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CINEMA DE PERRA GORDA

Richard Brooks

THE HAPPY ENDING (1969, Richard Brooks) Con los ojos cerrados

THE HAPPY ENDING (1969, Richard Brooks) Con los ojos cerrados

“¿Por qué no puedo querer al hombre que quiero?” comentará en un momento determinado Mary Wilson (excepcional Jean Simmons, casada con el realizador, tal vez en el rol más importante de su carrera), desencantada esposa que en el atisbo de su madurez asume el desgaste de una vida cómoda casada con el exitoso ejecutivo Fred Wilson (excelente John Forsythe). Pocas películas en el cine moderno como THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969. Richard Brooks), han expresado en la pantalla la casi imperceptible diferencia, esa ambivalencia que oscila entre el amor y el desgaste, la seguridad y la opresión, la evocación y la imposibilidad de un futuro en el que se proyecte el recuerdo del pasado. Directa heredera de una obra maestra como TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen) –de la que le separa, ante todo, una visión más pesimista-, lo cierto es que el film de Brooks –una vez más actuando de forma paralela como guionista-, se erige como una de las obras más hondas, dolorosas, perturbadoras y, digámoslo ya, admirables, insertas en esa frontera de un cine americano que había dejado atrás su concepción clasicista, se encontraba imbuido de determinadas modas de tan exitoso como efímero alcance, y se disponía a vivir un nuevo periodo, en el que un título como este parecía estar casi, casi, fuera de lugar. Quizá precisamente por eso, por esa condición de puente entre formas contrapuestas de concebir el hecho cinematográfico y, sobre todo, por los modos transgresores expuestos a la hora de articular su planteamiento visual, el paso de los años ha asegurado el lugar que la película merece ocupar dentro del cine norteamericano de aquella década tan significativa, y que a mi modo de ver no dudaría en calificar como la última obra maestra ofrecida por dicha cinematografía en el aquel marco temporal tan relevante y al mismo tiempo traumático.

Desde ese rotundo plano general, enmarcando la soledad de la noche urbana por medio del inicio de la admirable composición de Michel Legrand –en la que resume por medio de la suma de temas de diferentes estilos, el contraste que la propuesta de Brooks va a ofrecer en sus imágenes-, THE HAPPY ENDING deviene una película valiente, pero cuya capacidad de riesgo quizá en su momento se adelantó a su tiempo y no pudo ser valorada, siendo muy pronto devorada en su inagotable caudal de sugerencias, quizá por surgir en un instante inadecuado. No estaban quizá aquellos tiempos, casi dispuestos a unos modos visuales más convulsos –a todos los niveles-, para asistir a una historia de desencanto amoroso, revestida de ecos del romanticismo francés encarnado por el superficial cine de Claude Lelouch. Sin embargo, astuto analista de comportamientos de todo tipo, al tiempo que en esta y en otras ocasiones cineasta inspirado y de gran talento, Richard Brooks logró en esta ocasión la que sin duda considero la obra maestra de su filmografía. Nunca como en esta ocasión, una de sus películas combinó con tanto acierto el discurso y la forma, introduciendo además en ella ese sentido del riesgo que –no soy el primero en resaltarlo-, años después le permitiría propuestas como LOOKING FOR MR. GOODBAR (Buscando al Sr. Goodbar, 1977). Pero es que unido a todo ello, el cineasta, escritor y guionista, describe en esta película una hondura existencial, combinada además con una capacidad para la evocación y el recuerdo. Brooks presenta casi de un plano a otro la nostalgia y el desencanto y, en definitiva, la propuesta es rotunda al afirmar la evidencia de la fragilidad de los sentimientos. Por tanto, una de sus conclusiones lo supone la constatación de que el amor solo puede ser entendido en presente, con lo hermosa y dolorosa que puede ser dicha aseveración. Lo admirable de THE HAPPY ENDING, reside en la sabiduría con la que el realizador incorpora su discurso –Brooks nunca ocultó su condición de cineasta discursivo, aspecto este que menguó el interés de parte de su obra-, combinando diversos registros en su devenir, sean estos visuales o temáticos, y logrando en su incardinación una homogeneidad rayana en la perfección. Lo primero que sorprende en su trazado, reside en el hecho perceptible de que nos encontramos con una de las últimas grandes comedias que ha ofrecido el cine norteamericano. La mirada que el cineasta brinda de la cotidianeidad de nuestra protagonista –rodeada de detalles y elementos que la integran en la actualidad en que se inserta la acción; las noticias que emanan de la televisión y la radio-, muestra en su tercio final una descripción tan demoledora como punzante, de toda una generación de mujeres instaladas en el ópalo de una comodidad material. Todas ellas en el fondo son víctimas de la trampa del materialismo y del progreso, de un consumismo desarrollado con absoluta recurrencia y rutina en salones de belleza, peluquerías y peleterías, en el cual estas casadas acomodadas subliman una existencia que han compartido con hombres prósperos y de posición, en los que incluso adivinan infidelidades, pero de cuyo círculo vicioso han sido incapaces de emerger. No será este el ejemplo que brinde Mary, quien llegado el momento del dieciseisavo aniversario de matrimonio, opte por huir de un contexto que, en sí mismo, no resulta agresivo, pero que para ella supone como algo casi insoportable.

Pero hasta llegar a ese instante, THE HAPPY ENDING nos propondrá ya de entrada una de las soluciones cinematográficas más revolucionarias del cine de su tiempo; empezar por donde todos acabarían. Los minutos iniciales de su metraje, además de proponer aspectos insólitos –dejar la cámara quieta delante de sus dos principales personajes conversando en el coche, sin que escuchemos sus diálogos, pero transmitiéndonos la felicidad de los instantes de ese amor sobre cuyo recuerdo se ha desarrollado sus vidas-, será el preludio de ese conjunto de imágenes que al mismo tiempo subliman y desmontan el lelouchismo, envueltos por la sublime canción de Michel Legrand y letra de Alan y Marilyn Bergman What Are You Doyng the Rest of your Life. Será un fragmento provisto de tanto hechizo como rotundo será su desmonte, describiendo la inevitable boda de los protagonistas –con el detalle genial de la superposición de célebres enlaces cinematográficos, e incluso incorporando el rótulo de The End en su conclusión-. Será la tremenda burbuja en la que se encerrará la pareja protagonista, formando una previsible perfecta familia, en cuyo seno se encontrará su hija –Marge (Kathy Fields)-. De nuevo una panorámica descendente nos trasladará a esa cotidianeidad –más acertado sería señalar rutina-, de una pareja en la que todo parece estar en orden –la descripción que Brooks nos muestra de una mañana cualquiera, es demoledora-, en la que el esposo muestra los mejores modales posible, al tiempo que también nos apercibiremos de que observa en todo momento el comportamiento de Mary. Esta tendrá una aliada en su sirvienta –Agnes (Nanette Fabray)-, quien la ayudará en secreto a sobrellevar su adicción al alcohol y los tranquilizantes y, llegado un momento dado, a escapar a Nassau apenas sin dinero, donde tendrá la fortuna de encontrarse con una amiga de estudios –Flo (Shirley Jones)-, una mujer que no ha dudado en mantenerse como amante ocasional de hombres acaudalados, y que en ese momento lo es de Sam (Lloyd Bridges). Será en el conjunto de dichas coordenadas, donde el film de Brooks alterne la incorporación de diversos flash-backs, en los asistiremos de forma desordenada –pero absolutamente coherente- a las circunstancias que han determinado la valiente decisión de nuestra protagonista de provocar la ruptura en su para ella asfixiante situación. En ellos descubriremos la infidelidad ocasional que su esposo ha puesto en práctica, la desatención que le ha manifestado al centrarse en su actividad laboral, la creciente desilusión de su vida de pareja, su adicción a la bebida, un intento de suicidio y, con ello, a una vida revestida de despilfarros, que serán cortadas de raíz por Fred… En definitiva, lo admirable de THE HAPPY ENDING es la constatación de que lo que muestran sus imágenes es cuestionable, pero al mismo tiempo inevitable. Por encima de cualquier disquisición que emane de su alcance discursivo, conmueve en la película la sinceridad y al mismo tiempo el cinismo con el que se intercalan esas visiones yuxtapuestas, que son incorporadas con un sentido de la inspiración cinematográfica asombroso. No hay en la película personajes de una pieza; ni víctimas ni verdugos. Cierto es que el retrato que se ofrece de Mary es completo y creíble, pero el de todos cuantos la han rodeado revisten la necesaria humanidad –en especial la justificación de las actitudes de su esposo y su propia madre (maravillosa Teresa Wright)- permanecen con idéntico grado de credibilidad y vulnerabilidad. En definitiva, son humanos.

Lo importante en el film de Brooks, lo que en última instancia logra que atisbemos en ella una auténtica obra maestra, reside en ese grado de inspiración alcanzado en todo momento. Inspiración que no solo se plasma en unos diálogos revestidos de una lucidez que por momentos llega a resultar escalofriante –solo una muestra: “Nadie conoce a nadie” señala Flo a su amiga al explicarle diversas cuestiones de las relaciones que mantiene-. Inspiración que se manifiesta incluso en esas elecciones narrativas que pueden incluso sorprender en algunos casos –la secuencia plasmada en planos cortos y crispados, en la que Mary sufre las consecuencias de un accidente al estar bebida y ser interrogada por la policía; el carácter igualmente nervioso de la plasmación de su intento de suicidio-, en el gusto por el detalle –la aparición de un coche publicitario hablando de la tentación del consumismo cuando, en los primeros minutos, la acción se inserta en la vida cotidiana de nuestros protagonistas-, en la agudeza con la que se trascienden determinados clichés cinematográficos –el cine turístico, a partir de las secuencias desarrolladas en Nassau, la presencia de ese personaje de un falso conquistador encarnado por Bobby Darin-, en la sensación de lógica y lúdica renuncia que se establece en la efímera felicidad de Flo al aceptar la proposición de matrimonio de su amante. Todo en THE HAPPY ENDING es al mismo tiempo tan certero y verdadero, como inevitable. Hay en su discurrir una sensación diríamos tan existencial de lo efímero de los sentimientos, que estoy convencido que ningún espectador se pueda sentir ajeno en algunos de los pasajes que exponen sus secuencias. Justo es destacar, llegados a este punto, lo excepcional de sus minutos finales, que culminarán con una de las conclusiones más demoledoras de la historia del cine. Pero personalmente, no dudaría en retener en mi memoria momentos más efímeros, insertos en apariencia en un lugar secundario –el instante en que Marie fotografía a unos jóvenes amantes en la playa, evocando su pasado con Fred-. Película dominada por los nocturnos –excepcional labor fotográfica de Conrad Hall, uno de los grandes aliados del mejor cine brooksiano-, resulta obligado destacar la auténtica comunión que el cineasta brindó al compositor Michel Legrand, permitiéndole una partitura valiente y rupturista, que llega a estar tan imbricada en sus imágenes, hasta tal punto que en algún momento se llega a tener la sensación de estar dirigidas por el compositor. En esa simbiosis, crítica, nihilismo y melancolía casi llegan a estar unidos de la mano en todos y cada uno de sus instantes, del que no dudaría en destacar uno de efímera duración, en donde se encuentra a mi modo de ver la esencia de su conjunto. Me refiero al plano general –rodado en teleobjetivo-, en el que se describe esa forzada “segunda luna de miel” de los Wilson, mostrándolos –con un fondo sonoro de irresistible tristeza-, tripulando ese teleférico entre la nieve que ya utilizaron cuando eran unos novios felices, y en el que ahora coexisten sin manifestar el más mínimo sentimiento, aunque se encuentren revestido por la estabilidad económica que transmiten sus indumentarias. En pocas ocasiones un solo plano –de catorce segundos de duración- me ha llegado a conmover con tanta fuerza, aunque lo cierto es que Richard Brooks logró en esta ocasión quizá no su película más famosa, pero a mi modo de ver –y muy de lejos- su cima como cineasta. Hombre poseedor de una filmografía desigual pero atractiva, quizá nunca su responsable adquirió conciencia de lograr en esta ocasión la gema más oculta y preciada de su obra. THE HAPPY ENDING es, para quien estas líneas suscribe, una de las historias de amor y desamor más hermosas, sinceras y, quizá por ello, dolorosas de la historia del cine. En su lacerante indagación de los mecanismos de caducidad de las relaciones sentimentales, reside por un lado el magnetismo de su propuesta y, por otra, la sensación de desencanto que nos transmite, de una realidad de la que, en muy pocas ocasiones, puede escapar un elemento tan esencial en la condición humana. Una obra maestra.

Calificación: 5

SOMETHING OF VALUE (1957, Richard Brooks) Sangre sobre la tierra

SOMETHING OF VALUE (1957, Richard Brooks) Sangre sobre la tierra

Realizada entre la atractiva THE LAST HUNT (1956) y poco antes de CAT ON A HOT TIN ROOF (La gata sobre el tejado de zinc, 1958), SOMETHING OF VALUE (Sangre sobre la tierra, 1957) es uno de los títulos menos interesantes de la filmografía del norteamericano Richard Brooks. No es de extrañar, ya que nos encontramos ante un producto que, cierto es reconocerlo, tiene la virtud de no resultar moroso en su narración, pero por el contrario provoca en el rosario de convenciones que atesora su enunciado, un conjunto que en no pocos de sus episodios llega a resultar casi sonrojante. Es tal la acumulación de tópicos, tan pobre el recurso al maniqueísmo de sus personajes y, sobre todo, la exaltación de lugares comunes con respecto a las peores convenciones hollywoodienses, que casi podríamos asegurar que su resultado estaba abocado al fracaso artístico desde su propia concepción. Es bastante probable a este respecto, que en la novela –escrita por Robert C. Huark- que sirve de base a la película, se encontraran ya las convenciones que finalmente tienen su oportuna cabida en el resultado final. Podemos añadir incluso el hecho de encontrarnos ante una producción estelar de la siempre conservadora Metro Goldwyn Mayer, o la presencia como uno de sus protagonistas, del “negro guapo de alma blanca” encarnado por el entonces en proyección Sidney Poitier. Sin embargo, incluso en esta última vertiente, podemos destacar títulos que, dentro de sus limitaciones, alcanzan un interés más elevado –estoy pensando en THE DEFIANT ONES (Fugitivos, 1958. Stanley Kramer) o EDGE OF THE CITY (Donde la ciudad termina, 1957. Martín Ritt)-.

 

En esta ocasión, el argumento –modulado como guión cinematográfico por el propio Brooks, ya experimentado en estas lides-, intenta trasladar la rebelión de la población negra en la Kenia colonial, por medio de los violentos Mau Mau, integrando en medio de la misma una vieja historia de amistad entre un joven terrateniente inglés –Peter (Rock Hudson)- y su inicialmente amable servidor Kimani (Poitier). A través de la incardinación de ambos planteamientos, la película apostará por recrear de manera extremadamente superficial la incidencia del racismo dentro de un contexto tenso, al tiempo que apelará a la necesidad del respeto entre razas, la relatividad del hecho de ser oriundo de un lugar determinado o el misticismo que puede plantear la vida en un territorio africano alejado del progreso occidental. Loables intenciones que, lamentablemente, se dan de bruces con un tratamiento absolutamente convencional, tópico ya desde el momento de su gestación y que, con el paso de medio siglo, solo ha visto aumentado en su índice de trivialidades. Desde el primer momento sabemos paso a paso, secuencia tras secuencia, el cúmulo de convenciones que vamos a contemplar. Desde su primera aparición intuimos que Michael Pate va a interpretar a un personaje malvado, que entre los amigos protagonistas se va a interferir un elemento traumático, la rebelión que se va a cometer… Es probable que nos encontremos ante uno de los títulos más previsibles que puede buscarse en el cine norteamericano de su tiempo. Hay tan poca vida, tan escasa sutileza, tan nula es la consistencia de sus personajes y situaciones, que aunque la película se sigue con un ritmo adecuado, predomina en sus fotogramas un absoluto rasgo de previsibilidad en su folletinesco enunciado. A decir verdad, son muy pocos los elementos que perduran en su conjunto. Personalmente, creo que la opción de rodar la película en un estupendo blanco y negro –obra de Russell Harlan-, proporciona a la misma un aire sombrío y de alguna manera la aleja del contexto colorista habitual en las producciones de ambientación africana. Por el contrario, destaca en la función la búsqueda de cierto sello visual, dentro en un contexto dominado por los estereotipos, en los que personalmente solo resaltaría la sutileza que ofrece Wendy Hiller –sin duda, merced a su personalísimo talento- a su breve personaje de esa habitante blanca keniata sometida a la brutalidad de los Mau Mau. Es precisamente la secuencia en la que se manifiesta la atrocidad del ataque de estos, caracterizada por la utilización de una planificación y un montaje más abrupto que el resto del film, cuando parece que la película adquiere una personalidad que, lamentablemente, se ausentará durante el resto del metraje. Así pues, entre secuencias de exteriores rodadas en estudio, episodios en los que un líder intrigante muestra su debilidad al pensar en su dios y ante una oportuna tormenta, o una secuencia final –en la que la indignación del personaje de Poitier le llevará a su propia muerte- no solo inverosímil sino rodada con una torpeza inusitada, se desarrolla una película escasamente memorable, que situaría junto a TAKE THE HIGH GROUND! (1953) y THE CATERED AFFAIR (1956) entre los títulos –de lejos- más prescindibles, de un cineasta hoy día poco recordado –aunque el Festival de Cine de San Sebastián se haya marcado un tanto al dedicarle su retrospectiva en 2009-, pero pródigo en títulos de relieve.

 

Calificación: 1’5