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CINEMA DE PERRA GORDA

Sam Peckimpah

THE DEADLY COMPANIONS (1960, Sam Peckimpah) [Compañeros mortales]

THE DEADLY COMPANIONS (1960, Sam Peckimpah) [Compañeros mortales]

No voy a ocultar al iniciar estas líneas, que nunca he sido un fervorosos del cine de Sam Peckimpah. No se me entienda mal. En su no muy extensa filmografía se dan cita títulos atractivos, otros incluso partiendo de su interés me parecen sobrevalorados en su mítica –THE WILD BUNCH (Grupo salvaje, 1969)- e incluso hay algunos que gozan de culto por los que siento bastante desapego –un caso paradigmático sería el de STRAW DOGS (Perros de paja, 1971)-. Digamos que esa falta de conexión con lo que podríamos denominar el “mundo Peckimpah”, proviene por mi impresión personal de que se valora en su cine mucho más sus elementos complementarios –un poco como lo que podría suceder en el caso de John Huston-; la figura del perdedor, el fracaso, la sensación de decadencia… Aspectos que si bien es cierto supo reflejar en los mejores momentos de su cine, en otros no sirvió para compensar su tendencia al efectismo, que quizá de haber venido avalado por otro cineasta, sería objeto de anatema.

Dicho esto, poder contemplar en una copia que permite una valoración justa, al primer film por él realizado –inmediatamente antes del hermoso RIDE THE HIDE COUNTRY (Duelo en la alta sierra, 1961)-, nos reencuentra con THE DEADLY COMPANIONS (1961), llevado a cabo por medio de la compañía que encabezaba el hermano de la actriz Maureen O’Hara, y que firmó Peckimpah por deseo expreso del coprotagonista, Brian Keith, con quien el director ya había filmado varios episodios televisivos. El resultado es tan desazonador en su conjunto, tan irregular en su trazado, como revelador en esencia de lo mejor y lo peor del cineasta –aunque, eso si, aquellos años aún no eran tiempos para el uso indiscriminado del zoom y el teleobjetivo-. La extrañeza que produce la opera prima de Peckimpah, reside en el hecho de que casi en todo momento transmite la esencia de su cine, pero en muy pocos instantes esta se encuentra plasmada con pertinencia y, sobre todo, descrita con el adecuado sentido de la progresión que permitía el guión de Albert Sidney Flieschman, por otro lado centrado en una base argumental bastante escueta. En esencia, THE DEADLY COMPANIONS relata la andadura que realizarán cuatro personajes desde una ciudad en la que se ha producido un tiroteo. El recorrido lo efectuara el veterano soldado de la Unión Yellowleg (Brian Keith), en cuyo carácter taciturno se esconde el deseo de una venganza contra el viejo y casi lunático Turk (Chill Wills), a quien por el contrario en los instantes iniciales salvará de un seguro linchamiento –desea vengarse a solas del corte de cabellera que le produjo en el pasado, y por cuya circunstancia siempre lleva puesto un sombrero, tapando la parte superior de su frente-. Junto a este se encontrará el bravucón Billy (como siempre brillante Steve Cochran), pensando en alardear de su presunto atractivo, y pendiente en todo momento de alternar con mujeres. De manera inesperada, y cuando ambos deseaban atracar el banco de la localidad, el ataque de un grupo de forajidos culminará con la muerte inesperada del hijo de Kit (Maureen O’Hara), una mujer que es mirada de forma puritana por las mujeres de la localidad al trabajar en el saloon de la misma, y de la que no creían que el muchacho fuera de padre reconocido. Yellowleg será el involuntario causante de la muerte del niño, recibiendo la justa desaprobación de su dolida madre, que rechazará las muestras hipócritas de la localidad para ofrecer un entierro digno al muchacho. Por el contrario, preferirá trasladar el ataúd con el cuerpo del pequeño hasta la desierta población india de Surango, para que sus restos descansen junto a los de su padre. Ningún habitante se atreverá a acompañarla en su deseo –en ello se encuentra la amenaza india-, y Kit rechazará el ofrecimiento de Yellowleg. Sin embargo, cuando inicie el peligro viaje para cumplir con ese deseo, será seguida tanto por este como por los otros dos compañeros de ruta, entre los que se recrudecerán una serie de incidencias, recelos y rivalidades, acercándose poco a poco a la madre, quien no cejará en el deseo –para ella vital- de que su muchacho descanse junto a los restos de su padre legítimo, a quien el pequeño jamás conoció, ya que murió siendo muy joven en un ataque indio.

No cabe duda que THE DEADLY… es un film de itinerario, como tantos otros que forjaron el western, un género que ya entonces empezaba a discurrir por el terreno de lo crepuscular; una faceta en la que Peckimpah aportó su granito de arena, aunque de forma menos significativa de lo que se le suele reconocer. Lo curioso de la película, es que quizá analizada secuencia por secuencia, en casi todas ellas se encuentra presente la sequedad, un sentimiento de pérdida, de asistir a un mundo que casi, casi, se encuentra a punto de desaparecer. Embellecido por la fotografía de William H. Clothier y con el aura que le proporciona el uso de la pantalla ancha, esta producción de serie B parece que cobra aliento por momentos, pero en su conjunto se detecta de manera constante una sensación de abrupta imperfección. No es solo que se detecten fallos de raccord, sino que –sea por cortes de productora o impericia del realizador-, la película parece que nunca encuentra el momento adecuado para encontrar su justa temperatura emocional. Muchas de sus incidencias se plantean casi a trompicones, otras no dejan de resultar previsibles y mil veces vistas con mayor contundencia –esa serpiente de cascabel que en un momento dado concluirá con la rotura de pata y la posterior eliminación de un caballo-. En este primer film de Peckimpah –bastante fogueado en años anteriores en el medio televisivo-, se tiene la impresión de que nunca termina de arrancar, cuenta además con una de las bandas sonoras más detestables que jamás he podido escuchar en la historia del género –obra de Marlin Skiles-, y el conjunto de incidencias que adorna la misma da la impresión de no poseer la suficiente entidad. Antes al contrario, algunas de ellas parecen contradecir otras vividas con anterioridad. Esta constante irregularidad nos permite aspectos tan poco trabajados como la inesperada aparición de Billy y Turk después de una larga ausencia del metraje, o incluso desaprovechar el matiz necrofílico de ese eje central del relato, como es transportar un ataúd que contiene un cadáver en su interior. Pero al mismo tiempo, junto a ello, podemos atisbar instantes magníficos, como los planos generales de ese indio que persigue a los protagonistas a la luz de la luna, o el impactante instante en que este es finalmente liquidado por Kit en el interior de una cueva, merced a la oportuna –y terrorífica- presencia de un relámpago.

Con ciertos ecos de pesada ascendencia televisiva, esa sensación de que el innegable aunque intermitente mundo de Peckimpah se encuentra presente de manera embrionaria, THE DEADLY COMPANIONS consta que vivió el primer enfrentamiento del realizador con los productores, que modificaron aspectos como la muerte de Billy –un cambio que sinceramente de no haberse producido, apenas habría variado el resultado general-. Sí lo hace esa constante sensación de carencia de una adecuada progresión, pero con todas sus deficiencias y aceptando esa sensación de que lo que podría haber sido un western elegíaco, en busca de una segunda oportunidad para sus personajes, solo alcanza sus objetivos de forma plana, certera en su expresión visual, pero deficiente en sus formas narrativas, rigiéndose como un tanto tosco aunque en ocasiones efectivo ensayo de la posterior y justamente reconocida y mencionada RIDE THE HIDE COUNTRY.

Calificación: 2

JUNIOR BONNER (1971, Sam Peckimpah) Junior Bonner

JUNIOR BONNER (1971, Sam Peckimpah) Junior Bonner

Lo confieso, nunca he sido un especial admirador de la obra de Sam Peckimpah. Aún apreciando varios de sus títulos, no encuentro en lo que he visto de su filmografía ninguna rotunda expresión de esa pretendida genialidad que aún –aunque ya en una medida bastante más menguada-, siguen reconociéndole sus no pocos admiradores. Lamento no incluirme en dicha relación, sin por ello dejar de admitir la valía –tampoco extraordinaria, ya que me temo que la revisión de algunos de ellos podría resultar poco menos que decepcionante-, de títulos como RIDE THE HIGH COUNTRY (Duelo enla alta sierra, 1962), MAJOR DUNDEE (Mayor Dundee, 1965), THE WILD BUNCH (Grupo salvaje, 1969) o THE BALLAD OF CABLE HOGUE (La balada de Cable Hogue, 1970). No dejo de olvidar sin embargo el rechazo que me producía un título como STRAW DOGS (Perros de paja, 1971) y, sobre todo, ese desaliño y en ocasiones zafiedad visual que, de manera más frecuente que lo deseable, ha tenido acto de presencia en su cine. Los zooms y teleobjetivos poco a poco fueron dominando su obra, por más que en sus imágenes se mostrara una cierta mirada en torno al perdedor y, sobre todo, en la oposición con unos modos de entender la existencia, en absoluto contraste con el presente mostrado en su cine. En definitiva, creo que en la obra de Peckimpah nos encontramos con un cineasta bastante desaliñado en sus formas visuales, en las que primó una influencia del spaguetti-western más profunda de lo deseable, y una excesiva querencia nostálgica –de indudable efectividad cara a la galería-, entre cuyas aguas quedaba mitigada sus auténticas posibilidades como cineasta. Ese polvo, esa decadencia y ese desarraigo que, de manera intermitente, afloran con fuerza en los mejores momentos de una filmografía mucho más irregular de lo que se suele reconocer.

 

Son rasgos que –en una u otra vertiente- se dan cita plenamente en JUNIOR BONNER (1971), uno de los títulos menos conocidos y apreciados de su filmografía. Cuando señalo esta circunstancia, no lo hago en la medida de encontrarnos ante una gran película, que no lo es. Pero más allá de sus virtudes y defectos, creo que nos encontramos ante una película tan desigual como finalmente apreciable, en la que casi de una secuencia a otra podemos detectar lo mejor y lo peor del cine de Peckimpah. Retengamos entre lo primero la relativa complacencia e insustancialidad que se traduce finalmente en el relato –especialmente centrada en la manera de mostrar a los profesionales del rodeo-, el excesivo recurso al ralenti o la torpe planificación de algunas secuencias –aquella en la que Bonner asiste a la destrucción por parte de unas modernas maquinarias de la vieja casa de su padre-, en las que uno tiene que resistirse a admitir la evidencia de comprobar como un cineasta tan reconocido ha sido capaz de asumir fragmentos tan lamentables como el mencionado. Pero junto a estas reservas, también la película esgrime en sus mejores momentos una mirada hasta cierto punto revestida de ternura y sentido del humor, a partir del contraste que se establece entre los viejos y los nuevos tiempos.

 

Dos maneras de entender la existencia, a las que asistirá como impávido testigo, Junior Bonner (un ajustado Steve McQueen). Se trata de un hombre que está a punto de dejar atrás la juventud, y que ha desarrollado toda su vida dentro de una tan prestigiosa como volátil andadura como participante de rodeos. Nuestro protagonista regresa a sus orígenes situados en una agreste población de Arizona. Allí se reencontrará con la autenticidad que le muestran sus padres –unos estupendos Robert Preston e Ida Lupino-, pero al mismo tiempo asistirá con desagrado a unos modos de progreso y enriquecimiento económico, representados en el próspero sendero retomado por su hermano menor, pujante promotor inmobiliario. Son estos los contextos en los que se desenvuelve un título tan liviano como grato, tan insustancial como ausente de verdadera profundidad, pero que tiene la virtud de mostrarse carente de cualquier voluntad de trascendentalismo. Quizá sea por ello que –pese al protagonismo de McQueen en el reparto- su propia existencia haya quedado casi en el olvido, en una filmografía que a partir de entonces empezaría a ir prodigando no pocos palos de ciego. La película se interna dentro de un sendero en aquellos años con bastante pujanza dentro del cine norteamericano, de la que su exponente más memorable sería –sin lugar a dudas- la excepcional THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich), y en la que se encuentran productos más o menos valiosos, junto a otros endebles en sus resultados. Dentro de ese contexto, el film de Peckimpah queda definido como un exponente que se ve con relativa placidez, destacado en el intimismo con que se expresa la relación entre el veterano Ace Bonner (Preston) con su esposa Elvira (Lupino). Sin embargo, ello no nos evitará tener que asistir tanto a una machacona exhibición de preámbulos y de actuaciones de rodeo a cámara lenta como a los servilismos que comporta la presencia de McQueen o, finalmente, reconocer que nos encontramos con una auténtica nadería envuelta con cierta habilidad.

 

Es decir, que no nos encontramos ni con THE LUSTY MEN (1952. Nicholas Ray), ni siquiera con LONELY ARE THE BRAVE (Los valientes andan solos, 1962. David Miller) o la coetánea I WALK THE LINE (Yo vigilo el camino, 1970. John Frankenheimer). Dejémoslo en un relato más o menos grato pero insustancial, reconociendo en algunos momentos de su desdramatizado relato algunas de las propiedades que albergó el cine del desaparecido cineasta norteamericano.

 

Calificación: 2’5