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CINEMA DE PERRA GORDA

SATAN NEVER SLEEPS (1962, Leo McCarey) Satanás nunca duerme

SATAN NEVER SLEEPS (1962, Leo McCarey) Satanás nunca duerme

No creo ser el único aficionado al cine al que su propia experiencia como espectador le guíe antes por valorizar títulos que puedan considerarse imperfectos en su conjunto, pero que en su brillo parcial destaquen de manera poderosa, antes que otros dominados por la corrección, aunados del mismo modo por su medianía o grisura. Aún partiendo de esta base, cierto es que algunas películas resultan difíciles de degustar, catalogar o inclinarse a valorar, en la medida que ofrecen pocos asideros o, por el contrario, los elementos que en ellas devienen atractivos, van demasiado unidos de la mano con otros que provocan hasta rechazo. Pues bien, SATAN NEVER SLEEPS (Satanás nunca duerme, 1962) supone un ejemplo palmario de dicha circunstancia, al que cabe aunar el escaso aprecio que por su resultado final propugnaba su propio realizador, el gran Leo McCarey, ante el que sería su testamento fílmico –falleció en 1969-, dentro de una producción propia para la 20th Century Fox, de la que incluso se desatendió en sus últimos días de rodaje y la propia postproducción. Y todo ello se nota –de forma más transparente de lo que pudiera parecer-, en una película en la que lo mejor y lo peor parecen darse la mano en muchas ocasiones, pero que pese a todo conserva y mantiene la vigencia y personalidad del mejor cine de su artífice. Es evidente que la propia base argumental –debida a una novela de Pearl S. Buck- nos remitía a un contexto tan irreal como maniqueo –la China progresivamente comunista surgida tras la II Guerra Mundial-, y ese mismo maniqueísmo o recreación de irrealidad, se manifestaría en el recurso a las transparencias, o una reconstrucción del entorno oriental de la película deliberadamente artificiosa. Sin embargo, de entrada, el film de McCarey ofrece tres elementos consustanciales a su cine. Dos de ellos ya han sido suficientemente destacados en los escasos análisis de este film; su predominio de la comedia en su primera mitad y el melodrama en la segunda, y el hecho de suponer su último encuentro con dos referentes populares de su obra, como el cine “con curas” y la presencia de niños. Pero hay otro que debería no solo ser entendido en esta película, sino introducirlo en buena parte de la obra de su artífice; la presencia de una pareja protagonista que, en su esencia y oposición, parecen definirse en una sucesión de la gran creación fílmica del director; la canónica pareja cómica formada por Stan Laurel y Oliver Hardy.

Y en esta ocasión esa oposición de caracteres que forjara a los inmortales “el Gordo y el Flaco”, se disponen en los sacerdotes encarnados por Clifton Webb (el padre Bovard) y William Holder (el padre O’Bannion). Este último, mucho más joven que Bovard, acudirá hasta una vetusta misión china para sustituir al veterano misionero, teniendo que asumir la molesta compañía de la joven nativa Siu Lan (France Nuyen), a la que ha salvado la vida en una riada, acarreando con la tradición de vivir con ella el resto de su vida. Esta circunstancia posibilitará el retraso en su llegada a la misión y, con ello, el enojo mal disimulado de Bovard, quien desea abandonar el lugar donde ha ejercido su misión durante muchos años, seguro de su inminente invasión por las tropas comunistas. Será algo que en última instancia le afectará cuando ha abandonado el recinto, siendo retornado a él por un comando que dirige un ex alumno suyo, el joven oficial comunista Ho San (Weaver Lee), convertido en furibundo detractor del catolicismo. A partir de dicha premisa, justo es reconocer que la peripecia argumental del film de McCarey –autor de su guión junto al experto en la comedia Claude Binyon- puede resultar en no pocos momentos un tanto inverosímil, como en otros estomacante. Pero del mismo modo, y aún reconociendo que en la película en no pocas ocasiones se echa de menos ese equilibrio interno del que siempre hizo gala la obra del cineasta, está trufado de momentos magníficos –fundamentalmente de comedia, pero también entroncados con el melodrama-, que permiten que unido a su adscripción a ese estilo forjado a modo de capítulos propios de su artífice, nos permitan un resultado lleno de atractivos, e incluso sorprendente en su propia configuración.

Es evidente que buena parte de esos valiosos momentos, se centran en la señalada oposición de caracteres de los sacerdotes protagonistas, a partir del recelo que desde el primer momento esgrime Bovard hacia el pupilo más joven, y que encuentra en la figura del magnífico Clinton Webb un intérprete a su medida. A partir de una planificación que juega en su mayor parte con planos en donde los dos intérpretes se ubican entro de la ancha pantalla del formato CinemaScope, lo cierto es que el duelo entre el veterano y altanero misionero y el más joven pastor americano –bien encarnado por Wiliam Holden-, permite un constante reguero de dobles sentidos –Bovard nunca sabrá la verdadera razón de la presencia de Siu Lan, creyendo que se trata de una debilidad de su joven sucesor-, diálogos afilados, escrutando McCarey ese juego de miradas, tiempos muertos e intuiciones cinematográficas, que supusieron la piedra angular de su cine, y que en esta ocasión también se manifiestan de manera más que ocasional, aunque bien es cierto lo ofrezcan de manera abrupta en más de un momento. Esa delicadeza, ese sentido de que apenas nada sucede, inherente el mejor cine de su autor, solo se da cita en esta ocasión a través de esos episodios, esos “apuntes” ofrecidos en medio de una trama argumental más –presuntamente- trascendente, aunque en realidad más discutible. Y he aquí donde, a mi juicio, se encuentra el elemento de choque más discutible y, al mismo tiempo, fascinante, en la estructura interna de esta película tan incómoda de analizar e incluso defender, pero en la que si se sabe mirar con detenimiento, hay suficientes motivos para su valiosa vindicación, siempre que se reconozca en ella no solo su desequilibrio sino, sobre todo, la presencia de elementos que pueden resultar casi, casi increíbles, que en su mayor parte se encuentran encerrados en su filiación anticomunista y lo que ello conlleva en la plasmación fílmica de dicho enunciado.

Desde el maniqueísmo que preside la labor de los militares que comanda Ho San, hasta la presencia de un enviado ruso que deja su propia labor en tela de juicio, la delirante transformación de la capilla de la misión en un santuario en torno a la figura del lider comunista chino, la reunión de los comunistas en las que han llegaodoa torturar a los dos sacerdotes, para que Bovard fuerce ante los habitantes de la población su renuncia al catolicismo. Todo ello acabando por ese retorno al cristianismo de ese Ho San que no ha dudado en violar a Siu Lan –en una elipsis por lo demás magnífica-, dejándola embarazada, aunque finalmente decida casarse con ella, asumir su paternidad y bautizar a la criatura ¡con el nombre del sacerdote americano! dentro de la ortodoxia católica. Hay tal conjunto de incidencias melodramáticas de tan torpe calado, que creo que el propio realizador se tomó las mismas con el suficiente desapego, prefiriendo desarrollar lo mejor de la película en esos constantes y al mismo tiempo pacíficos enfrentamientos –basados en diálogos y miradas irónicas- forjados entre los dos sacerdotes, que en sí mismo encierran una visión divergente del mundo y la existencia. A su lado, la presencia de Siu Lan parece prefigurar la Paula Prentiss de MAN’S FAVORITE SPORT? (Su juego favorito, 1964. Howard Hawks), al ofrecer el retrato femenino de uan joven persistente en grado extremo a la hora de lograr su objetivo. Sin embargo, en torno a este personale, el film de McCarey brindará tres espléndidos momentos –dos de ellos dramáticos-. Uno de ellos será la ya mencionada secuencia elíptica de la violación, otro la despedida previa que se efectuará ante O’Bannion en una casa en ruinas que ejerce como estación en pleno campo chino –y en donde las transparencias ejercerán como singular refuerzo dramático-, y ya en un registro cómico, la impagable secuencia de la campana que ejercerá como elemento de tentación ante el joven sacerdote –sirviendo como reclamo para que la muchacha acuda a servirle-. La secuencia se brindará en un largo plano fijo en el que la tentación de este –que intenta leer la Biblia-, finalmente culminará con la caída accidental de dicha campana, la presencia inmediata de la muchacha, y también la de Bovard, vislumbrando una nueva situación equívoca realmente hilarante.

Provisto de una notable banda sonora a cargo del compositor británico Richard Rodney Bennett –transcrita a la orquesta de la mano del imprescindible Muir Mathieson-, y encontrándonos en su producción con otro técnico británico en la aportación como operador de fotografía del gran Oswald Morris, lo cierto es que SATAN NEVER SLEEPS no es un film redondo, pero ofrece a lo largo de su desarrollo constantes y suficientes motivos de interés, estando de acuerdo con la apreciación de Miguel Marías, quizá el mejor conocedor que existe en España de la obra del gran director, a la hora de matizar que son los últimos veinte minutos del film –planificados además de manera más convencional-, los que desmerecen de un metraje de algo más de dos horas, en donde el aficionado a uno de los más grandes directores generados por Hollywood, encontrará no pocas referencias a su obra precedente, sino sobre todo elementos disfrutables de un estilo tan invisible y sobrio, como lleno de verdad en la vida interior de sus personajes.

Calificación: 3

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