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CINEMA DE PERRA GORDA

Leslie Stevens

PRIVATE PROPERTY (1960, Lesley Stevens)

PRIVATE PROPERTY (1960, Lesley Stevens)

Está bastante consensuado que en medio de los tiempos cambiantes que vivía Hollywood llegada la década de los sesenta, la figura de Leslie Stevens –al parecer, especialmente estimado por Orsoin Welles-, plantea uno de los referentes más insólitos e inclasificables. Artífice tan solo de cuatro largometrajes –el último de ellos, un presumible policial rutinario en plena década de los ochenta-, entre ellos quizá destaque por lo insólito de su premisa, el muy atractivo film satanista INCUBUS (1966), caracterizado por ser el único rodado utilizando el esperanto. Esa apuesta por desmarcarse de los cauces del convencionalismo, aparece en su vigorosa y oscura PRIVATE PROPERTY (1960), una película que casi seis décadas después de filmarse, conserva inalterable su vigencia, que el propio Stevens rodó en su propia vivienda, y que se mantuvo oculta durante décadas, hasta que a partir de encontrarse un doble negativo, se ha podido restaurar y volver a exhibir, primero en festivales norteamericanos, y más adelante, en una magnífica edición digital, lógicamente ausente en nuestro país. Ello ha permitido reivindicar una muestra de especial relevancia, dentro del conjunto de dramas intensos que poblaron el cine norteamericano de aquel tiempo, realizados al margen del cine de estudios, y quizá por ello proclives a mostrar una visión más dura y lacerante del lado oscuro del sueño americano. No nos olvidemos que aquel fue el contexto en el que debutó John Cassavetes con su estupenda SHADOWS (1959), o aparecían al margen singularidades tan valiosas como SOMETHING WILD (1961, Jack Garfein). Fueron estas y otras, muestras de una nueva mirada, renovadora en sus aspectos formales –siguiendo senderos paralelos a las nuevas olas que se estaban desplegando en los cines europeos-, y al mismo tiempo brindando un soplo de aire fresco, a partir de esos caminos paralelos asumidos teniendo enfrente la producción de un Hollywood, que sin embargo también apostaba por propuestas tan radicales y renovadoras, tanto a nivel temático como narrativo, como PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock) o ADVISE AND CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962. Otto Preminger).

Solo por ese interés historiográfico, revestiría interés la remoranza de esta singularidad. Pero es que por encima de todo, nos encontramos con una magnífica película. Una obra de rara autenticidad, que combina casi a la perfección, los estilemas de un suspense piscológico, que en ocasiones y bajo otros parámetros, aparece casi una versión USA, más carnal y sucia, de las propuestas que Joseph Losey consolidaría en Inglaterra poco tiempo después. PRIVATE PROPERTY se inicia, al contemplar emerger de una playa de Los Angeles, a una pareja de jóvenes outsiders.. Pronto advertiremos que el líder de la pareja es el atractivo e inquietante Duke (un descomunal Corey Allen, que cinco años antes se enfrentara a James Dean en la mítica REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955. Nicholas Ray)). Junto a él se encuentra el más inseguro Boots (estupendo Warren Oates, en uno de sus primeros roles en la gran pantalla). Entre ambos se advierte una clara relación insana, haciéndose evidente la sumisión y casi adoración que el segundo siente hacia Duke -¿esa utilización de botas de motorista, se debe a un homenaje implícito de devoción hacia este?-, a lo que pronto se adivinará una nada oculta nuance homosexual del segundo, que el cabeza del dúo utiliza como producto para elevar su consustancial narcisismo psicológico. Tras obligar a un representante comercial a que les lleve hasta una lujosa urbanización, ocuparán una vivienda que se encuentra vacía, pudiendo contemplar en ella los movimientos de una muy atractiva rubia que han contemplado en la gasolinera en la secuencia inicial. Ella es Ann Carlyle (sensual Kate Manx, esposa de Stevens, suicidada en 1964), esposa de Roger (Robert Wark), un acomodado hombre de negocios, que comprobamos tiene abandonada a su cónyuge en la supuesta comodidad de una vida llena de lujos y consumismo. Pese a ello, esta no dejará de percibir la frialdad de su esposo, y será algo que aprovechará el sagaz Duke para acercarse hacia esa mujer que desde su primera visión fugaz, ha llamado su atención. Para ello se formulará como jardinero, y poco a poco irá mostrando un perfil agradable, siendo consciente de la frialdad que preside la relación con su esposo, que ha tenido que abandonar el hogar por un rápido viaje de negocios. A partir de ese momento, irá fraguándose esa extraña tela de araña que formará un insólito triángulo, en el que inicialmente Duke conquiste a Anne pare ofrecérsela a su amigo virgen, pero que cuando entre los dos primeros se establezca una evidente atracción, aparezca un creciente recelo por parte de Boots, sin duda por sentirse marginado en la atención de ese hombre al que admira a todos los niveles. La evolución en la reacción de los tres personajes –Anne se debatirá entre rendirse ante Duke o salvaguardar la fidelidad a su marido-, no será más que la piedra de toque para la casi obligada catarsis del relato.

Desde sus primeros instantes, percibimos en PRIVATE PROPERTY la singularidad de una propuesta que tiene en la potencia de su plasmación visual, su principal rasgo de interés. Esa aparición casi entre la niebla de los dos protagonistas, que por momentos parecen haber sido referencia posterior en el cine de Polanski. Muy pronto comprobaremos como se inserta la amenaza, al propietario de la estación de servicio, mientras que casi de inmediato aparecerá fugazmente esa mujer que catalizará el interés de la película, insertándose en ese traslado por carretera un tema musical desenfadado, que servirá para percibir la capacidad de Stevens para modular la intencionalidad dramática de su conjunto. Para ello, contará, además de con la entrega de su trío protagonista, con la pertinencia del fondo sonoro de Pete Rugolo y, sobre todo, la vigorosa y agresiva impronta visual propuesta por un pletórico Ted McCord. Precisamente uniendo a dicho operador las búsquedas formales de Stevens, percibiremos un drama psicológico de creciente densidad, que aparece de entrada como una solapada metáfora en torno a ese vacío que la sociedad norteamericana brindaba, bajo el aparente paraguas del progreso. En este caso, esos dos jóvenes desarrapados, de los que apenas sabemos nada de su pasado, pero que servirán como catalizadores de ese estallido emocional en torno a una mujer insatisfecha, que por unas horas desahogará su querencia sexual, ante un hombre joven, atractivo e insolente, que desde su desgarro de clase e incluso su desamparo emocional, utilizará sus encantos para seducir a alguien, que quizá pretende más como objetivo psicológico, que como verdadera búsqueda emocional. Y es precisamente en esa interacción, en donde se encuentran buena parte de los enormes hallazgos de esta sombría y desasosegadora propuesta. Un drama que se desarrolla en el marco temporal de poco más de un día, y en el que asistiremos como espectadores privilegiados, a ese auténtico huis clos, en donde los tres seres implicados, darán casi de un plano a otro, muestras de fortaleza y debilidad, y mostrando con ello aspectos complementarios de su modulación psicológica. Todo ello, sin embargo, surgirá a partir del atractivo generado por la carismática y mesmerizante personalidad de Duke. Dominado por una gestualidad y movimientos claramente enmarcados en un estadio narcisista, en realidad como expresión de esa inseguridad de alcance infantil que se expresará en el episodio final ante Ann, lo cierto es que supondrá el elemento sobre el que girará esa gradación dramática, en la que se aunará la desazón existencial, la apetencia sexual, y la soterrada rebelión en medio de un contexto acomodado.

PRIVATE PROPERTY resalta en esa latente sensación de amenaza. En la presencia de una mirada crítica a un contexto de opulencia, que es constantemente puesto en tela de juicio, a través la vitriólica visión del matrimonio que forman Ann y Roger, saboteado de maneta sibilina con la llegada de la pareja de vagabundos. Pero tiene una especial significación en la mirada –esa visión que permite que Duke se sienta como una especie de demiurgo, controlando la actividad de Anne-, en la sexualidad que emana de los detalles fetichistas integrados en la acción –el cinturón de Duke, con el que Anne fantaseará, o la importancia que las botas del protagonista, tendrán como elemento de dominio sexual-. Junto a ello, Leslie Stevens se aplicará a fondo en la búsqueda de metáforas visuales –es reconocida la presencia en primer término de ese vaso, sobre el que contemplaremos los devaneos de Duke y Anne bailando-, que se prolongará en la presencia de rejas o elementos intermedios, que ejercerán como resortes emocionales a sortear o delimitar instantes concretos de su argumento.

Pero más allá del seguimiento de una dramaturgia articulada por el propio Stevens, PRIVATE PROPERTY es una propuesta tan sensorial como incómoda. Todo lo que de previsible tiene su desarrollo dramático, denso y llena de riqueza es en su expresión cinematográfica, logrando de manera equilibrada un conjunto desazonador, triste –las lágrimas que precederán al estallido último de Duke- e incluso aterrador –el climax que tendrá como epicentro la piscina del chalet, convertida en un dantesco estallido de violencia, en donde el realizador incorpora algunos de sus pasajes visuales tan impactantes, aunando en ellas una planificación crispada, ayudada por unos fuertes contrastes fotográficos-. No habrá afán moralizante. Leslie Stevens no sermonea en esta su primera película. Y es precisamente a partir de esa mirada libre y desencantada, donde se extrae ese mensaje casi existencial, de una sociedad perdida y dominada por sus terrores internos, ahogada bajo el fantasma de la aparente estabilidad. Es la base que utilizarían algunos de los mayores exponentes cinematográficos de su tiempo –es el caso de la ya citada PSYCHO-, y el que propone esta película, durante largo tiempo descatalogada de cualquier referencia, hasta llegar rejuvenecida a nuestros días, tan vigente como en el momento de su estreno, dominada por su inmediatez y arrojo.

Calificación: 3’5

INCUBUS (1966, Leslie Stevens)

INCUBUS (1966, Leslie Stevens)

Es probable que entre los más iniciados en el género, INCUBUS (1966, Leslie Stevens) quede poco más que como la primera película rodada en esperanto –esa pretendida lengua universal que nunca logró su objetivo-. Sin embargo, para cualquier buen catador del fantastique debe ser considerada como una de las perlas perdidas del género. Uno de esos títulos que, como sucede con la quizá un tanto sobrevalorada CARNIVAL OF SOULS (1962, Herk Harvey), como NIGHT TIDE (1961, Curtis Harrington) o como DEMENTIA 13 (1963, Francis Ford Coppola), aparecen dentro de la producción alternativa y casi underground, totalmente al margen de cualquier contexto de producción normalizada. De entre dicha relación, puede ser calificado como uno de sus más valiosos exponentes, hasta el punto de que no pocos comentaristas han vislumbrado en ella resonancias bergmanianas –un elemento que se detecta y se encuentra asimilado con bastante acierto- en una ficción que no alcanza los ochenta minutos de duración, y que toda ella se erige como un auténtico canto al poder perturbador y de sugestión de la imagen. Es indudable que la película no sería lo que es, sin contar con el excepcional trabajo de fotografía en blanco y negro brindado por un Conrad Hall dispuesto a todo tipo de experimentaciones con los contrastes de su fotografía en blanco y negro, a partir de la influencia que las vanguardias europeas proporcionaban en aquellos años dentro del campo de la iluminación. Con esta prestación en auténtico estado de gracia –y también introduciendo en la misma ciertos efectismos visuales importados del mismo recurso del viejo continente-, lo cierto es que INCUBUS aparece como una propuesta valiente, dominada por una sobrecogedora aura física, a la que lastra en una cierta medida su cierta condición de maniqueo apólogo moral, en el que las fronteras del bien y del mar aparecen definidas dentro de los cánones de la más estricta ortodoxia cristiana.

Nomen Tuum es una aldea situada en un lugar indeterminado, donde se encuentra un pozo cuyas aguas beben personas para sanar y también otras que adquieren con ello una mayor belleza, mezclándose entre ellas gentes nobles con otras corruptas e impías. Para atraer las almas de estos últimos, en su entorno se encuentran una serie de bellas mujeres de ascendencia demoníaca -denominadas súcubos-, destinadas a ofrecer dichas almas al príncipe de las tinieblas. Una de ellas es la hermosa Kia (intensa Allyson Ames), quien dada la fuerza de sus objetivos, no dudará incluso en desafiar las condiciones habituales de sus conquistas, luchando con todas sus fuerzas y ofrecer al demonio un alma pura. Su hermana mayor Amael (Eloise Hardt) le desaconsejará temerosa tal posibilidad, pensando sobre todo que con ello se enfrenta al arma más poderosa del bien; la fuerza del amor. Sin hacerle caso, Kia se acercará al joven y atractivo Marc (William Shatner), un hombre conocido por su nobleza, curtido en batallas innombradas, en las que ha destacado por su heroicidad, y que vive junto a su hermana. Como era de esperar, ambos congeniarán desde el primer momento, escenificándose entre ellos una auténtica danza del amor, que quedará bruscamente interrumpida cuando Marc lleve a Kia hacia el entorno de una iglesia. Será el punto de inflexión que provocará que este junto a su hermana despierten al íncubus (Milos Milos), destinado a ultrajar a la hermana del deseado joven, provocando con ello una situación desgarradora que haga abandonar a este su estricto sentido del mal, y con ello atraerlo como victima propiciatoria del mundo de las tinieblas.

En realidad, la base argumental de INCUBUS reviste una extraordinaria simplicidad y no pocos elementos moralistas. No es por ese sendero donde se deben buscar las virtudes de esta auténtica rareza del fantastique estadounidense. Por el contrario, es ahí donde se encuentran las relativas limitaciones de una propuesta modesta, pero que trabaja con una intensidad desusada la fuerza y la fascinación de la imagen. Descrita ya desde esos títulos de crédito severos, reproduciendo viejos grabados y alegorías satánicas, muy pronto el espectador se ve dominado por ese baño de cruda irrealidad que describen todas y cada una de las imágenes de esta propuesta de un Leslie Stevens del que nunca más se supo. No cabe duda que este tomó como referencia el cine nórdico, e incluso me atrevería a afirmar que la utilización del esperanto obedeció a una clara apuesta por dotar al conjunto de esa cercanía con dichas cinematografías –entendamos la sorpresa que podía proporcionar para el público potencial, escuchar una declamación extraña y que precisaba subtitulados-. Y es algo que con el paso del tiempo aparece como forzado, en la medida que el récit de sus intérpretes resulta poco creíble. Es lo único que cabe reprochar de sus por otro lado físicas y entregadas performances. A partir de dichas objeciones, lo cierto es que INCUBUS emerge como una por momentos fascinante mixtura de la hondura del cine de Bergman e incluso Tarkovskij, tamizado por referencias más cercanas y populares como la mejor escuela del terror italiana. En su conjunto, sus imágenes se van deslizando con una cadencia malsana y casi inexplicable. Por momentos, parece que nos encontremos con una versión trágica del SIMÓN DEL DESIERTO (1965) buñueliano, describiendo la lucha de una mujer con vocación demoniaca por llegar hasta lo más alto de su destino; someter a un ser puro. Con ese destino y la cámara de Hall desplegada en un auténtico frenesí, al que acompaña el realizador con el uso de elementos naturales –impresionante ese plano realizado desde el interior de una granja en penumbra, mostrando el discurrir de Marc y Kia por los campos mecidos por el viento, con la irrupción repentina de un eclipse de luna, que oscurece el encuentro entre los dos inesperados amantes-. Todo ello enriquecerá una película en la que la fisicidad de los rostros y sus escasos personajes, en muchos momentos parece fundirse en el siniestro ámbito telúrico que ofrece el contexto natural en el que se describe esta narración atemporal, esta actualización tenebrosa y moralista de las clásicas fábulas que se narraban a los más pequeños, en la que junto a momentos al mismo tiempo envejecidos e impactantes –las formas visuales con las que se expresa el rechazo de Kia cuando se introduce por vez primera en el templo cristiano-, aparecen otros en los que su fuerza casi aparecen como una actualización del célebre HAXÄM (La brujería a través de los tiempos, 1922) de Benjamin Christensen –la invocación al incubus, en la que cierta tosquedad no puede ocultar su tremenda expresividad y magisterio en el uso de los contrastes de iluminación.

Si unimos a ello el determinado grado de ambigüedad que ofrece la abrupta e impactante conclusión, el grado de fisicidad que quedan impresos en sus pasajes finales –esa violación de la hermana de Marc-, concluiremos que pese a sus ciertos desequilibrios, el tiempo corre muy a favor de INCUBUS, que aparece no solo como una interesante propuesta dentro de la temática satánica, sino sobre todo una de las películas generadas en el cine fantástico norteamericano más injustamente olvidadas. Por citar un ejemplo de un título de menor entidad que el que nos ocupa, uno de deja de sorprenderse que una propuesta tan irregular como NIGHT OF THE LIVING DEAD (La noche de los muertos vivientes, 1968. George A. Romero) siga apareciendo como un logro del género, mientras que una película abiertamente superior como la que nos ocupa, siga viviendo un oscuro limbo del que, de manera sorprendente, aún no ha logrado sobresalir.

Calificación: 3