STRIKE UP THE BAND (1940, Busby Berkeley) Armonías de juventud
Cuando en septiembre de 1940 se estrena en suelo americano STRIKE UP THE BAND (Armonías de juventud. Busby Berkeley) faltaba poco más de un año para sufrir el trauma del ataque japonés a la base de Pearl Harbor, que forzó a las autoridades norteamericanas a intervenir de manera decisiva en la II Guerra Mundial. En cualquier caso, la sociedad de aquel país sentía muy de cerca la incidencia en la lucha contra la creciente ofensiva de Hitler y, al mismo tiempo, aún no se había emergido del todo de las traumáticas consecuencias de la Gran Depresión surgida a partir del crack de 1929.
Fruto de dicho contexto, el cine norteamericano respondería con títulos de clara conciencia social, como THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940. John Ford). Pero al mismo tiempo desde la fábrica de sueños de Hollywood se sucederían los productos de evasión, encaminados en procurar una mirada optimista e incluso hagiográfica de esa juventud sana que iba creciendo en el seno de la sociedad aún tensa en sus costuras. Y entre todas las majors, sería siempre Metro Goldwyn Mayer el estudio más inclinado al escapismo, lo que favorecería en su momento que apenas un año antes forjaran la joven pareja musical formada por Judy Garland y Mickey Rooney -debutando como tal en la casi inmediata BABES IN ARMS (los hijos de la farándula, 1939)-. Pero al mismo tiempo en ambos casos, contando como director con una figura que el mismo 1939 había firmado una inesperada propuesta muy ligada a una cierta corriente realista -THEY MADE ME A CRIMINAL (1939)-, y que durante los años treinta combinara en sus realizaciones argumentos ligados al mundo del espectáculos, crónicas centradas en el ámbito de aquellos difíciles años y, como parte más indisociable de su mundo expresivo, esas personalistas y deslumbrantes coreografías, que siguen resultando uno de los exponentes más personales en la historia del cine musical americano.
Todo ello aparece plenamente configurado en este segundo vehículo destinado al lucimiento de la joven pareja de estrellas, discurriendo un guion dominado por una mezcla de superficialidad -su mayor rémora-, a partir del cual se describirán una serie de episodios casi independientes en su formulación narrativa, en los que de nuevo se expresarán las dos grandes pasiones de Berkeley; su inclinación por narrar entresijos ligados al mundo del espectáculo y sus inigualables facultades para crear episodios oníricos a partir de sus enormes facultades coreográficas. En esta ocasión, todo se iniciará en un colegio universitario -los propios títulos de crédito albergarán como fondo imágenes entresacadas de dicho contexto-, presentándonos en una secuencia inicial que desprenderá la marca de su director el entorno juvenil en el que ejerce como líder Jimmy Connors (Rooney), quien desde la banda musical que lidera junto a sus amigos, se empeña en que la misma se confirme como una clara apuesta por el swing. En su obsesiva intención nunca se dará cuenta del cariño que por él alberga Mary Holden (Garland), en todo momento paciente ante la indiferencia que sufre de Jimmy.
La intención del muchacho se plantea en acudir a Chicago a un concurso de bandas al objeto de consolidar la suya, asumiendo la llegada al colegio de la joven Barbara (June Preisser), procedente de una adinerada familia, quien desde el primer momento se encaprichará de Connors. Ello provocará la desazón de la resignada Mary, al tiempo que los muchachos realizarán una exitosa actuación para recaudar fondos con objeto de sufragar el viaje a Chicago. Sin embargo, aún les faltarán 50 dólares para lograr su objetivo, cantidad que obtendrá Jimmy de manera inesperada, aunque una dolorosa e inesperada circunstancia llevará a que el dinero obtenido se invierta en un objetivo urgente.
Antes lo señalaba. El argumento de STRIKE UP THE BAND deviene si se quiere insustancial -ello, y esa apelación patriótica en sus instantes finales, suponen para mí sus elementos más prescindibles-. En cualquier caso, a través de esa estructura a modo de episodios casi inconexos, se esgrime esa sensación de cierta felicidad que brindan sus mejores momentos, lo que permitirá surfear sobre aquellos otros en los que la tentación por lo sensiblero aflores con más fuerza de la necesaria. De la película podremos detectar la ocasional elegancia en el trazado de personajes, lo que tendría quizá su ejemplo más pertinente en el caso de la abnegada madre de Jimmy -atención a la secuencia en la que la relación entre ambos se describe a la perfección en el momento en que el muchacho regresa se noche a su casa-.
Podremos destacar a nivel narrativo la inclinación y destreza que Berkeley expresará con planos largos o el manejo de la grúa, lo que permitirá al realizador proporcionar una ligereza y ritmo a un relato jovial y superficial, pero que desprende a través de su expresión visual ese grado de vitalismo que esgrimiría el musical americano bastantes años después. No olvidemos que nos encontramos ante una producción de Arthur Freed, una de las figuras esenciales en la renovación del género. Esas características las podemos contemplar en episodios tan atractivos como el bloque desarrollado en la biblioteca, donde la Garland se lamentará en su canción de ese ambiente romántico que le rodea. O en la improvisada actuación que los chavales de Jimmy realizarán en la mansión de los padres de Barbara, mientras descansa la orquesta de Paul Whiteman. O en el onírico episodio previo en el que Jimmy logrará dirigir una surrealista orquesta de frutas animadas, que fue diseñada por el especialista George Pal, en una idea sugerida por el aún sin debutar Vincente Minnelli. O en esa espectacular conga que se desarrollará en los primeros minutos de la película.
Sin embargo, son dos los bloques narrativos que en última instancia logran elevar de la medianía esta vitalista STRIKE UP THE BAND. Uno de ellos, como siempre suele suceder en las películas de raíz musical dirigidas por Berkeley, reside en su apoteosis final, en la que logra romper con la rigidez de su inicial escenario teatral, para describir en su trazado una especie de resumen de las mejores emociones y números albergados en el metraje previo, dentro de la mejor línea de su artífice. En cualquier caso, dentro del conjunto de la película, uno no dudaría en preferir esa deslumbrante escenificación de la función realizada por los componentes de la banda en el teatro de la localidad, al objeto de obtener beneficios económicos que les permita viajar hasta Chicago. Allí escenificarán un lacrimógeno melodrama con un contundente sentido del humor, en el que la cámara de Berkeley respetará la unidad de acción teatral, por medio de la sucesión de sus diferentes escenarios que se mostrarán con tanta fidelidad como irónica distanciación. Y en esas imágenes, no sé si de manera inconsciente, se ofrecerá al espectador una especie de mirada involuntaria en torno a los orígenes del propio medio cinematográfico. Y es que en esa desaforada y divertida recreación teatral, en la que sus jóvenes intérpretes disfrazados para la ocasión despliegan una especial complicidad, uno evoca desde la herencia de Griffith, los orígenes del serial, e incluso el propio burlesco norteamericano.
Calificación: 2’5