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CINEMA DE PERRA GORDA

Bill Condon

GODS AND MONSTERS (1998, Bill Condon) Dioses y monstruos

GODS AND MONSTERS  (1998, Bill Condon) Dioses y monstruos

A partir del éxito logrado con ED WOOD (Idem, 1994. Tim Burton), quizá se abriera una inesperada veta que ofreció títulos basados en cineastas y situaciones hasta entonces inéditas, aunque ligadas de manera más o menos tangencial al mundo del cine. Es algo que cumple, punto por punto, GODS AND MONSTERS  (Dioses y monstruos, 1998) –que guarda no pocos elementos en común con otra interesante cinta previa que pasó demasiado desaparecida; LOVE AND DEAD ON LONG ISLAND (Amor y muerte en Long Island, 1997. Richard Kwietniowski)-, con la que Bill Condon se dio a conocer con éxito en la pantalla grande –anteriormente lo avalaba su pasado en el formato televisivo-. Puede que su trayectoria posterior no haya resultado todo lo halagüeña que cabría preveer o, por el contrario, los peores momentos que alberga su metraje, son los que en última instancia se han adueñado de una corta filmografía que hasta la fecha ha discurrido sin rumbo fijo. De cualquier manera, es de justicia reconocer que GODS AND MONSTERS supone, más que una propuesta de “cine dentro del cine”, una estupenda indagación sobre la posibilidad de congeniar dos personalidades totalmente opuestas, a partir del diálogo, y de reconocerse uno frente a otro, apreciando que tienen más cosas que les unen, que las que les separan. Así pues, la entraña del film de Condon –en la que destaca la presencia en los créditos de Clive Barker, aunando el carácter gay que se impone en su tratamiento argumental-, describe en sus primeros pasajes la presentación consecutiva de dos seres antagónicos pero en realidad dominados por una mutua frustración. Si bien sus primeros instantes nos mostrarán a Clayton Boone (magnífico Brendan Fraser), un musculoso y atractivo jardinero del que intuimos su escasa autoestima y simpleza, muy pronto la cámara se centrará en la figura del director cinematográfico James Whale (un eminente Ian MacKellen), quien se encuentra sumido en una existencia caduca y sin posibilidad de futuro, atendiendo la llamada de un alocado y chirriante admirador –que parece está retomado de la figura de un joven Curtis Harrington-, ante el que jugará una especie de partida de strep poker –acentuando su irredenta apetencia homosexual-, que provocará en el veterano hombre de cine un extraño síncope. El planteamiento puesto en solfa solo precipitará el inevitable encuentro entre los posprotagonistas –impagable el detalle de observar cómo Whale contempla a su presa desde la ventana interior de su mansión, que se corresponderá en los minutos finales, cuando de la misma manera, Boone se brinde a él para posar casi desnudo-, será el inicio de una relación basada en el engaño inicial por parte del viejo director –para quien Boone en principio no supondrá más que otra de sus posibles conquistas-, pero que en realidad ejercerá como catarsis para ambos, aunque con resultados divergentes.

Basado en la novela Father of Frankenstein de Christopher Brahm, ejerciendo su propio director como guionista, su componente homosexual tiene una fuerte presencia en la película, sin que esa intención directa distorsione su caudal de sugerencias. Es más, me atrevo a señalar que varios de los efectismos que a mi modo de ver podrían lastrar parcialmente su resultado, quedan diluidos dentro de un conjunto en el que Condon acierta al tratar con sensibilidad el acercamiento de dos seres totalmente opuestos e incluso solitarios en sus personalidades, extrayendo de ellos y de la planificación de dichos encuentros, no pocas, divertidas e irónicas sugerencias –esos planos que encuadran a Whale, Boone y el cuadro de un desnudo, que provocan cierto recelo en el joven-. Es en dicha confrontación, donde podremos comprobar como un artista en decadencia física y mental añora sus viejos tiempos, aferrándose a sus recuerdos, añoranzas, juegos con jóvenes a los que desea conquistar mereced a su refinamiento y acusada personalidad, de enfrentarse a la soterrada conquista de un joven que podría proceder de cualquier grabado de Tom de Finlandia. Un ex marine que en el fondo no es más que un fracasado de la vida, y que pese al rechazo –incluso violento- que mostrará ante el retirado cineasta cuando descubra su homosexualidad –centrado en el estallido de furia que exteriorizará cuando el veterano director le relate las juergas con jóvenes desnudos que celebraba en su piscina-, quedará cautivado al poder adentrarse en un mundo ajeno para él –desde el primer momento intuimos que se trata de un joven sin formación-, quedando poco a poco unido e incluso ligado en el sufrimiento interior que el artista, entre líneas y falsas sesiones en las que lo ha utilizado como modelo para sus dibujos, le irá relatando. En realidad ese es el gran mérito de la película, con independencia del fondo temático en el que esta se ubica. Interesa mucho más esa complicidad que se va estableciendo entre su insólita pareja protagonista, que cualquier referencia al mundo cinematográfico de finales de los cincuenta –la referencia a David Lewis, ex amante de Whale; la fiesta organizada por Cukor a raíz de la recepción de la Princesa Margarita, en la que acudirá con Boone…-. Todo ello en realidad no es más que el telón sobre el que se sustenta una de las relaciones de amistad más hermosas trasladadas a la pantalla en el cine de finales de los noventa. Es más, incluso me resultan forzosos –aunque en definitiva no demasiado molestos-, los pequeños flashes que el añorante cineasta evocará de su infancia, adolescencia, e incluso aquel terrible episodio en el que luchó como soldado durante la I Guerra Mundial. Allí conoció al que, en última instancia, se convertiría en el efímero amor de su vida, el joven Barnett, que en los últimos minutos de la película ejercerá en sus diversas y fugaces apariciones como dulce mensajero de una cercana muerte, entendida esta como liberación de una senilidad de creciente protagonismo. Para lograr ese grado de complicidad, Condon se empeña a fondo en el intimismo de sus imágenes –la película apenas sobrepasó los tres millones de dólares de presupuesto-, en la extraordinaria dirección de actores –fácil en el caso de MacKellen, aunque demostrando que Fraser teniendo un buen actor a su lado podía dar mucho de sí; THE QUIET AMERICAN (El americano impasible, 2002. Phillip Noyce)-, en la fuerza que le imprime la banda sonora de Carter Burwell –que sabe puntear a la perfección los matices del relato-, o en una dirección artística cuidada pero que nunca se deja llevar por los elementos retro.

Sin embargo, hay que reconocer que en algunos momentos se incorporan en el metraje –que discurse de manera sinuosa y casi volátil-, aspectos y detalles que impiden que nos encontremos ante ese logro que, por momentos, está a punto de atisbarse. Me refiero a esa falsa imaginación del suicidio del director cuando se plantea atiborrarse de pastillas, a los quizá innecesarios instantes en los que a modo de pesadilla se une a Boone y Whale como creador y monstruo, o en la innecesaria presencia de planos inclinados con los que se envuelve la visita de los dos protagonistas en la mansión del segundo –la criada se encuentra ausente-, en medio de una tormenta, propiciando el clímax de la película. En cualquier caso, pese a esa leve elección formal, se producirán momentos memorables que irán desde la aceptación por parte de Boone de mostrarse en toda su naturaleza desnuda ante un hombre al que al final ha logrado admirar en su lúcida decadencia, en una escena que tendrá su continuidad con la culminación del deseo fetichista del anciano artista, para que Clayton luzca desnudo una máscara de gas que guardó desde la veterana contienda, intentando provocarlo en apariencia para abusar de él, pero en el fondo buscando que este lo estrangule y libere de su irremisible decadencia. Un episodio atrevido y valiente, que tendrá su continuidad a la mañana siguiente con el encuentro del cadáver del olvidado director en la piscina, a donde se le volverá a lanzar, describiendo su cuerpo sin vida una bellísima e involuntaria danza mortuoria de liberación. La acción se trasladará años después, cuando el hijo de Boone está contemplando ante la pantalla televisiva una secuencia de THE BRIDE OF FRANKENSTEIN (La novia de Frankenstein, 1935). Su padre lo mirará con complicidad y le mostrará el boceto original del monstruo con que aquel viejo amigo le obsequió inesperadamente antes de su suicidio, saliendo a la calle y recibiendo una lluvia liberadora, que le motivará a imitar los andares de aquel lejano pero inmortal monstruo de Frankenstein. No cabe objetar que GODS AND MONSTERS, posee ya el marchamo de lo perdurable.

Calificación: 3’5

KINSEY (2004, Bill Condon) Kinsey

KINSEY (2004, Bill Condon) Kinsey

Dentro del cine norteamericano de los últimos años se puede detectar una cierta mirada revisionista a ciertas facetas ocultas de la sexualidad de aquel país en épocas pasadas –especialmente centradas en el periodo que aconteció la II Guerra Mundial- y hasta entonces solo abordadas de forma solapada o con doble sentido. Títulos tan brillantes –y aparentemente dispares- como FAR FROM HEAVEN (Lejos del cielo, 2002. Todd Haynes), DE-LOVELY (2004, Irwin Winkler) o GODS AND MONSTERS (Dioses y monstruos, 1997. Bill Condon) demuestran, bajo una cierta ambientación retro, esa nueva mirada al mismo tiempo nostálgica y crítica sobre un periodo hasta entonces mostrado únicamente con lujos y oropeles –por más que en ellos se destilaran grandes películas-.

Pues bien, también de la mano de quién en 1997 dirigiera la ya mencionada GODS AND MONSTERS –Bill Condon-, otorga la vida cinematográfica a KINSEY (2004), en la que se da forma a una llamada a la singularidad del individuo equilibrada con su integración en el conjunto de la sociedad. Indudablemente, la película que nos ocupa tiene una clara vinculación con el anterior título de Condon, con el que comparte el retrato de un personaje singular que se encuentra en abierta oposición con la hipocresía del entorno social que le circunda, al tiempo que también en este caso se representan una serie de referencias de índole homosexual –Condon es abiertamente gay-. En este caso nos encontramos con el retrato de un personaje real, el biólogo Alfred Kinsey (Liam Nelson), que muy pronto, quizá inducido por el comportamiento de su propia sexualidad reprimida en base al carácter autoritario de su padre, se inclinará precisamente por el estudio de los comportamientos sexuales de la Norteamérica de su época. Será una faceta en la que influirá poderosamente su dedicación al coleccionismo de insectos, de los que llegará a albergar miles y miles de ejemplares, la que le permitirá aplicar un lenguaje científico a la toma de información en numerosos hombres y mujeres que le facilitarán un estudio serio y documentado sobre los mitos y usos de la sexualidad norteamericana en la década de los años cuarenta del pasado siglo.

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Un enfoque sin duda revolucionario para la época, que permitirá una mirada realista a la vivencia del sexo, en abierta contraposición a las que estaban permitidas en aquellos años. Una investigación sin duda concienzuda y valiente en la que le brindará una impagable ayuda el apoyo en todo momento de su esposa –Clara McMillen (Laura Linney)-, la propia condición de bisexual de Kinsey, su afán experimentador, sus contradicciones, la colaboración que le ofrecerá su más directo colaborador a amante ocasional –Clyde Martin (Peter Sarsgaard)-, los sistemas científicos que utiliza basándose en la confidencialidad, la cooperación ofrecida por sus otros dos ayudantes, a los que tendrá que aleccionar en su método de captación de información –uno de ellos es algo timorato mientras que el otro da muestras de cierta suficiencia-, la lucha a la hora de obtener la financiación necesaria para el proceso, a cargo de la Fundación Rockefeller, el estallido que supone para la sociedad norteamericana la publicación del volumen dedicado al comportamiento sexual del hombre –que logra ser el libro científico más vendido-, la contraprestación a ese éxito que suponen los ataques que Kinsey recibe al escandalizar con la publicación del informe correspondiente a la mujer –con la rápida retirada de sus ayudas económicas-, coincidiendo con los momentos de enfermedad y decrepitud en la figura del propio protagonista.

Nadie puede dudar que en el relato –que tiene como base un guión del propio Condon-, hay algunos elementos cercanos al biopic, pero no es menos cierto que sabe establecer facetas contradictorias del personaje y, sobre todo, nos encontramos ante una propuesta que narrativamente demuestra una evolución positiva al compararla con la igualmente atractiva GODS AND MONSTERS, aunque al igual que en aquella el realizador no se resista a introducir algunas licencias visuales un tanto facilonas –secuencias en blanco y negro-. En todo caso hay que destacar que en su conjunto KINSEY ofrece una excelente planificación que potencia la pantalla ancha, logrando secuencias tan magníficas como aquella que se desarrolla mientras el protagonista está en plena clase y con sus palabras en público, las miradas de los actores y la planificación de Condon, se logra expresar a la perfección la interacción que se establece entre el propio profesor, su esposa y Clyde –quien tras haber mantenido una fugaz relación homosexual con este, propone tener otra con su esposa-; la propia secuencia de la experiencia entre Kinsey y Clyde; el extraordinario momento tras la muerte de su madre, en el que Kinsey logra la colaboración de su padre –interpretado por John Lithgow- para que le relate su experiencia sexual, y este confiesa apesadumbrado los traumas sexuales que posibilitaron que se convirtiera en un ser especialmente puritano y represivo. Con ello logrará la comprensión del hijo –en el que quizá sea el mejor instante de toda la película-; el momento en que Kinsey y su ayudante Pomeroy (Chris O’Donnell) escuchan el relato de un veterano pervertido sexual, lo que provoca el límite de la aceptación por parte del joven Pomeroy y del propio profesor –quien subraya que el disfrute del sexo ha de estar acompañado por no forzar a nadie-; la tensa secuencia que se desarrolla entre Clyde y Paul Gebhard (Timothy Hutton) –este ha coqueteado con su mujer-, mientras se desarrollan los momentos de fuerte cuestionamiento a la figura de Kinsey; el breve secuencia final en la que una veterana mujer le confiesa que gracias a la labor del profesor logró salvar su vida y reconocer su lesbianismo con una relativa normalidad; o incluso esa inventiva idea visual que nos muestra un creciente mapa de los Estados Unidos, sobre el que quedan sobreimpresionados los rostros y testimonios anónimos de un gran número de ciudadanos confesando sus experiencias –al tiempo que formulando la eterna pregunta: “¿Soy normal?”-.

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Pese a la abundancia de buenos momentos, cierto es que en KINSEY se dan cita otros un tanto falsos o cercanos a efectismo. Con ello me refiero a la fácil solución de insertar los momentos de la publicación del primer volumen del profesor, insertando una canción alusiva e imágenes documentales del estallido de una bomba –una metáfora bastante elemental-; o la secuencia en la que le protagonista ve como se le van retirando los apoyos cuando va exponiendo su interés en proseguir la investigación –un matrimonio abandona su charla y se le encuadra en picado-, hasta que finalmente cae repentinamente abatido-.

Pese a estos pequeños inconvenientes, KINSEY es una película que tiene la cualidad de ir en un creciente interés –sus primeros minutos son un tanto formularios- y goza del apoyo de un reparto absolutamente admirable –es especialmente destacable la labor de Liam Nelson, Laura Linney, Peter Sarsgaard y John Lithgow, pero es que hasta el generalmente melifluo Chris O’Donnell logra estar convincente-, y permite confiar en el futuro de la trayectoria de un Bill Condon del que solo cabe desear no tarde tanto tiempo en realizar otro film.

Calificación: 3’5