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CINEMA DE PERRA GORDA

Roberto Rossellini

UN PILOTA RITORNA (1942, Roberto Rossellini)

UN PILOTA RITORNA (1942, Roberto Rossellini)

A la hora de hablar de la obra de Roberto Rossellini, nunca ha dejado de resultar incómoda su aportación como director en el periodo fascista italiano, que se ciñe a sus tres primeros largometrajes, efectuados tras un fogueo previo en el cortometraje, y antes de la revelación posterior del manifiesto neorrealista que supondrá ROMA CITÀ APERTA (Roma, ciudad abierta, 1945). Pero hete aquí, que la contemplación de su segundo largo, UN PILOTA RETORNA (1942), pese a los recelos previos que nos podría producir una propuesta que parte de un argumento de Vittorio Mussolini, el propio hijo del Duce, bajo el seudónimo de Tito Silvio Mursini, demuestra casi desde sus primeros fotogramas que los modos de entender el cine que hicieron grande su figura, ya se encontraban presentes en esta obra inserta dentro de las formalidades del cine propagandístico del fascismo.

Ya desde su primera escena la película revela su singularidad, partiendo su argumento desde la secuencia en la que aparece el retrato enmarcado del protagonista, en una habitación donde una señora madura se dedica a dar clases de piano. Será la madre del joven teniente Gino Rossati (Massimo Girotti) que, aunque será evocada por este en numerosas ocasiones, nunca más volverá a aparecer en escena. Este se incorporará a una academia de aviación, donde lo primero que contemplará es a un perro, del que se señala que ya no tiene amo. Será un apunte inicial distanciador dentro de un relato que se aleja de manera casi absoluta de cualquier tentación exaltadora y que, por el contrario, busca atender a la letra pequeña, a la rutina, a los claroscuros incluso, en esos periodos de espera de los pilotos que agotan su tedio en noches en tabernas y efímeros contactos femeninos. Pero incluso en esa mirada se desprenderá por un lado una enorme capacidad de observación y notable agilidad tras la cámara por parte de Rossellini, a lo que cabe unir esa sensación de atonía existencial que desprenden sus imágenes, a las que quizá no sea a jena la presencia como coguionista del posterior realizador Michelangelo Antonioni. Serán unos pasajes, en los que además se huirá de cualquier querencia apologética -solo en una escena se perciben saludos fascistas, ejecutados casi con timidez-

UN PILOTA RITORNA brillará, asimismo, en la plasmación de la crónica de los vuelos con bombardeos, haciendo abstracción del ejército que representan, y centrándose por un lado en la dureza exterior de dichos combates y, de manera muy especial, en la tensión psicológica -e incluso física, a través de las consecuencias de los disparos de los aviones enemigos- que se registrará en esas operaciones aéreas, que serán mostradas desprovistas del más mínimo glamour y, por el contrario, matizadas por primeros planos o planos de detalles montados con enorme precisión y sentido de la inmediatez. En cualquier caso, la película alcanzará su mayor grado de efectividad dramática a partir del accidente sufrido por Rossatti. En realidad, puede decirse que toda la odisea vivida por este adquiere la verdadera razón de su entraña dramática. Y justo es reconocer, de entrada, que resulta sorprendente encontrar una película que en pleno 1942, cuando la contienda se encontraba aún en plena efervescencia proponga una mirada tan desesperanzada en torno al hecho bélico, que se mantenga al margen de esa casi obligada inclinación inicial al fascismo italiano. Solo hay un momento en una breve reunión de oficiales, donde estos saludan con el brazo en alto, de manera casi imperceptible-.

Por el contrario, el núcleo central de la propuesta de Rossellini deviene una pavorosa mirada en torno al horror de la lucha, con lo que supone de terreno abonado para la destrucción, la miseria y la desesperanza. Todo ello surgirá desde el momento en el que el joven protagonista sea hecho preso en tierras griegas, siendo confinado y hacinado en un lúgubre campo de presos ingleses. Será en ese ámbito donde comenzará a vislumbrar -y, con él, el espectador- el dolor de unos habitantes dominados por la desolación, que han perdido en su éxodo sus humildes pertenencias, y que guardan afanosos una interminable cola para ser atendido por un entregado doctor -encarnado por Giovanni Valdambrini- cuya casi adolescente hija le ayuda en sus tareas -Anna (Michele Belmonte), llamando desde el primer momento la atención de Risatti. Si todo lo que había precedido la película -en especial ese tramo inicial descrito antes de la ejecución de los bombardeos- aparecía plasmado con tanto desapego emocional como sentido de la síntesis, a partir de este momento puede decirse que Rossellini irá describiendo toda una oscura danza del horror, que tendrá su primera para en la angustiosa descripción de los pormenores en ese cochambroso y sombrío rincón, de la operación a ese soldado herido al que se le ha de amputar una pierna, en la que al mismo tiempo vamos sintiendo esa casi imperceptible cercanía de Rossatti con Anna.

No será más que un alto en el camino, dentro de un entorno dominado por la más absoluta desesperanza. Presos y habitantes caminarán juntos, custodiados por militares en un éxodo terrible y forzoso, dentro de unas imágenes que preludian con claridad la cercana llegada del neorrealismo. El polvo del camino, la miseria compartida. El anhelo de llegar hasta un pueblo donde podrán encontrar víveres y medicamentos para ese niño enfermo. Todo ello queda mostrado con un magnífico sentido de la inmediatez, e incluso de lo sórdido, al portar a ese herido con la pierna amputada que en algunos momentos tendrá que ser llevado a hombros por nuestro protagonista. Ese pueblo al que buscaban alcanzar con ansia habrá sido devastado por completo por los bombardeos, iniciándose un episodio infernal donde la larga comitiva sufrirá un bombardeo diurno y teniéndose que proteger casi poniendo cuerpo a tierra como única esperanza, mientras se vuelta un puente de estratégica ubicación. Todo parece convertirse en un infierno, mientras que casi ajenos al dolor extendido comenzará a gestarse la confianza y el afecto entre el joven italiano y la hija del doctor. De noche, los supervivientes de la dolorosa comitiva se reunirán en un viejo edificio que ejercerá como pobre refugio, en el atronar de un infernal bombardeo, que no dudo en considerar entre los más pavorosos jamás mostrados en la pantalla, hasta el punto de lograr transformarse en el fruto de una pesadilla colectiva. Dentro de este fragor casi suicida y animado por la propia Anna, Gino se aventurará en huir, no sin antes dejar ese reloj que años atrás le regalara su madre, para que uno de sus compañeros se lo ofrezca a la muchacha como prueba de su voluntad de volver a por ella. Y es que este drama de apenas un par de semanas, en realidad ha transformado al protagonista, quien no dudará en desafiar la más mínima lógica para pilotar en medio del ensordecedor bombardeo el único avión que no ha sido destruido y, contra cualquier pronóstico, desafíe el hecho de tripular un avión enemigo llegando con él hasta el aeropuerto milanés del que partiera antes del accidente que le hiciera preso.

UN PILOTA RITORNA es, sin duda, una prueba evidente de los insospechados caminos que no lleva un cine al que no hemos de calificar con anteojeras. Pero, sobre todo, sus lacerantes imágenes ratifican que en Roberto Rossellini había ya en sus primeros títulos, algo más que la madera de un primerísimo cineasta.

Calificación: 3

GERMANIA, ANNO ZERO (1947, Roberto Rossellini) [Alemania, año cero]

GERMANIA, ANNO ZERO (1947, Roberto Rossellini) [Alemania, año cero]

Como en cualquiera de las grandes obras que el cine alimentó, consolidando su denominación de Séptimo Arte, GERMANIA, ANNO ZERO (1947, Roberto Rossellini) admite numerosas lecturas. A su condición de tercer y más amargo vértice de la trilogía que el italiano consagró al fin de la II Guerra Mundial y el III Reich, hay que añadir ese rasgo que sobrelleva –en algunos aspectos discutible-, de erigirse como auténticos motores del movimiento neorrealista que enriqueció el cine italiano de aquel tiempo. Pero más allá de eso, y de esa aparente crónica verista en la que en apariencia se inserta, aparecen numerosos aspectos que enriquecen esta obra imperecedera, verdadero punto de inflexión, lleno de sinceridad y amargura. Y es que podemos hablar del riesgo y el enorme acierto de atreverse a rodar en una Alemania todavía devastada por la consecuencia de los bombarderos. Poco después, cineastas como Fred Zinnemann hicieron lo propio con resultados muy inferiores. Rossellini centra su acción en la andadura existencial del pequeño Edmund, un muchacho de doce años de edad que deambula por un Berlin asolado, para aportar algún sustento a una familia que, como otras tantas, padecen enormes penurias en un marco en la que la carencia de la más mínima necesidad es un problema tan asfixiante como cotidiano. La película se centra en su capacidad de penetrar en el desconcierto del muchacho, en las contradicciones de su comportamiento, en la dualidad de su capacidad de aportar algo y la falsa inocencia de su comportamiento –que sería prolongado en cineastas como Alexander Mackendrick-.

Pero al mismo tiempo, y con alcance más universal, el film de Rossellini destaca bajo mi punto de vista, por mostrar una de las más devastadoras descripciones del comportamiento humano que jamás se ha podido contemplar en la pantalla. Ante una situación límite, los personajes que pueblan las imágenes de GERMANIA, ANNO ZERO se caracterizan por una mezquindad no por cruel menos reconocible. Es algo que percibimos ya en la propia familia protagonista. Incluso en ese padre enfermo que no deja de mostrar su autocomplacencia para mantener su peso como cabeza de familia. En el hijo mayor que no desea asumir su pasado nazi, pasando por la depuración de las autoridades, la hermana que por la noche acude a salones de baile para conseguir algunos cigarros. Y también esa vecindad que acoge a la familia por obligación, sin dejar de mostrar su hostilidad por la imposición que ha sido objeto por parte de las autoridades. Es tal el grado de vileza que desprenden sus personajes –solo en ocasiones aparecen ciertos rasgos de nobleza, como la entrega del hermano mayor a las autoridades-, que casi se puede palpar la incomodidad de contemplar el recorrido físico y moral que plantea un Rossellini más pesimista y sombrío que nunca. Es algo que se extiende en el deambular del muchacho, donde contemplará como chavales algo mayores que él no dudan en emplear estrategias para robar a los viandantes. Como él mismo es sometido al abuso de uno de los vecinos, que le obliga a vender a un precio desorbitado una báscula, que otro comprador le quita literalmente con un trueque poco convincente.

La huella del nazismo es aún perceptible en la población, con ciudadanos que realizan trabajos de reconstrucción para limpiar su estigma. En la propia fascinación que en los soldados aliados alberga la figura de Hitler –visitan y se hacen fotos en su bunker, y no dudarán en comprar un disco que graba uno de sus discursos-. En lo profundo que se alberga en el personaje del antiguo maestro –uno de los más siniestros del relato-, que apenas oculta sus instintos de pederastia con Edmund, conviviendo con otro no menos temible previsible aristócrata homosexual en decadencia. Él será en el fondo el que insertará en el muchacho una de las máximas del nazismo –la preponderancia de la selección de los fuertes sobre los más débiles-, incitando en Edmund la intención de envenenar a su padre. Así pues, el peregrinaje del pequeño protagonista aparecerá casi propio de una pesadilla expresionista, pero la misma es real. Rossellini escruta el resultado de la barbarie bélica en unas imágenes dantescas, que el director sabe potenciar con unas angulaciones que aparecen de todos modos cotidianas en su terrible realidad –esos niños que se enraciman en torno a una bella fuente casi destrozada-.

La música de Renzo Rossellini ejerce como elemento de apoyo a los distintos giros y encuentros en la acción, dentro de esa mirada devastadora y existencial sobre la fiereza de la condición humana. Será algo que esgrime un relato trazado en un ámbito determinado por el sentido de la inmediatez que le proporciona el entorno y ámbito elegido, pero que con el paso de casi siete décadas, aparece como uno de los alegatos más terribles que el celuloide ha propuesto jamás, en torno a la crueldad de los hombres y mujeres que pueblan la Humanidad. No importa que en un momento determinado, los cánticos religiosos entonados por un clérigo en un templo que acusa los bombardeos, sean escuchados por Edmund y por una serie de viandantes que detienen su marcha por la supervivencia. No importa incluso la eficacia del personal que regenta el hospital al que acudirá el padre de la familia, recomendados por un medico que logra facilitar un ingreso que se antoja casi imposible. Lo real, lo casi incómodo de comprobar en GERMANIA, ANNO ZERO es el hecho de que sus imágenes llenas de horror cotidiano, no son más que la extrapolación de la vida cotidiana que nos rodea.

Es cierto, aparece rodeada de unas fantasmales y aterradoras ruinas, que se extienden en un confín casi sin límite, y sobre las que paseará un muchacho acostumbrado a patear montañas de escombros y ladrillos, y fincas gravemente deterioradas, que se erigen casi como un personaje físico de la película. Serán filmadas por una fotografía en blanco y negro dotada de una casi dolorosa fisicidad, que con probabilidad acusó la escasez de material, pero que quizá por ello aparecen con el paso del tiempo como uno de los rasgos que proporciona la inmediatez y autenticidad a su conjunto. Una película que proporciona momentos tan terribles como el que le sirve de conclusión, en medio de la pasividad de la vida diaria, o aquel en el que Edmund contempla poco antes desde una terraza, como se llevan el cadáver de su padre en un camión casi anónimo, sin el más mínimo homenaje, o las miradas aviesas de ese aristócrata previsiblemente nazi, que convive con el antiguo maestro, y a quienes se atisban comportamientos más que censurables. O la capacidad para sobrevivir mediante la picaresca, por parte de los dueños del ruinoso inmueble, que no dudan en piratear la frágil red de electricidad que se mantiene. O la fragilidad y crudeza con que se mantienen las relaciones de la familia protagonista. Secuencias estas últimas, que el italiano rodará en localizaciones de interiores cargadas de un aura claustrofóbica, caracterizadas por una enorme complejidad en la planificación de sus largos planos dominados por reencuadres, que acentúan ese grado de incomodidad y crueldad buscada, en todo momento definido por su credibilidad y dureza.

Son aspectos tan incómodos de plantear en la pantalla, que con posterioridad fueron expuestos por lo general por medio de la comedia satírica. En esta ocasión, un Rossellini más valiente e inspirado que nunca, lo brinda con toda su crudeza, incluso abandonando para ello sus convicciones cristianas –presentes sin embargo en el previo y admirable ROMA, CITTA APPERTA (Roma, ciudad abierta, 1945). Dura y sin concesiones, GERMANIA, ANNO ZERO aparece como una de las más duras diatribas jamás filmadas en torno a la crueldad del ser humano. Y, con ello, hay que considerarla como un punto sin retorno, en torno a la visión crítica de la Humanidad, narrada en un periodo concreto, pero dotada de un sentido inmanente de la inmortalidad en su mensaje.

Calificación: 5