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CINEMA DE PERRA GORDA

THE TRIALS OF OSCAR WILDE (1960, Ken Hughes) Los juicios de Oscar Wilde

THE TRIALS OF OSCAR WILDE (1960, Ken Hughes) Los juicios de Oscar Wilde

¿Por qué películas de la categoría de THE TRIALS OF OSCAR WILDE (Los juicios de Oscar Wilde, 1960. Ken Hughes), apenas son evocadas o mencionadas en nuestros días? La cuestión creo que resulta bastante sencilla. Nos encontramos con grandes producciones, que atesoran en su seno las mejores virtudes de un tipo de cine inglés que, es cierto, en el momento de su estreno gozaron de numerosos reconocimientos –quizá el ejemplo paradigmático al respecto sería el admirable SONS AND LOVERS (1961, Jack Cardiff)-. Sin embargo, su presencia coincidió con el florecimiento del Free Cinema, o la creciente importancia que tendría el aporte de cineastas como Joseph Losey. Es por ello que muy pronto fueron fagocitados por nuevas generaciones de críticos, incapaces de ir más allá del hecho de encontrarnos con títulos firmados por profesionales quizá sin estilo propio, pero no por ello carentes de inspiración en trabajos como el que nos ocupa, que brillan tantos años después de su estreno, como muestra de un tipo de cine que fue cuestionado en su momento –aquel trasnochado “academicismo británico”-, cuando aplicamos esa particular “teoría de las películas”, por encima de la en ocasiones cuestionable “teoría de los autores” cahierista.

Y es que THE TRIALS OF OSCAR WILDE es un film apasionado. Bello alegato en torno a la grandeza de la creación artística y de la libertad de comportamiento, realizado a inicios de la década de los sesenta, cuando temas como la homosexualidad apenas podían ser plasmados en la pantalla –recordemos la valentía del coetáneo VICTIM (Víctima, 1960) de Basil Dearden-. Sin embargo, con ser importante esta vertiente, los derroteros del relato se adscriben, por un lado, en la capacidad de descripción de esa Inglaterra del periodo victoriano, que asiste embelesada a la obra teatral y literaria de Oscar Wilde, pero en el fondo no deja de sentirse molesta por la capacidad transgresora que en todo momento hace extensiva el artista. Wilde (admirable composición de Peter Finch) es en el fondo un catalizador. Un lujoso bufón que la sociedad inglesa respeta a regañadientes, asumiendo una vida que a ojos de aquellos que le rodean, aparece licenciosa y disoluta, sobre todo debido a su cercana relación con el arrogante y narcisista Lord Alfred Douglas (el estupendo galán y actor que siempre fue John Fraser, recientemente fallecido). Un modo de vida que escandaliza a la vida londinense, pero que sin embargo es aceptado de manera callada por la esposa de Wilde, la abnegada Contance (una superlativa Yvonne Mitchell, ratificándome una vez más, que acaso fuera una de las mejores actrices de la historia). Todo ello en el ámbito de una extraordinaria reconstrucción de época, dominada por un cromatismo casi ‘hammeriano’, en cuya potenciación se dirigirán aquellos instantes dominados por su crescendo dramático. Y es que, en el fondo, el film de un Ken Hughes, que sabe articular con mano maestra los resortes de una producción en la que se encontraba uno de los futuros promotores de la serie Bond –Albert L. Broccoli-, se articula como un enorme melodrama, destinado a ofrecer una mirada crítica en torno a una de las lacras de la sociedad inglesa; su puritanismo. Lo hará tomando como referente el drama y la injusta claudicación que vivió la figura, de quien con el paso del tiempo se ha convertido en uno de los referentes culturales del país en el siglo XIX, y que ya entonces pagó, quizá, por gozar de un éxito, utilizando su talento para fustigar aquella visión pacata y castrante de una sociedad que se estimaba perfecta y elevada. Así pues, THE TRIALS OF OSCAR WILDE funciona a varios niveles. Lo ofrece desde la misma narración y vivencia de las andanzas de Wilde –para lo que la película retomó referencias documentales, que van desde obras escritas al efecto, hasta la recurrencia a sus descendientes-. Nunca sabremos si realmente esta implicación aportó el debido atractivo. En cualquier caso, lo que importa a la hora de enumerar sus cualidades, es atender a la permanente idoneidad dramática de un relato que en sus poco más de dos horas de metraje, no acusa bache alguno de ritmo. Que sabe alternar las secuencias corales y las intimistas con similar grado de acierto, componiendo las mismas con un particular esmero, a la hora de ubicar personajes en el encuadre, y utilizando para ello la complicidad de un extraordinario reparto, que en todo momento sabe potenciar con sus miradas y actitudes, las intenciones, las actitudes del realizador –un ejemplo al respecto, en la secuencia inicial de salida del estreno de The Fan of Lady Windermere, contemplar como la presencia de Douglas entre Wilde y Constance, nos anticipa, junto a las actitudes y miradas de John Fraser e Yvonne Mitchell, el conflicto existente entre ambos-.

El film de Hughes –probablemente la obra más recordada de su filmografía, aunque quepa sumar entre sus logros, la posterior THE SMALL WORLD OF SAMMY LEE (1963)-, deviene un apólogo moral en torno a las grandezas y miserias de la condición humana. Como una sociedad puede crear un referente para, casi de la noche a la mañana, destruirlo y eliminarlo por molesto. Como un enfrentamiento de juventud puede aparecer reverdecido para la venganza –la actitud revanchista del letrado que encarna con su habitual genio James Mason-. Como incluso en el ser humano hay infinitos modelos de entender la existencia y la convivencia con hombres y mujeres, e incluso encontrando en ellas un elemento destructivo –la relación entre Wilde y Douglas-. Nos encontramos con una superproducción que sabe alternar el gusto por una recreación de época impecable, y la fuerza de un entramado dramático que se revela casi de hierro. Y en medio de un trazado de creciente densidad, el film de Hughes se caracterizará por su división en dos partes; la primera narrando su ascenso, y la segunda su caída, y lo cierto es que su tramo final deviene ejemplar. Lo ofrece la complejidad establecida por el letrado Edward Clarke (magnifico Nigel Patrick), escandalizado por el comportamiento de Wilde, pero comprensivo ante el linchamiento al que es destinado su cliente, hasta el punto de brindarse a ofrecer gratuitamente sus servicios, cuando la fiscalía inicia su acoso sobre el escritor. Y en esa catarsis del relato, es donde a mi modo de ver, THE TRIALS OF OSCAR WILDE alcanza la excelencia. Desde la reacción de ese librero, retirando de los estantes las obras de Wilde, aunque decidiendo esperar si se queman, en la posibilidad de que sea absuelto. Lo hará en el instante en que el escritor sea detenido por agentes judiciales. En la abnegada entrega que en todo momento le brindará Robbie (Emrys Jones). En las lágrimas apenas ocultas de su veterano criado, cuando es detenido. En el desgarro de la visita de Constance, cuando ha cumplido un año de su condena, comentándole que ha decidido que jamás vuelva a ver a sus hijos. En la previa y casi bizarra secuencia, dominada por un fuerte cromatismo, en la que Wilde visita la mansión de su madre, recibiendo de esta un trato desafiante –y adivinándose en ello un trato familiar tormentoso en el pasado-.

Sin embargo, dos son los pasajes decididamente memorables, inolvidables en una película en la que solo opondría cierto exceso en la caracterización de Lionel Jeffries, como Queensberry, el padre de Douglas, eternamente enfrentado a Wilde, y artífice de su defenestración. La primera, por supuesto, su conmovedora secuencia final, revestida de infinita melancolía y sentido de la pérdida, en la que Wilde abandona en tren su vida londinense tras cumplir su condena, siendo despedido por su esposa y por Robbie, y apareciendo inesperadamente el arrogante Douglas, sonriente en su atractiva inconsciencia, sin percibir el drama provocado por su propia existencia. Con ser extraordinario, la película de Ken Hughes ha descrito antes un episodio de superior calado. Me refiero a la secuencia desarrollada en la vista contra el escritor, en la que tras el acoso al que el fiscal somete a Wilde, en el que incluso pilla a este en un renuncio, el artista pronuncia un sentido discurso en torno a la naturaleza del artista y su capacidad para detectar la belleza en la juventud, y ampararla con sensibilidad. Una proclama expuesta con tal poder de convicción –admirable Finch-, que provocará incluso el decidido aplauso de los asistentes a la vista, logrando revertir –siquiera fuera provisionalmente-, las negras perspectivas sobre la misma.

Dos precisiones finales. La primera, señalar que de manera paralela se filmó en Inglaterra OSCAR WILDE (1960), dirigida por el veterano actor y director Gregory Ratoff, y protagonizada por Robert Morley. La segunda, consignar que la copia visionada, pese a salvaguardar la riqueza cromática de sus imágenes, y mantener cierta proporción en su formato, no respetaba totalmente el panorámico original. Una lástima, ya que además de encontrarnos unte un título magnifico, la precisión de sus encuadres deviene admirable.

Calificación: 3’5

1 comentario

Luis -

Un título efectivamente extraordinario. Gracias de nuevo Juan Carlos por ponernos en el radar semejantes películas casi ignotas.