Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Luca Guadadigno

CALL ME BY YOUR NAME (2017, Luca Guadagnino) Call Me by Your Name

CALL ME BY YOUR NAME (2017, Luca Guadagnino) Call Me by Your Name

Vivimos tiempos convulsos y, en apariencia, de retroceso social, cultural y artístico. Sin embargo, la presencia y el éxito -que le ha concedido el casi inmediato estatus de culto-, de CALL ME BY YOUR NAME (Idem, 2017. Luca Guadagnino), puede suponer una valiosa señal, de que no todo se encuentra perdido en nuestra sociedad. A la entusiasta acogida de público y crítica, aceptando con absoluta naturalidad un efímero romance que tiempo atrás hubiera sido motivo de escándalo, hay que añadir un elemento definitivo; nos encontramos con la demostración de que el cine sigue fascinando. E incluso explorando terrenos ya transitados en el pasado, logra en ocasiones esa mágica fórmula, mezcla de fascinación y emotividad, que de cuando en cuando da como resultado un título inolvidable. Este es, sin duda, para mí -y para no pocos espectadores- uno de ellos. La prueba de la vigencia del arte cinematográfico, en una obra que apela a los sentimientos más íntimos, a las emociones más hondas de ese ser humano en proceso de construcción. A convertir la imagen en una experiencia, en apariencia muy lejana, pero en el fondo tan universal para todo ser humano. Y hacerlo, casi sin que nos demos cuenta, con unas formas cinematográficas, heredadas de los mejores viñedos del pasado del séptimo arte, tamizándolo con una puesta en escena contemplativa y dominada por un matiz impresionista. Una mirada dominada por las pequeñas pinceladas. Por una decidida desdramatización, camuflando de contrabando una carga emocional que va a sentándose de manera creciente, hasta transmitir al espectador esa olla crepitante de emociones, de frustración por una felicidad inalcanzada. Es algo que todos hemos sentido en algún momento de nuestras vidas. Da igual que aparezca revestido de otro marco, otro contexto, u otra preferencia sexual. En muchas ocasiones, las más, de nuestras vidas, aparece un sendero, que muy pronto se desvanece. Es el caminito que apenas se vislumbra, en el que el tiempo se detiene, y nos deja contemplar los destellos de la felicidad.

Adaptando la novela del escritor egipcio André Aciman, modulado como guion por el nonagenario James Ivory, que estuvo a punto de ser el realizador de la película -obteniendo un Oscar por su tarea-, CALL ME BY YOUR NAME se desarrolla en el verano de 1983 en un indeterminado lugar del Norte de Italia, localizado en la Provenza. En realidad, apenas escasos toques de ambientación datan esa configuración temporal -es curioso como en los últimos compases del film, el adolescente protagonista sí que vista con ropas plenamente eighties- ya que, en el fondo, el italiano Guadagnino lo que nos propone, en realidad, es visitar una especia de paraíso perdido, dominado por el joie de vivre. En medio de la frugalidad de una naturaleza, realzada hasta límites insospechados, por la luminosa fotografía de Sayombhu Muldeeprom, la llegada de un joven universitario norteamericano al mismo -Oliver (Armie Hammer)-, supondrá todo un revulsivo para la familia formada por el acomodado y culto matrimonio formado por el académico Perlman (Michale Suthlbarg), su esposa Annella (Amira Casar) y, sobre todo, el hijo fruto de ambos. Se trata de Elio (Timothy Chalamet), un despierto e introvertido adolescente de 17 años, dotado del cariño de sus padres, desprovisto de ninguna necesidad material, y adornado de un bagaje cultural a todos los niveles, heredado de sus progenitores

Sin embargo, la incorporación del norteamericano, un joven treintañero de atractiva presencia, poco a poco, y de manera casi imperceptible, irá aflorando en el muchacho una serie de sentimientos hasta ese momento ocultos en él. Dará de lado relaciones femeninas propias de su edad, para ir acercándose hacia ese recién llegado para seis semanas, con el que inicialmente había demostrado una soterrada hostilidad. Lo que jamás podría intuir, es que lo que en principio se planteaba como un juego de verano, tendrá una inesperada receptividad por parte de Oliver, que se entregará al muchacho con sinceridad, pero en ningún momento olvidando que aquello quizá no supondrá más que una experiencia… o quizá no.

Preludiada por unos hermosos títulos de crédito, dominados por estatuas de la cultura clásica, CALL ME BY YOUR NAME es, ante todo, una experiencia sensorial. Y de sentimientos. La cámara impresionista de su director, va plasmando en el espectador una mirada en apariencia perezosa y descriptiva, de un contexto idílico. En el que no hay ni dolor ni resentimiento, pero en el que, poco a poco, se agazapará el drama del despertar sexual y, sobre todo, sentimental de Elio. Todo ello lo iremos percibiendo a través de pequeños, gestos. De miradas, focalizadas en el punto de vista del muchacho y, por lo general, envueltos en el fragor casi enfermizo, de esa naturaleza que adquiere por momentos, un aura feérica. Pero la grandeza de la película, reside de un lado en la extrema sensibilidad -en ningún momento lindante con el esteticismo o la cursilería-, con la que se desarrollan los diferentes y cortantes episodios, que se suceden de manera casi cotidiana. Y de otro, en la manera con la que Guadagnino los plasma visualmente, optando por una compleja puesta en escena que, de manera desarmante, aparece ante el espectador con extrema simplicidad.

Esa aura impresionista, casi pictórica, que domina sus encuadres, es la que proporciona un aura llena de frescura veraniega a sus secuencias, en la que no pocos han querido ver huellas del cine del mencionado Ivory, aunque trasladando su radio de acción a un ámbito más cercano en el tiempo. Podríamos estar más o menos de acuerdo con dicha precisión, pero lo cierto es que nos encontramos con una obra, que da en la diana, a la hora de plasmar una de las historias de amor más hondas, breves, originales y conmovedoras, legadas por el cine en las últimas décadas. La extrema delicadeza, y al mismo tiempo la frescura y espontaneidad, con la que se plantea la misma, permite que aflore esa ya señalada desdramatización y, por ello, que ese crescendo dramático y romántico marcado entre Elio y Oliver, alcance una pregnante cercanía con el espectador. Esa sensación de tocar con las manos la felicidad absoluta, en medio de un contexto dominado por el respeto, la cultura, la nostalgia por la cultura clásica y la naturaleza, permite que las imágenes de CALL ME BY YOUR NAME queden invadidas de una sinceridad que, por momentos, alcanza unas cuotas de sublime pertinencia.

Y es que, seamos sinceros, el film de Guadagnino aparece como una propuesta mucho más arriesgada de lo que insinúan sus en apariencia plácidas imágenes. Hay un empeño narrativo por parte de su director, que inicialmente podríamos destacar en ese interés en otorgar un especial protagonismo a la presencia de la frondosidad del exterior de la vivienda veraniega de la familia protagonista. Pero esa aparente sencillez, no evita encontramos con episodios de pasmosa complejidad -y no puedo omitir en ellos el complejo plano secuencia descrito en la plaza del pueblo, ante una estatura conmemorativa de la I Guerra Mundial, donde se describirá con tanta originalidad como sensibilidad, la entraña homosexual de la relación de Oliver y Elio, culminada con el detalle de ese crucifijo del exterior de la iglesia católica ¿Insinuación del sentimiento del pecado, venido a la mente en esos dos protagonistas, de ascendencia judía?-. O estallidos emocionales como esa asombrosa nocturna en el interior de la casa de campo, entre los dos protagonistas, que cerrará una panorámica hacia el exterior del bosque, mientras ambos se encuentran haciendo el amor. Todo, todo en CALL ME BY YOUR NAME, está tocado por esa varita mágica de la emoción, de la sensualidad, de esos cuerpos que expresan casi sin necesidad de los rostros, el palpitar emocional que los embarga. Hay una extrema delicadeza en sus imágenes, que llegan a cobrar elecciones visuales arriesgadas, como la presencia de extrañas texturas en los fotogramas, al describir la espera nocturna de Elio al retorno de Oliver, o ese sueño nocturno que será mostrado al espectador en un negativo de imagen, en la última noche que ambos pasarán juntos. El crepitar de sus imágenes, está repleto de momentos e instantes que se adhieren a nuestra retina. Esa manera tan elegante de firmar las paces entre ambos, tomando por medio el encuentro de ese brazo de una escultura clásica. Los diálogos de ambos en el pueblo, donde Oliver confiesa a Elio la pasión que siente por él. El tormento interior del muchacho, cuando no ve correspondido su cariño. El enorme erotismo que despliega la secuencia de la masturbación de Elio con un melocotón, que alberga una inesperada y triste conclusión, cuando le confiese a Oliver “No quiero que te vayas”. El tacto de las manos, los pies de ambos. Los besos en el campo. Los últimos dos días solos. La tan sobria como dolorosa despedida. El llanto. La secuencia confesional con un padre comprensivo, que desde el primer momento intuimos la circunstancia vivida por su hijo y Oliver, y que tendrá el pudor de confesar que en el pasado vivió una situación similar que marcó su existencia.

Lo confieso, el tercio final de CALL ME BY YOUR NAME es una espiral de efímera felicidad y creciente congoja, que penetra en el alma del espectador, hasta el punto de dejarlo touching, sin que el aflorar de las lágrimas evite esa sensación de vernos reflejados, de una u otra manera, en la feliz y al mismo tiempo dolorosa vivencia de sus protagonistas. Esa sensación de irreductible paso a la rutina. De abandonar el paraíso perdido. De asumir que, casi sin darse cuenta, el ser humano deja de ser libre en sus sentimientos, insertándose en una senda de convención que sí, le llevará a una relativa delimitación de su existencia futura, pero quizá, jamás le permita recuperar ese arcano de la felicidad perdida.

Y para ello, el realizador italiano alberga con aliados del más alto octanaje. Unamos a ello la elegante y profunda banda sonora de Sufjan Stevens, que se asoma sin embargo, con la anuencia de célebres piezas de música clásica, y éxitos diegéticos de aquellos primeros ochenta. Sin embargo, sus imágenes no serían las mismas sin la entrega, la identificación, la sensibilidad y la compenetración del tándem formado por el joven Timothée Chalamet y Armie Hammer, forjando con sus miradas, sus gestos y su sensibilidad, una de las más hermosas y furtivas historias de amor legadas a la gran pantalla en los últimos años. Es de justicia destacar de manera muy especial, el auténtico prodigio de Chalamet, componiendo uno de los trabajos más sencillos, hondos y sinceros, que he tenido ocasión de contemplar en la pantalla en los últimos años, y logrando desde el primer momento, transmitir al espectador ese drama emocional que se vislumbra en su mirada inquieta, en un lenguaje corporal tan palpitante y, como no, en un alma que nos es transmitida con tanta intensidad como verdad.

Se han hablado antes de numerosas referencias cinematográficas en la película. Antes hemos citado la del ámbito elegante, culto, sensual y refinado de James Ivory. Pero esto seguro que cada espectador podrá citar las suyas propias. Me atreveré a citar ese paso de la felicidad a la congoja, ese disfrute de la efímera felicidad -uno de los sentimientos más difíciles de transmitir en la pantalla-, que podrían transmitir títulos como THE RIVER (El río, 1951. Jean Renoir), SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan), o TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen). Estoy hablando, y es deliberado, de algunos de algunas de las cimas del séptimo arte. Y no es exagerado. La dolorosa desazón que brinda al espectador la conclusión de CALL ME BY YOUR NAME, permite ratificar una conclusión a la que me sumo emocionado; la de encontrarnos ante una de las más conmovedoras obras cinematográficas, creadas en lo que llevamos de siglo XXI.

Calificación: 4’5