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CINEMA DE PERRA GORDA

TELL IT TO THE JUDGE (1949, Norman Foster)

TELL IT TO THE JUDGE (1949, Norman Foster)

Una de las mayores sorpresas que me he encontrado en los últimos años, en calidad de comentarista cinematográfico, ha sido comprobar que en los últimos años 40 y primeros 50, dentro de un periodo de transición de la comedia, hacia ese último periodo de gloria del mismo, que a mi modo de ver se inició en la segunda de esta última década, se encontraron no pocos títulos de interés en el mismo. Títulos, que iban más allá, de los que pudieron firmar aquellos años, figuras tan relevantes como Leo McCarey, Howard Hawks, Frank Capra, Preston Sturges, Mitchell Leisen o George Cukor, y que podrían extenderse, a las aportaciones de realizadores, en principio tan alejados de sus características, como podrían ser Allan Dwan o el mismísimo Edgar G. Ulmer. Pues bien, a esa insólita galería, deberíamos añadir a Norman Foster, realizador tan eficaz e incluso brillante en ocasiones, inclinado ante todo -sobre todo en aquellos años-, a títulos y géneros caracterizados por su dureza -noir, western…-. Sin embargo, contra todo pronóstico previo, alcanza con TELL IT TO THE JUDGE (1949), no solo una atractiva comedia, que al tiempo que retoma elementos de la corriente Screewall, en otros incluso avanza rasgos que serían bastante familiares, en la corriente que encabezarían figuras como Stanley Donen, Minnelli, Edwards o Quine.

En una reunión se está dirimiendo confirmar en el cargo de juez federal a la reconocida abogada Marsha Meredith (Rosalind Russell). Decisión a la que se opondrán algunos de sus componentes, dado lo poco edificante que, para ellos, supone el divorcio de esta con el también abogado Pete Webb (Robert Cummings), debido ante todo a un juicio que el segundo sobrelleva, relacionado con la mafia, y en el que se encuentra una tan atractiva como incómoda testigo -Ginger Simmons (Marie McDonald)-. Pete, en el fondo, desea retornar con su esposa, a la que sigue amando. Marsha, pese a sus aparentes desplantes a este, sigue manteniendo la llama de ese pasado matrimonio. Pero entre ellos se interferirá la presencia del veterano y cascarrabias abuelo de la segunda, el juez jubilado Mackenzie Meredith (el siempre memorable Harry Davenport, en su penúltimo rol cinematográfico), empeñado en que su nieta alcance el rango judicial que él mantuvo en su pasado, por encima de todo.

A partir de dicha premisa, todos sabemos cómo va a concluir esta adaptación de la historia de Devery Freeman, transformada en guion fílmico de la mano de Nat Perrin. Pero ello no nos importará, ya que esta sempiterna plasmación visual de la eterna ‘guerra de los sexos’ devendrá en un producto incluso gozoso, lleno de ritmo y giros insospechados de guion, hasta el punto de proporcionarnos hora y media de placentera velada, en la que lo simplemente irónico, y lo auténticamente Screewall, se alinea con una pertinencia notable. Así pues, esos encontronazos y separaciones, juegos de atracción y rechazo, o el eterno recurso a las simulaciones -esa falsa e inesperada viudedad por parte de Marshall, o el recurso por parte de esta del ‘gigoló’ Alexander Darvak (Gig Young)-, se integra en el conjunto de un relato en el que, justo es reconocerlo, se reutiliza, uno de los más célebres episodios, de la canónica THE AWFUL TRUTH (La pícara puritana, 1937. Leo McCarey) -la presencia de ese perro que permitirá a Marsha encontrar escondida en un cuarto a su odiada Ginger-. Un episodio, por cierto, reutilizado bastantes años después, por el Vincente Minnelli de la admirable DESIGNING WOMAN (Mi desconfiada esposa, 1957).

Así pues, el desarrollo del film de un Foster insospechadamente dotado para el género, y provisto de una inusual agilidad tras la cámara, se describirá en diversos escenarios geográficos, describiendo una magnífica química entre la elegante Russell y un Cummings, al que poco a poco, los aficionados hemos de reconocerle una extraña versatilidad, extendida incluso un insólito dominio de la comedia física. A partir de dicha cualidad, lo cierto es que el desarrollo de TELL IT TO THE JUDGE nos proporcionará no pocos elementos de regocijo. Episodios como el descrito en el restaurante, donde Marsha coquetea afectadamente con Darvak para dar celos a su antiguo marido, mientras este último no deja de darle señalas desde lejos de esa raya de carmín mal pintado que porta sobre el labio. O la divertida huida de ambos de la redada de la policía, en el casino en que se encuentran, llevándoles de manera insospechada hasta un alejado faro, comandado con un anciano, y todas las divertidas ocurrencias descritas en su interior -desde las molestias que el perro del farero ocasiones a Pete, impidiéndole dormir, hasta el creciente asco de Marsha, a la hora de intentar cocinar un gran pescado para desayunar-.

No obstante, si tuviera que destacar un episodio especialmente memorable en la película, no dudaría en elegir el equívoco planteado a partir de ser anestesiado involuntariamente Pete en el restaurante en que se encontraba. Dicha circunstancia será aprovechada por el malévolo abuelo de la protagonista, para trasladarlo en taxi, llevándolo ya casi dormido hasta un vagón, con la intención de alejarlo de su nieta, al menos hasta que sea ratificada como juez, y pese a que ambos se han vuelto a casar. Lo llegará a dejar sin ropa, y cuando este se despierte a una gran distancia comprobará su desamparo, teniendo que vestirse con ropa femenina -la única que se encuentra en la maleta que le han dejado-, ante la carcajada general de todos los viajeros del tren y, por supuesto del espectador.

Será un episodio digno de la más alocada comedia Screewall, en una película que, justo es señalarlo, se desinfla ligeramente en sus instantes finales -aunque no deje de brindarnos otro pequeño recital de un Cummings resistiéndose a dormirse, al haber sido narcotizado involuntariamente por su esposa-. Sin embargo, no dejará de brindarnos otro brillante episodio que, en buena medida, adelanta los modos renovados de un género, varios años después. Me refiero al ritmo casi de musical que adquiere ese baile entre Marsha y Alexander, en donde esta última intentará provocar de nuevo celos a su marido, exteriorizándose un crescendo cómico entre la pareja de baile, más allá de cualquier posible verosimilitud, pero, al mismo tiempo, provisto de una admirable eficacia.

Calificación: 3

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