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CINEMA DE PERRA GORDA

François Truffaut

LA FEMME D’À COTÉ (1981, Françpis Truffaut) La mujer de al lado

LA FEMME D’À COTÉ (1981, Françpis Truffaut) La mujer de al lado

Apasionada. Envuelta en un romanticismo vulnerable y finalmente destructivo. Dominada por un desarrollo dramático que, en ocasiones, parece abandonar su propio discurrir argumental, dejándose llevar por sus meandros emocionales, LA FEMME D’À COTÉ (1981, La mujer de al lado) supone el notable e inesperado penúltimo largometraje en la obra de François Truffaut, rodado un año después del acomodaticio y decepcionante LE DERNIER MÉTRO (El último metro, 1980). Una película a la que esa propia entrega, por momentos llega a superar sus pequeños desequilibrios, hasta erigirse en uno de los relatos más intensos jamás forjados en la irregular, pero, en conjunto, estimulante filmografía del francés. Es la constante presencia, casi física, de un romanticismo por momentos desaforado. En ocasiones enfermizo, es la que, a fin de cuentas, proporciona a un conjunto no siempre armonizado su verdadera fuerza, hasta el punto de ofrecer un resultado turbador, que se retiene en la mente incluso tras haber culminado su metraje.

LA FEMME D’À COTÉ se inicia, curiosamente, con una llamada al distanciamiento, merced al relato que nos brinda, inicialmente mirando a la cámara, la veterana Odile (Vèronique Silver). La deliberada mutación de perspectivas que nos transmite la propia narración de esta y el fondo de un club de tenis de la que es gerente, de alguna manera nos invita a una cierta mirada recelosa. El escenario pronto mutará al sonido de una ambulancia que nos traslada a la conclusión de la historia narrada, remontándose a seis meses atrás, y de alguna manera anticipándonos la conclusión trágica de la misma. De tal forma, el guion urdido al alimón por el propio Truffaut, Jean Aurel y Suzanne Schiffman, nos desconcierta de manera deliberada, antes de introducirnos en el inicialmente tranquilo marco rural donde reside el joven matrimonio formado por Bernard (Gerard Depardieu), joven instructor de petroleros, y su esposa, Arlette (Michèle Baumgartner), ambos padres del pequeño Thomas. Su vida diaria no puede ser más plácida y tranquila, en una de las escasas viviendas de una pequeñísima localidad ubicada muy cerca de Grenoble, en el sureste francés. Su casi idílica -también algo tediosa- rutina, pronto se verá alterada al ser alquilada una casa situada enfrente de la suya, por el matrimonio formado por Philippe (Henri Garcin), controlador aéreo en el aeropuerto de Grenoble, y su esposa Mathilde (Fanny Ardant), quien poco a poco irá haciendo realidad su inquietud tanto escribiendo relatos infantiles como ilustrándolos, En el encuentro de los dos matrimonios vecinos, pronto advertiremos una extraña reacción entre Bernard y Mathilde, como si existiera entre ellos un inesperado grado de repulsión. La realidad es bien distinta; estos fueron amantes ocho años atrás, en una relación convulsa entre uno y otra, que culminó con la huida del primero, dejando a esta próxima al suicidio. Por ello, los matrimonios de ambos aparecen casi a modo de consuelo. Quizá normalizado en el caso de este, y más complejo en el de los recién llegados, ya que desde el primer momento se detecta en ellos una relación en la que se ausenta la pasión amorosa, y se refugia ante todo en una bondadosa convivencia.

Pese al instinto de rechazo que se albergará en los antiguos amantes, el atavismo de la pasión de su pasado se impondrá ente ellos, intentando por un lado revisitar los elementos que deterioraron la relación amorosa que vivieron y, por otra, de manera inevitable, reviviendo la misma, sobre todo en citas mantenidas en un viejo hostal -veladas que serán apenas insinuadas con el uso de la elipsis-. De alguna manera, parece que el pasado se despeñara ante un presente tan acomodaticio como carente de vida. Y sobre la pareja protagonista se ceñirá, en un segundo término, el eco de la traumática y frustrada experiencia de Odile, quien, en su juventud, décadas atrás, vivió otro tórrido desengaño amoroso que concluyó por su parte en un intento de suicidio arrojándose por una ventana, y cuyo lejano amante ha retornado al entorno donde esta reside.

Como antes señalábamos, reaparece la pasión, el atavismo de su búsqueda ausencia y su huella. El descontrol que en una u otra vertiente provoca. La ruptura que marca ante lo cotidiano y la convención. El discurrir destructivo que implica proseguir su sendero hasta el final. De todo ello habla este intenso melodrama, que poco a poco, tomándose su tiempo, pero de la misma manera caminando con pulso firme, en pocos minutos nos introduce en un marco de extraño desasosiego -la manera que tiene Truffaut para descubrir el reencuentro de los dos amantes, orillando imperceptiblemente la mirada, hasta que cuando esta llega, el espectador ya intuye que algo se produce entre ellos-.

A partir de ese momento, todo derivará en la película en una auténtica ceremonia del desasosiego. En una danza de estos dos antiguos amantes, que reanudarán la turbulencia que años atrás les hizo unirse y finalmente separarse. Y es que la pasión de Mahilde en apariencia casa poco con la personalidad violenta y controladora de Bertrand. Pero la realidad es que ambos aparecen como cortocircuitados amantes, capaces de actuar en su interacción como auténticos motores de una pasión enfermiza, irreprimible, incapaz de someterse al dictado de la razón o de las más acendradas convenciones sociales. Truffaut se aleja, en este sentido, de las disecciones puestas en práctica por el cine de su compatriota Chabrol. Por el contrario, se mancha en el barro de una relación autodestructiva en la que los dos retornados amantes, casi sin pretenderlo, interpretan una enfermiza danza de sentimientos, en la que cuando uno se repliega el otro incorpora el relevo del elemento activo. Para ello, su cámara actuará con exquisita neutralidad, danzando casi inadvertida -pero contundente- en torno a las diversas incidencias en esos reencontrados protagonistas, dejando en un -quizá excesivo- segundo término a sus respectivos esposos. En ello actuará igualmente la ausencia o presencia de un fondo musical -de nuevo el imprescindible George Delerue-, acentuando aquellos instantes donde la pasión se desborda, incluso peligrosamente. Truffaut no descuida, sin embargo, la querencia por el detalle -la manera con la que Bertrand y, con él, el espectador, descubre que Mathilde se cortó las venas cuando este la abandonó. El instante en que descubrimos que la esposa de este se encuentra embarazada-, en una película que se sustenta en la electricidad que le proporcionan sus dos principales personajes. Y es cierto que, pese a su entrega, el propio aspecto de Depardieu no resulta el más propicio para ello. Sin embargo, es Fanny Ardant la que asume bajo la tersura y sensibilidad de su personalidad cinematográfica, la tensión emocional de una película delimitada a modo de pasajes separados por medio de fundidos en negro y, en un caso concreto, cerrando el encuadre con ecos del periodo silente.

Todo ello, en el fondo, no es más que el caldo de cultivo para una película que se vehicula a flor de piel. Que utiliza con pertinencia los espacios, en especial todo aquello que rodea las dos viviendas en las que se centrará buena parte de su metraje. Y que, bajo un oportuno pentagrama dramático, acierta al ubicar una serie de estallidos emocionales, bajo los que se articula todo lo que de desesperada peripecia romántica albergan sus imágenes. Episodios como el violento y posesivo estallido de Bertrand, antes de que Mathilda se marche de viaje con su esposo, en una tensa secuencia rodada con arrojo desde el interior del club de tenis, cuya cámara se mantendrá allí incluso cuando la acción se traslade de manera más embarazosa al jardín. O el terrible encuentro de esta última, derrumbada junto a un árbol y casi catatónica, cuando comprueba que este se aleja de ella de manera normalizada, en el instante a mi juicio más conmovedor del relato. O, finalmente, en esos instantes finales, tan fríos en su descripción final, como determinantes de una inevitable catarsis, en la que dos amores encontrados, apenas pueden sobrevivir, ni en un sentido ni en otro.

Calificación: 3

VIVEMENT DIMANCHE! (1983, François Truffaut) Vivamente el domingo

VIVEMENT DIMANCHE! (1983, François Truffaut) Vivamente el domingo

El 21 de octubre de 1984, a los 52 años de edad, y por un tumor cerebral que se le había detectado tiempo atrás, fallecía prematuramente el realizador francés François Truffaut. Algo más de un año antes, quizá antes de que se le detectara dicho tumor, en agosto de 1983 se estrenaba el que supondría su involuntario último film; VIVEMENT DIMANCHE! (Vivamente el domingo, 1983), que en absoluto se planteaba como una obra testamentaria. Por el contrario, quedaba dispuesta como un divertimento de raíz policiaca, que se pretendía entroncar como uno de los muchísimos homenajes brindados a la obra de Alfred Hitchcock. Para ello, se elegiría la adaptación de la novela titulada ‘The Long Saturday Night’, escrita por Charles Williams.

La película se iniciará tras el sugerente travelling que seguirá a la espléndida Fanny Ardant mientras se describen los títulos de crédito, con el impactante asesinato de un cazador -Claude Massoulier-, mientras paralelamente practica dicho deporte el ya veterano agente inmobiliario Julien Vercel (Jean-Louis Trintignant). Será una situación confusa que propiciará el inicio de una pesadilla para el irascible y egocéntrico protagonista, quien en los primeros minutos se mostrará hasta grosero con su eficaz secretaria -Barbara Becker (Ardant)-. Vercel se verá inicialmente exonerado del crimen de la cacería, ayudado por los buenos modos de su abogado -Clement (Philippe Laudenbach)-. Sin embargo, la aparición del cadáver de su esposa -una mujer de nula moralidad, con la que vivió sin conocer ni siquiera su real identidad, ni el hecho de que ejerció como prostituta en Niza- le forzará a abandonar su vivienda y ocupar de manera clandestina su oficina. Forzado por la situación, no tendrá más remedio que dejar que Barbara asuma las investigaciones, intentando por un lado averiguar de donde proceden las voces femeninas que le amenazan por teléfono a uno y otra, al tiempo que dar con los indicios que puedan revertir la acusación que pende sobre Julien.

A partir de este alambicado punto de partida, François Truffaut establece un producto divertido y juguetón, al que el paso del tiempo revela no poco la debilidad de sus costuras, pero que mantiene su apariencia, fundamentalmente, por dos elementos que le ayudan a envolver su festiva personalidad. Me refiero, por un lado, al fondo sonoro que le proporciona George Delerue y, sobre todo, a la magnífica iluminación en blanco y negro ofrecida por un Néstor Almendros en estado de gracia. El primero propone una partitura que, a partir de los deliberados crescendos dramáticos de sus momentos fuertes, acierta a potenciar el elemento distanciador de la función. Por parte, Almendros brinda una oscura iluminación, basada en atrevidos juegos de luz que acentúan el lado pesadillesco del relato.

A partir de ahí, considero que una de las limitaciones de VIVEMENT DIMANCHE!, proviene de un hecho fácilmente perceptible. Me refiero a que tiene que transcurrir más de media hora de metraje para que sus incidencias -deliberadamente artificiosas- queden en un segundo término, y en su lugar empiece a prender el elemento principal del relato; la relación que se establece entre la pareja protagonista. Es algo que a mi modo de ver empezará a cobrar forma a partir del regreso de Barbara a la oficina de un desesperado Julien -quien le proporcionará un bofetón, en una imagen que hoy día provocaría no pocas censuras-. Y hay que reconocer que, aunque la Ardant se sitúa como la auténtica reina de la función, muy por encima del un tanto hosco Trintignan, se produce una extraña química entre ambos intérpretes que elevará la temperatura del relato.

Tras este definitivo encuentro -han tenido que transcurrir unos cuarenta minutos-, el film de Truffaut cobra vuelto a partir de los desplazamientos de la protagonista a Niza o Marsella. El encuentro y la presencia de personajes secundarios entrañables -el veterano detective con el que contactará Barbara, la antipática y manipuladora taquillera del cine, estratégica en el devenir de las investigaciones- ayudan a conferir cierta enjundia a un conjunto que se regodea en su propia, oscura y burbujeante condición, en la que no se ausentarán ciertos guiños cinéfilos, bastante celebrados en el momento de su estreno, y hoy día considerablemente inofensivos. Precisamente desde su llegada a las pantallas, se consideró este inesperado testamento cinematográfico de Truffaut como un homenaje al cine de Hitchcock -que el realizador francés ya había plasmado en otro título también sobrevalorado; LA MARIEE ÉTAIT EN NOIR (La novia vestida de negro, 1968)-. Es más, una de las mejores secuencias de la película asume ese marchamo -me refiero a la magnífica que plasma en un largo plano sostenido el asesinato de la taquillera del cine en off-. Sin embargo, y pese a que nunca se ha señalado al respecto, considero que la película adquiere mayores semejanzas a la mejor obra de Hitchcock sin estar dirigida por el maestro inglés. Me refiero a la inolvidable CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen), y a este respecto no cabe más que evocar la similitud que ofrece la secuencia del funeral de Massourier, con la del velatorio del esposo del difunto marido de Audrey Hepburn en el film de Donen.

VIVEMENT DIMANCHE! discurre siempre sin tomarse demasiado en serio, centrada de manera protagonista en la insólita relación establecida entre su pareja protagonista. Instalando inofensivas subtramas como la de los ensayos de la obra teatral que practica Barbara -lo que nos acercará a un joven y pesado amante, fotógrafo de prensa-. Todo ello irá configurando una festiva y deliberadamente embarullada trama, en la que la cámara de Truffaut acertará a insuflar cierto grado de vigencia, ayudado siempre por la sensacional iluminación de Almendros, dispuesta a inclinarse hacia una atmósfera tan divertida como perturbadora. En este recorrido, no se ausentarán caprichosos flashbacks -como el que describe la muerte de la esposa, o el más tramposo en el que Barbara relatará el casual descubrimiento de un cuarto secreto en el despacho del abogado-, en un relato que se verá salpicado con accidentados fundidos en negro y rupturas en sus secuencias. En este sentido, si tuviera que destacar una sola de su conjunto, no dudaría en elegir la espléndida y dolorosa confesión del asesino en medio de un brillante montaje y las desesperadas reflexiones del culpable, a modo de un extraño ballet mortuorio que, una vez más, nos evoca la célebre secuencia en donde Audrey Hepburn dudaba en plena columnata, entre Cary Grant y Walter Matthaw, en la ya citada CHARADE. Truffaut culminará la que supondría su inesperada última realización, con la plasmación de la juguetona boda de Barbara y Julien, y una conclusión tan simbólica como inesperadamente reveladora; el jugueteo de un objetivo de cámara por parte de unos niños que se encuentran disfrutando en los exteriores del templo. Una vez más, el cine es tan vida como juego.

Calificación: 2’5

BAISERS VOLÉS (1968, François Truffaut) Besos robados

BAISERS VOLÉS (1968, François Truffaut) Besos robados

Aunque hasta el momento he podido contemplar algo más de la mitad de los 22 largometrajes que componen su filmografía, y que considere LES QUATRE CENTS COUPS (Los cuatrocientos golpes, 1959) unos de los más deslumbrantes y hermosos debuts del cine europeo, lo cierto es que hace bastantes años que la figura del francés François Truffaut me dejó de suscitar un especial interés. Es posible que parte de ello se deba, por un lado, al hecho de que la blandura e inoperancia romántica de su cine, nunca suscitó en mí un especial apego -pese a que varios de sus títulos me sigan pareciendo atractivos-. Por otra parte, y este es un argumento sin duda subjetivo, la figura de Truffaut crítico, siempre me ha resultado profundamente antipática. Desde su reprobable cuestionamiento hacia el cine francés de generaciones precedentes a la suya -algo compartido por sus compañeros de ‘Cahiers du Cinema’-, hasta ese anatema que lanzó en su momento, contra el conjunto de la cinematografía inglesa, a la que el tiempo ha revelado, no solo su mezquindad sino, lo que es peor, su profundo desconocimiento de la misma.

Por todo ello, cuando la figura del cineasta francés ha pasado a un -quizá injusto- olvido, he de reconocer que mi reencuentro con su obra, al contemplar la tercera andanza cinematográfica de su personaje de Antoine Doinel, me ha supuesto una muy grata sorpresa. Así pues, BAISERS VOLÉS (Besos robados, 1968) aparece, más de medio siglo después de su realización, no solo llena de frescura sino incluso revestida de una extraña mistura de melancolía y sentido del humor, en donde una cierta mirada revestida de ironía, coquetea al mismo tiempo con esa fugacidad de la felicidad que se plantea en buena parte de las relaciones amorosas. La película se iniciará tras ese homenaje a la figura de George Langois, y la presencia de la bellísima canción de Charles Trenet ‘Que reste-t-il de nos amours’, llevándonos a la figura de un joven Doine quien es mostrado desde el primer momento como alguien torpe y apocado, escenificando su apresurada expulsión del ejército -en una secuencia que destaca por su mezcla de patetismo, humanidad y sentido del humor-, devolviendo al protagonista a un entorno de libertad que se plasmará de manera llena de frescura por su realizador. Después de un infructuoso encuentro con unas prostitutas, se reencontrará con la familia de Christine Darbon (Claude Jade), en teoría su novia, aunque ambos mantengan una extraña e incierta relación. A partir de ese momento, y con la ayuda de los padres de esta, Antoine encontrará trabajo como recepcionista nocturno de un hostal, siendo muy pronto despedido del mismo dada su ingenuidad e incompetencia. Muy pronto se incorporará en una vieja agencia de detectives, donde demostrará por un lado su perspicacia en el análisis y por otro, una vez más, su torpeza en el seguimiento de los encargos de sus clientes. Cansado de su ineficacia su jefe lo enviará como topo en una zapatería, cuyo dueño -George Tabard (Michael Lonsdale)- desea descubrir las circunstancias por las que no se siente querido por sus empleados. Su nuevo cometido, le llevará de manera insospechada a la esposa de este, la distinguida -Fabienne (Delphine Seyrig)-, de la que se enamorará de manera platónica, aunque su timidez le impida dar un paso adelante. Algo que ella finalmente sí decidirá, teniendo entre ambos el que será el único encuentro de sus vidas.

Todo en BAISERS VOLÉS adquiere esa sensación de volatilidad. De efluvio de enamorado. De aventura casi ingenua, protagonizada por un Antoine Doinel, que aparece casi como un sujeto superado por ls circunstancias que le rodean, muy lejos de ese niño rebelde con el que entrara de forma rotunda en la pantalla. En su oposición, hay en su figura algo del estoicismo de Buster Keaton, o de la comicidad de Jacques Tatí. Con la complicidad de un Jean-Pierre Leaud, antes de perderse por completo como actor cinematográfico, este alcanza una extraña complicidad en la pantalla, precisamente al ofrecerse en esa mezcla de inocencia, desconcierto y picardía con la que abordará su personaje, albergando con dichas características cierta complicidad con el espectador. Será, sin duda, un importante atractivo para una película que sabe demostrar a través de su ligereza cinematográfica, ese concepto tan propio del romanticismo, o la plasmación de las emociones inherente al mejor cine de Truffaut. Esos mismos recorridos de Leaud por las calles de Paris, una vez ha sido liberado de su extraño compromiso militar, son un ejemplo pillado al azar, de una película que discurre en medio de una estructura no narrativa, provista de un notable rasgo impresionista. En la que los sentimientos son plasmados con tanta delicadeza como inesperada presencia -desde ese ofrecimiento de un encuentro único por parte de Fabienne hacia nuestro protagonista, que se olvidará una vez este se consume, descrito en el off narrativo, y que quizá aparezca como el mejor momento de la película, hasta esa inesperada muerte del veterano investigador en medio de una conversación en la oficina, que rompe por completo la normalidad narrativa de la secuencia-. Todo confluye dentro de su aparente y buscada libertad narrativa. En esa querencia por el impresionismo. Por el relato de diversas experiencias, a modo de pinceladas, logrando en su conjunto una mirada en torno a lo efímero de los sentimientos y las emociones.

Una visión llena de frescura, de sinceridad, en torno a ese ser inseguro y vulnerable, que quizá no tiene definido no solo su futuro, ni siquiera las prioridades de su existencia, en las que no sabe si hay lugar para esa relación con Christine, plasmada de manera tan inconexa como sincera. Será algo que describirá a la perfección ese final abierto y hasta cierto punto inquietante -la aparición de ese extraño enamorado, que ha ido siguiendo a la joven, a lo largo de todo el metraje previo-, en el que nada está decidido, aunque todo lo vivido en las imágenes que hemos contemplado, quizá sirvan como indicio de un futuro en el que apenas haya lugar para el romanticismo y sí para adentrarse en el túnel oscuro de la cotidianeidad. En ocasiones, contemplando uno la magnífica BAISERS VOLÉS, se tiene la sensación que el Woody Allen de los 80 tuvo en el modo de entender los sentimientos del mejor Truffaut, una de sus múltiples fuentes de referencia. No se lo reprocharemos.

Calificación: 3’5