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CINEMA DE PERRA GORDA

Carlo Lizzani

L’ORO DI ROMA (1961. Carlo Lizzani)

L’ORO DI ROMA (1961. Carlo Lizzani)

Incluso en ámbitos de extraordinaria riqueza y febrilidad creativa, como lo pudo ser el cine italiano de inicios de los sesenta, hay ocasiones en las que una película que en apariencia lo tenía todo para adherirse a los márgenes de creatividad del movimiento que la genera, se queda a medio camino. Se trata de exponentes en los que percibimos  con facilidad la ausencia no solo de un gran director que supiera canalizar sus cualidades sino, sobre todo, la carencia de ese plus de inspiración, que en no pocas ocasiones permitió que innumerables producciones fraguadas en el artesanado, alcanzaron la altura del logro. L’ORO DI ROMA (1961. Carlo Lizzani) aparece pues, dentro de dicha premisa. Nos encontramos ante un título que, de entrada, narra una andadura desgarrada, de base absolutamente real. Se trata del drama vivido por la comunidad judía en las postrimerías del dominio alemán en la Italia de la II Guerra Mundial. La narración se centra en 1943, cuando las autoridades han abandonado y, se podría decir, entregado, la ciudad de Roma, a la invasión nazi, que por otro lado se ve temerosa y consciente de un próximo repliegue. En parte por los rumores de la inminente llegada de los aliados, y por otro lado, ante el creciente protagonismo activo de la resistencia italiana. Dentro de ese contexto, Lizzani desarrolla el entramado dramático del film en base a diversas subtramas que, por desgracia, no terminan de confluir, impidiendo que su alcance, con ser estimable, no alcance cuotas superiores. La principal se centra en la crónica del rápido y sufriente desafío de la comunidad judía, para atender al chantaje nazi de tener que entregar en dos días cincuenta kilos de oro, so pena de sufrir como represalia, la obligación de apresar a cien de sus cabezas de familia. De otro lado, viviremos el drama interior mantenido por el joven Davide (Gerard Blain), judío de condición pero desde el primer momento rebelde ante la pasividad de sus representantes, anteponiendo su condición de italiano resistente, antes que los resortes de su propia religión confluyan en una pasividad legendaria, que en este caso ha contribuido al genocidio de sus componentes. Y también viviremos la relación vivida por la joven Giulia (Anna Maria Ferrero), hija de Ortona (Andrea Cecchi), con Massimo (Jean Sorel) –como dato curioso, ambos actores se casaron en la vida real al año siguiente-. Este es un muchacho de una acomodada familia católica, que verá con ciertas reticencias la unión de ambos, aunque no se manifiesten hostiles en exceso.

Rodada dentro de los viejos y desgastados exteriores reales donde aconteciera la acción real, erigiéndose en algunos momentos como lo más físico e intenso de su conjunto, Carlo Lizzani demuestra sus posibilidades y limitaciones como realizador, en una película que casi de una secuencia  otra aparece rotunda o pueril, y en la que se combina no siempre con acierto la progresión en la cercanía del plazo del ultimátum, el intento de rebelión de sus representantes, la presencia de ese rabino de corte integrista, el sufrimiento del máximo representante del colectivo, o su encuentro con un primo suyo banquero, que tiempo atrás renegó de su condición para progresar en la sociedad romana. Todo ello, al objeto de alcanzar sus siete kilos de oro que restan para completar los cincuenta demandados. Junto a estas circunstancias, siempre matizadas por la progresión de las manecillas del reloj, viviremos la creciente rebelión de Davide, dispuesto a organizar un grupo de jóvenes judíos para contrarrestar el casi seguro asalto alemán, o los contratiempos que irá sorteando esa pareja a la que la disparidad religiosa en principio separará, aunque finalmente la conversión de Giulia al catolicismo y una posterior huída, podrían albergar un futuro esperanzador.

L’ORO DI ROMA goza de una espléndida fotografía en blanco y negro, que potencia la sensación opresiva que describe el conjunto del drama, obra del propio Lizzani, junto a Lucio Battistrada, Luccio Batistrada Giuliani y Alberto Lecco, en conjunto su reparto de actores funciona con nervio y entrega –hagamos excepción del cargante Gerard Blain, empeñado en aparecer con cazadora de cuero como una traslación jamesdeanesca, y la blandura de Jean Sorel-. Pero su conjunto funciona a ráfagas. Se detecta una incapacidad de Carlo Lizzani a la hora de extraer el máximo partido de las posibilidades de su material de base, entregándose sobre todo a tareas de montaje de raíz mecánica. Solo en determinados momentos, L’ORO DI ROMA ofrece la medida de sus posibilidades. Esa secuencia de apertura que nos describe una ceremonia judía de circuncisión y la inesperada amenaza directa de los alemanes no tiene continuidad. Hay pasajes con fuerza, intensos, como el que narra el suicidio de uno de los más sufrientes componentes de la comunidad, la soledad de la conversión al catolicismo de Giulia, el creciente sufrimiento del máximo representante del colectivo, o el episodio que servirá como catarsis, en el que los alemanes decidirán arrestar al conjunto de sus habitantes. Será el marco dramático para que Guilia telefonee a Massimo, tomando conciencia de sus orígenes, prefiriendo unirse a su gente, e invocando por teléfono al que muy pronto iba a ser su marido, que siempre sea para él parte de su recuerdo –la dolorosa asunción de su cercana mortalidad es lo que proporciona el verdadero su verdadera y conmovedora aura-. Tras ello, el joven intentará recuperarla dirigiéndose en bicicleta hasta el guetto, que contemplara totalmente sin vida, en una fantasmagórica estampa que vivirá desolado. Por su parte, Davide ya forma parte de la resistencia, pero sus orígenes –ese pacifismo de los componentes de su raza-, le harán vivir una tensa situación que casi costará la vida a sus compañeros –impresionante primer plano de Blain-, cuando no se atreva a matar en defensa propia a un alemán herido que se encuentra a punto de contraatacar. Aspectos de una conclusión que se eleva sobre un conjunto apreciable, pero en modo alguno representativo de un momento de excepcional brillantez en el cine italiano, en el que el film de Lizzani aparece meramente como un producto testimonial.

Calificación: 2’5

REQUIESCANT (1967, Carlo Lizzani)

REQUIESCANT (1967, Carlo Lizzani)

¿Se acuerda alguien del italiano Carlo Lizzani? Hago esta pregunta en el aire, en la medida que su figura supuso uno más de los muchos cineastas “de moda” que florecieron por los cines europeos en las décadas de los sesenta y setenta, alcanzando un cierto grado de reconocimiento en base a los supuestos mensajes progresistas de sus películas, pero que con el paso de los años se sumieron en el sueño de los justos. No es nada particular de aquel periodo, pero si que es cierto que fue un marco en el que las licencias visuales, el predominio del teleobjetivo y el zoom, fueron acompañados por títulos y parábolas de índole política que hoy se encuentran en el más justificado de los olvidos, incluso cuando algunos de ellos en su momento fueran galardonados.

Entre la pléyade de cineastas que tuvieron sus diez minutos de gloria –Elio Petri, Liliana Cavani…- se encuentra Carlo Lizzani, que no desaprovechó la ocasión en su momento de insertarse en el terreno del spaghetti western. Vaya por delante que en modo alguno puedo considerarme seguidor de esta vertiente del cine del Oeste, en su momento vista con un –a mi modo de ver- justificado recel-, pero que con el paso de los años ha ido adquiriendo un progresivo prestigio, hasta llegar a unos límites que no puedo entender, aunque sí respetar. Dicho esto, y haciendo de entrada mi escepticismo hacia esa incomprensible valoración a un modelo de western que terminó de sepultar el género, no podemos dejar de encontrar cierto grado de sorpresa en este REQUIESCANT (1967), con el que Lizzani quiso entrelazar su inclusión en el ámbito del spaghetti con una más de esas parábolas de guiño progresista –en la que incluso se contará con la simbólica presencia de Pier Paolo Pasolini, ejerciendo como intérprete, encarnando a un líder campesino que se opone a los turbios manejos de George Ferguson (Mark Damon)-.

En realidad, el film de Lizzani no deja de contemplar una serie de lugares comunes dentro del subgénero, inicia su metraje con una supuesta reconciliación entre mexicanos y componentes del ejército confederado, que culminará con una matanza horriblemente narrada y desarrollada en Fort Hernandez, en San Antonio. Será el inicio de una historia que nos trasladará varios años después, cuando el entonces pequeño superviviente de la misma se convierta en un joven que ha sido acogido por una familia de cuáqueros, por lo que su sentido de la religión y el rechazo a la violencia estará siempre presente. Este será Requiescant (Lou Castel), quien en una situación inesperada acabará con la vida de dos bandidos, lo que le convertirá en un extraño líder de la Ley, que siempre que actúe –muy  a pesar suyo- lo haga implorando tras ellos sus habituales evocaciones cristianas. Poco a poco, su destreza con la pistola le llevará hasta pistoleros a los que liquidará y, por encima de ello, hacia el propio Ferguson, quien incluso le desafiará en una de sus juergas nocturnas, en el sótano de su hacienda –uno de los episodios más tensos del film, ya que ambos dispararán borrachos contra velas que sostiene una joven muchacha-. Por su parte, nuestro protagonista entablará relación con una de las prostitutas que pueblan el saloon de la localidad, y que se encuentra sojuzgada por el implacable Dean Light (Ferruccio Viotti), el brazo derecho de Ferguson, y un joven cruel en su rubio atractivo.

A partir de dichas premisas, cualquier espectador más o menos avezado podrá intuir por donde discurrirán los hilos de la película. La venganza, la simpleza de sus personajes, un acendrado sentido de la violencia…. Lugares más o menos comunes, o secuencias desaprovechadas, como la de la visita de Requiescant al lugar donde recordará –mediante un horrible tintado en rojo de la imagen- aquella lejana masacre. Sin embargo, y como quiera que no resulta especialmente relevante extenderse en aquellos aspectos que puedan provocar mi escepticismo ante la película, sí me gustaría destacar algunos que, cuanto menos, suscitan un cierto interés. Y el mayor de ellos, proviene sin lugar a dudas de la brillante encarnación de Ferguson que realiza Mark Damon –quien siete años atrás fuera el joven y heroico Philiph Wintrop en la memorable HOUSE OF USHER (El hundimiento de la casa Usaher, 1960. Roger Corman)-. Elegantemente ataviado con cuidadas botas altas, destacado en una palidez en su rostro y con el pelo ligeramente encanecido –lo que le proporciona un aspecto tan atractivo como siniestro-, compone un personaje del que se apreciará la nuance homosexual mantenida con Light –en un momento íntimo en el saloon le llegará a confesar: “Ya no soy tan atractivo como antes”-, que se exteriorizará en cuantos momentos se mencione a este en su presencia. Ferguson protagonizará también el terrorífico instante –el mejor momento de la película- en el que, de manera inesperada, aparecerá ante su esposa con una lámpara y un pañuelo, con semblante siniestro, disponiéndose a estrangularla cuando advierte que ha proporcionado la suficiente información al joven protagonista. Y el propio terrateniente conocerá igualmente un final terrible, en el seno de ese fortín en ruinas sobre el que años atrás dirigiera sus hombres masacrando a los mexicanos –y en el que aparecerá no demasiado rejuvenecido, provocando un agujero de credibilidad en el relato-, no pudiendo fnalizar su paso por el mundo apelando a ese sentido del honor que siempre ha demostrado en sus manifestaciones y gestos. Junto a e llo, destacará la terrible manera con la que finalmente Requiescant eliminará a Dean Light, situándose los dos con una horca en el saloon, situados sus pies en sendas mesas, y disponiendo sus vidas mediante un disparo a las mismas.

Son, si más no, elementos de interés, que más o menos diseminados, permiten que el film de Lizzani pueda mantener un cierto grado de interés, dentro del conjunto de convenciones y la suciedad visual consustancial al conjunto de manifestaciones de un subgénero que, paradójicamente, tiene hoy día más seguidores, que en el momento en que se practicaba, literalmente, a espuertas.

Calificación: 1’5