En la memoria de todo aficionado al cine, existen algunos –muy pocos- títulos, que son los que en última instancia prefiguran nuestra memoria como espectadores privilegiados. Son obras que en ocasiones parecen haber sido soñadas como tales, que quizá en su aspecto externo puedan parecer lejanas a las inquietudes de quien lo contempla hechizado, o lo ha mantenido en su retina y su alma desde el primer momento en que sus fotogramas fueron avistados. Se trata, en definitiva, de esas privilegiadas obras cinematográficas que sobreviven a la memoria, al desgaste, a la modificación de los criterios que el paso de los años nos brinda nuestra evolución como seres humanos y, en definitiva, como partícipes ya inmortales del rito de la pantalla. Uno de los ejemplos que siempre formará parte de mi reducida galería, es SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963), en mi opinión, la obra cumbre de un cineasta riguroso, honesto sencillo y sabio, como fue Alexander “Sandy” Mackendrick. Uno de los grandes errantes del cine británico, nacido en Boston y fallecido en California, tras haber realizado siete de las nueves películas que componen su escueta pero excelente filmografía, en la que no cabe mirar si existe un solo título desprovisto de interés y sí, por el contrario, cabe preguntarse, donde se situaría el vértice superior de una obra de la que solo cabe lamentar que no fuera más extensa.
SAMMY GOING SOUTH es una película que, desde el lejano abril de 1984, se incorporó a mi entonces aún incipiente memoria cinematográfica con fuerza indeleble. Recuerdo aún el impacto que me produjo contemplar sus imágenes en una copia proyectada en la sede de la Filmoteca Valenciana, quedándome aturdido al contemplar una obra de la belleza formal y, al mismo tiempo, la sencillez, la maestría en el uso del color y el formato panorámico, y la hondura de su contenido, que demostraba plano a plano el título de Mackendrick. Al contrario que otros exponentes del cine de su artífice, el paso de los años no ha permitido aún situar la película en el lugar que debe. En España solo el excelente crítico Ramón Gómez Redondo supo mostrarse clarividente en una lejana crítica inserta en el número 152 de la revista “Film Ideal” en el momento de su estreno –destaquemos la conclusión de sus palabras: “Agradezcamois a Alexander Mackendrick –hombre ligeramente relegado al olvido- esta limpia historia de “Sammy”, que es todo un canto al esfuerzo individual del hombre y a la capacidad de su corazón”. Por el contrario en los textos dedicados al director, se hacía constar la supuesta irregularidad de la película –nunca he logrado descubrir donde se encuentra esta-, opinión que el propio cineasta –siempre tan riguroso y escéptico sobre el alcance de su obra- ratificaba en sus declaraciones. Pese a estas circunstancias, pese a no haberse visto beneficiada del –merecido- prestigio, que desde hace bastantes años goza A HIGH WIND IN JAMAICA (Viento en las velas, 1965), ni siquiera de la consideración que asume en ciertos círculos la obra de su realizador, lo importante es que la evidencia de SAMMY GOING SOUTH sigue ahí. En su contra se citan varios inconvenientes. El primero de ellos es quizá su apariencia de película “con niño”. Fue ese el primero de los tropiezos que sufrió, ya que atendiendo a dichas anteojeras, fue estrenada en Londres en una premier real, provocando recelos en un público que se esperaba aquello que en realidad no era. Otro –y quizá el más sangrante-, la existencia de diversas amputaciones y copias en su exhibición en diversos países, sobre todo en pases televisivos. He podido constatar varias de estas auténticas masacres, algunas de ellas cercenando el magisterio de su formato panorámico, modificando sus títulos de crédito, e incluso eliminando casi una cuarta parte de su metraje. Recuerdo la copia destinada a Estados Unidos, destacada por asumir dichos enunciados –eso sí, respetaba su formato-, proponiendo incluso una nueva banda sonora, sustituyéndola por una adaptación de Les Baxter, en la que reconozco que el tema utilizado para sus títulos de crédito era magnífica, aunque lejano de las intenciones iniciales de sus responsables. En cualquier caso, incluso contemplándola a través de cualquiera de esas atroces versiones, la fuerza, la garra, el estado de inspiración absoluta que se manifiesta en todos y cada uno de los planos de esta obra maestra, logra atravesar los obstáculos o manipulaciones de un diamante en bruto, capaz de ser mutilado más nunca ser destruido.
Sería cómodo decir que SAMMY GOING SOUTH supone una de las cimas del cine de aventuras, ya que la película es, sobre todo, la vida. Extraño trasunto que podría oscilar desde ese descubrimiento de la madurez que representaba THE RIVER (El río, 1951) de Jean Renoir, tamizado por los ecos del lúcido y pesimista Roberto Rossellini de GERMANIA, ANNO ZERO (1947), la película describe ante todo la historia de un forzado aprendizaje vital. Situándose como lugar intermedio –y, bajo mi punto de vista, supremo-, sus imágenes conforman la herencia de esa pocas veces citada trilogía sobre la falsa inocencia de la infancia, que inició la excelente MANDY (1952) –nunca señalada como una auténtica piedra angular en el drama inglés-, y la posterior y ya citada A HIGH WIND IN JAMAICA. Tres películas que se engarzan unas a otras a través del tiempo, revelándose en esta ocasión como un auténtico y confuso dardo envenenado, que no supieron advertir los productores del film –entre los que se encontraba el veterano Michael Balcom-, quienes trataron de manera errónea entendido en su falsa concepción como producto ternurista de relación de un hombre maduro y un niño con problemas ¡Que torpe apreciación! La película emerge fruto de esa asombrosa capacidad de Mackendrick para subvertir cualquier esquema tendente a la sensiblería, tal y como logró en su obra precedente bajo distintos perfiles y parámetros. En esta ocasión tomó como punto de partida la novela de W. H. Canaway, narrando la atribulada e indeseaba trayectoria hacia una forzada madurez, por parte de un pequeño de diez años –Sammy Hatland (Fergus McClelland, un auténtico milagro ante la pantalla)-, residente en la ciudad de Port Said en Suez, hijo de una –presumiblemente- respetable familia inglesa blanca, representante de esa minoría heredera de los colonizadores de dicho país. La acción se sitúa a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo, encontrándose el territorio dominado por la inestabilidad. En apenas unos pocos diálogos el espectador advierte dicha tensión, en las conversaciones que mantienen los padres del pequeño protagonista, mientras este juega abstraído con un pequeño artefacto volador. Ya en esos momentos, la arriesgada planificación del realizador nos adelanta su intención de mostrar la película desde el punto de vista del muchacho. Unos magníficos planos nos evitarán –con una sola excepción- mostrar el rostro de sus padres, en unos instantes que me recuerdan en cierto modo la planificación del cartoon –faceta en la que el realizador había hecho sus pinitos en sus primeros pasos en la profesión cinematográfica-. Será el inicio de una aventura vital en la que los azares del destino –el viaje inesperado del juguete que permitirá salvar al muchacho de una muerte segura en ese inesperado y terrible bombardeo que se cobrará la vida de sus padres-, introducirán a Sammy en un contexto para el que no se encontraba preparado. Mackendrick señalaba con acierto que la raíz de la película se encontraba en mostrar el universo de un niño trastornado por esa circunstancia. Sin embargo, y aún reconociendo la lucidez –y modestia- del cineasta, sus imágenes son algo más.
Tremenda y al mismo tiempo serena crónica de ese forzado y finalmente resuelto aprendizaje, está presente en el film de Mackendrick una de las miradas más lúcidas, terribles y al mismo tiempo hermosas sobre la condición humana, manifestadas a través de la mente de un niño encantador, educado y sensible, pero al mismo tiempo provisto de una mente fría, que le permitirá contemplar la muerte sin inmutarse. Esa capacidad para la ambivalencia en su personaje protagonista –algo tremendamente difícil de mostrar en el cine-, queda resuelto de forma admirable, con la seguridad que da mostrar lo que uno cree, y hacerlo con las formas cinematográficas más sencillas y, por ende, más valiosas. Al realizador le sobra con un asombroso uso del Scope, la paleta cromática dominada por unos tonos pasteles y reposados –gentileza de Erwin Willier-, la pertinencia de la banda sonora de Tristram Cary, centrada en envolver –nunca subrayar- aquellos giros argumentales que encubren la evolución de Sammy, o la extraordinaria presencia de un tempo que no duda en centrarse en tintes de comedia –todo lo que rodea al personaje de la madura millonaria que encarna la veterana Constance Cummings-, para alcanzar esa mirada revestida de totalidad, en una película que –además de los míticos referentes atesorados en los títulos antes señalados- supera y sublima con pasmosa facilidad cualquier tentación en incurrir en el terreno de cine de aventuras en entornos africanos –bastante de moda en aquellos años-. En su defecto, el realizador de Boston logra invertir los parámetros del film de gran producción, ofreciendo una propuesta intimista en la que el uso del lenguaje cinematográfico sabe proporcionar la inflexión más adecuada al discurrir del relato. La esencia de SAMMY GOING SOUTH se centra en la plasmación del recorrido de apresurado ingreso a la madurez que realizará su pequeño protagonista, a partir de la pérdida de sus padres, quienes unos minutos antes de morir tenían previsto enviar al muchacho a casa de una tía suya residente en Durban. El recorrido por esas casi cinco mil millas, se estructurará en forma de episodios, que por momentos nos recuerdan la picaresca española, en otros se inserta en el contexto de diversas corrientes genéricas. En sus fragmentos, sin embargo, se encuentra esa mirada, ese matiz que separa lo brillante de lo inesperado en grado extremo. En todo momento Mackendrick parece alcanzar ese grado de inspiración extrema tan solo hallado en esas películas que no tienen que demostrar nada, ya que su entraña lo adquiere todo. Esa sencillez que se puede ratificar por un simple diálogo, por una mirada en segundo término, por una ambientación que puede parecer convencional, pero que incluso puede aparecer en un lugar en apariencia sin importancia del encuadre, revela no un cineasta en estado de gracia sino, sobre todo un hombre sabio que sabe aunar lo mejor y lo peor del ser humano, casi en el mismo plano. Esa crueldad que describe la pasividad de Sammy al contemplar y huir del árabe ladino –al que indirectamente ha matado de forma terrible-, tendrá su correspondencia mas tarde en el relato, cuando este confiese su sensación y el recuerdo atormentado, ante el veterano aventurero que encarna con admirable autenticidad el maravilloso Edward G. Robinson. Un hombre curtido, que encuentra en la inesperada espontaneidad e incluso en la valentía del muchacho –le salvará la vida disparando y matando a un tigre-, esa ausencia de afecto existencial que ha caracterizado su andadura vital previa.
La odisea del protagonista nos describirá una fauna humana sorprendente, llegará a trasladarnos a miserias de seres encaprichados –todo lo que rodea a la señalada millonaria y su mundo revestido de caprichos-, y en el último instante nos confirmará el triunfo de esa aventura de madurez y empeño que ha asumido Sammy, trasladándonos a una estampa amable y colorista –¡que imágenes tan hermosas!- de la ciudad sudafricana, en donde se culminará el anhelo casi imposible del pequeño rubio, ante la mirada admirativa de su tía. Sería imposible de resumir en estas pocas líneas revestidas de absoluta admiración, el caudal de riqueza conceptual y sencillez expresiva que atesora en su metraje esta obra suprema. La educación, la experiencia y el esfuerzo, la aventura, la intuición, la dualidad del ser humano, su capacidad de amar y de luchar y defenderse. Las imágenes de SAMMY GOING SOUTH desprenden tal grado de intensidad en su apariencia, en el fluir de su su recorrido, en las miradas que escrutan en todo momento todo aquello que descubre y aprehende el muchacho, en la admiración que provoca en ese veterano cazador y aventurero. Es tal el grado de belleza visual que desprenden las a primera instancia despreocupadas imágenes de su discurrir. Hay en ellas un sentimiento tan profundo de la propia experiencia de la vida, se integran en su trazado al mismo tiempo sentimientos tan nobles y elementos tan crueles, que uno no termina de asombrarse como una propuesta de tal calibre, tal grado de belleza y tanta perfección y sinceridad, no ha logrado elevarse aún al lugar que merece. Pero en cierto modo es un secreto placer, el de tener el privilegio de disfrutar de esta obra inagotable que aparece, sin duda alguna, como una de las películas de mi vida.
Calificación: 5