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CINEMA DE PERRA GORDA

THE SUN SHINES BRIGHT (1953, John Ford) [El sol siempre brilla en Kentucky]

THE SUN SHINES BRIGHT (1953, John Ford) [El sol siempre brilla en Kentucky]

Aunque presente desde el corazón del periodo silente -TOL’ABLE DAVID (1921, Henry King)-, es fácil consignar como los últimos años cuarenta y primeros cincuenta del pasado siglo, como el periodo dorado del Americana, una de las variantes fronterizas existentes en el cine norteamericano, abordando en sus ficciones, ese retrato sentimental del mundo rural de la nación. No conviene olvidar que, en dicho periodo, Henry King se encontraba en un periodo de especial febrilidad creativa, y podemos disfrutar algunas de las muestras más extraordinarias de la vertiente. Pienso, sin dudarlo un instante, en dos obras tan opuestas y extraordinarias como INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown) y STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur). Dos exponentes muy personales de sus respectivos cineastas, caracterizadas por abrir el sendero, a la hora de condenar el racismo inherente a la sociedad rural americana, iniciando una corriente, que dio como fruto, títulos inolvidables como TO KILL A MOCKINBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan). No cabe duda que, en la obra de John Ford, en no pocas ocasiones se dio a esta vertiente, que conectaba de manera rotunda con su universo personal. Y fruto de ello, en 1934, surge JUDGE PRIEST (El juez Priest), que permitió a Will Rogers, uno de los mayores éxitos de una carrera, que se interrumpió de manera traumática con un accidente de aeroplano. Siendo como es una magnífica película, es evidente que cuando Ford se anima a dirigir una especie de remake en torno al mismo personaje, este alberga no pocas divergencias en torno al protagonizado por Rogers. De entrada, la propia configuración del personaje con una encarnación más envejecida -permitiendo de paso, una extraordinaria interpretación de Charles Winniger-. Pero es que, además, la acción de la película se centra en la localidad de Fairfield, en el Kentucky de 1905. Un entorno en apariencia placentero, que dirige con rectitud y cierta ligereza Priest, este viejo corneta sudista, que sin embargo ha logrado el respeto de sus viejos rivales, aunque estos no se oculten en señalar no votarle. Muy pronto Ford acertará a describir la letra pequeña de la localidad, que de manera pauilatina se irá imbricando de pequeños episodios, personajes, y elementos sombríos. Desde esa ya madura madame del prostíbulo de la localidad, a la que Priest tardará con especial respeto, pasando por ese viejo general que se niega a reconocer a su nieta -Lucy Lee Lake (Arlen Wheelan)-, sin con ello impedir la leyenda que la población conoce de los orígenes de la muchacha, o la propia e inesperada llegada de su madre, que casi como anhelando volver a sus raíces para despedirse de la existencia, morirá precisamente en ese prostíbulo que provoca el rechazo de la población. Sin embargo, con anterioridad, se habrá producido un hecho que conmocione sus habitantes, el ataque a una joven muchacha, del que acusarán a un muchacho negro, que a punto se encontrará de ser linchado por una multitud embravecida, a la que la capacidad persuasiva del juez, contendrá de manera casi incomprensible. Todos ellos se encuentran en la víspera de la elección de nuevo juez, parcela en la que Priest compite con un candidato más joven y adecuado a los tiempos que corren. Los hechos sucedidos irán en su contra, asumiendo en su interior la posibilidad de perder el cargo y, con ello, el de sus más directos colaboradores.

John Ford nunca ocultó en cuantas ocasiones se le preguntó, que THE SUN SHINES BRIGHT (1953) era uno de sus títulos preferidos. Una obra escorada a un ajustado diseño de producción, de formato intimista, que Ford siempre lamentó nunca fue entendida por el cabeza de la Republic Pictures, Herbert J. Yates, sufriendo su conjunto una pobre explotación comercial, al tiempo que la misma fue recortada, aunque actualmente podamos disfrutar de su duración original de algo más de cien minutos. Sin embargo, el paso del tiempo ha venido a otorgar a la película un merecido estatus de culto, definiéndola como una de esas perlas de la obra fordiana, delicada, intimista, en la que el cineasta se refugia en los meandros de ese mundo interior y cotidiano, en más ocasiones de lo comúnmente reconocido, alejado de la épica de sus westerns. Así pues, el gran maestro americano acierta al describir un relato desplegado en pequeños episodios impresionistas, que poco a poco, revelarán por un lado su íntima conexión, y sobre todo, servirán como catalizador, para en el reverso de sus incidencias, contribuir a revelar el lado oscuro de esa sociedad en apariencia plácida, aunque en realidad dominada por prejuicios bien incrustados, que con facilidad podían exteriorizarse de manera trágica. Ayudado por reparto dominado por una pléyade de magníficos actores secundarios, es cierto que Ford abusa en algunos momentos por la definición bobalicona de algunos de dichos característicos. Por mucha admiración que nos transmita su cine, es algo que aparece sin control en algunos de sus títulos, entre ellos, este -centrado de manera especial, a la hora de describir a los personajes de raza negra-. Sin embargo, ello no nos impide dejar de caer hechizado ante la poesía que describen los mejores -que no son pocos- instantes, de esta película magnífica, relatada en voz baja, en la que por otro lado se vislumbran ecos más adelante esbozados en su cine, en títulos como THE LAST HURRAH (El último hurra, 1958). Y es que, por encima de su condición de alegato antirracista. De esa apuesta romántica que brindan la joven pareja de enamorados. O de los ecos de la contienda civil que describen sus imágenes, nos encontramos ante una mirada melancólica ante la irremisible llegada de la muerte, descrita de manera admirable en los planos que nos dejan en la penumbra la imagen del feliz y emocionado Priest, recién elegido, homenajeado, y recluido en su vivienda.

En una película dominada por cánticos, que se escuchan en un primer, segundo o tercer término, Ford se muestra a sus anchas al hacer discurrir su película por aquellos recovecos que potenciaban su búsqueda por la emoción, siempre esta tamizada por una puesta en escena revestida de integridad. Es algo que podemos contemplar en la manera con la que transforma la vista inicial de la película, en un auténtico recital de músicas sudistas. O la manera que tiene el veterano Priest de engatusar a sus veteranos rivales militares, entregándoles tarjetas de votación. O la luminosidad que despliega la secuencia inicial, en medio de las aguas fluviales. O la latente y sórdida inquietud que revisten los instantes, en los que Priest logra contener a la enfervorecida manada de linchadores, jaleada por el que, en última instancia, se confirmará autor de la agresión -esa línea trazada en el polvo de la calle, que se revelará intocable para la turba-. O la delicadeza con la que Lucy descubre sus auténticos orígenes -un instante revestido de enorme delicadeza, centrado en ese lienzo tan revelador-. O en la ruptura de tono que nos permitirá comprobar la llegada de su madre, solitaria entre las calles casi desiertas, asumiendo el espectador la vivencia de una latente catarsis.

Sin embargo, si por algo ha pasado a la historia esta película, es fundamentalmente por ese largo fragmento, de asombrosa y al mismo tiempo espontánea ejecución, que describe sin diálogos, solo con sonido ambiente, el discurrir del coche fúnebre, cumpliendo el deseo de la moribunda madre de Lucy, discurriendo por las calles de una población, que poco a poco irá sumándose y cayendo rendida a esa apuesta de dignidad ejercida por el veterano juez, que inicialmente era el único que discurría tras la misma, llegando a ofrecerse  a formular un sermón de funeral, en el que pondrá en tela de juicio el fariseísmo de la comunidad. Es curioso señalarlo, ya que las secuencias de conclusión de THE SUN SHINES BRIGHT que, en esencia, describen el desfile de los diferentes colectivos de la población, no tienen el reconocimiento del fragmento antes señalado. Es comprensible. Sin embargo, no dejo de reconocer que pese a describir un mundo y unos rituales que me resultan tan alejados, la convicción, la sinceridad, el propio montaje y la delicadeza con la que se describe ese desfile informal de homenaje, llega a conmoverme de una manera íntima. Una vez más, el viejo maestro nos había llevado al huerto. Y es que, incluso en títulos de -solo- aparentes cortos vuelos, como el que nos ocupa, se albergaba esa oculta gema, reveladora de una mirada universal, de uno de los grandes humanistas generados por el cine.

Calificación: 3’5

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