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CINEMA DE PERRA GORDA

BAISERS VOLÉS (1968, François Truffaut) Besos robados

BAISERS VOLÉS (1968, François Truffaut) Besos robados

Aunque hasta el momento he podido contemplar algo más de la mitad de los 22 largometrajes que componen su filmografía, y que considere LES QUATRE CENTS COUPS (Los cuatrocientos golpes, 1959) unos de los más deslumbrantes y hermosos debuts del cine europeo, lo cierto es que hace bastantes años que la figura del francés François Truffaut me dejó de suscitar un especial interés. Es posible que parte de ello se deba, por un lado, al hecho de que la blandura e inoperancia romántica de su cine, nunca suscitó en mí un especial apego -pese a que varios de sus títulos me sigan pareciendo atractivos-. Por otra parte, y este es un argumento sin duda subjetivo, la figura de Truffaut crítico, siempre me ha resultado profundamente antipática. Desde su reprobable cuestionamiento hacia el cine francés de generaciones precedentes a la suya -algo compartido por sus compañeros de ‘Cahiers du Cinema’-, hasta ese anatema que lanzó en su momento, contra el conjunto de la cinematografía inglesa, a la que el tiempo ha revelado, no solo su mezquindad sino, lo que es peor, su profundo desconocimiento de la misma.

Por todo ello, cuando la figura del cineasta francés ha pasado a un -quizá injusto- olvido, he de reconocer que mi reencuentro con su obra, al contemplar la tercera andanza cinematográfica de su personaje de Antoine Doinel, me ha supuesto una muy grata sorpresa. Así pues, BAISERS VOLÉS (Besos robados, 1968) aparece, más de medio siglo después de su realización, no solo llena de frescura sino incluso revestida de una extraña mistura de melancolía y sentido del humor, en donde una cierta mirada revestida de ironía, coquetea al mismo tiempo con esa fugacidad de la felicidad que se plantea en buena parte de las relaciones amorosas. La película se iniciará tras ese homenaje a la figura de George Langois, y la presencia de la bellísima canción de Charles Trenet ‘Que reste-t-il de nos amours’, llevándonos a la figura de un joven Doine quien es mostrado desde el primer momento como alguien torpe y apocado, escenificando su apresurada expulsión del ejército -en una secuencia que destaca por su mezcla de patetismo, humanidad y sentido del humor-, devolviendo al protagonista a un entorno de libertad que se plasmará de manera llena de frescura por su realizador. Después de un infructuoso encuentro con unas prostitutas, se reencontrará con la familia de Christine Darbon (Claude Jade), en teoría su novia, aunque ambos mantengan una extraña e incierta relación. A partir de ese momento, y con la ayuda de los padres de esta, Antoine encontrará trabajo como recepcionista nocturno de un hostal, siendo muy pronto despedido del mismo dada su ingenuidad e incompetencia. Muy pronto se incorporará en una vieja agencia de detectives, donde demostrará por un lado su perspicacia en el análisis y por otro, una vez más, su torpeza en el seguimiento de los encargos de sus clientes. Cansado de su ineficacia su jefe lo enviará como topo en una zapatería, cuyo dueño -George Tabard (Michael Lonsdale)- desea descubrir las circunstancias por las que no se siente querido por sus empleados. Su nuevo cometido, le llevará de manera insospechada a la esposa de este, la distinguida -Fabienne (Delphine Seyrig)-, de la que se enamorará de manera platónica, aunque su timidez le impida dar un paso adelante. Algo que ella finalmente sí decidirá, teniendo entre ambos el que será el único encuentro de sus vidas.

Todo en BAISERS VOLÉS adquiere esa sensación de volatilidad. De efluvio de enamorado. De aventura casi ingenua, protagonizada por un Antoine Doinel, que aparece casi como un sujeto superado por ls circunstancias que le rodean, muy lejos de ese niño rebelde con el que entrara de forma rotunda en la pantalla. En su oposición, hay en su figura algo del estoicismo de Buster Keaton, o de la comicidad de Jacques Tatí. Con la complicidad de un Jean-Pierre Leaud, antes de perderse por completo como actor cinematográfico, este alcanza una extraña complicidad en la pantalla, precisamente al ofrecerse en esa mezcla de inocencia, desconcierto y picardía con la que abordará su personaje, albergando con dichas características cierta complicidad con el espectador. Será, sin duda, un importante atractivo para una película que sabe demostrar a través de su ligereza cinematográfica, ese concepto tan propio del romanticismo, o la plasmación de las emociones inherente al mejor cine de Truffaut. Esos mismos recorridos de Leaud por las calles de Paris, una vez ha sido liberado de su extraño compromiso militar, son un ejemplo pillado al azar, de una película que discurre en medio de una estructura no narrativa, provista de un notable rasgo impresionista. En la que los sentimientos son plasmados con tanta delicadeza como inesperada presencia -desde ese ofrecimiento de un encuentro único por parte de Fabienne hacia nuestro protagonista, que se olvidará una vez este se consume, descrito en el off narrativo, y que quizá aparezca como el mejor momento de la película, hasta esa inesperada muerte del veterano investigador en medio de una conversación en la oficina, que rompe por completo la normalidad narrativa de la secuencia-. Todo confluye dentro de su aparente y buscada libertad narrativa. En esa querencia por el impresionismo. Por el relato de diversas experiencias, a modo de pinceladas, logrando en su conjunto una mirada en torno a lo efímero de los sentimientos y las emociones.

Una visión llena de frescura, de sinceridad, en torno a ese ser inseguro y vulnerable, que quizá no tiene definido no solo su futuro, ni siquiera las prioridades de su existencia, en las que no sabe si hay lugar para esa relación con Christine, plasmada de manera tan inconexa como sincera. Será algo que describirá a la perfección ese final abierto y hasta cierto punto inquietante -la aparición de ese extraño enamorado, que ha ido siguiendo a la joven, a lo largo de todo el metraje previo-, en el que nada está decidido, aunque todo lo vivido en las imágenes que hemos contemplado, quizá sirvan como indicio de un futuro en el que apenas haya lugar para el romanticismo y sí para adentrarse en el túnel oscuro de la cotidianeidad. En ocasiones, contemplando uno la magnífica BAISERS VOLÉS, se tiene la sensación que el Woody Allen de los 80 tuvo en el modo de entender los sentimientos del mejor Truffaut, una de sus múltiples fuentes de referencia. No se lo reprocharemos.

Calificación: 3’5

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