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CINEMA DE PERRA GORDA

Max Ophuls

DE MAYERLING À SARAJEVO (1940, Max Ophuls) De Mayerling a Sarajevo

DE MAYERLING À SARAJEVO (1940, Max Ophuls) De Mayerling a Sarajevo

Como sucederá con la posterior THE EXILE (La conquista de un reino, 1947), me temo que DE MAYERLING À SARAJEVO (De Mayerling a Sarajevo, 1940) es una de las películas menos comentadas en la filmografía, de un cineasta hoy día demasiado orillado, como fue el gran Max Ophuls. Y no es que la misma carezca de interés. Por el contrario, me parece un título magnífico, revelador de las mejores cualidades de su artífice. Pero sí que es cierto que, por un lado, representa su condición de obra previa al forzado exilio a Hollywood, que tuvo que llevar a cabo, según se iba prolongando el terror del nazismo. Elo le motivó a abandonar definitivamente Francia, última parada de su periplo europeo. Dicha circunstancia y la propia configuración de la película, fueron elementos que favorecieran ese injusto olvido.

Y es que nos encontramos con una reconstrucción de época -tan querida siempre por el autor de MADAME DE… (Idem, 1953)-, que combina en su premisa argumental, un inicio de alta comedia, derivando poco a poco en una reconstrucción histórica de sombrío perfil, sobre el que se insertará una inesperada e intensa historia de amor, que en todo momento aparecerá como elemento de sentida oposición, a cuanto de artificio, insincero y fútil define ese mundo de opereta, que rodea la dinastía de los Habsburgo. Una oposición que aparecerá ya desde los primeros instantes de la película, en esa almibarada reunión de prensa, en la que el envarado y siniestro Montenuovo (Aimé Clariond), irá dictando a los periodistas una serie de falsos anuncios del emperador Francisco José (Jean Worms). Este se encuentra profundamente irritado por los desplantes que le proporciona su sobrino y sucesor, el archiduque Francisco Fernando (John Lodge, posteriormente, en la segunda mitad de los cincuenta, embajador de EEUU en España), en cuya juventud e incluso en su mente reflexiva tras su estancia en África, ha ido desplegando unas líneas de futuro más abiertas, a la hora de asumir en el futuro el poder en el imperio austrohúngaro. Como quiera que estas circunstancias provocan el profundo enojo del emperador -quien, por otro lado, buscará que en público se mantenga una imagen de unidad entre ambos-, destinará a este a una sucesión de actos protocolarios de nulo calado, evitando con ello que se dedique a tareas de estado.

Sin embargo, el destino marcará su ley en tierras checas, uno de los territorios más rebeldes del imperio. Allí será recibido el joven heredero, siendo la joven condesa Sophie Chotek (maravillosa Edwige Feuillère, en su segundo y último protagónico para Ophuls) la encargada de pronunciar un pomposo discurso de despedida, que provocará el tedio en el archiduque y, poco después, la ostentosa retirada de esta indignada. Pese a los miedos del padre de Sophie de represalias, será el propio archiduque el que reclame la presencia de la airada muchacha en un jardín, delante de la horrible estatua que han inaugurado en homenaje del emperador, pidiéndole disculpas, e iniciando imperceptiblemente, una historia de amor con alguien que le ha devuelto esa autenticidad que, en el fondo, anhelaba, en un contexto tan frívolo y amante de las apariencias. Esa, y no sus planes para insuflar un ápice de democracia al imperio, será su auténtica consagración como persona, encontrando, como no podía ser de otra manera, la oposición del emperador y su entorno, en una auténtica cacería existencial, que no podrá impedir que este pueda casarse modestamente con Sophie, pero sí que su esposa reciba la más mínima distinción heredada de su marido, negada incluso a sus propios descendientes. Pese a ello, el amor que ambos se profesan permanecerá incólume, e incluso tendrán dos hijos, viviendo con felicidad un entorno convulso, mientras que el archiduque de manera callada vaya afinando sus ambiciosos planes de gobierno que, una vez más, serán boicoteados por el emperador, enviando durante años a su heredero, a una serie de misiones protocolarias desprovista de hondura. Mujer sensible a lo que le rodea, a Sophie no le resultará difícil intuir el peligro que amenaza a su esposo en un viaje a Sarajevo, por lo que rogará a su detestado Montenuovo que, por una vez, pueda acompañarlo a dicho destino. Será el encuentro con el amor, la fidelidad y, también, la mirada de cara a un destino adverso y trágico.

Antes lo señalaba, la singular estructura narrativa de DE MAYERLING À SARAJEVO, deviene en no pocos momentos, desconcertante, ya que sus primeros minutos, nos predisponen a vivir una historia descrita en un ámbito de opereta. No obstante, eso no sería conocer la entraña de la obra ophulsiana, que muy pronto dirigirá su simpatía, y su mirada cómplice, en torno a esa pareja cuyo amor aparecerá firmemente arraigado, dentro de un contexto opresivo, en el que la apariencia y las razones de estado, aparecen como amenaza a cualquier manifestación de sentimientos. Todo ello descrito en un contexto de alta aristocracia, a inicios del siglo XX, en un ámbito convulso que, con el asesinato del archiduque y su esposa, aparecerá como histórico detonante a la llegada de la I Guerra Mundial. Pero más allá de la ratificación de dicha circunstancia histórica, nos encontramos con un melodrama intenso y delicado, en el que Ophuls jamás ocultará la magia que expresará su pareja protagonista, desde esa secuencia de encuentro, descrita en la nocturnidad de ese jardín, solo interrumpida por la molesta presencia de esa lamentable y amenazadora figura del emperador -lo cual supondrá todo un aviso-. A partir de ese momento, entre ambos solo aparecerá el sentimiento verdadero. El tiempo se detendrá para ellos en sus encuentros -de manera significativa, el archiduque llevará en su reloj, la efigie de Sophie-. A lo largo del relato surgirán detalles que revelarán el trágico final de la pareja, como esas fotos que ambos se realizarán, junto a otras damas de una aristócrata, que infundadamente piensan que el heredero se interesa por ellas, y que aparecerán boca bajo, al mostrarse en pantalla desde el interior de la cámara.

Dominada por un cuidadoso diseño de producción y una puesta en escena que alternará lo suntuoso, con la sencillez y la intensidad de la intimidad del heredero y Sophie, nos encontramos con una película trufada de momentos admirables. La sinceridad que presidirá la visita de Sophie a la alcoba de la hermana del emperador y madre de su amado, saliendo de allí completamente animada, dado que la anciana le confiesa que su amor le ha traído nueva vitalidad a su hijo. La dolorosa secuencia en la que el encuentro con el reloj de Fco. Fernando, provocará una embarazosa secuencia, advertida por Sophie, descubriendo las verdaderas intenciones de este, en el seno de la noble familia que se había albergado infundadas esperanzas de poder casarlo con una de sus hijas. El reencuentro del heredero, cuando Sophie se marcha en tren, para no forzar a este a abdicar. El interludio que ambos vivirán de incógnito, antes de que la inesperada contemplación de un ataque de militares sobre la población -contemplado con toda su crudeza, a través de unos prismáticos-, hagan al archiduque retornar a su responsabilidad y, con ella, casarse de manera innoble con su amada.  La humillante secuencia de la recepción, en que el personal del emperador, se mostrará inflexible, impidiendo que la ya casada esposa del archiduque, pueda acceder junto a él por la escalera central. O el instante hará que este se retire airado, provocando el aplauso de los presentes -y, con ello, llevando al entorno del emperador, la certeza del riesgo que su figura conlleva, a la hora de romper con los modos de gobierno vigentes hasta ese momento-.

Sin embargo, será en sus últimos minutos, cuando DE MAYERLING À SARAJEVO adquiera una tonalidad tan melancólica como amenazante. Lo preludiará esa petición de Sophbie a Montenuovo, para que le deje acercarse a su esposo en la visita a Sarajevo, en cuya plasmación Ophuls jamás filmará a los dos personajes juntos, en clara demostración de la mutua antipatía que ambos se profesan. Poco después, ella llegará hasta el vagón de tren en el que se encuentra su marido, apareciendo dicho encuentro como un pequeño oasis de felicidad. Casi una última parada, en la que ese repentino apagón aparecerá como fúnebre presagio. Poco después, la recreación del crimen aparecerá con extraño realismo, finalizando la película con la plasmación de los ataúdes del matrimonio asesinado, discurriendo por encima de ese escudo imperial que hemos contemplado al inicio de la película. Sin embargo, el film de Ophuls aún brindará un valiente giro, al revelar como dicho doble asesinato avivó las hostilidades de la inminente contienda mundial y, en un rasgo de enorme compromiso, avisar como la llegada del nazismo suponía una nueva vuelta de tuerca en una inútil escalada bélica. Una insólita y valiente conclusión, en una película rodada en Francia, poco antes de ser ocupada por los nazis, y de manos de un cineasta que, muy poco después, abandonaría Europa para instalarse en Hollywood, en busca de seguridad y nuevos horizontes creativos, que tardaron años en tener resultados tangibles, aunque estos finalmente revelaron la permanencia de su personalidad.

Romántica, crítica y portadora de una severa advertencia, DE MAYERLING À SARAJEVO aparece como una película obligada en su reivindicación, como obra magnífica, dentro de la filmografía de uno de los grandes románticos del Séptimo Arte; Max Ophuls.

Calificación: 3’5