Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Gonzalo Suárez

REMANDO AL VIENTO (1988, Gonzalo Suárez) Remando al viento

REMANDO AL VIENTO (1988, Gonzalo Suárez) Remando al viento

Al margen de como se le pueda analizar por admiradores y detractores, hay algo en lo que podemos estar de acuerdo a la hora de comentar REMANDO AL VIENTO (1988, Gonzalo Suárez); ha ganado la batalla del tiempo. Creo que una mirada retrospectiva nos la puede situar como uno de los títulos más reseñables rodados por el cine español durante la década de los ochenta, incluso para los que, como un servidor, ni hemos seguido de cerca la andadura cinematográfica de Suárez, ni somos especiales valedores de nuestra cinematografía.

Insólita experiencia en la que se combina la apuesta por el peso de la creación literaria -algo inherente a la polifacética obra de Suárez-, con esta película se articulaba una producción ‘de prestigio’, combinado con una mirada preciosista y ligada al melodrama de época, en la que se incorpora la creación física de la criatura de Frankenstein, fruto de la mente de la escritora Mary Shelley con lejanos ecos fantastiques, En realidad, nos encontramos ante una historia -argumentada por su propio realizador-, que tuvo aquellos años otras dos traslaciones cinematográficas, de manos de Ken Russell -GOTHIC (Gothic, 1987)- e Ivan Passer -HAUNTED SUMMER (1988)-, que se interna en las conocidas relaciones entre el joven lord Byron (Hugh Grant), la Shelley (Lizzy McInnerny), Percy B. Shelley (Valentine Pelka), Claire Clairmont (Elizabeth Hurley) y John William Polidori (José Luís Gómez). Todo ello, en un marco temporal extendido entre 1816 y 1822, que tendrá una especial significación inicial en el verano vivido por sus diversos personajes en Villa Diodati (Suecia), pero que se extenderá en la estancia de Byron en Venecia, el encuentro de los Shelley con el matrimonio Williams, o las dolorosas secuencias finales en la costa noruega.

REMANDO AL VIENTO apela desde sus primeros instantes en torno a una puesta en escena en donde claramente apuesta por el plano largo, a las conspiraciones pictóricas y al importante aporte de una cuidada y excelente selección musical en torno a piezas de música clásica. Todo ello irá ondeando a una tendencia que en aquellos años albergaba notable éxito en el cine mundial, y representada sobre todo en la desigual -aunque entonces muy galardonada- aportación de James Ivory. Por fortuna, el título que nos ocupa acierta a incorporar personalidad vida propia a sus imágenes, etéreas, desapasionadas -una de las características que más han reprochado sus detractores-, pero que a mi modo de ver orillan con acierto entre el retrato en ocasiones doloroso de relaciones humanas -sobre todo la descripción de la personalidad y el comportamiento de Byron hacia todos los que le rodean-. Todo ello, en el seno de un relato que en sus mejores momentos parece adentrarse en una atmósfera de duermevela -su director y guionista siempre señaló que se articulaba como si fuera un sueño, y a riesgo de ser interpretada como tal-, y en el que el contraste de sus inquietudes visuales y sus evocaciones creativas y artísticas, conforman un conjunto atractivo y sugerente que más de tres décadas después de filmarse, conserva bajo mi punto de vista un resultado realmente brillante.

Para ello, que duda cabe, que Suárez y su productor, Andrés Vicente Gómez, lograron aunar un muy valioso equipo técnico y artístico que, con destacar en sí mismo, se logró imbricar por completo a la hora de dar vida a un relato que, es cierto, ahoga la pasión que su base argumental ha propiciado en otras versiones. Sin embargo, no por ello esa serenidad y contención narrativa, más acentuada en una mirada evocativa y en ocasiones melancólica y trágica, le impide por el contrario alcanzar esa personalidad propia que albergan sus imágenes, en las que uno no deja de detectar incluso ecos fellinianos -la extraña y decorativa presencia de una jirafa, en el interior de la mansión veneciana en la que reside Byron-. A partir de esas premisas, REMANDO AL VIENDO consigue una extraña serenidad en su extraña configuración narrativa. Lo hará combinando esa rareza expresada en la creación de la Shelley, esa criatura de Frankenstein que cobrará vida propia en el relato como elemento de creación, pero, al mismo tiempo, metáfora de destrucción y de muerte. Así pues, tras el juego de humillaciones y descreimiento -destacaremos su obsesión fetichista por las botas- que ofrecerá el joven, altanero, brillante, hermoso y tullido Byron (una sorprendente performance de un jovencísimo Hugh Grant, antes de alcanzar la fama), poco a poco esta premisa se irá dejando de lado a partir de la presencia de esa siniestra criatura, que se cobrará su primera víctima en el eterno humillado de Byron, el fiel y sufrido Polidori (un magnífico José Luís Gómez). Ello acontecerá en una de las secuencias más logradas de la película -si no la que más- en la que un profundamente hundido Polidori se irá transmutando en un silencioso terror tras la visión de la criatura, que le llevará de manera casi inevitable a su muerte, bajo las apariencias de un suicidio.

Con celeridad, aunque aconteciendo mediante la elipsis el paso de unos años, la acción se trasladará a Venencia, donde Byron seguirá exteriorizando su vida hedonista y disipada, rodeado de constantes e insustanciales aventuras amorosas, y en donde conocerá a su hija ilegítima, fruto de su relación con Claire. Será ese encuentro con la pequeña, de manera inesperada la asunción de la mortalidad para este licencioso librepensador, que planteará la educación de su hija en el catolicismo, para con ello evitar el círculo que ha rodeado su existencia, aunque evitando que su padre pueda estar cerca de ella.

El paso del tiempo y los caprichos del destino llevarán a los Shelley al encuentro con el elegante y cómplice matrimonio Williams, pero, poco a poco, y pese al éxito logrado por la novelista con ‘Frankenstein o el moderno Prometeo’, su creación escapará de las páginas y de la propia mente de su creadora, para erigirse como un permanente designio de muerte. Y en esta sinfonía de la decadencia, de aquello que se escapa a lo cotidiano, de una melancolía casi enfermiza, uno no puede dejar de destacar el instante -de herencias tan cinematográficas- en el que el hijo de los Shelley se encuentra frente a un lago a la criatura, como irrenunciable anuncio de su inminente fallecimiento. O ese funeral en el que a Byron se le escapan unas lágrimas, dejando entrever algo de esa humanidad que ha ido escondiendo a toda costa en su existencia. REMANDO AL VIENTO concluye, pues, con una perturbadora mezcla de melancolía, panteísmo visual y, también sórdida amenaza. Mary Shelley evocará en off la muerte de su marido y adelantará el final de Byron, mientras la criatura a la que su genialidad trasladó al corpus literario, permanecerá como extraño corpúsculo de amenaza y muerte.

Calificación: 3’5