EL JUEGO DEL AHORCADO (2008, Manuel Gómez Pereira) El juego del ahorcado
Desde hace bastante tiempo he tenido a Manuel Gómez Pereira en una relativa estima, considerándolo sin duda alguna como uno de los profesionales más competentes del cine español. Podríamos incluso calificarlo –dentro de una terminología más o menos utilizada hoy día, pero que siempre he considerado como muy entrañable-, como uno de los más solventes artesanos con que contamos. Y digo esto, en la medida de cuestionar la hipotética valía de la mayor parte de los considerados “autores” de nuestro cine. Frente a la discutible valía de las obras de muchos de dichos nombres, con Gómez Pereira me ha pasado como anteriormente con Fernando Colomo. Es decir, se trata de cineastas todo lo irregulares que se quiera, pero en cuya obra jamás hay atisbo alguno de pretenciosidad, huyendo por lo general de los clichés más frecuentados y valorados en nuestro cine –su pretendido alcance “comprometido” y revisionista-, decantándose en su lugar por el cultivo del cine de género, teniendo ambos especial inclinación hacia la comedia. Dentro de estas coordenadas, no me cuesta mucho reconocer que me divertido bastante con las propuestas del género rodadas hasta la fecha por nuestro cineasta, entre las que algunas de sus secuencias se encuentran para mi gusto entre las mejores páginas de la comedia española de las últimas décadas.
Dicho esto, en más de una ocasión Gómez Pereira ha sabido demostrar su destreza para el drama. No he visto ENTRE LAS PIERNAS (1999), pero incluso en sus apuestas para la comedia se dejaban entrever esas posibilidades, en un realizador ante todo solvente, profesional y siempre más inclinado a realizar proyectos ejecutados con ritmo y precisión, antes que dejarse llevar por el sendero de un determinado y por lo general injustificado narcisismo creativo. La existencia de EL JUEGO DEL AHORCADO (2008) supone una enorme –y a mi juicio francamente valiosa- sorpresa, al tiempo que la definitiva demostración de estas capacidades. Algo que me permite considerarlo como el mejor de los títulos que hasta la fecha he visto de su director, siendo probablemente una de las películas españolas más interesantes del año –algo que he de reconocer no se ha visto confirmada ni por un gran éxito de público, ni una acogida crítica especialmente cálida-. Las virtudes del film de Gómez Pereira se centran, a mi modo de ver, en el equilibrio logrado a través de una narración más arriesgada de lo que puede parecer a primera vista en el cine de nuestros días, asentada en una precisa descripción psicológica de sus personajes –a lo que ayuda considerablemente un muy acertado casting, tanto en los roles protagónicos como en aquellos de perfil más secundario, un detalle este último, especialmente significativo-. Unamos a ello una más que correcta ambientación –algo más difícil de lo que pudiera parecer al situarnos en un periodo bastante cercano- y, sobre todo, el preciso entramado narrativo que logra hacer creíbles las situaciones, conflictos y, finalmente, matices trágicos, de una historia que sin esa precisa interacción de elementos, estoy convencido hubiera bordeado con facilidad la frontera del ridículo. Algunas de estas cualidades, emanan sin duda del material preexistente –la novela de Inma Turbau, trasladada como guión cinematográfico de la mano del propio realizador, junto a Salvador García Ruíz-, pero no es menos cierto que es en la incardinación de estas propiedades de base con su tratamiento cinematográfico, las que dotarán a la propuesta de su vigencia final.
Nos encontramos en los primeros compases de la década de los ochenta. En medio de la ceremonia de comunión de David, pronto adquiriremos conciencia de los más que estrechos lazos de amistad que, a su corta edad, le unen con la también niña Sandra. También en esa secuencia de apertura nos apercibiremos del carácter autodestructivo que define la personalidad del chaval. La acción muy pronto se traslada a finales de dicha década, donde David (Álvaro Cervantes) y Sandra (Clara Lago) se han convertido en sendos estudiantes de atractiva presencia. Ambos poseen un contexto familiar sólido y más o menos acomodado –especialmente el de ella-. Sin embargo, mientras que la muchacha es una estudiante consecuente y de madura personalidad, David se muestra más reacio a asumir cualquier sentido de la responsabilidad, descuidando sus estudios y destinando su tiempo a las carreras de motos. Hay algo que se ha instalado con fuerza en su mente; su pasión por esa muchacha a la que nunca ha dejado de fijar como el auténtico amor de su vida. Por su parte, ella ni siquiera se ha llegado a plantear tal circunstancia, aunque nunca ha dejado de considerar al muchacho como su gran amigo. Pero poco a poco irán surgiendo elementos –la aparición de una amiga lesbiana, el deseo de Sandra por hacer nuevas amistades-, que se irán sumando para el cada día más obsesionado muchacho como obstáculos de cara a esa relación que anhela por encima de cualquier otra cosa. Un suceso de traumática experiencia para la joven se insertará como un secreto inviolable para nuestros protagonistas, e incluso llegará a plantearse algún momento de entregada e intensa vivencia de la sexualidad por parte de ambos.
No será, sin embargo, más que un hermoso epílogo a la realidad que Sandra asumirá, de ver en David a una persona importante en su vida, pero a la que en modo alguno puede confiar su futuro. Para el muchacho, obstinado en sus deseos, la constatación de esta circunstancia marcará la expresión máxima de un pathos de trágicas consecuencias en su propia existencia, al tiempo que modificará la decidida lejanía que Sandra había mantenido hacia él.
Como antes señalaba, el acierto de EL JUEGO DEL AHORCADO reside en haber sabido expresar esa relación – pasión – rechazo – catarsis mostrada en sus protagonistas, combinando la delicadeza –ese momento final en el que Sandra tatuará el nombre de David en su hombro-, el preciso apunte social, dosificando gradualmente el grado de obsesión manifestado por el joven protagonista masculino y, sobre todo, alcanzando una narración caracterizada en su desarrollo por un enorme grado de fluidez. Esa circunstancia, es la que en buena medida nos permitirá dejar de lado algunas pequeñas debilidades que, finalmente, no tendrán una definitiva incidencia. Me refiero con ello a los flashes que se van insertando en algunos momentos, y al giro final en la resolución del relato, más o menos previsible, y de alguna manera insertado para justificar un cambio de actitud en la aceptación final de la figura de David en el futuro vital de la protagonista.
Por el contrario, uno se queda con la sensación de congoja, de dolorosa experiencia ante un amor perdido, que se manifiesta en los últimos momentos del encuentro de nuestros protagonistas en Dublín, cuando David viaje hasta allí quizá movido por un desesperado deseo de comprobar que su pasión por Sandra tiene algún viso de futuro. En esos momentos, uno no puede dejar de evocar –con todas las distancias que se puedan establecer- la inolvidable conclusión de la extraordinaria SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1960. Elia Kazan). Para ello, Gómez Pereira parte con un elemento que, finalmente, constituye uno de los mejores aliados de la función. Me estoy refiriendo a la extraordinaria química, la naturalidad y la fuerza que se establece entre los espléndidos Clara Lago y Álvaro Cervantes, magníficos ambos, y haciendo suyos e insuflando vida propia a sus respectivos personajes. Sus miradas, sus desafíos, la necesidad que en determinado momento sienten uno con el otro, la sincera manera con la que expresan su sexualidad, suponen la base inalterable de algunos de los momentos más sinceros y hermosos de esta película. No es algo descabellado vislumbrar en la joven actriz un futuro más que prometedor, pero tampoco lo es vaticinar que el joven Cervantes una auténtica estrella que pueda traspasar las fronteras de nuestra cinematografía. Y si no, al tiempo.
Calificación: 3