Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Anton Corbijn

CONTROL (2007, Anton Corbijn) Control

CONTROL (2007, Anton Corbijn) Control

Una de las grandezas que ofrece el hecho cinematográfico, es la posibilidad de admirar títulos que aborden temáticas que, de entrada, provoquen una absoluta indiferencia. Personalmente, por lo general me han interesado muy poco aquellos títulos que he contemplado que trataban la vida y milagros de algunas de las legendarias figuras del rock –una excepción sería el original tratamiento que Todd Haynes proporcionaba a su visión de la figura de Bob Dylan, mientras que un ejemplo de ese tipo de biopic para mi carente de interés, resultó THE DOORS (1991. Oliver Stone)-. Es por ello por que me resultó muy grato valorar y apreciar al atractivo que genera un título como CONTROL (2007), firmado por el británico Anton Corbijn –reconocido de forma muy especial en su faceta de fotógrafo y documentalista-, centrado en el joven líder del conjunto musical británico Joy Division. En realidad, la película marca su interés en la figura de una moderna figura de ascendencia baudelariana, la de Ian Curtis (un conmovedor Sam Riley, en un trabajo que sin duda condicionará el futuro de su carrera). La acción se inicia en la grisura de la cotidianeidad de una pequeña localidad inglesa de Manchester en los primeros años setenta, con la unión de un grupo de jóvenes que encontrarán en la música un elemento de escape de la realidad mortecina y desprovista de alicientes que rodea su existencia –un detalle que  se inserta de manera sutil en la película-. Muy pronto, esos jóvenes encontrarán en el juvenil Curtis al líder ideal para ejercer como cantante en este modesto grupo. Este trabaja en una oficina de colocación de empleo, y tiene como novia a la joven y poco agraciada Debbie (estupenda Samantha Morton). El destino y la personalidad demostrada por el grupo –en especial por la intensidad y extraña personalidad desplegada por su cantante en los escenarios-, serán los que poco a poco vayan forjando un futuro en el mismo. No será una tarea fácil aunque se ofrezca un manager, y poco a poco vayan escalando los peldaños de una relativa fama. Y es que Joy Division será en todo momento un colectivo de culto pero nunca de masas, aunque la realidad de su ascenso lleve a su líder a encontrar la ocasión ideal para huir de ese entorno provinciano que ahoga la sensibilidad que alberga su personalidad, aunque ello leve por delante el matrimonio que ha celebrado con su novia, e incluso el hijo que ha surgido entre ellos. Esa capacidad como letrista y cantante, llevará aparejada al sufrimiento de una creciente epilepsia, que se manifestará como expresión física de un carácter atormentado, quebradizo, en el que parece que cualquier mirada, gesto o vivencia asumida en su juventud, en realidad no supone un paso más de acercamiento a la realidad de su desaparición física. Ni siquiera el contacto y extraño romance que mantendrá en sus giras con la agregada belga Annik Honore (Alexandra María Lara), no supondrá más que acrecentar el drama existencial de un joven quizá no preparado para una forzada madurez, que es capaz de entregarse al máximo en el escenario –todas las secuencias de los conciertos adquieren en la película un sentimiento de veracidad pasmoso, a lo que contribuye no poco que sus músicos y el propio protagonistas toquen en directo-, pero que en la vida cotidiana parece situarse como un auténtico inadaptado, un ser sufriente e incapaz de disfrutar de los elementos positivos que puede brindar la existencia –hay que reconocer que en este aspecto, la entrega absoluta de Riley como Curtis, se erige como un auténtico pilar-, para que de manera paradójica exprese los matices de un ser que quizá de haberse desarrollado en épocas pretéritas, hubiera encontrado ese parnaso que en el mundo que le ha tocado vivir se le antojará prácticamente imposible.

Una de las grandes virtudes de CONTROL, extraído del libro escrito por la propia viuda del cantante, transformado en guión de la mano de Matt Greenhalgh, reside precisamente en saber huir de las diversas vertientes que se solían utilizar en títulos de estas características. Ni el abuso de la escenificación de conciertos, ni la recreación de ambientes musicales “modernos”, ni la mitificación de su figura protagonista. Por el contrario, Corbijn opta por una puesta en escena relajada –tan solo esta tendrá un cierto alcance nervioso en algunas de las secuencias protagonizadas por la esposa del protagonista; cuando busca afanosamente algún indicio que le permita descubrir que Ian tiene una amante-, en la que tendrá un aliado de excepción en la extraordinaria fotografía en blanco y negro que despliega Martin Ruhe. Una elección formal que no tiene nada de gratuito, y que por el contrario contribuye con su limpieza y también por sus claroscuros, a realzar la rutina de la pequeña ciudad de origen del protagonista, mientras que en su oposición evita cualquier atisbo de mitificación en aquellos instantes -los conciertos, los efímeros instantes en donde se atisba la fama-, que de haber sido mostrados en color, hubieran tenido una inclinación más cercana a dicha vertiente. Pero, en definitiva, esa opción formal, se centra ante todo como un punto de apoyo para el seguimiento de un protagonista incapaz de atisbar la felicidad –en un plano en el que se escucha en off una carta que escribe a Annik, se mostrará un nudo de cables eléctricos que se asemejan una tela de araña, en otro un ave surcará el cielo, mientras que en los planos finales, el humo de la incineración de su cadáver, emergerá como un fúnebre pero al mismo tiempo hermoso símbolo de liberación personal. Será la única solución a un callejón sin salida existencial que Curtis ha ido atesorando tanto a nivel físico –el agravamiento de su epilepsia-, como emocional –la imposibilidad de elegir entre su esposa y amante; la creciente entrega dispensada por este en sus conciertos, en los que se juega su propia salud-.

Utilizando con un gran acierto la elipsis como elemento que obvia quizá los aspectos más proclives al biopic, y deteniéndose por el contrario en detalles y situaciones dominadas por su cotidianeidad, CONTROL destaca de la misma manera por el espléndido uso de la pantalla ancha, que de manera paradójica no servirá para embellecer un conjunto en el que la tristeza se encuentra presente en casi todos sus planos, sino que casi resulta necesaria para desahogar esa desazón que nuestro protagonista vivirá desde 1973, hasta ese 1980 en el que decidirá poner fin a su vida, creando con ello un pequeño mito. Serían no pocos los momentos a destacar en esta estupenda propuesta, a la que quizá solo cabría oponer que cueste un poco penetrar en su esencia durante sus primeros minutos. Sin embargo, no dudaría en elegir un instante que me resultó conmovedor –inmenso Riley en el mismo-, cuando Ian le confiese llorando a su esposa a pie de escalera, que está dispuesto a abandonar a su amante y volver a retornar en su amor hacia ella. Una promesa que no será capaz de cumplir, basada no en el deseo de engañar a Bennie, sino en la compleja personalidad que rodeó la figura de un músico que, en el fondo, discurrió por nuestro mundo como un alma revestida de la sensibilidad de un poeta contemporáneo.

Calificación: 3’5