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CINEMA DE PERRA GORDA

Ken Hughes

THE SMALL WORLD OF SAMMY LEE (1963, Ken Hughes)

THE SMALL WORLD OF SAMMY LEE (1963, Ken Hughes)

De entre el conjunto del talentoso artesanado inglés, sobre cuyas espaldas se sostuvo parte del buen cine de las islas durante los años 50 y 60, personalmente considero que Ken Hughes (1922-2001) es uno de menos conocidos referentes, por más que en su momento fuera uno de los cinco directores que filmó la alocada CASINO ROYALE (Casino Royale, 1967. Varios), y en 1970 adquiriera cierta pátina de prestigio, con la reconstrucción histórica CROMWELL (Cromwell). Son pocos los largometrajes suyos que he contemplado, de entre cerca de 25 que consta su filmografía. Entre ellos, no dudo en destacar el magnífico THE TRIALS OF OSCAR WILDE (Los juicios de Oscar Wilde, 1960), y a esta pequeña nómina hay que incorporar THE SMALL WORLD OF SAMMY LEE (1963) -jamás estrenada en nuestro país-, en la que Hughes actuaba también como guionista, y que supuso la traslación a la gran pantalla de un espacio televisivo emitido con anterioridad en la BBC. Asumiendo la herencia de una corriente policiaca y noir, que en aquellos años ya abandonaba las pantallas inglesas combinada con los ecos de ese Free Cinema, en aquel entonces enseñoreado de aquella cinematografía, surge una extraña y olvidada película que en el momento de su estreno pasó absolutamente desapercibida, destacada asimismo por la poderosa impronta visual de sus personajes, unida a la precisión y dureza en la descripción de sus personajes. A partir de este cúmulo de circunstancias, el film de Hughes aparece como una original y, por momentos, dolorosa comedia negra. En ella describirá argumentalmente la andadura establecida en unas pocas horas, en las que un animador de un club de striptease de un tugurio del Soho londinense -Sammy Lee (un espléndido Anthony Newley, con un curioso parecido con el norteamericano Steve Carell)-, se enfrenta a la desesperada para alcanzar en pocas horas un total de 300 libras, al objeto de enjugar una deuda de juego que mantiene con un gangster -que siempre se mantendrá en el off narrativo-, so pena que ser castigado con una brutal paliza.

La película se iniciará de manera admirable, con un recorrido de la cámara de Hughes por el exterior de ese Soho que inicia el día, en medio de una serie de establecimientos y tugurios casi enracimados, e hipnotizándonos ya desde los primeros compases de esa extraña sinfonía existencial que describe esa mirada, en la que tendrá mucho que ver la impronta ofrecida por la poderosa iluminación en blanco y negro de Wolfgang Suschitzky. El espectador siente la humedad del amanecer londinense e incluso la mugre -física e incluso moral-, del entorno que es plasmado con tanta contundencia. Todo ello nos adentrará en la búsqueda que realiza la joven y provinciana Patsy (Julia Foster), que ha huido de su entorno rural para reencontrarse con Lee del que estuvo enamorado en un pasado muy lejano. La muchacha será contratada en el garito en donde trabaja Sammy, dirigido por el poco recomendable Gerry (Robert Stephens), y teniendo que debutar participando en los números del mismo. Mientras tanto, Sammy se verá obligado a una angustiosa deriva poniendo en práctica constantes estrategias y pequeñas estafas y negocios, para poder sumar contra reloj la enorme cantidad que necesita. Alternará dichas argucias con los diferentes instantes en que tiene que aguzar su ingenio para presentar los paupérrimos números del club. Un recinto caracterizado por su aforo de caballeros, cuanto menos poco recomendables, y ayudado por la sincera fidelidad de su viejo ayudante de vestuario Harry (Wilfrid Brambell). Prácticamente en el momento en el que el plazo se acaba -las 7 de la tarde-, este logrará in extremix el dinero necesario, al tiempo que llegar a ver en Patsy una nueva manera de entender la existencia. Sin embargo, ese aliento autodestructivo que domina su personalidad se pondrá de manifiesto en él, aunque la llegada de una situación inesperadamente apurada, de nuevo planteará en Sammy la posibilidad de variar su rumbo existencial. Quizá ya sea demasiado tarde para ello.

THE SMALL WORLD OF SAMMY LEE es una película dominada por la aspereza. Por un cierto hastío existencial que acierta al trazar el retrato de este ingenioso amoral. Un ser que sobrelleva su existencia disoluta y libre al mismo tiempo, incapaz de someterse a una existencia convencional y aburrida, aunque actuando como un saltimbanqui emocional, y negándose a establecer lazos afectivos con persona alguna -en realidad, solo tendrá la adhesión incondicional del viejo Harry, al que maneja como quiere-. A partir de esa premisa, el film de Hughes se describe como un relato límite, al tiempo que plasmar la angustia sentida por un ser en el fondo cobarde, a la hora de afrontar una situación que se escapa a esa vida habitual, hedonista y, en el fondo, enfermiza. Con todos estos mimbres, nos encontramos con una propuesta destacada en la casi asfixiante densidad de su progresión argumental. Pero al mismo tiempo resalta en la mirada global que establece a través de los diferentes meandros que orilla, en torno a la sociedad de su tiempo. Es cierto que, de manera especial, este recorrido se detendrá en una galería de roles dominados por lo marginal. Pero al mismo tiempo, no dejará de buscar el contrapunto en torno a la convención burguesa -ese episodio, dominado por la sordidez, en el que Sammy visitará a su hermano al comercio que este posee, para pedirle ayuda económica, y la llegada de la esposa de este, convertirá el triple encuentro en un pasaje casi irrespirable, quizá el más afilado de la película-.

En el devenir del relato nos encontramos con un inventivo juego de cámara que apostará en ocasiones por reencuadres alambicados y retorcidos, muy a tono con esa atmósfera angustiosa que preside todo su conjunto. Un conjunto este en el que se interpretarán las imágenes de relojes que van avanzando la hora de cumplimiento del plazo, las diferentes presentaciones del protagonista en ese paupérrimo club, los instantes en que un cierto sentido de la dignidad se adueña de su comportamiento -rechaza la ayuda económica de mujeres, al ver a Patsy realizar un striptease estallará en furia, se negará a vender la silla, única propiedad que alberga, en la que se sentó durante cinco años y murió su madre-. Sin embargo, las propias contradicciones de una personalidad -incapaz de emerger de esa deriva autodestructiva- es la que se plasmará en esta espléndida película. Una propuesta asfixiante en no pocos de sus instantes, que llega a transmitir al espectador cierta sensación de angustia. Una pátina nihilista se desprenderá del conjunto de su metraje, al albergar pasajes tan atractivos como esa compra de vasos descrita en la pantalla desde el exterior del escaparate o, de manera muy especial, el admirable episodio desarrollado en el interior del apartamento de Sammy, donde se encuentra superado al ver que le queda muy poco tiempo, y le falta completar el dinero para evitar la paliza. La cámara de Hughes encuadrará el episodio incluyendo en el encuadre esa silla que el protagonista se ha negado a vender hasta entontes. En esos momentos describirá unos instantes dominados por una extraña musicalidad, que concluirán con un hermoso fundido encadenado -la silla ya ha desaparecido-, mientras la cara realiza una panorámica mostrando a un Lee relajado y acostado junto a Patsy, en un momento revestido de inesperada serenidad.

THE SMALL WORLD OF SAMMY LEE tiene la virtud, además, de plasmar ese mundo oscuro y bizarro del espectáculo popular, por lo general inclinado a bajos fondos. La inclusión en algunos momentos de los sórdidos números eróticos, los rostros excitados de sus espectadores, la vejez de sus instalaciones y camerinos. Todo ello ligará esta película a la previa e igualmente magnífica THE ENTERTAINER (El animador, 1960. Tony Richardson), mientras que el film de Hughes no deja de recordarme en su personaje protagonista al que una década después encarnaría el gran Albert Finney en la estupenda GUMSHOE (Detective sin licencia, 1971). Sin embargo, por encima de estas referencias, tengo muy claro que el norteamericano Arthur Penn tuvo que contemplar esta película, tomándola como cierta referencia al rodar, pocos años después, la espléndida y generalmente vilipendiada MICKEY ONE (Acosado, 1965).

Calificación: 3’5

THE TRIALS OF OSCAR WILDE (1960, Ken Hughes) Los juicios de Oscar Wilde

THE TRIALS OF OSCAR WILDE (1960, Ken Hughes) Los juicios de Oscar Wilde

¿Por qué películas de la categoría de THE TRIALS OF OSCAR WILDE (Los juicios de Oscar Wilde, 1960. Ken Hughes), apenas son evocadas o mencionadas en nuestros días? La cuestión creo que resulta bastante sencilla. Nos encontramos con grandes producciones, que atesoran en su seno las mejores virtudes de un tipo de cine inglés que, es cierto, en el momento de su estreno gozaron de numerosos reconocimientos –quizá el ejemplo paradigmático al respecto sería el admirable SONS AND LOVERS (1961, Jack Cardiff)-. Sin embargo, su presencia coincidió con el florecimiento del Free Cinema, o la creciente importancia que tendría el aporte de cineastas como Joseph Losey. Es por ello que muy pronto fueron fagocitados por nuevas generaciones de críticos, incapaces de ir más allá del hecho de encontrarnos con títulos firmados por profesionales quizá sin estilo propio, pero no por ello carentes de inspiración en trabajos como el que nos ocupa, que brillan tantos años después de su estreno, como muestra de un tipo de cine que fue cuestionado en su momento –aquel trasnochado “academicismo británico”-, cuando aplicamos esa particular “teoría de las películas”, por encima de la en ocasiones cuestionable “teoría de los autores” cahierista.

Y es que THE TRIALS OF OSCAR WILDE es un film apasionado. Bello alegato en torno a la grandeza de la creación artística y de la libertad de comportamiento, realizado a inicios de la década de los sesenta, cuando temas como la homosexualidad apenas podían ser plasmados en la pantalla –recordemos la valentía del coetáneo VICTIM (Víctima, 1960) de Basil Dearden-. Sin embargo, con ser importante esta vertiente, los derroteros del relato se adscriben, por un lado, en la capacidad de descripción de esa Inglaterra del periodo victoriano, que asiste embelesada a la obra teatral y literaria de Oscar Wilde, pero en el fondo no deja de sentirse molesta por la capacidad transgresora que en todo momento hace extensiva el artista. Wilde (admirable composición de Peter Finch) es en el fondo un catalizador. Un lujoso bufón que la sociedad inglesa respeta a regañadientes, asumiendo una vida que a ojos de aquellos que le rodean, aparece licenciosa y disoluta, sobre todo debido a su cercana relación con el arrogante y narcisista Lord Alfred Douglas (el estupendo galán y actor que siempre fue John Fraser, recientemente fallecido). Un modo de vida que escandaliza a la vida londinense, pero que sin embargo es aceptado de manera callada por la esposa de Wilde, la abnegada Contance (una superlativa Yvonne Mitchell, ratificándome una vez más, que acaso fuera una de las mejores actrices de la historia). Todo ello en el ámbito de una extraordinaria reconstrucción de época, dominada por un cromatismo casi ‘hammeriano’, en cuya potenciación se dirigirán aquellos instantes dominados por su crescendo dramático. Y es que, en el fondo, el film de un Ken Hughes, que sabe articular con mano maestra los resortes de una producción en la que se encontraba uno de los futuros promotores de la serie Bond –Albert L. Broccoli-, se articula como un enorme melodrama, destinado a ofrecer una mirada crítica en torno a una de las lacras de la sociedad inglesa; su puritanismo. Lo hará tomando como referente el drama y la injusta claudicación que vivió la figura, de quien con el paso del tiempo se ha convertido en uno de los referentes culturales del país en el siglo XIX, y que ya entonces pagó, quizá, por gozar de un éxito, utilizando su talento para fustigar aquella visión pacata y castrante de una sociedad que se estimaba perfecta y elevada. Así pues, THE TRIALS OF OSCAR WILDE funciona a varios niveles. Lo ofrece desde la misma narración y vivencia de las andanzas de Wilde –para lo que la película retomó referencias documentales, que van desde obras escritas al efecto, hasta la recurrencia a sus descendientes-. Nunca sabremos si realmente esta implicación aportó el debido atractivo. En cualquier caso, lo que importa a la hora de enumerar sus cualidades, es atender a la permanente idoneidad dramática de un relato que en sus poco más de dos horas de metraje, no acusa bache alguno de ritmo. Que sabe alternar las secuencias corales y las intimistas con similar grado de acierto, componiendo las mismas con un particular esmero, a la hora de ubicar personajes en el encuadre, y utilizando para ello la complicidad de un extraordinario reparto, que en todo momento sabe potenciar con sus miradas y actitudes, las intenciones, las actitudes del realizador –un ejemplo al respecto, en la secuencia inicial de salida del estreno de The Fan of Lady Windermere, contemplar como la presencia de Douglas entre Wilde y Constance, nos anticipa, junto a las actitudes y miradas de John Fraser e Yvonne Mitchell, el conflicto existente entre ambos-.

El film de Hughes –probablemente la obra más recordada de su filmografía, aunque quepa sumar entre sus logros, la posterior THE SMALL WORLD OF SAMMY LEE (1963)-, deviene un apólogo moral en torno a las grandezas y miserias de la condición humana. Como una sociedad puede crear un referente para, casi de la noche a la mañana, destruirlo y eliminarlo por molesto. Como un enfrentamiento de juventud puede aparecer reverdecido para la venganza –la actitud revanchista del letrado que encarna con su habitual genio James Mason-. Como incluso en el ser humano hay infinitos modelos de entender la existencia y la convivencia con hombres y mujeres, e incluso encontrando en ellas un elemento destructivo –la relación entre Wilde y Douglas-. Nos encontramos con una superproducción que sabe alternar el gusto por una recreación de época impecable, y la fuerza de un entramado dramático que se revela casi de hierro. Y en medio de un trazado de creciente densidad, el film de Hughes se caracterizará por su división en dos partes; la primera narrando su ascenso, y la segunda su caída, y lo cierto es que su tramo final deviene ejemplar. Lo ofrece la complejidad establecida por el letrado Edward Clarke (magnifico Nigel Patrick), escandalizado por el comportamiento de Wilde, pero comprensivo ante el linchamiento al que es destinado su cliente, hasta el punto de brindarse a ofrecer gratuitamente sus servicios, cuando la fiscalía inicia su acoso sobre el escritor. Y en esa catarsis del relato, es donde a mi modo de ver, THE TRIALS OF OSCAR WILDE alcanza la excelencia. Desde la reacción de ese librero, retirando de los estantes las obras de Wilde, aunque decidiendo esperar si se queman, en la posibilidad de que sea absuelto. Lo hará en el instante en que el escritor sea detenido por agentes judiciales. En la abnegada entrega que en todo momento le brindará Robbie (Emrys Jones). En las lágrimas apenas ocultas de su veterano criado, cuando es detenido. En el desgarro de la visita de Constance, cuando ha cumplido un año de su condena, comentándole que ha decidido que jamás vuelva a ver a sus hijos. En la previa y casi bizarra secuencia, dominada por un fuerte cromatismo, en la que Wilde visita la mansión de su madre, recibiendo de esta un trato desafiante –y adivinándose en ello un trato familiar tormentoso en el pasado-.

Sin embargo, dos son los pasajes decididamente memorables, inolvidables en una película en la que solo opondría cierto exceso en la caracterización de Lionel Jeffries, como Queensberry, el padre de Douglas, eternamente enfrentado a Wilde, y artífice de su defenestración. La primera, por supuesto, su conmovedora secuencia final, revestida de infinita melancolía y sentido de la pérdida, en la que Wilde abandona en tren su vida londinense tras cumplir su condena, siendo despedido por su esposa y por Robbie, y apareciendo inesperadamente el arrogante Douglas, sonriente en su atractiva inconsciencia, sin percibir el drama provocado por su propia existencia. Con ser extraordinario, la película de Ken Hughes ha descrito antes un episodio de superior calado. Me refiero a la secuencia desarrollada en la vista contra el escritor, en la que tras el acoso al que el fiscal somete a Wilde, en el que incluso pilla a este en un renuncio, el artista pronuncia un sentido discurso en torno a la naturaleza del artista y su capacidad para detectar la belleza en la juventud, y ampararla con sensibilidad. Una proclama expuesta con tal poder de convicción –admirable Finch-, que provocará incluso el decidido aplauso de los asistentes a la vista, logrando revertir –siquiera fuera provisionalmente-, las negras perspectivas sobre la misma.

Dos precisiones finales. La primera, señalar que de manera paralela se filmó en Inglaterra OSCAR WILDE (1960), dirigida por el veterano actor y director Gregory Ratoff, y protagonizada por Robert Morley. La segunda, consignar que la copia visionada, pese a salvaguardar la riqueza cromática de sus imágenes, y mantener cierta proporción en su formato, no respetaba totalmente el panorámico original. Una lástima, ya que además de encontrarnos unte un título magnifico, la precisión de sus encuadres deviene admirable.

Calificación: 3’5

OF HUMAN BONDAGE (1964, Ken Hughes y Henry Hathaway -escenas adicionales-) Servidumbre humana

OF HUMAN BONDAGE (1964, Ken Hughes y Henry Hathaway -escenas adicionales-) Servidumbre humana

En el momento de la realización de OF HUMAN BONGAGE (Servidumbre humana, 1964. Ken Hughes y Henry Hatahway), esta tercera adaptación de la novela de W. Somerset Maughan se inserta dentro de un terreno abonado ya para una fagocitación del Free Cinema inglés. En 1964, cuando Ken Hughes asume la puesta en marcha –junto con la participación del veterano y magnífico Henry Hathaway en instancias al parecer bastante puntuales, y que realmente son difíciles de apreciar contemplado el conjunto-, contaban con la producción de James Wolf –artífice de un éxito precursor del Free como ROOM AT THE TOP (Un lugar en la cumbre, 1959. Jack Clayton), del que importó el protagonismo de Lawrence Harvey-, intentando asumir la fórmula de un melodrama de época en el que se internara un determinado conflicto de clases, utilizando para ello la conocida novela que ya había sido llevada anteriormente al cine –con bastante mejor fortuna- en 1934 por John Crownwell, y posteriormente en 1946 por Edmund Goulding –en una versión que no he tenido oportunidad de contemplar, aunque intuyo que no carecerá de atractivo-.

En su oposición, nos encontramos ante una nueva traslación fílmica, en la que de antemano podemos destacar el esmero de una ambientación de época, potenciada por la fuerza que le imprime el magnífico blanco y negro aplicado por el excelente operador Oswald Morris. Ya desde sus primeros instantes, con la secuencia pregenérico, se nos muestra a Philip Carey siendo aún niño, donde es sometido a vejación por parte de sus compañeros. De inmediato nos introduciremos en los títulos de crédito ideados por Maurice Binder, a través de la sucesión de esculturas de Rodín, contrastando por un lado con la deformidad de Carey, y por otro en la sensación de fracaso que le brindará su intento de vocación artística, que será dejado de lado en la secuencia que se insertará de inmediato, en el que ya bajo el rostro de Lawrence Harvey se verá cuestionado en su incapacidad para ejercer como artista en Paris. Por ello, retornará hasta Inglaterra, donde iniciará sus estudios de medicina, en la intención de desarrollar una vocación que proporcione sentido a su existencia –en un momento dado señalará que disponer de una pequeña herencia de su difunto tío, le ha permitido salir adelante-. A partir de ese momento, el film de Hughes se desarrolla en torno a una rutinaria sucesión de secuencias, separada por una serie de encadenados caracterizados en su mayor parte por lo abrupto de su montaje –en no pocos momentos se tiene la impresión de asistir a un relato incompleto, dada esa carencia de relajación en el montaje efectuado, dando demasiado margen a la presencia de la elipsis al insertarse esta con poca sutileza. Carencia de sutileza que se percibe igualmente en el desarrollo de la degradación que se produce en la inestable y al mismo tiempo enfermiza relación establecida entre el aspirante a doctor, y la voluptuosa y provocadora Mildred Rogers (Kim Novak), camarera en una tasca, con la que desde el primer momento se sentirá atraído Carey.

En el mundo del cine, no hace falta que el argumento expresado en la pantalla sea lo suficientemente poco conocido como provocar la atracción del espectador. Es más, en numerosas ocasiones bases dramáticas suficientemente populares han logrado plasmar versiones posteriores que han llegado a superar sus precedentes fílmicos. Lamentablemente, no es este el caso. Partiendo de la escasa entidad de la descripción de los estudios médicos que formula el protagonista –en los que la presencia de Robert Morley como profesor, acentuando un lado de comedia que no ayuda a dar de la necesaria credibilidad a una narración esencialmente dramática-, nos encontramos con elementos que inciden en la incapacidad del conjunto para adquirir vida propia. Entre ellos, uno de los más visibles es la reiteración en la planificación demostrada, y en la que la mayor parte de sus secuencias parten de la inclusión en un primer término del encuadre de uno de sus principales personajes, mientras que su interlocutor se sitúa al fondo del mismo. A esa carencia de una puesta en escena más sutil, que llegará a resultar molesta en algunos momentos, se impondrá por otro lado lo chirriante de la banda sonora propuesta por Ron Goodwin –extendida realmente en un par de temas que se reiterarán de forma machacona a lo largo del metraje-, el hieratismo aplicado por Lawrence Harvey a su rol –en realidad no hace más que extender su repertorio de tics habituales-, y la inadecuación de Kim Novak para un cometido dramático al que casi en ningún momento dota de la necesaria densidad, conforman un conjunto en el que todo denota una sensación de déjà vu. No hay en la película esa intensidad que pide a gritos su entramado dramático. Realmente parece que el personaje del estudiante arrastrado casi a la humillación personal, por el atractivo de una mujer de vida fácil, carece de la necesaria fuerza. Tal parece el tupé de ese Lawrence Harvey, que en casi ningún momento del film parece alterarse de su ubicación.

Entre ese montaje casi impertinente que se dedica al impedir que la progresión dramática del film adquiera su necesaria temperatura, la frialdad de su pareja protagonista le impida atisbar su proverbial credibilidad, y la propia narrativa del conjunto se asiente sobre una falsa actualización de una planificación, que en manos de un Joseph Losey en aquellos años estaba funcionando con verdadero éxito, lo cierto es que OF HUMAN BONDAGE es un film inofensivo pero carente de vida. Una autentica simplificación de un referente dramático y psicológico, que sin duda en aquellos años en que el cine británico se estaba caracterizando por su hondura, hubieran merecido mejor suerte que la proporcionada por un Ken Hughes –nunca destacado artesano de aquel país-, en su conjunto. Haciendo una valoración de la grisura del relato, hay sin duda instantes que dan la medida de lo que habría podido ofrecer el mismo caso de haberse encontrado con unas manos más inspiradas. Es algo que se puede apreciar en las secuencias en las que aparecen roles secundarios como el de la acomodada, culta y sensible Nora Nesbitt (Siobhan McKenna), una mujer que se enamora de Carey, intuyendo con sabiduría el momento en que su relación se ha ido al garete, dada la inquebrantable fascinación de este por Mildred, o la presencia en escena del veterano e inteligente Thorpe Athelny (el magnífico Roger Livesey, toda una institución en Gran Bretaña), quien introducirá a su sobrina Nanette en entorno del joven doctor. La presencia de esos roles complementarios, pero a fin de cuentas más atractivos que los propios protagonistas, o la inserción de instantes caracterizados por su dureza –la visita de Philiph a la sórdida habitación donde su enamorada se encuentra ejerciendo la prostitución, en la que casi se puede “oler” esa podredumbre, el instante final que describe el funeral de esta junto a la vía del tren y en plena campiña, durante una húmeda mañana, aunque aparezca casi como una secuencia insertada a contrapelo- son, a fin de cuentas, los aspectos más atractivos de esta película sin vida, dominada por una serie de convenciones visuales muy de su época, salvada siquiera sea mínimamente por ese esmero en la ambientación y reconstrucción de época, aunque ello no evite la mediocridad de una adaptación absolutamente olvidable.

Calificación: 1’5