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CINEMA DE PERRA GORDA

Renato Castellani

LA DONNA DELLA MONTAGNA (1944, Renato Castellani)

LA DONNA DELLA MONTAGNA (1944, Renato Castellani)

Es curioso constatar, de entrada, que la obra como realizador cinematográfico, del italiano Renato Castellani (1913-1985) -dejemos al margen sus aportes televisivos-, extendidas en casi treinta años, engloban 16 largometrajes, en dos de ellos, participando en uno de sus episodios. LA DONNA DELLA MONTAGNA (1944) -jamás estrenada comercialmente en España, al tiempo que mantenida aún en su condición casi invisible-, supone la tercera de sus películas, rodado en un periodo aún de conflicto bélico, durante las postrimerías del fascismo. Para recrear este intenso drama rural, establecido en contraposición a una determinada llamada del progreso, Castellani asumió la novela de Salvatore Gotta I giganti inamorati, recibiendo en el momento de su estreno una tibia acogida, y siendo reestrenada al año siguiente, suprimiendo los saludos fascistas que aparecían en algunas de sus secuencias. Película sórdida y desequilibrada, no solo brinda algunos episodios de extraordinaria fuerza dramática, y proporciona el seguimiento italiano a determinadas corrientes imperantes en el cine mundial de aquellos años, por encima de todo ello, algunas de sus elecciones formales adelantan con audacia célebres planteamientos, tiempo después considerados clave en la evolución de los códigos narrativos del drama psicológico.

LA DONNA DELLA MONTAGNA se inicia de manera abrupta e impactante, en el marco de una primitiva y montañosa localidad italiana, describiendo el entierro de la joven esposa del arquitecto Rodolfo Morigi (Amedeo Nazzari). La fallecida padecía del corazón, y murió en una crisis cardíaca, durante una de las excursiones montañosas con su esposo, sumiendo a este en un profundo abatimiento. Desde ese momento, la joven y sensible Zosi (magnífica Marina Berti) no deja de seguir al atormentado y taciturno Rodolfo, ayudándole a la hora de su recuperación pese a que este, literalmente, no desea verla. Sin embargo, el empeño de la muchacha logrará que una vez viaje a Roma, logre que su amado se case con ella. De poco le servirá dicho anhelo, puesto que el esposo mostrará casi de inmediato su infelicidad y el recuerdo a su primera esposa, abandonando a Zosi y retornando al refugio en el pueblo en el que residía, atormentándose e intentando ubicar una cruz de hierro en el lugar donde falleció esta. La muchacha quedará inicialmente noqueada, pero Luciano, el chofer de la familia, le confesará que él mantuvo una relación oculta con la difunta. El conocimiento de ese nuevo elemento en la personalidad de la desaparecida, le hará volver casi de inmediato al pueblo, donde vivirá junto a su marido, soportando hasta lo indecible no solo su carácter hosco, si no las constantes humillaciones a las que le hace objeto, siendo como es una muchacha procedente de una acaudalada familia. Esa espiral de auténtica degradación personal alcanzará una inesperada inflexión con la llegada de Luca (Maurizio d’Ancora), primo de la muchacha. Su amabilidad y gentileza pondrá en valor las lamentables condiciones en que esta sobrevive, intentando proporcionarle una serie de alicientes, que le hagan reflexionar la posibilidad de abandonar aquel infierno interior. De manera inesperada, el cariño familiar brindado por Luca despertará los celos del hasta entonces ausente Rodolfo y, con ellos, una aún más sorprendente redención.

Antes lo señalaba, LA DONNA DELLA MONTAGNA se inicia de manera deslumbrante describiendo de manera intensa, como si fuera desde la mirada de uno de sus testigos el entierro de esa médica, que desde el primer momento sabemos ha gozado de la admiración del conjunto de la población. La orografía del paisaje rural, los rostros curtidos de sus habitantes, la trágica tensión del momento, el rostro demudado de su viudo, la intención de moverse en la concentración de Zosi, la irrupción de la lluvia, arreciando, mostrando todo un bosque de paraguas, e incluso incidiendo en ello las diferencias sociales -el monaguillo que abre uno para cubrir al sacerdote-, la llegada al camposanto totalmente embarrado, el desvanecimiento de Rodolfo, incapaz de resistir más la situación, conforman unos minutos insuperables, que estoy seguro deberían ubicarse entre los más intenso legado en el cine italiano de su tiempo. Es cierto que el resto de la película nunca alcanzará dicho nivel. Sin embargo, un comienzo tan arrebatador logra extender su influjo al resto de la película, imbricando al conjunto de su metraje de un aura oscura y mortecina, en donde se dirimirá ese insólito melodrama triangular establecido entre Zosi, el áspero Rodolfo, y el eco de la esposa muerta, que argumentalmente, no deja de plantear una deuda con referentes a la muy cercana REBECCA (Rebeca, 1940. Alfred Hitchcock).

En cualquier caso, nos encontramos ante un relato con personalidad propia. Dominado por la densa iluminación en blanco y negro de Massimo Terzano ayudado por el oportuno aporte sonoro de un joven Nino Rota, el film de Castellani resalta en todo momento en esa tonalidad mortecina, por apelar más a lo intangible. A intentar, en definitiva, expresar más la sensación que una apuesta por lo narrativo. De hecho, la película en ocasiones incide en una transgresión de recursos cinematográficos, a los que su propia progresión argumental casi demanda. Me refiero, a este respecto, a dos momentos en los que casi se reclama a gritos la presencia de sendos flashbacks, pero de los que finalmente se renuncia. Serán extrañas y valiosas situaciones como esta -la importancia que alberga la presencia de ese perro, casi siempre en off, como metáfora de la tensión existente en torno a la relación de la pareja protagonista-. Castellani utiliza con acierto el over narrativo -la manera con la que se describe la boda del arquitecto y la insistente y amorosa joven-, o el gusto por el detalle -la presencia de esa cruz de hierro, patentizando el recuerdo de la fallecida; la utilización que el director realiza del aspecto exterior de Zosi

Sin embargo, en un conjunto al que no se le puede ocultar cierta irregularidad, y quizá demasiado apresurado en su conclusión, no es menos cierto que en todo momento adquiere un extraño poso, una cuidada ambientación -sobre todo en lo que compete al ámbito rural-. Pero, por encima de sus ocasionales reproches y sus notables virtudes, lo cierto es que LA DONNA DELLA MONTAGNA proporciona algunos momentos, que adelantan ciertas corrientes pronto exploradas en el cine italiano. Uno no deja de encontrar en la inaceptable sumisión de Zosi, un precedente de la Ingrid Bergman en la posterior STROMBOLI (TERRA DI DIO) (1950, Roberto Rossellini). Pero yendo aún más lejos, es evidente que destacará la brillante secuencia descrita en el museo de escultura clásica presentando ya casados a Rodolfo y Zosi, plasmando con un casi irrespirable tiempo muerto, la inseparable barrera que los separa afectivamente. Será un extraordinario pasaje, al que sucederá la de la visita de la esposa a esa fría e inhóspita casa romana, desprovista del menor mobiliario, en la que la nueva esposa se encontrará sola, esperando de manera infructuosa la llegada de su marido, hasta que finalmente Luciano, el chófer, le anuncie que este la abandonó, marchándose hasta la montañosa población. Ambos episodios, insertos de manera consecutiva, aparecen a mi modo de ver como inapreciables precedentes, de esa posterior apuesta por el vacío narrativo o los tiempos muertos, que consolidarían y harían célebres con posterioridad, la obra de cineastas como el ya citado Rossellini o Michelangelo Antonioni, una vez iniciada la década de los cincuenta.

Calificación: 3

DUE SOLDI DI SPERANZA (1952, Renato Castellani)

DUE SOLDI DI SPERANZA (1952, Renato Castellani)

Dos años antes de que fuera en su momento galardonado con la calificada como académica adaptación de Shakespeare ROMEO AND JULIET (Romeo y Julieta, 1954) –galardonada en el Festival de Venecia en menoscabo del boicot propiciado a SENSO (Luchino Visconti)-, y años antes también de sus tardíos dramas de ecos neorrealistas, resulta sorprendente encontrarse con un título de las características de DUE SOLDI DI SPERANZA (1952). Lo es en primer lugar por que quizá nos encontremos ante el mejor título de la no muy extensa obra de su director, pero también por la singularidad que propone, ya que inicialmente parecerá que nos encontramos con un título que explora esa veta neorrealista ya tardía, centrada en el ambiente rural en este caso de la zona de Nápoles.

En concreto, la acción del film se centrará en la casi ruinosa Cusano, a donde regresará el joven Antonio (Vicenzo Musolino), después de haber realizado sus tareas militares. La llegada a la envejecida localidad provocará la alegría, pero al mismo tiempo, desazón en su madre, (Filomena Russo), una mujer mellada, caracterizada por su histrionismo típicamente italiano y su capacidad para el trapisondismo, teniendo que sobrellevar al mismo tiempo a su familia, en la que destaca la juventud que vive su hija mayor, caracterizada además por su fealdad. Dentro de dicho contexto, por fortuna la película a los pocos minutos abandona el semblante de drama rural, para erigirse en una comedia en algunos momentos muy divertida, y trasladando bajo dicha vertiente genérica, una mirada irónica y crítica en torno a esa sociedad rural, caracterizada por su miseria, dependencia en torno a una falsa moral guiada ante todo por el respeto al honor de la familia, el poder de la Iglesia Católica y, en definitiva, la ruindad congénita de unos seres que en su miseria, no dejas de criticarse unos a otros. Si de algo se caracteriza DUE SOLDI DI SPERANZA, es por suponer uno de los primeros exponentes en los que el carácter neorrealista, evolucionó a unos modos en los que la apuesta por la comedia, permitió incorporar un análisis quizá más agudo del temperamento italiano. De alguna manera, podemos señalar que nos encontramos ante un precedente de las farsas tanta fama otorgaron al cine de Pietro Germi una década después, aunque en esta ocasión se encontrara con unos perfiles más valiosos a todos los niveles –hay que señalar que el título que comentamos recibió un importante galardón en el Festival de Cannes de aquel año-.

De este modo, y por medio de una serie de episodios que son entrelazados por una voz en off que sirve de introducción o apostilla irónica a algunos de ellos, nos adentramos en el desarrollo de la película de Castellani –también coguionista del relato, junto a Titina de Filipo, a partir de una historia de Ettore Maria Margadonna y el propio director-, mostrando al espectador en esencia el intento del joven licenciado para lograr un trabajo en un entorno en donde los desempleados se amontonan ante la verja que rodea la parroquia de la localidad. Intentará realizar pequeñas tareas que le permitirán apenas unos pocos centenares de liras, pero su madre o el enviado de la misma –su hermano pequeño-, será el que se dedique a cobrar aquellos menguados sueldos, sin dejar que Antonio ni siquiera pueda ver dicho dinero para entregárselo a su progenitora. Ya desde esos momentos se dará cita esa apuesta por la picaresca característica de una sociedad como la rural italiana, en la que Castellani nos llega a deleitar a la hora de presentar una auténtica fauna humana caracterizada por su mezquindad, ante la cual sin embargo el espectador no dejará de encontrar un atisbo de humanidad. En la misma, destacaremos la presencia de esa Carmela (Maria Fiore), desde el primer momento enamorada locamente de Antonio, y que con su torpeza no hará más que provocar que este pierda los puestos de trabajo que pueden consolidar su estabilidad laboral. Ya hemos citado a su madre, caracterizada por su personalidad escasamente creíble y dada en todo momento a trapisondismos. Pero es que la misma engloba el pétreo y escasamente tolerante Paquale (Luigi Astarita), el brusco y estólido padre de la muchacha, artificiero de fuegos artificiales, y que en ningún momento acepta que su hija sea prometida del protagonista, ni se apresta a ofrecerle ayuda laboral alguna que le permitiera independencia financiera y capacidad para mantener a la pareja. De manera más secundaria percibiremos la astucia del párroco de la localidad, capaz al mismo tiempo de mediar –en una divertida secuencia desarrollada en el confesionario-, entre las dos partes en litigio en torno al abuso de la hermana adolescente de Antonio por parte de Luigi Bellomo, ayudar a este al otorgarle un trabajo como ayudante del envejecido y al mismo tiempo quisquilloso capellán –otro personaje magnífico en su ruindad-, y no dudar en dejar a este sin ese empleo, cuando conoce que Antonio ha estado en Nápoles ayudando a los comunistas locales a preparar una huelga. La galería de seres aprovechados que describe esta divertida comedia, se complementará con la presencia de una ya madura dueña de unas salas de cine di dicha ciudad, que contratará a Antonio para ir trasladando las bobinas de una sala a otra de proyección –provocando con ello divertidas situaciones con la espera del público-, pero que en el fondo desea tener complacido a este, ya que utilizará sus constantes transfusiones de sangre para mantener con vida a su pequeño. Para ello, no dudará en alimentar a nuestro protagonista con filetes de ternera casi crudos y darle de beber vino, ya que según ella produce sangre, llegando a ascenderle a proyeccionista cuando comprueba que Antonio ha hecho migas con el pequeño, e incluso en un momento determinado –con la presencia de un beso furtivo-, se haga la ilusión de que pueda contar con este como futuro compañero sentimental.

A partir de esta gama de personajes, Castellani logra plasmar en esta divertida comedia, no solo la esencia de esa personalidad mediterránea italiana, su gusto por la picaresca, la miseria casi congénita que define el pueblo en el que se desarrolla fundamentalmente la acción o su retraso cultural. El recorrido por las calles de ese pueblo sucio y desvencijado, llega a transmitir la aridez de un lugar anclado en el tiempo, en el que parecen sentirse a gusto unos vecinos que no dejarán de utilizar cualquier subterfugio como arma casi de supervivencia, en un marco de existencia caracterizado por una miseria que, sin embargo, para ellos se ha convertido en un modo de vida casi habitual. Será un contexto del que querrá desmarcarse el joven, ingenuo y al mismo tiempo curtido Antonio, primero trabajando un día como rellenador de gaseosas, desafiando la pérdida de la prestación de empleo –un tema que ya entonces se encontraba de plena actualidad-. Más adelante se dedicará a empujar a los caballos que transportan las carretas de la localidad cuando soportan la pendiente del camino. También ejercerá como ayuda del vendedor de verdura, sin lograr en ningún caso esa necesaria estabilidad laboral, que le proporcionará durante un tiempo ejercer en calidad de ayudante de ese sacristán acabado y enjuto, quien sin embargo aprovechará la ocasión para delegar en este los trabajos más pesados –impagable la secuencia del estreno del protagonista en el uso de la campana-.

Esa capacidad para mostrar situaciones divertidas, que en el fondo llevan aparejadas una carga de profundidad en torno a vicios y costumbres de la personalidad del país, es la que en definitiva proporciona a DUE SOLDI DI SPERANZA su vigencia. Una validez a la que acompañará el uso oportuno de esa voz en off que sirve para introducir o rematar algunos de sus episodios, la eficacia de una fotografía en blanco y negro que resalta lo agreste del entorno rural en el que se asienta la acción, la presencia de actores no profesionales en su mayor parte, que proporcionan una singular autenticidad al relato o, en definitiva, esa capacidad para penetrar en la entraña de un pueblo y unos personajes que, más allá de sus aspectos caricaturescos y incluso mezquinos, en el fondo no dejan de ser un trasunto de nuestra propia configuración como seres humanos. El film de Castellani es, como antes señalaba, sumamente divertido. Ese alcance lo proporcionan los irónicos comentarios de las vecinas del pueblo a Carmela cuando se dirige por la ribera hasta contemplar a Antonio, la muda testarudez del padre de esta, las resignadas apreciaciones de su esposa lamentándose de haberse casado con este, el lúbrico interés de la dueña de las salas de cine napolitanas, que ha creído encontrar en Antonio un no solo un salvador de su hijo sino, ante todo, un atenuante a su propia insatisfacción como mujer ya entrada en años. Las peripecias y torpezas de Carmela, capaz de arruinar la vida de su amado sin pretenderlo, y la incomprensión que recibe por parte no solo de sus convecinos, sino de su propia familia, irán aparejadas por la creciente desesperación que sobrelleva Antonio, incapaz en su lozana juventud de emerger de esa tela de araña que conforma el contorno de un marco existencial dominado por la mediocridad más ramplona, y en el que la figura de su castrante madre tendrá un protagonismo especial.

Ni que decir tiene, que dentro de la abundancia de episodios caracterizados por su sentido del humor, uno no dejaría de destacar el que describe la compra en Nápoles de un desvencijado autobús que, literalmente, se cae a pedazos, o la posterior bendición del mismo en las estación del pueblo –siempre tan separada del mismo-, en la que encontraremos precedentes de ecos berlanguianos –especialmente en el detalle de la bendición por parte del párroco, que diluirá la pintura del rótulo del vehículo-. Será el inicio de una auténtica batalla campal por parte de los accionistas del mismo –anteriormente propietarios de los carruajes que hacían dicho servicio-, que una elegante elipsis nos marcará han fracasado en su empeño, ya que el autobús de la compañía –mucho más potente- finalmente se hará cargo del recorrido, dejando entre otros a Antonio sin trabajo como chófer. Sin embargo, aunando ese sentido irónico, combinado por una mirada al mismo tiempo acre y revestida de ternura, sin duda la mejor secuencia del film se encuentra en la plasmación de la boda de la hermana de Antonio con Bellomo –en la que del mismo modo podríamos encontrar un referente con la que se celebrará en EL VERDUGO (1963) de Berlanga-. Una secuencia casi dolorosa de ver, en la que este deseará casarse al amanecer, sin que suenen las campanas ni se enteren los vecinos, solos con los novios, las madres de ambos, el cura y el propio Antonio. Un instante casi aterrador en la ruindad que preside una triste ceremonia de conveniencia, que culminará con la salida de la novia al exterior del templo, despidiéndose de su hermano, y yendo a continuación a remolque del que ya es su marido, su madre y su casi esquelética suegra. No será esta la conclusión de la película –que se formulará a través de una definitiva rebelión de Antonio ante la casa de los padres de Carmela, y la dignificación que él mismo ha adquirido ante los vecinos y vendedores del mercadillo, dispuestos a prestarles ropa y calzado que en el futuro se comprometerá a abonar-, pero sí quizá su instante más álgido e incluso incómodo de contemplar, en una –podríamos llamarla así- tragicomedia, en la que las carcajadas de muchos momentos, en alguna ocasión se quedan congeladas en la comisura de los labios.

Calificación: 3