALTAS VARIEDADES (1960, Francisco Rovira-Beleta) Altas variedades

Cuando el catalán Francisco Rovira-Beleta rueda ALTAS VARIEDADES (1960), ni siquiera él mismo sabía que se encontraba muy cerca de encontrar ese efímero reconocimiento, que por un lado le podría proporcionar LOS ATRACADORES (1962) y, sobre todo, el drama racial LOS TARANTOS (1963), que le brindaría un notable éxito exterior, acompañada de una nominación al Oscar a le mejor película extranjera. Tras ese momento de relativo fulgor, su andadura se diluyó en un frustrado intento de reiterar el éxito de la mencionada LOS TARANTOS –con EL AMOR BRUJO (1967), alcanzó otra de dichas nominaciones de la academia de Hollywood-, en una filmografía poco distinguida, que quizá abandonaba el elemento más perdurable de su cine; su capacidad para plasmar atmósferas exteriores. Es un rasgo que transmiten –curiosamente acentuadas con una copia deteriorada que perdura en nuestros días-, en las imágenes húmedas y tristes de ALTAS VARIEDADES, rodadas todas ellas en el ámbito de la provincia de Barcelona. Imágenes que quizá sin pretenderlo de modo directo, transmiten al espectador de nuestros días esa sensación de miseria y privación apenas mitigada, de una sociedad que aún tenía demasiado cerca el horror de la guerra civil, envuelta en miserias cotidianas, que solo intentaban sublimar a esa ciudadanía que dudaba entre la vida en el campo y el aún indefinido éxodo a las grandes ciudades, a través de la visita a salas de cine y espectáculos diurnos y nocturnos. Entre ellos, fueron muy populares las variedades, que se erigirán como núcleo dramático de este melodrama triangular, en el que Rovira Beleta asume la herencia que proporcionaría en el periodo silente el admirable VARIETE (Varietés, 1925. E. A. Dupont), y el muy popular, cercano y menos distinguido TRAPEZE (Trapecio, 1956. Carol Reed) –que estoy convencido tuvo muy presente el español, a la hora de asumir la realización de esta coproducción hispano-francesa-.

ALTAS VARIEDADES describe la relación que se establecerá entre Walter (Christian Marquand) y la joven Ilona (Agnès Laurent), una refugiada de los países del Este, que ha llegado hasta Barcelona para reencontrarse con Rudolf (Ángel Aranda), que se encuentra en esos momentos en paradero desconocido. Walter es la estrella de un número de variedades descrito en un juego de disparos y puntería, que comparte con Rita (Marisa de Leza), recibiendo como una carga el retorno de Ilona. Sin embargo, poco a poco se irá estableciendo una sincera relación entre ambos, comprometiéndose inicialmente el pistolero a ayudarle en los trámites de documentación, aunque transcurrido un tiempo prudencial, no solo comparta con ella el número de tiro, sino que llegue a plantearle casarse con él. Incluso llegará a presentarle la muchacha a su madre, antígua artista de circo –encarnada por la veterana Mª Fernanda Ladrón de Guevara-, y todo parecerá discurrir a las mil maravillas. Será un auténtico hechizo, que solo se romperá con el inesperado retorno de Rudolf, inveterado conquistador de mujeres, al que la mezcla de atractivo, ignorancia y arrogancia de Ángel Aranda –que a punto estuvo poco tiempo antes, de encarnar el gigoló que asumió Warren Beatty en THE ROMAN SPRING OF MRS. STONE (La primavera romana de la Sra. Stone, 1961. José Quintero)-, proporciona cierta hondura a un personaje estereotipado. Y es esa, una de las principales limitaciones que aparece en esta tan simpática como discreta película. La total ausencia de entidad en sus personajes. La sensación que en todo momento se percibe, de discurrir por senderos previsibles, estereotipados y, lo que es peor, dominados por un moralismo, del que era muy difícil evadirse en la cinematografía española de aquel momento, limitan con mucho el alcance de una producción, perjudicada demás por un doblaje atroz al castellano, que ahonda en esa mengua de credibilidad.

En cualquier caso, quizá sería pedir demasiado a una propuesta dramática que no buscaba otra cosa que un resultado funcional, y del que conviene, antes lo señalaba, apreciar esa fisicidad que Rovira-Beleta sabe extraer tanto de las secuencias de exteriores, frías y sombrías en líneas generales, como en aquellas desarrolladas en el interior de las bambalinas, donde el espectador percibe ese mundo miserable, lleno de miserias, telones rotos, números de espectáculo dominados por el estereotipo, en el que sin embargo, nuestros protagonistas se jugarán la vida a diario. Retengamos esa secuencia desarrollada en un templo en construcción, en donde el realizador aprovecha al máximo dicho marco, a la hora de extraer de la misma su oportuno tratamiento dramático, o la tensión que se percibe en el off narrativo del número que protagonizan Ilona y Rudolf, mientras Walter camina casi ritualmente desde el exterior del circo, siendo consciente de que en ese enfrentamiento artístico, se está fraguando una venganza preparada por él de manera concienzuda. Era evidente, sin embargo, que el cine español de aquel tiempo no podía apretar el acelerador de la tragedia. Es por ello, y por sus propias debilidades, que ALTAS VARIEDADES no de para más, aunque, si más no, desprende un cierto hálito y, sobre todo, una atmósfera triste, que aún ha logrado perdurar en nuestros días.

Calificación: 1’5