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CINEMA DE PERRA GORDA

HOUSE OF CARDS (1968, John Guillermin) Castillo de naipes

HOUSE OF CARDS (1968, John Guillermin) Castillo de naipes

1968 fue un año que para el cine marcó un antes y un después en sus planteamientos. Ya antes de dicho referente, las estructuras industriales que habían forjado su esplendor se estaban tambaleando, pero es a partir de dicho marco temporal  –bajo mi punto de vista, y soy consciente de que resulta una afirmación muy arriesgada-, cuando prácticamente se dejarán de lado una serie de modas y subgéneros que tuvieron un enorme éxito durante todo el recorrido de la década de los sesenta. Entre dichas corrientes, una de las más populares fueron las comedias de intriga –basadas en el sendero marcado por Alfred Hitchcock con TO CATH A THIEF (Atrapa a un ladrón, 1956) y NORTH BY NORTHWEST (Con la muerte en los talones, 1959)-, que tuvieron su exponente más logrado con el díptico CHARADE (Charada, 1963) y ARABESQUE (Arabesco, 1866), realizados ambos por Stanley Donen. Una moda a la que se sumarían numerosos títulos de desigual nivel, entre los que destacaría la fresca KALEIDOSCOPE (Magnífico bribón, 1966).

 

Indudablemente, de aquel contexto bebe poderosamente HOUSE OF CARDS (Castillo de naipes, 1968. John Guillermin), aunque también hay que destacar que de algún modo, logra distanciarse de los referentes citados. Todo ello para plasmar la extraña andadura existencial de Reno Davis (George Peppard), un americano descreído de la vida, boxeador y escritor ocasional, al que un calculado destino le permitirá ejercer como inusual tutor de un niño que, poco tiempo antes, ha estado a punto de asesinarle en un parque. Se trata del pequeño Paul, hijo huérfano de un general francés muerto en un atentado en Argelia, y cuya familia se encuentra reunida en una importante mansión parisina. En ella, la madre del muchacho –Anne (Inger Stevens) que es la que realmente ha ofrecido a Reno el insólito cometido-, está catalogada como objeto de ciertos desequilibrios mentales, encontrándose el norteamericano con un extraño panorama familiar, que muy pronto derivará al indicio de observar una trama secreta de inciertos perfiles. Un contexto de alcance internacional y de tintes fascistas, que intentará reclutar para sus objetivos al norteamericano, pero que muy pronto verán en él un potencial enemigo, situando entre sus objetivos eliminarlo. Junto a esta vertiente, se establecerá una extraña atracción entre Davis y Anne, viviendo finalmente ambos peligrosas aventuras en común, con el deseo paralelo de salvar al pequeño Paul, que se encuentra escondido por parte de las hordas del poderoso Leschenhaut (Orson Welles).

 

Es algo lógico, señalar que para poder disfrutar de los aspectos positivos que, pese a todo, brinda esta curiosa película, hay que intentar dejar de lado los efectismos que adornan la función en todo momento. Licencias y recargamientos visuales que supo manejar con maestría el mencionado Stanley Donen en la citada ARABESQUE –se que no es algo muy compartido admirar el film protagonizado por Gregory Peck y Sofia Loren, pero para mi es una de las cumbres del virtuosismo cinematográfico de esta década-, pero que en esta ocasión alcanzan una extrañeza muy especial, en la medida que la película no queda escorada a la comedia. Es por ello que la severidad que plantea su planteamiento argumental, indudablemente hubiera resultado más reforzada con una clara inclinación dramática, que en esta entremezcla pop y la despistada y en algunos momentos atractiva partitura ideada por Francis Lai. Sin embargo, hay en HOUSE OF CARDS –aunque no siempre se encuentre expresado con homogeneidad en la película-, un alcance nihilista en la galería de personajes que comporta la función. Un contexto humano que podría ejemplificar en su conjunto todo un compendio de lo peor de la especie humana, reunido bajo el amparo de una aparente familia ejemplar. Años antes de que Claude Chabrol realizara varios títulos en esta misma vertiente, el competente artesano británico John Guillermin apuesta por la plasmación de una visión de la condición humana dominada por un alcance desencantado que, curiosamente, coincide con el expresado anteriormente en títulos generalmente vinculados el cine de espías de dicha décadas, y se acerca a esa mirada que, de nuevo, afrontaría Alfred Hitchcock en su eternamente polémica y casi coetánea TOPAZ (1969). Así pues, entre lances y giros arbitrarios de la acción, y la mirada siempre escéptica marcada por la distanciación y una constante ironía emanada del personaje que encarna con aplomo George Peppard, lo cierto es que nos encontramos con un compendio de patologías francamente desalentador, en donde la existencia del concepto de familia, no encubre más que una organización de dominio y detención del poder. Un poder que en esta ocasión posee connotaciones fascistas, relacionando su ámbito a un pasado de dominio y superioridad acrecentado tras la expulsión y pérdida de tierras en Argelia, y que tendrá su marco final en la ciudad de Roma. Un entorno que es bien aprovechado por la cámara de Guillermin –como una década después haría con los exteriores de la muy agradable DEATH ON THE NILE (Muerte en el Nilo, 1978)-, dominando el uso de la pantalla ancha, y teniendo a su alcance un experto manejo del montaje. Todo ello nos llevará a un relato caracterizado por lances en ocasiones impredecibles, otros artificiosos, aunque nunca dejándose llevar por excesos innecesarios, más allá de la “datación” visual que emana de sus imágenes. Será en este episodio final desarrollado en la ciudad eterna, donde se llegará a plantear un ingenioso desmonte de los tópicos que dicha ciudad ha generado en el cine, con el episodio desarrollado en la Fontana de Trevi, concluyendo la narración con un grandilocuente aunque atractivo fragmento desarrollado en el coliseo romano, en donde Mr. Welles –que apenas hace acto de presencia en unos diez minutos del metraje-, brindará una vez más su sempiterna composición misterioso-superior-filosófica, que tantos dividendos le proporcionó en su periplo como intérprete, pero que en esta ocasión se adecua a las intenciones de esta desencantada y tardía charada, a la que la presencia inicial de una secuencia progenérico y unos títulos de crédito atrayentes –también al estilo de los films de James Bond-, no oculta el regusto amargo de su propuesta.

 

Calificación: 2’5

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